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Cuando leemos la luminosa encíclica Ecclesiam Suam, del Papa Pablo VI, o la magnífica «Constitución Dogmática sobre la Iglesia», de los Padres del Concilio, no podemos menos de darnos cuenta de la grandeza del Concilio Vaticano II. Pero cuando volvemos la mirada a muchos escritos contemporáneos –algunos escritos por teólogos muy famosos, otros escritos por teólogos de menor categoría, y otros también por laicos, que nos ofrecen sus urdimbres teológicas propias de aficionados–, no podemos menos de sentir honda tristeza, y de experimentar grave preocupación. Indudablemente, sería difícil concebir mayor contraste que el que existe entre los documentos oficiales del Vaticano II y las declaraciones superficiales e insípidas de diversos teólogos y laicos que se han extendido por todas partes como un morbo infeccioso. De un lado, encontramos el verdadero espíritu de Cristo, la auténtica voz de la Iglesia; hallamos textos que tanto en su fondo como en su forma están exhalando una gloriosa atmósfera sobrenatural. Del otro lado, encontramos una deprimente secularización, una completa pérdida del sensus supranaturalis, un marasmo de confusión.

La deformación de la auténtica naturaleza del Concilio, producida por esta epidemia de aficionados a la teología, se expresa principalmente en las falsas alternativas, que tratan de ponernos a todos ante una disyuntiva: o se acepta la secularización del Cristianismo, o bien se niega la autoridad del Concilio.

Estas drásticas alternativas son etiquetadas frecuentemente con el nombre de «respuesta progresista» y «respuesta conservadora». Estos conceptos, que se aplican fácilmente a muchos ámbitos naturales, pueden inducir a notabilísimo error cuando se aplican a la Iglesia. Pertenece a la naturaleza misma de la fe cristiana católica el adherirse a una revelación divina que no cambia, el reconocer que hay algo en la Iglesia que está por encima de los vaivenes de las culturas y del ritmo de la historia. La revelación divina y el Cuerpo Místico de Cristo se diferencian por completo de todas las entidades naturales. El ser conservador, el ser tradicionalista, es –en este caso– un elemento esencial de la respuesta que debe darse al fenómeno único de la Iglesia. Incluso una persona que no sea, ni mucho menos, conservadora por temperamento y que sea «progresista» en muchos otros aspectos, ha de ser conservadora en sus relaciones con el magisterio infalible de la Iglesia, si ha de seguir siendo católico ortodoxo. El hombre puede ser y, al mismo tiempo, católico. Pero no se puede ser progresista en cuanto a la fe católica. La idea de «católico progresista» es «en este sentido» una contradicción in adiecto. Desgraciadamente, hay muchas personas hoy día que no entienden ya esta contradicción, y que andan alardeando de ser «católicos progresistas».

Y con las etiquetas de «conservador» y «progresista», están poniendo realmente al creyente en situación de escoger entre la oposición a toda renovación, la oposición incluso a la eliminación de ciertas cosas que se han introducido subrepticiamente en la Iglesia por la fragilidad humana (como el legalismo, el abstraccionismo, la presión externa en cuestiones de conciencia, graves abusos de autoridad en las órdenes y congregaciones religiosas) y un cambio, un «progreso» en la fe católica, que sólo pueden significar el abandono de la fe cristiana.

Pero estas alternativas son falsas. Porque hay una tercera opción, que acepta de buena gana las decisiones oficiales del Concilio Vaticano II, pero que –al mismo tiempo– rechaza enérgicamente las interpretaciones secularistas que les dan muchos de los llamados teólogos y laicos progresistas.

Ésta tercera opción se basa en la inquebrantable fe en Cristo y en el infalible magisterio de su Santa Iglesia. Supone como cosa sabida que no puede haber lugar a cambio en la doctrina de la Iglesia, revelada divinamente. No admite posibilidad alguna de cambio, exceptuando aquel «desarrollo» (development) del que nos habla el Cardenal Newman, y que se efectúa en la formulación explícita de lo que se encontraba ya presente en la fe de los Apóstoles, o que se sigue necesariamente de esa fe. Esta actitud sostiene que la moralidad cristiana de la santidad, la moralidad revelada en la Sagrada Humanidad de Cristo y en sus mandamientos, y cuyo ejemplo hallamos en todos los santos, sigue siendo la misma. Y para siempre. Sostiene que el ser transformados en Cristo, el convertirnos –en Él– en nueva criatura, es la meta de nuestra existencia. Para decirlo con las palabras de San Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (I Tesalonicenses 4, 3). Esta posición afirma la diferencia radical que existe entre el reino de Cristo y el saeculum. Toma en serio la lucha que hay entre el espíritu de Cristo y el espíritu de Satanás: durante todos los siglos pasados y futuros, hasta que llegue el fin del mundo. Cree que las palabras de Cristo –«Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Juan 15, 19)– tienen tanta validez hoy día como en cualquier época anterior.

Tal es, sencillamente, la posición católica, sin más calificación. Esta posición se regocija de toda renovación que amplíe lo de «instaurare omnia in Christo», y lleve la luz de Cristo a las nuevas esferas de la vida. Es, en realidad, un aliento específico a los católicos para que se enfrenten a todas las cosas con el Espíritu y la Verdad de Cristo –a tiempo y a destiempo–, sin tener en cuenta el espíritu de la época actual o de cualquier época pasada. Tal renovación tiene muy en cuenta aquella advertencia de San Pablo: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (I Tesalonicenses 5, 21). Aprecia y venera con gran respeto los grandes dones que nos han legado los siglos cristianos anteriores, y que reflejan la atmósfera sagrada de la Iglesia –por ejemplo, el canto gregoriano y los admirables himnos de la liturgia latina.

Sostiene que esos elementos no deberían cesar jamás de desempeñar un gran papel en nuestra liturgia, y que siguen teniendo hoy día –como la tuvieron en el pasado– una gran misión apostólica. Cree que las Confesiones de San Agustín, los escritos de San Francisco de Asís y las obras místicas de Santa Teresa de Jesús contienen un mensaje vital para todos los períodos de la historia. Representa una actitud de profunda devoción filial al Padre Santo, y un amor respetuoso hacia la Iglesia en todos sus aspectos: el verdadero «sentire cum ecclesia».

Quede bien claro que esta tercer respuesta a la crisis actual de la Iglesia no es una tímida componenda, sino una respuesta consecuente y franca. No es retrospectiva, ni anticipa un simple futuro terrenal, sino que está centrada en la eternidad. De este modo, es una respuesta capaz de vivir plenamente en el presente, ya que la presencia real se experimenta tan sólo plenamente cuando logramos liberarnos a nosotros mismos de la tensión del pasado y del futuro, cuando ya no estamos aprisionados por un frenético impulso hacia el momento siguiente. A la luz de la eternidad, todo momento de la vida –ya sea de la vida de un individuo o bien de una comunidad– recibe su plena significación. Por eso, únicamente haremos justicia a la época presente, cuando la consideremos a la luz del destino eterno del hombre: a la luz de Cristo.

La respuesta que hemos descrito lleva consigo grave interés y preocupación por la actual invasión que el secularismo está haciendo en la vida de la Iglesia. Considera la actual crisis como la más seria que ha habido en toda la historia de la Iglesia. Sin embargo, tiene plena esperanza de que la Iglesia ha de triunfar, porque el Señor mismo dijo: «Y las puertas del Averno no prevalecerán contra ella».

* En «El Caballo de Troya en la Ciudad de Dios», Ediciones Fax, Zurbano 80, Madrid, 1969, págs. 13-16.

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