Nos referimos a esa elocuencia que atrae las gracias necesarias para convertir a las almas y llevarlas a la santidad.
Algo de esto ya hemos hablado. De todos los evangelistas, San Juan tiene algo especial, una elocuencia que nos cautiva. ¿Cuál es su secreto? Él fue el único que estuvo recostado sobre el pecho de Jesús en la Última Cena. Porque nadie como él ha percibido los latidos de amor del Corazón de Nuestro Salvador, y la inmensidad de su amor para con los hombres, su evangelio nos impulsa a amar a Jesucristo de una forma especial.
Lo mismo puede decirse de los hombres de vida interior. Reciben del cielo, por medio de la oración, las aguas vivificantes de la gracia que fertiliza la tierra. Porque están unidos con Cristo, perciben los latidos de su Corazón, la Vida íntima de Dios, y la difunden con abundancia en las almas. Y así, al hablar de Dios, lo hacen con una elocuencia que no es de este mundo. Sus palabras no sólo iluminan, sino que hacen arder en el amor a Dios.
¿Dónde encuentra el apóstol la gracia para mover los corazones en el amor de Dios? En la oración y en la Eucaristía. De otra forma no sería más que un bronce que retumba, que hace mucho ruido, pero que no convierte.
La simple sabiduría humana, no convierte. Para que un apóstol pueda arrastrar las almas hacia la santidad, ha de haber antes saboreado el Evangelio por medio de la oración, haciéndolo sustancia de la propia vida.
Recordemos que el Espíritu Santo, principio de toda fecundidad espiritual, es el que obra las conversiones y da la fuerza para salir del pecado y practicar la virtud. El apóstol sólo hace de canal para que Dios pueda infundir su vida en las almas. Pero para que el canal pueda dejar vía libre a Dios, ha de dejarse transformar antes por el Espíritu Santo. Es lo que aconteció en Pentecostés, tras diez días de retiro.
Mediante la vida interior nos convertimos en portadores de Cristo. Plantamos y regamos en las almas, pero es el Espíritu Santo el que obra la conversión. Él es la semilla que cae, la lluvia que fecundiza, y el sol que hace crecer y madurar.
Que vuestra luz brille ante los hombres (Mateo 5,16). No podemos ser luz si no hemos ardido antes en el fuego del Espíritu Santo.
El apóstol encuentra la elocuencia evangélica en la vida de unión con Jesús, en la oración y en la guarda del corazón, pero también en la Sagrada Escritura, que estudia y saborea con pasión. Toda palabra de Dios, toda palabra que sale de los labios de Jesús, es para él un precioso tesoro. Antes de hablar, siempre comienza por orar y saborear los libros inspirados, como si el Espíritu Santo se los dictase personalmente. Sólo así puede entusiasmar y hablar de Jesucristo, como de Alguien que él conoce de primera mano.
Sólo el apóstol de vida interior tiene el secreto de mostrar el Evangelio en toda su verdad, que siempre es actual y siempre nueva, y siempre operante, por ser divina. Sólo él sabe suscitar una respuesta de amor a la gracia divina.
Mas no puede existir una vida interior plena sin una tierna devoción a María Inmaculada, canal por excelencia de todas las gracias, Madre de Dios y de todos los hombres. El apóstol recurre a María, su madre, en toda ocasión, y de esta manera gana muchas almas para le Reina del cie lo y el Corazón de Jesús.
El alma de todo apostolado – Cuarta parte – Juan Bautista Chautard