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En esta hora de confusión –confusión, que es lucha de apetitos porque hay tinieblas en la mente– NUESTRO TIEMPO se impone como tarea propia y específica la valoración de nuestra riqueza cultural. No es tarea que parece llevar más rápida y direccionalmente a la grandeza de la patria, pero es la única que lleva sólidamente. Los valores permanentes de la patria, y por ende, su soberanía, sólo los guardan los pueblos que quieren y que pueden guardarlos. Y esta voluntad de poder es patrimonio de pueblos de alto nivel cultural.

La voluntad de poder que surge de un pueblo ennoblecido por la riqueza cultural jamás puede ser vencida. Porque si la fuerza material está al servicio de esa voluntad, estará al servicio también de su legítima grandeza y será utilizada decisivamente en los momentos en que pueda ser puesta a prueba por los detentores de la fuerza bruta. Y si este pueblo hubiera de morir, sucumbiendo bajo el peso de la superioridad de la fuerza bruta, no faltará el poema que guarde eternamente, en la memoria imperecedera de los siglos, las gestas gloriosas de sus héroes.

La cultura auténtica comunica fortaleza a un pueblo porque ella tiene un valor en sí, en cierto modo permanente, a través de las generaciones que se suceden, y de las instituciones donde se encarnan. Está conectada con la vitalidad social; y no una vitalidad social, que es un simple vivir –porque un vivir debilitado es camino hacia la muerte– sino un vivir, con vigor de vida, de vida que empuja por salir y manifestarse y expansionarse en frutos de valores humanos realizados. Por esto ha podido decir Burckhardt que la cultura es «floración espontánea de creaciones del espíritu». Lo cual no quiere decir que el espíritu humano, entregado a sí solo y a sus propias fuerzas irrumpa espontáneamente en valores culturales. Sería ello ignorar la condición del hombre singular que, dejado a sí solo, se degrada en sus propios errores y desviaciones.

Cada hombre singular viene a este mundo con grandes posibilidades, pero que no pueden actualizarse sino por una acción vital que sólo se opera en un medio social cultivado. El medio no basta, como lo demuestran los millares de fracasados en la mejor de las culturas; pero el medio es indispensable, a no ser que esperemos la resurrección de valores de pueblos degradados y decrépitos.

Cuando hay vitalidad social, esto es, un vivir ascensional, de plenitud que asciende, y que de un pasado marcha, en continuidad, hacia el futuro, los valores culturales, que son frutos realizados de vida humana, surgen y enriquecen, a su vez, el medio social.

La cultura, a su vez, exige condiciones. Porque si los frutos culturales sólo afloran en una continuidad ascensional, es menester, para que pueda mantenerse sin que la devore la polilla del tiempo, que esa vitalidad social esté conectada con las fuentes perennes de donde ella brote, fuentes, en la que el manar, lejos de agotarlas las rejuvenece siempre más. Y como el vivir del espíritu es un asimilarse verdad, bien y belleza que están derramadas en inagotables fragmentos en los bienes naturales, pero que sólo se hallan plenamente y sin fragmentos en el Ser que es Verdad, Bien y Belleza, se sigue que una cultura, que no quiere quedar presa de fragmentos o reducirse en un continuo revolotear de fragmentos en fragmentos, debe establecer conexiones con el Ser, adonde le llevan todas las apetencias del propio ser: porque la verdad y el bien y la belleza –que es el hombre, que son las cosas, que es el cosmos– están clamando, con clamor ontológico, que sale de las propias entrañas, por la Verdad, por el Bien y por la Belleza.

La cultura auténtica e indeficiente sólo es posible en un medio social conectado con Dios. «La elaboración de un universo humano es también tarea de las fuerzas divinas», escribe Berdiaeff. Por esto las épocas culturales verdaderamente ricas, han estado dominadas por la preocupación teológica y no sólo en la Edad Media, ni en la antigüedad, ni en las postrimerías del Imperio romano, cuando se levanta la voz de San Agustín, ni en los días remotos en que se pierden los principios de los pueblos cantados por Homero, sino aun en la reforma. Tan cierto es esto que el comunismo –profesión pública de ateísmo– si ha podido dar frutos menguados de cultura, en los valores inferiores del hombre como es la utilización (no digo la creación) de la técnica, es porque ha desatado las fuentes de energía divina que hay en el hombre –apetencia mística natural– y la ha encauzado con fuerza irresistible, demoníaca, a la edificación de la ciudad del mal, es decir, de una ciudad mecánicamente colectivizada.

Porque entramos en una edad teológica, las grandes batallas se van a realizar hoy por el dominio de los valores culturales. Teología de Dios, o de los sin-Dios; Reino de Cristo o del Anticristo; Dominación del Hombre-Dios o del Hombre-Máquina.

La lucha es metaeconómica y metapolítica, la lucha se traba en las raíces ontológicas del hombre, allí donde se sitúan sus fuerzas creadoras, allí donde está ese misterio de cada ser, que es el propio ser, y que se disputan Dios y el diablo, ese núcleo que es decidido, en el común de los casos, por la influencia de un medio cultural y que, a su vez, es el creador de la cultura.

Por esto la gran tarea a la que debe dedicar nuestra generación el afán de sus esfuerzos incesantes es el acrecentamiento de su riqueza cultural. De ella depende la grandeza de la patria.

* En Revista «Nuestro Tiempo», Buenos Aires, viernes 4 de agosto de 1944 – Año 1 – N° 6.

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