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Reflexión para los adoradores de Jesucristo Sacramentado

Cuando vamos a adoración y nos arrodillamos frente a la custodia, bien podría decirnos Nuestro Señor como a Felipe “Tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me habéis conocido?”

Los verdaderos adoradores ¿ante quien se arrodillan?, ¿ante la custodia que significa, representa o recuerda a Jesús; o frente a Cristo mismo, Señor del cielo y de la tierra, que se ha hecho sacramento por nosotros?: ¿qué significa para nosotros realmente la adoración?

Cuántas veces oímos decir después de la adoración, ¡qué calor que hacía adentro! O qué frío, o quizás cómo se movía tal, qué distraído aquel, ¿viste cómo se dormía…? Etc, etc, etc; y cuán poco decimos acerca de la paz interior que nuestro Señor otorga al alma, o de las gracias  y especiales luces que nos ha concedido. No digo que hablemos de nuestras conversaciones con Él, sino que nos examinemos seriamente: ¿vamos a mirar la custodia, la capilla, las personas, o a entablar  amistosa y confiada oración con nuestro Dios sacramentado?

Dice San Alberto Hurtado: “colócate delante del Señor, déjate mirar por Él y descansa en Él”; esta es justamente la actitud pasiva que ha de tener el alma frente a Jesucristo sacramentado pero que no significa “exclusiva pasividad”, pues además el alma debe tender constantemente hacia Él: se encuentra ante su Dios y Señor en la actitud de escucha y respeto, pero también lo está delante de su amigo fidedigno por antonomasia que a tal punto la ama que siendo Dios se entregó por ella a precio de su sacratísima sangre.

Jesucristo es el Señor de la justicia ante quien hay que prosternarse en total reverencia y humildad, pero también es el amante amigo del alma que espera paciente y como ansioso en el sagrario aquella nuestra visita para acrecentar  su amistad con nosotros, para entablar un familiar y sincero diálogo, para reconfortarnos  y aliviar nuestras penas, para oír nuestras alegrías y alegrarse con nosotros, para escuchar nuestras aflicciones y otorgarnos su compasión; para secar nuestras lágrimas con el pañuelo de su misericordia, para animarnos con su ejemplo de completo abandono a la voluntad del Padre, para recibir tiernamente nuestras oraciones, para concedernos abundantemente sus gracias, para corregir nuestros defectos; en fin, para conducir nuestros pasos en esta vida por la senda que conduce hacia Él. “Se esconde” en el sacramento para que lo busquemos, “se hace” sacramento a fin de acrecentar nuestra fe, “se nos entrega” en el sacramento para unirse efectivamente a nuestras almas, y quiere que lo adoremos en el sacramento para que podamos llegar a contemplarlo después cara a cara en la eternidad.

Jesucristo nos espera continuamente, quiere estar a solas con nosotros, quiere revelarnos sus misterios, quiere que lo visitemos tan sólo para demostrarle que no lo hemos olvidado y que no ignoramos su augusto sacrificio. Vayamos, pues, a visitarlo en la custodia; acudamos a compenetrarnos profundamente en su amistad para que no puedan pesar sobre nosotros aquellas tristes palabras que dirige a sus apóstoles: tanto tiempo estoy con vosotros ¿y no me habéis conocido?; sino más bien aquellas otras de su sermón de despedida en la última cena: “…ya no os llamo siervos, sino amigos…” (Jn 15,16);y que a tal punto le sean gratas nuestras visitas que vayamos a su encuentro animados por aquella hermosa y definitiva invitación que ha reservado para sus elegidos en el día de su regreso: “venid a mí, benditos de mi padre…”, como si nos dijera, venid a verme en la custodia, venid a acompañarme, venid que vuestras visitas aquí en la tierra me son tan agradables que yo mismo haré eco de ellas para la eternidad.

 P. Jason.

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