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Dos consideraciones: Ser precursores y guardarnos de la indiferencia.

Ser precursores

San Juan Bautista, junto con la Virgen, san José y el profeta Isaías, es una de las cuatro grandes figuras del adviento, ¿por qué?, porque en ellos se encarna la espera del adviento y la esperanza de los hombres. El tiempo de Adviento nos invita a detenernos en la figura de San Juan Bautista, el precursor, aquella voz que clamó en el desierto para anunciar al Mesías que ya estaba entre los hombres -como ahora- y luego de cumplir su misión desapareció para dar lugar a la salvación de los hombres.

El P. Castellani tiene una metáfora muy hermosa y precisa acerca del Bautista, él dice que san Juan Bautista «…sobrevino repentinamente como un meteoro, iluminó lo que tenía que iluminar, y se apagó bruscamente.»[1], como él mismo lo había dicho: “es necesario que él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30). En el Precursor de nuestro Redentor, por tanto, vemos prefigurada nuestra misión como cristianos católicos: la de anunciar a Jesucristo a los demás y dejarle el lugar que le corresponde.

De la actitud de san Juan Bautista ante la misión que Dios le había encomendado podemos sacar muchísimas más enseñanzas, como su humildad, su aceptación de la voluntad de Dios, su testimonio, su llamado a la conversión para prepararse bien a la recepción del Mesías, etc. pero lo que más debemos destacar es su ya mencionada misión de “preceder al Mesías”, anunciarlo y de prepararle el terreno en la medida de nuestras posibilidades, todo lo cual no es otra cosa que el buen ejemplo cristiano que tenemos obligación de dar a los demás, porque “los ejemplos arrastran”, y porque las virtudes cristianas tienen esa misteriosa capacidad de conquistar que tantas veces hemos visto en las vidas de los santos.

El precursor es el que va delante de otro, pero en san Juan Bautista hay una característica del todo especial, porque no sólo que va anunciando con su predicación al Cordero de Dios, sino que se dice que tuvo la función de iluminar las mentes y los corazones del pueblo elegido para que pudieran disponerse como corresponde a recibir al Mesías: Jesucristo es el sol que nace de lo alto, es el Hijo de Dios que viene a iluminar las tinieblas del error y del pecado con la luz de la verdad, y san Juan Bautista, el Precursor, es como la antorcha que alumbra de noche anunciando a los que viven en tinieblas que pronto llegará la luz del sol, que es Jesucristo, para iluminar el mundo entero con su Evangelio. Por eso, cuando salió la luz del sol ya no hacía falta la luz de la antorcha. Ésa fue la misión del Bautista.

Hoy en día, el mensaje del Evangelio se sigue extendiendo gracias a los misioneros, pero desgraciadamente, también es cierto que en algunos cristianos la fe ha ido perdiendo un poco de su luz; es por eso que nosotros, los católicos, debemos tomar conciencia de que por el bautismo, también debemos ser “efectivamente precursores”, porque poseemos la verdad del Evangelio, la riqueza de la Tradición, la custodia del Magisterio, la fuerza de la gracia y de los sacramentos, etc. Cada uno de nosotros hoy en día es llamado a ser también precursor de Jesucristo, iluminando con nuestro ejemplo a los demás: ésa es la mejor preparación que podemos hacer en este Adviento: renovar nuestros buenos propósitos, nuestra vida de gracia e iluminar a los demás con nuestras vidas, como venimos diciendo, pero decididamente. Por eso dijo Jesucristo: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” (Mt 5,16); yescribe el P. Alfredo Sáenz: «…Cada uno de nosotros debería pensar, como Juan, que “detrás de mí viene el que es más poderoso que yo”. Cada uno, cualquiera fuere el lugar que ocupa en la Iglesia, puede anunciar el reino que se acerca, puede preparar el camino del Señor: una madre a su hijo, un profesor a su alumno y, ¿por qué no?, un alumno a su pro­fesor. Cada uno de nosotros debería ser una gracia de Dios puesta al paso de los demás, sobre todo de los que nos rodean. Por el solo hecho de nuestro Bautismo, se nos impone el deber del apostolado, llamados a ser los heraldos, los pobres heraldos del Reino: Se acerca el Reino de Dios. Conciencia de que Otro viene detrás de mí.

Así era Juan, la voz de Cristo. “Yo soy una voz que grita”, nos dice en el evangelio de hoy. Su única preocupación era hablar de Cristo. Por eso renunció al matrimonio, a los hijos, a sus hermanos, a los placeres de la vida, no cultivó campos ni se dedicó a negocios mundanos. Porque era un obsesionado del Reino. Porque todo en él era voz. Voz que grita, incluso en el desierto, aun sabiendo que no sería escuchado.

Tal es, pues, el primer anuncio de Juan: Se acerca el reino de Dios.»[2]

Guardarnos de la indiferencia

El anuncio del Reino de Dios, mediante la venida del Mesías, fue el primer anuncio del Precursor. El segundo mensaje del Bautista, fue dicho a los fariseos que lo interrogaban, pero también nos puede servir a nosotros como advertencia, para estar atentos. El segundo mensaje fue el siguiente: “en medio de vosotros hay uno que no conocéis”, así decía a los fariseos que tenían a Jesús entre ellos y no lo reconocieron. De hecho sus mismos familiares según la sangre se escandalizarían de Él porque lo veían, pero no lo conocían. Este mismo peligro puede estar presente en la vida de los creyentes, y caerán en él aquellos que no vivan su vida como un continuo adviento, es decir, como una continua espera. Y este error tan venenoso es lo que conocemos como indiferencia.

¿Cuáles son las causas principales de la indiferencia?

– No escuchar la palabra de Dios

– No frecuentar los sacramentos

– No comunicarse con él mediante la oración

Pero éstas 3 causas pueden resumirse en una sola: la falta de amor a Dios, que es a la vez como causa y consecuencia: “causa”, porque si no se ama a Dios lo suficiente no se querrá conocerlo más y más en su inmensa bondad; y “efecto” en cuanto que nadie ama lo que no conoce…

¿Cuál es el remedio contra la indiferencia? Simplemente el acrecentar nuestro amor a Dios; y justamente estamos en un tiempo litúrgico especialísimo para ello, gracias a la consideración del gran misterio de la Navidad; porque la Navidad no es solamente un niñito tierno en un pesebre, sino que conlleva necesariamente grandes motivos de amor a Dios.

La venida de Cristo implica el deseo de Dios de salvarnos a todos (después que alguno prefiera condenarse es otra cosa);

La venida de Cristo significa que Dios nos amó tanto que quiso venir Él mismo a rescatarnos;

La venida de Cristo implica que su vida será entregada por nosotros, y Él lo sabía desde siempre y lo mismo bajó a la tierra;

La venida de Cristo trae consigo el perdón de Dios a todos los hombres que quieran aceptarlo.

Cuando san Juan Bautista señaló a Jesucristo como el Cordero de Dios, señaló a los hombres de todos los tiempos el amor que Dios nos tiene, porque Jesucristo es la encarnación del amor de Dios por la humanidad; un amor que exige ser correspondido y cuyo nacimiento entre nosotros estamos a punto de festejar.

 Que Jesucristo no pase desapercibido en nuestras vidas, sino que ocupe, como en el pesebre, el lugar principal; y que cada uno de nosotros sea verdadero precursor suyo mediante una vida en la cual reine Él mediante la caridad; porque, como decía un santo: «… el mejor testimonio de [nuestra] fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad[3]

P. Jason Jorquera M.


[1] P. Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 413-418

[2] P. Alfredo Sáenz., Palabra  y Vida, Ciclo B, Tercer Domingo de Adviento, Gladius Buenos Aires 1993, 17-20

[3] San José Mª Escribá, Amigos de Dios, 226.

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