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Solemnidad de la Epifanía del Señor – San Agustín

Hace pocos días celebramos la fecha en que el Señor nació de los judíos; hoy celebramos aquella en que fue adorado por los gentiles. La salvación, en efecto, viene de los judíos; pero esta salvación llega hasta los confines de la tierra, pues en aquel día lo adoraron los pastores y hoy los magos. A aquéllos se lo anunciaron los ángeles, a éstos una estrella. Unos y otros lo aprendieron del cielo cuando vieron en la tierra al rey del cielo para que fuese realidad la gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Tal es, en efecto, nuestra paz, quien hizo de los dos uno. Por eso este niño nacido y anunciado se muestra como piedra angular; ya desde su mismo nacimiento se manifestó como tal. Ya entonces comenzó a unir en sí mismo a dos paredes que traían distinta dirección, guiando a los pastores de Judea y a los magos de Oriente para hacer en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, estableciendo la paz; paz a los de lejos y paz a los de cerca. De aquí que unos, acercándose desde la vecindad aquel mismo día, y otros, llegando desde la lejanía en la fecha de hoy, han marcado para la posteridad estos dos días festivos; pero unos y otros vieron la única luz del mundo.

Pero hoy hemos de hablar de aquellos a quienes la fe condujo a Cristo desde tierras lejanas. Llegaron y preguntaron por él, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto su estrella en el oriente y venimos a adorarlo. Anuncian y preguntan, creen y buscan, como simbolizando a quienes caminan en la fe y desean la realidad. ¿No habían nacido ya anteriormente en Judea otros reyes de los judíos? ¿Qué significa el que éste sea reconocido por unos extranjeros en el cielo y sea buscado en la tierra, que brille en lo alto y esté oculto en lo humilde? Los magos ven la estrella en oriente y comprenden que ha nacido un rey en Judea. ¿Quién es este rey tan pequeño y tan grande, que aún no habla en la tierra y ya publica sus decretos en el cielo? Sin embargo, pensando en nosotros, que deseaba que le conociésemos por sus escrituras santas, quiso que también los magos, a quienes había dado tan inequívoca señal en el cielo y a cuyos corazones había revelado su nacimiento en Judea, creyesen lo que sus profetas habían hablado de él. Buscando la ciudad en que había nacido el que deseaban ver y adorar, se vieron precisados a preguntar a los príncipes de los sacerdotes; de esta manera, con el testimonio de la Escritura, que llevaban en la boca, pero no en el corazón, los judíos, aunque infieles, dieron respuesta a los creyentes respecto a la gracia de la fe. Aunque mentirosos por sí mismos, dijeron la verdad en contra suya. ¿Era mucho pedir que acompañasen a quienes buscaban a Cristo cuando les oyeron decir que, tras haber visto la estrella, venían ansiosos a adorarlo? ¿Era mucho el que ellos, que les habían dado las indicaciones de acuerdo con los libros sagrados, los condujesen a Belén de Judá, y juntos viesen, comprendiesen y lo adorasen? Después de haber mostrado a otros la fuente de la vida, ellos mismos murieron de sed. Se convirtieron en piedras miliarias: indicaron algo a los viajeros, pero ellos se quedaron inmóviles y sin sentido. Los magos buscaban con el deseo de hallar; Herodes para perder; los judíos leían en qué ciudad había de nacer, pero no advertían el tiempo de su llegada. Entre el piadoso amor de los magos y el cruel temor de Herodes, ellos se esfumaron después de haberles indicado a Belén. A Cristo, que allí había nacido, al que no buscaron entonces, pero al que vieron después, habían de negarlo, como habían de darle muerte; no entonces, cuando aún no hablaba, sino después, cuando predicaba. Más dicha aportó, pues, la ignorancia de aquellos niños a quienes Herodes, aterrado, persiguió que la ciencia de aquellos que él mismo, asustado, consultó. Los niños pudieron sufrir por Cristo, a quien aún no podían confesar; los judíos pudieron conocer la ciudad en que nacía, pero no siguieron la verdad del que enseñaba.

La misma estrella llevó a los magos al lugar preciso en que se hallaba, niño sin habla, el Dios Palabra. Avergüéncese ya la necedad sacrílega y —valga la expresión— cierta indocta doctrina que juzga que Cristo nació bajo el influjo de los astros, porque está escrito en el evangelio que, cuando él nació, los magos vieron en oriente su estrella. Cosa que no sería cierta ni aun en el caso de que los hombres naciesen bajo tal influjo, puesto que ellos no nacen, como el Hijo de Dios, por propia voluntad, sino en la condición propia de la naturaleza mortal. Ahora, no obstante, dista tanto de la verdad el decir que Cristo nació bajo el hado de los astros, que quien tiene la recta fe en Cristo ni siquiera cree que hombre alguno nació de esa manera.

Expresen los hombres vanos sus insensatas opiniones acerca del nacimiento de los hombres, nieguen la voluntad para pecar libremente, finjan la necesidad que defienda sus pecados; intenten colocar también en el cielo las perversas costumbres que los hacen detestables a todos los hombres de la tierra y mientan haciéndolas derivar de los astros; pero mire cada uno de ellos con qué poder gobierna no ya su vida, sino su familia; pues, si así piensan, no les está permitido azotar a sus siervos cuando pecan en su casa sin antes obligarse a blasfemar contra sus dioses, que irradian la luz desde el cielo. Más por lo que respecta a Cristo, ni siquiera conformándose a sus vanas conjeturas y a sus libros, a los que llamaré no fatídicos, sino falsos, pueden pensar que nació bajo la ley de los astros por el hecho de que, cuando él nació, los magos vieron una estrella en oriente. Aquí Cristo aparece más bien como señor que como sometido a ella, pues la estrella no mantuvo en el cielo su ruta sideral, sino que mostró el camino hasta el lugar en que había nacido a los hombres que buscaban a Cristo. En consecuencia, no fue ella la que de forma maravillosa hizo que Cristo viviera, sino que fue Cristo quien la hizo aparecer de forma extraordinaria. Tampoco fue ella la que decretó las acciones maravillosas de Cristo, sino que Cristo la mostró entre sus obras maravillosas. El, nacido de madre, desde el cielo mostró a la tierra un nuevo astro; él que, nacido del Padre, hizo el cielo y la tierra. Cuando él nació apareció con la estrella una luz nueva; cuando él murió se veló con el sol la luz antigua. Cuando él nació, los habitantes del cielo brillaron con un nuevo honor; cuando él murió, los habitantes del infierno se estremecieron con un nuevo temor. Cuando él resucitó, los discípulos ardieron de un nuevo amor, y cuando él ascendió, los cielos se abrieron con nueva sumisión. Celebremos, pues, con devota solemnidad también este día, en el que los magos, procedentes de la gentilidad, adoraron a Cristo una vez conocido, como ya celebramos aquel día en que los pastores de Judea vieron a Cristo una vez nacido. El mismo Señor y Dios nuestro eligió a los apóstoles de entre los judíos como pastores para congregar, por medio de ellos, a los pecadores que iban a ser salvados de entre los gentiles.

SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 199, 1-3, BAC Madrid 1983, 75-80

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