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“¡Conozco una mejor hidalgía!”, historia de una vocación

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—¡Oh! ¡Qué torpe soy! —gruñó el joven Roberto. — Siempre estoy revelando mis más íntimos pensamientos. Lo hago en la escuela, durante los juegos, y ahora lo he hecho delante de mi padre. ¡Cuándo aprenderé a callarme! — Lamentándose así, apoyó la cabeza contra la ventana y contempló el cielo de noviembre.

Allá, en las alturas, el lucero de la tarde empezaba a brillar. En la oscuridad de Occidente, la noche se mantenía semejante a un monje encapuchado, aguardando el llamado de la campana de Completas de lo que fuera un hermoso día.

Pero Roberto no veía la estrella ni la noche encapuchada, ni el día agonizante. No veía nada más que la mirada absorta que le dirigió su padre cuando le oyó decir a su primo: —Nunca seré armado caballero. Conozco una mejor hidalguía.

Detrás suyo, un viejo siervo removía despaciosamente los últimos rastros del banquete servido en honor del flamante caballero, Jacques, el primo de Roberto, de allende el Sena. El anciano encendió luego una antorcha que colocó sobre la mesa antes de abandonar el salón. Al abrir la pesada puerta de roble, la voz potente y la risa de Teodorico, señor del Castillo, invadieron el sosiego de la habitación.

Roberto se sintió molesto. Tenía miedo de ese gigante que era su padre. Sabía que su frase, pronunciada durante el banquete, lo había disgustado y que pediría explicaciones antes de la caída de la tarde. Por un momento aún, oprimió la frente contra el cristal de la ventana. Bruscamente se incorporó. —¡Muy bien! —dijo—. Daré las explicaciones. La verdad debe ser revelada alguna vez. Esta noche es tan buena como cualquier otra—. Y sus manos se crisparon sobre el ancho cinturón de cuero.

Así lo encontró su madre, cuando volvió al salón, luego de despedir a los invitados. Lo contempló unos minutos. Su cabeza se erguía hacia los cielos. Los firmes y recios rasgos de su mandíbula y de su mentón se perfilaban como en un bajorrelieve, contra el azul oscuro del crepúsculo. Ermengarda se estremeció ante ese espectáculo. Pensó que su hijo se convertía en un hombre. Y dejando escapar un leve suspiro, se reprochó: —Ermengarda, los niños se convierten en muchachos y los muchachos se transforman rápidamente en hombres. Luego murmuró con orgullo: —¡Cómo se está pareciendo a su padre! Será un hombre grande.

Como Roberto no se moviera, ella se aproximó suavemente y, apoyando las manos en los hombros de su hijo, le preguntó: —¿Mi muchacho se está convirtiendo en un contemplador de estrellas?— El joven se estremeció a su contacto, pero al oír su voz, puso los brazos de su madre alrededor de sus propios hombros. —¡Mira! —dijo señalando el blanco resplandor de la solitaria estrella que brillaba en la oscura profundidad del crepúsculo—. ¡Es hermosa!, pero tan terriblemente sola. Parece perdida, ¿no es así?

Ermengarda apoyó la mejilla en el hombro de su hijo. —¡Contemplador de estrellas! ¡Soñador! ¡Poeta! ¿Qué te sucederá, hijo mío? Roberto tomó a su madre por la cintura. Guiñó maliciosamente los ojos, y le dijo: —Tus palabras son acertadas, madre, mas no así su sentido. Debieras haber preguntado lo que mi padre preguntará tan pronto vuelva. Debieras haber dicho: —¿Qué vas a ser, hijo mío?; y verás con qué tono lo dice.

No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando Teodorico irrumpió en el salón. —Ermengarda —exclamó con estentórea voz—, mi hermano León dice que su cosecha ha sido como la nuestra, tres veces superior a la normal. En verdad esto quiere decir que podremos resarcirnos de estos tres años de… —Pero su mirada cayó sobre Roberto, y la expresión de sus grandes ojos negros cambió. Se frunció su entrecejo y hundió el mentón en el pecho. Esto era lo que Ermengarda llamaba “tragarse en su enmarañada y negra barba”. Se sonrió para sus adentros al par que su marido se aclaraba ruidosamente la garganta y se dirigía a la chimenea para colocar un gran leño en el fuego. Era el preludio habitual antes de iniciar una conversación importante. ¡Qué persona sencilla y transparente era este caballero gigante!

Sacudiéndose el polvo de las manos, dijo Teodorico con firmeza: —Hijo, esta noche dijiste a tu primo una frase que no comprendo bien. — Ermengarda sintió que Roberto se ponía tenso—. Quiero comprender bien el sentido de tus palabras. Exactamente, ¿qué quisiste significar al decir que nunca serás armado caballero?

Las manos de Roberto oprimieron la mesa. Su padre era un hombre gigantesco en cualquier marco, pero, en ese momento, destacándose frente al fuego crepitante de la chimenea, parecía más enorme aún. Reinaba un profundo silencio. Roberto sentía la garganta terriblemente seca. Sabía que toda la ambición de su padre era verlo armado caballero de Champagne: que había soñado ardientemente con el momento en que su hijo cabalgase a su lado, rumbo al torneo o a la batalla, armado como él, como él fuerte y bravo, con su propia, indomable bravura.

Roberto no dudaba del cariño de su padre, ni tampoco temía sus accesos de ira; pero le aterró pensar en el daño que causaría a ese hombre enorme y bondadoso, cuando le dijera la verdad. Cuando su padre interrumpió sus pensamientos con un impaciente —¿Y bien?, el último leño de la estufa crepitó violentamente, lanzando una lluvia de chispas que iluminaron la campana de la chimenea y se perdieron sobre el piso de piedra. Estos dos agudos sonidos retumbaron en la otrora tranquila habitación y estremecieron visiblemente al joven Roberto, pero, aunque parezca una paradoja, este acto involuntario le proporcionó el control que necesitaba. Sus brazos se relajaron y aun cuando sus uñas seguían clavadas en las palmas de las manos, la voz y la mirada permanecieron firmes al contestar:

—Quise decir lo que dije, señor. Nunca seré armado caballero, pues conozco una mejor hidalguía.

—¿Y cuál es? —preguntó Teodorico, clavando sus negros ojos en los ojos pardos que tenía por delante.

—La más alta hidalguía en este mundo, señor. ¡La hidalguía de ser caballero de Dios!

Al pronunciar estas últimas palabras, la cabeza de Roberto se irguió y sus hombros se cuadraron. Continuaba contemplando a su padre con una mirada que era casi un desafío. Ermengarda contuvo el aliento al observar el ademán de reto de la cabeza de su hijo y el mentón hundido de su señor.

Teodorico lo oyó y, deliberadamente, volvió la espalda al muchacho. Con todo cuidado empujó, con la punta de su bota, unas brasas caídas del hogar y luego, con forzada calma, se aproximó al respaldo de la silla de su mujer.

—¿Quieres sentarte, hijo, y explicarte mejor? — preguntó señalando un asiento—. Yo conozco una sola hidalguía para los caballeros de Champagne. ¿Cuál es esa más alta hidalguía de que tú hablas?

El tono de su voz era más profundo y suave, pero Roberto, al mirar aquellos ojos negros y penetrantes, observó que su expresión no había cambiado.

—Prefiero estar de pie, señor, si me lo permites — contestó el muchacho, separándose de la mesa y avanzando hacia la chimenea. Allí se dio vuelta y enfrentó a sus padres. Las inquietas llamas reflejaban sombras en sus facciones contraídas.

Teodorico, al contemplar ese rostro, se apercibió de pronto que no hablaba con un niño, sino con un hombre. Su hijo parecía haber envejecido ante sus ojos. Miró a Ermengarda, que conservaba las manos cruzadas sobre su regazo. Toda su actitud irradiaba absoluta calma. Se alegró de haberla mirado porque su serenidad lo tranquilizó. Al levantar sus ojos hacia su hijo, un momento después, no le sorprendió descubrir en su rostro la sombra de una sonrisa.

—¿Bien? —dijo Teodorico, al ver que Roberto parecía aguardar una invitación para continuar.

—Señor, soy corpulento y fuerte como mi primo Jacques, ¿no es así?

Su padre asintió

— Sé montar tan bien como el primo Jacques, ¿no es verdad?

Teodorico volvió a asentir. La voz del muchacho era vibrante

—.En las justas puedo competir con él muy bien. Lo he demostrado dos veces en torneo aquí, en nuestro propio patio.

Teodorico se limitó a asentir por tercera vez, preguntándose a dónde iría a parar su hijo

—.El primo Jacques fué armado caballero en Troyes la semana pasada. Esta tarde lo hemos celebrado con un banquete para rendirle homenaje y demostrarle nuestra alegría. Señor, no estoy celoso de mi primo. No temo ni a la caballería ni a todo lo que con ella se relaciona. Pero hay dos razones por las cuales no he sido armado caballero la semana pasada. Una, mi edad. La otra está aquí.— Su mano se alzó hasta el corazón. Entonces, todo su semblante se iluminó y exclamó: — Señor, quiero ser caballero de Dios. Quiero ser monje.

—¿Ser qué? —bramó Teodorico y su voz de trueno llenó la habitación. Roberto se sonrojó, pero sus ojos mantuvieron la mirada firme. Esperaba esta reacción. Esta última semana había suplicado a su madre que no dijera nada a su padre hasta fin de año. Y, ahora, a principios de noviembre ya lo sabía. A pesar de su ansiedad, el muchacho experimentó un alivio. Antes que su padre tuviera tiempo de reponerse, continuó:

— Señor, he sido educado por los monjes. Pero de ellos he aprendido mucho más que trivium. He aprendido lo que es la alta hidalguía. Tú has dado mucho a los pobres y a los hambrientos durante estos tres años de escasez. Tío León, del otro lado del Sena, también ha dado mucho. Me siento justamente orgulloso de la sangre que llevo. —Su voz cobró más vehemencia al exclamar: —Pero, señor, ¡los monjes han dado más! —

Teodorico aguardó. Nunca había oído a su hijo expresarse así. El muchacho estaba arrebatado

—.Durante estos últimos tres años, la puerta de Saint Pierre de la Celle ha estado abarrotada de hambrientos —dijo Roberto—. Ni un solo siervo se alejó de esa puerta con las manos vacías. ¡Para eso, los monjes pasaron hambre! ¿Oyes, señor? ¡Ellos sufrieron hambre! Roberto hizo una pausa y añadió: Fué entonces cuando comencé a comprender que no era necesario llevar cota de malla o enarbolar el hacha de combate para ser valiente. Fué entonces cuando supe que hay una hidalguía más alta que la caballería misma.

Su voz era más grave: —Desde entonces, he rezado y consultado. Los monjes están dispuestos a recibirme. Mi madre no se opone a que me vaya. Confieso que he sido un cobarde al no decirte antes todo esto, señor, pero ahora te ruego que me perdones, me bendigas y me des tu consentimiento.

Las últimas palabras salieron a borbotones. Era el discurso más largo que Roberto había pronunciado delante de su padre. Comprendía que su confesión había sido temeraria y se sentía satisfecho de sí mismo y también, un poco avergonzado. La tentación de solicitar auxilio a su madre era muy fuerte, más decidió defenderse solo y en su propio terreno.

Los oscuros y penetrantes ojos de su padre no vacilaron un momento y el muchacho creyó ver que sus labios se contraían tras la poblada barba, pero no estaba seguro de ello. Apretó los puños y esperó.

—¿Quién te puso esa idea en la cabeza? —preguntó fríamente Teodorico—. ¿Tu madre o los monjes?

—Ninguno de los dos —contestó Roberto, sintiéndose invadido por la ira.

—¿Quién entonces? —continuó Teodorico con un tono cada vez más cortante.

—¡Dios! —fué la respuesta de su hijo, y la palabra retumbó en el salón con el sonido agudo de la espada que choca contra un escudo. Más aún, causó el efecto de un rayo. No hubo estruendo, pero hasta el silencio que reinaba en el aposento pareció estremecerse.

Teodorico cambió de posición y se colocó al lado de la silla de su esposa. La respuesta de su hijo lo había sobrecogido, pero más todavía el fulgor que brillaba en esos profundos ojos pardos, que lo contemplaban con tanta seguridad. Reinaba un profundo silencio, interrumpido por el suave rumor del fuego y la caída de la ceniza, a medida que las llamas consumían los leños del hogar.

Teodorico quedó aturdido con la noticia. Roberto había sido el sol de su vida. Tenía chochera por él. A menudo, con los otros nobles, se había jactado de que el muchacho llegaría a ser un perfecto caballero. Las ceremonias de la semana anterior y el banquete de esa tarde, lo habían hecho soñar con el momento en que su hijo, a los pies del Conde de Champagne, rodeado de los caballeros de la corte, recibiera el espaldarazo consagratorio.

El cuadro que la noticia de esa noche hacía presentir —la de su hijo, con la cabeza afeitada y la capucha colgando—, era demasiado distinto para agradarle. Se encolerizó. Mas dos cosas le hicieron mantenerse sereno. La presencia de su dulce esposa y el eco de la última palabra pronunciada por su hijo.

Alejándose de la silla de Ermengarda, Teodorico señaló a Roberto un almohadón a los pies de su mujer, y se instaló frente a la chimenea.

—Siéntate cerca de tu madre, Roberto —ordenó—. Necesito más explicaciones que las que acabas de darme.

El muchacho se maravilló de la serenidad de su padre y de la calma de su voz

—Dices que Dios puso esa idea en tu cabeza. ¿Puede saberse cuándo?

—Es muy difícil precisarlo, señor. Creo que siempre ha habido una inclinación.

—¡Oh! ¿De modo que no es más que una inclinación? Dios no hace manifestaciones directas, personales, ¿no es verdad? Bien: eso cambia la cuestión por completo

Roberto intentó levantarse, pero la mano de su madre, apoyada sobre su hombro, lo contuvo.

—Ten calma, hijo mío —le aconsejó—. Tu padre tiene razón. El debe preguntar.

—¿Tú no sabes, hijo mío —empezó Teodorico—, que, prácticamente, todo el mundo tiene esa fantasía en alguna época de su juventud? El noble se balanceó varias veces sobre sus pies, añadiendo: —pero, si hasta yo mismo me sentí inclinado —y, con una sonora carcajada—: y no creo que tu madre pueda negar que eso fué pura fantasía. ¿Puedes imaginarme monje, acaso? —Y, de nuevo, su risa se expandió por el salón.

Ermengarda sonrió, pero Roberto se levantó, intranquilo, de su asiento. Teodorico lo contemplaba atentamente. Había esperado ver dibujarse una sonrisa en el rostro de su hijo. Se impacientó. Teodorico nunca había soportado oposición y ésta se le había presentado muy contadas veces en su vida. Sus siervos obedecían siempre y los nobles, sus amigos, le respetaban. La actitud de su hijo lo hirió profundamente. Desde el momento que Dios no había efectuado manifestaciones especiales, estaba seguro de que la atracción que sentía su hijo por el claustro era sólo una ilusión pasajera, propia de su juventud. Era, pues, necesario terminar la entrevista antes de que adquiriera más importancia. Roberto crecería y olvidaría sus fantasías y, en el futuro, sería su orgullo, convertido en leal caballero de Champagne. Manteniendo su tono de chanza, dijo:

—Tus hombros son demasiado anchos y tus muslos demasiado fuertes para ser ocultados por un hábito, hijo mío. Dios te bendijo en un cuerpo de guerrero. ¡Has nacido para cabalgar un brioso corcel, con el mazo o el hacha de combate en tu mano!

—¿Es el claustro sólo para los enclenques? —preguntó Roberto en son de desafío.

—No, no —contestó rápidamente Teodorico—, pero los verdaderos guerreros son para el mundo. —Y, tratando de despertar la vanidad del muchacho, añadió—: Y tú llegarás a ser un verdadero guerrero. Tus ojos me lo demuestran. Tienes algo más que un físico magnífico. ¡Tienes fuego!

La expresión de Roberto, que denotaba desapego por estas cosas, le demostró que nada ganaría prosiguiendo tales argumentos. De modo que, en un tono de confiada autoridad, ordenó—: Pero se está haciendo tarde. Es hora ya de que los jóvenes se acuesten. Esta ilusión pasará.

—Señor —prorrumpió Roberto, saltando de su sitio, a pesar de que la mano de su madre intentó detenerle—. No es una ilusión. No pasará. ¡Ya no soy un niño!

El muchacho temblaba y su rostro se había enrojecido más aún. Permaneció erguido frente a su padre, con los puños crispados y los ojos llameantes.

Teodorico nunca había visto a su hijo en ese estado y el espectáculo lo sobresaltó. Observó que sus labios temblaban y sus manos se estremecían, y comprendió que había llevado a Roberto a un paroxismo de furia. Por un momento se quedó desorientado. Una palabra poco oportuna podía desatar esa ira próxima a estallar; un gesto torpe, herir ese corazón joven y fuerte. Se contentó con sostener la ardiente mirada con la suya, firme y serena.

Ermengarda, que había dejado su silla al levantarse Roberto, se acercó a él y, rodeándole los hombros con sus brazos, dijo con una sonrisa: —Tu padre se olvida de que el tiempo vuela, hijo: pero si sigues comportándote así, nunca te perdonará que hayas dejado de ser niño.

Ni siquiera la influencia de Ermengarda consiguió acercarlos.

—Padre —dijo Roberto, con tono serio y grave—, siento haber llegado hasta la irreverencia. Pero, señor —y el mismo tono de implacable determinación volvió a resonar en la voz del muchacho—, deseo que recuerdes que soy tres años mayor que Theophylactus, quien según dijo tío León, será coronado Papa.

Roberto no pudo haber elegido peor argumento. Si hubiera desenvainado la espada y atacado directamente a su padre, no lo hubiera herido tan profundamente como con esa alusión al Papado. Teodorico poseía un alma ardientemente católica. Nada le preocupaba tanto como las condiciones de la Iglesia. Cuando la Casa de Tusculum dominó el Trono Papal, empezó a sentirse intranquilo. Cuando Benedicto VIII murió en 1024 y su hermano Romanus, a pesar de ser todavía seglar, fué elegido para sucederle, Teodorico se enfureció. Pero Romanus, como Juan XIX, aun no siendo un santo pontífice, era de limpia moral. Había muerto esa semana. Y cuando la noticia de que Theophylactus, su sobrino de doce años de edad, ocuparía su puesto, llegó a Teodorico, su indignación llegó al máximo. Que su propio hijo trajera a colación, como argumento, a ese niño totalmente inmoral, hizo que la sangre se le helara en las venas. Sus negros ojos se achicaron hasta convertirse en dos pequeñísimos puntos de fuego. Señaló la puerta y pronunció una sola palabra:

—¡Vete! Roberto había observado con asombro esa transformación. Era lo bastante perspicaz como para comprender que esa fría severidad era más peligrosa que un estallido de furor. Lleno de estupor, se dirigió a su habitación. Ignoraba qué era lo que había herido a su padre, mas no deseaba volver a ver esos dos puntos de fuego que eran sus ojos.
Cuando Roberto salió, Ermengarda cruzó rápidamente el salón y, tomando el brazo de su marido, le dijo: —Siéntate, mi señor, tenemos mucho que hablar

El permaneció inmóvil, presa de la fría furia que lo invadiera al oír nombrar a Theophylactus.

—Teodorico —dijo ella suavemente—: ésta ha sido una alusión muy poco oportuna. Roberto te quiere, señor. Simplemente, te adora y no te mortificaría por nada del, mundo. Por eso no quería hablar antes de este asunto. Conoce las esperanzas que habías forjado sobre él y temía defraudarte.

Teodorico se sentó, apoyó los codos sobre sus rodillas y miró, sin ver, las llamas doradas y azules que saltaban en la chimenea. Parecía no haber oído a su mujer. Ermengarda esperó una reacción. Al ver que era inútil, decidió utilizar una vieja estratagema. Con un ardid, lograría entrar en discusión.

—Pero —continuó—, si me preguntaras, diría que el muchacho ha llevado la mejor parte en el debate de esta noche. Teodorico se echó hacia atrás: —Sí, la mejor —prosiguió—. El tiene argumentos sólidos y, tú, solamente palabras.

—¿Qué quieres decir? —estalló Teodorico—, ¿quieres decirme que he estado equivocado al manifestar que es sólo un muchacho?

—No tenía aspecto de muchacho cuando se quedó mirándote, hace un momento —Ermengarda se sonrió al recordar la escena—. ¡Más bien parecía un guerrero y su actitud era la de un conquistador!

—¡Oh! Físicamente, es grande para su edad —admitió Teodorico con un rezongo—, pero no olvidemos que sólo tiene quince años. Eso es todo.

—Eso es sólo uno de tus errores, mi noble señor. Roberto no tiene simplemente quince años.

—Estamos en 1033 —dijo Teodorico, que se había calmado hasta el punto de ser irónico—. Nació en 1018. De acuerdo con mis pobres conocimientos, hace justamente quince años. Y eso es todo.

Ermengarda acercó su silla a la de su señor. —Matemáticamente, estás en lo cierto. Mas hay otros modos de calcular los años. ¿Qué edad tiene el alma de Roberto?

—La misma de su cuerpo: quince años, y eso es todo.

—Te equivocas aún, Teodorico.Luego, con un repentino cambio en su voz y en su rostro, continuó—: Te olvidas de la lluvia, mi señor. El sol madura los frutos. La lluvia maduró a los hombres. Tres años sin sol, de lluvias ininterrumpidas, trajeron el hambre; el hambre trajo la muerte y, la muerte, abre los ojos de los hombres a la vida. Los hombres han madurado más rápidamente estos tres años, Teodorico, que lo que maduran generalmente en treinta. Han aprendido para qué es la vida. ¡Se han orientado hacia Dios! Las movedizas llamas de la chimenea reflejaban sombras en las vigas ennegrecidas del techo, que parecían subir y bajar con una extraña y fantástica vida.

Teodorico levantó la cabeza y las contempló un momento. Luego murmuró—: ¡Se han orientado hacia Dios! ¡Qué frase! Y, sin embargo, ¡qué perfectamente expresiva! Y, en verdad, la lluvia dirigió los hombres hacia Dios. Pero —añadió pausadamente—, Roberto no es un hombre. Es demasiado joven para que este terrible azote, del que Dios acaba de librarnos, lo haya afectado. La juventud toma la desgracia en la misma forma que el placer, como una cosa pasajera.

—No conoces a tu hijo, Teodorico —exclamó Ermengarda con convicción—. Roberto no tiene nada de superficial. Su alma es profunda y, su mente, madura. Después del debate de esta noche, no debieras ponerlo en duda. Por lo menos dos veces, te dejó sin contestación.

Teodorico asintió. —Sí —dijo lentamente—, me dejó sin contestación por lo menos dos veces. Me asustó. Cuando ,me dijo que Dios le había puesto la idea en la cabeza, me quedé desorientado. Pensé que, tal vez, se tratara de una revelación íntima…

—¡Oh! calla —interrumpió, impaciente, Ermengarda—. ¿Qué esperabas?, ¿qué fuera arrojado de su caballo como San Pablo? Mira Teodorico, el muchacho es, físicamente, un gigante, ¿no es así?

—Sí, es grande para sus años. Promete convertirse en un hombre fornido.

—Muy bien. Entonces tiene las cualidades físicas que se requieren para el claustro; tiene salud. Sus cualidades morales no se ponen en duda. El muchacho es oro puro. ¿Has notado algún rastro de vicio en él?

—Es terco y se está poniendo vehemente. Pues el modo con que pronunció algunas de sus frases, esta noche, me dejó sin aliento. Sin embargo, lo realmente grave es su terquedad.

—¡Terco! —dijo Ermengarda—. ¿Sería hijo de su padre si no fuera terco? Pero eso es una bendición, mi señor. Ningún hombre vale mucho si carece de obstinación. Más le has dado un nombre poco acertado: no es un vicio, es una virtud. Su verdadero nombre es: fuerza de carácter, tenacidad. Y permíteme decirte que Roberto posee eso. Vamos, admite que el muchacho tiene buenas cualidades.

Los dientes de Teodorico brillaron con una sonrisa. —En obsequio a la discusión, lo admito.

Ermengarda se alegró de esa sonrisa. Insistió: —En cuanto a su capacidad mental, has tenido una prueba esta noche. Sus clasificaciones en la escuela son altas. No es un genio, pero sobresale un poco de la generalidad. De manera, señor, que Dios, dándole todas las cualidades morales, intelectuales y físicas, además del ardiente deseo de consagrarse al claustro, ha puesto en evidencia sus planes en forma casi tan definida, ya que no categórica, como si lo hubiese volteado del caballo y hablado desde el Cielo. Cualquier sacerdote te confirmará que ésos son indicios de una genuina vocación.

—Es demasiado joven —bramó Teodorico con impaciencia—. ¿Qué sabe de la vida? ¿Qué sabe del claustro? ¿Qué sabe de sí mismo? Quince años no es edad para desechar la vida. ¡Cuando ni siquiera la ha probado!

—¡Qué vergüenza! —exclamó Ermengarda—. ¡Qué vergüenza para Teodorico! ¡Qué vergüenza para el noble gigante de Champagne! En primer lugar, mentalmente, Roberto tiene más de quince años. Luego, quien se dedica al claustro, no desecha la vida. Y, finalmente, lo que la mayor parte de ustedes, los hombres, quiere significar con eso de probar la vida, es agotarla hasta las heces. Oh, me tienes harta. Un muchacho nunca es demasiado joven para aprender el arte de la guerra. Tampoco es nunca demasiado joven para que le enseñen a montar, a luchar en torneos, a matar. No. Pero hay una profesión para la que puede ser demasiado joven. Sí. Una solamente: jamás demasiado joven para entrar al servicio de su soberano en la tierra, más para consagrarse a su Rey Eterno…

—¡Para entrar al servicio de su Rey Eterno debe ser un hombre! — interrumpió Teodorico.

—San Benito aceptó niños pequeños —le hizo notar su esposa.

—¡Oh! ¡San Benito ha muerto hace mucho tiempo! —gruñó el señor del dominio que estaba ahora completamente excitado—. Y el mundo ha cambiado mucho desde entonces. Pues, cuando Benito era niño el mundo estaba sumido en la barbarie. El imperio Romano se había derrumbado. Carcomido por la corrupción interna, invadido por tribus salvajes desde el exterior, la ruina era inevitable. Y la Iglesia se encontraba en las mismas condiciones que el Imperio. Agrietada por el cisma, acosada por la herejía, también ella parecía estar al borde de la ruina. ¡No es de extrañarse que Benito huyera a Subiaco! ¡No es de asombrar que permitiera a los nobles ofrecer sus hijos recién nacidos al Señor! Porque se creía que el claustro era el único lugar donde el hombre podía salvar su alma. Sin embargo, eso sucedió hace cinco siglos largos. -—Teodorico se movió en su silla antes de añadir—: Hoy es diferente. Fíjate en nuestra Tregua de Dios. Piensa en nuestra caballería. ¡Piensa en lo que tú misma has llamado orientación hacia Dios!

Ermengarda se inclinó hacia atrás, ladeó ligeramente la cabeza y, arrugando, apenas, la frente, dijo: —Me desorientas, Teodorico. No creo que haya en esta corte un noble tan consagrado a la Iglesia como tú y, sin embargo, pones inconvenientes a que tu hijo entre en religión.

Teodorico se dirigió a la chimenea y colocó otro pesado leño sobre las ardientes brasas. Por un instante, permaneció absorto, contemplando las voraces lenguas doradas que lo lamían. Luego, se volvió hacia su esposa:

—Ermengarda, querida mía, es precisamente porque me consagro tanto a mi iglesia y a mi hijo, que me opongo. No quiero que Roberto cometa una equivocación.

—¡Hum! Si no se equivoca, nunca hará nada. Es humano. No es un crimen cometer errores. Lo trágico es no tratar de repararlos.

—Eso es exactamente lo que quiero decir —interrumpió Teodorico con voz cortante—. No temo que Roberto se engañe. Pero tengo un terror mortal de que él mismo sea un engaño. Tú conoces algo del mundo, mi querida. Sabes que, entre los que militan en el sacerdocio, hay algunos que nunca debieron ver el claustro. Ya, ya —continuó rápidamente, al ver que su mujer se disponía a protestar—. Sé lo que vas a decir. Es absoluta y vergonzosamente cierto que, muchos de ellos, han llegado a ser obispos y clérigos, más por la voluntad de nobles ambiciosos que por la voluntad de Dios. La investidura laica es una maldición. Muchos, si no todos, de los escándalos de la Iglesia tienen su origen en los reyes, condes, emperadores y duques, que consideran al báculo y al anillo más como un medio para obtener el poder que como emblemas de autoridad eclesiástica. No quieren en esos cargos pastores de almas, sino ladrones que llenen sus insaciables arcas. No niego nada de eso. A pesar de lo que he dicho respecto al mejoramiento, la Iglesia no está tan blanca como los lirios. Pero lo que quiero recalcar es que no hay un espectáculo más deprimente en nuestra tierra que un engaño con disfraz de fraile.

—Pero Roberto no…

—¡Oh!, ya sé que Roberto nunca será un engaño. No obstante, y francamente, me asusta su corta edad. No quiero que el muchacho se equivoque. No quiero que marche por la vida con la cicatriz de un tremendo fracaso en su alma, que le recuerde siempre la locura de su juventud.

—No fracasará.

—¿Qué es lo que te hace tan positiva, querida? —preguntó Teodorico con un notable tono de incredulidad—. ¿Te das cuenta de todo lo que el claustro exige? —Hizo una pausa antes de agregar—: Llama a los más nobles de entre los hombres y apela a lo más noble del hombre. Demanda la más grande resistencia física y una aterradora firmeza de propósito. Sólo puede obtener allí éxito aquel que posea la visión inflexible de una invencible fe. Uno debe mantener la mirada fija continuamente en Dios, mi querida. Sí, ininterrumpidamente en Dios. Y temo que muchos hombres tengan ojos de murciélago para ese sol resplandeciente. Ojos de águila necesitan aquellos que desean consagrarse al claustro.

—¿Y crees que nuestro hijo es ciego?

—Nada de eso. Sólo tengo la duda de que sus ojos se hayan abierto por completo a los quince años.

—Creo que es la quinta vez que te refieres a Roberto como a un niño de quince años. Por última vez te repito que excede esa edad. No son años lo que se requiere para el claustro: es madurez. Y Roberto es maduro. El hombre es realmente maduro —añadió Ermengarda—, cuando comprende que pertenece a Dios. Y esa lección la enseñó, a la fuerza, la lluvia. Francia se ha orientado hacia Dios, Teodorico; la falta de sol hizo que nuestros ojos se abrieran a la Luz del Mundo. Vamos, reconoce los hechos. Con estas palabras, Ermengarda abandonó su asiento y, aproximándose a su marido, se alzó hacia él con ojos suplicantes y dijo: —Mi señor, cree en mi palabra. Nuestro hijo nació para el claustro. No cometerá una equivocación. No será un fracaso. Dios nos lo dio. Devolvámoslo a Dios. — Como Teodorico no respondiera, ella añadió—: La caballería está creciendo en el mundo. Dejemos a nuestro hijo que la lleve hasta el claustro. Permitámosle ser caballero de Dios.

Teodorico se asombró de su empeño. Silenciosamente la oprimió contra su pecho. Inclinando la cabeza hasta su oído, murmuró: —Amor mío, nunca me has dicho si hay algo de verdad en la leyenda que tantas veces cuentan, con misterio, nuestros siervos. Dicen que dos meses antes del nacimiento de nuestro hijo, la Santa Virgen llegó hasta ti y te anunció que desposaría la criatura que llevabas en tu seno. —Ermengarda se abrazó más a él—La contrahecha mujer de Ulrico, el más anciano de nuestros vasallos, cuenta que la Virgen colocó un anillo en tu dedo, en señal de esos sagrados desposorios. ¿Por eso dices que Roberto ha nacido para el claustro?… ¿Es por eso?.. . ¿O esa piadosa leyenda se debe a la ingenuidad de nuestros siervos?

El fuego había ido muriendo hasta convertirse en ardientes rescoldos. Las llamas ya no iluminaban el hogar, ni lanzaban sombras sobre los muros. Pareció que transcurría largo tiempo hasta que Ermengarda contestó: —¿Cuándo un sueño no es un sueño, amor mío?

Teodorico se apartó para contemplarla: —¡Dímelo! —le imploró

—Cuando es una visión —respondió Ermengarda.

Los ojos de Teodorico tenían una dulzura que su hijo nunca había visto en ellos. No pudo hablar, pero se arrodilló y besó las manos de su esposa. Ermengarda se inclinó hacia él con una sonrisa—. Pero, en realidad, no he contestado a tu pregunta. Tal vez, fué solamente un sueño, mas de ser así, ¿no fué, acaso, hermoso? ¿Puedes imaginar algo más divino para una mujer que va a ser madre? Y si fué algo más que un sueño, ¿no estaría obligada a guardar el secreto de la Reina? Vamos, señor, retirémonos. Nuestro hijo irá a Saint Pierre. Será un caballero de Dios.

Y condujo a su marido fuera del salón donde moría el fuego y donde la luna de noviembre lanzaba pálidos reflejos sobre el piso. Cuando pasaron por el dormitorio de Roberto, no imaginaron que el muchacho estaba todavía despierto, mirando por la ventana. Al principio quiso únicamente sentir el aire fresco de la noche; pero pronto el retintín de las bridas y el resonar de los cascos de un caballo lo hicieron pensar en su primo Jacques y en su flamante caballería. Dirigió luego su mirada hacia el norte como si pudiera ver las agujas de Saint Pierre. Una caballería de más alta alcurnia le esperaba allí, pensó. Tenía que convencer a su padre de que debía entrar ese mismo año. ¡Debía hacerlo! Poco a poco, el hechizo de la noche le infundió paz.

En el momento en que sus padres pasaron delante de su puerta, él se asombraba de la multitud de estrellas que habían seguido la estela del lucero de la tarde. El sonido de sus pasos lo arrancó del esplendor de los cielos. Al sacarse la ropa, se preguntó cuál podría haber sido la conversación entre sus padres. Tirando su túnica sobre la silla, murmuró con firmeza: —Bien. No seré armado caballero, y lo admita mi padre o no, hay una más alta hidalguía. Después se sacó las botas y, dando la espalda a las estrellas, se arrodilló junto a la cama.

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