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Mt 27,24-26

…y se lavó las manos delante de la gente, diciendo:

 «Inocente soy de la sangre de este justo.

Vosotros veréis.»

 

Irrevocablemente unida a la consideración de la propuesta inicua entre Jesús y Barrabás, se encuentra la del “lavado de manos” de Pilato. Porque siempre que el hombre juzga en favor de la injusticia hay alguien detrás que se ha lavado las manos buscando desentenderse del asunto, pretendiendo que el día en que deba comparecer delante de Dios para ser él juzgado esto no le sea tenido en cuenta. Y por supuesto que se equivoca.

Nada fácil debe haber sido para nuestro Señor Jesucristo beber el cáliz de su Pasión. Su sensibilidad era perfecta, y en consecuencia el dolor de su corazón era indecible al ser Él mismo, Juez de toda la creación, entregado a la injusticia de sus creaturas. Pero para comprender mejor este terrible sufrimiento debemos considerar, además, dos incuestionables realidades: la Divina Providencia y la humana contumacia; ¿por qué?, ¿qué tienen que ver estas dos realidades con este pasaje?, simple: que si el “lavarse las manos”, como hemos dicho, significa el “desentenderse”, pero de un asunto que por fuerza nos compete –de ahí que Pilato propiamente haya abdicado de su responsabilidad como juez-, se nos muestra de manera más patente la espantosa oposición que establece el hombre entre aquel Dios providente que jamás se desentiende de su creatura, es decir, que nunca deja de preocuparse por ella[1], y la rebeldía del alma que pretende “desentenderse” del sacrificio mediante el cual le es posible alcanzar el Paraíso, lo cual es imposible ya que cada uno de nosotros está realmente involucrado en la Sagrada Pasión de Cristo. De hecho por nosotros es que se lleva a cabo.

Habiendo dejado esto en claro, razonemos brevemente sobre cómo este “lavarse las manos” de Pilato tiene la ponzoñosa capacidad de extenderse, con sus más y sus menos, a muchos más aspectos de los que normalmente consideramos en nuestra vida diaria.

El primer error

En la existencia de cada uno de nosotros, capaces de discernir el bien y el mal, de asumir responsabilidades y de cumplir nuestras obligaciones, siempre tomamos contacto con aquello que llamamos “negociable” e “innegociable”, y esto forma parte de lo normal; así por ejemplo, puedo negociar el precio de algo que deseo vender o comprar, un lugar para ir a pasear o alguna posible alianza. Pero también es cierto que otras cosas no admiten negociación alguna, como el decidir la vida o muerte de un niño por nacer o darle al error los derechos que le competen sólo a la verdad. Pues bien, el primer error en el juicio de Pilato lo encontramos en este ámbito, ya que se atrevió a “negociar lo innegociable”: la vida de Jesucristo, el Hijo de Dios. Pilato sabía bien que a Jesús se lo habían entregado por envidia[2], de hecho él mismo afirma no haberle encontrado culpa alguna[3], y sin embargo, decide absurdamente negociar la liberación de quien sabía inocente. Es aquí donde debemos preguntarnos ¿cuál es el motivo de esta actitud?, para responder con total sinceridad que la embustera “causa aparente” que a veces pretenden transmitirnos, como intentando aminorar la responsabilidad del procurador, por desatinado que nos parezca, es un “acto de bondad”: Pilato “queriendo ayudar a Jesús de las garras de sus falsos acusadores, busca la manera de liberarlo”[4], regateando con ellos la libertad del que ya había sido condenado por la ceguera de quienes se lo habían entregado. Pero la “causa real” de dicho comportamiento, lo sabemos, no ha sido la bondad sino la cobardía de Pilato, cuyo eco malicioso llega hasta nuestros días bajo la ya conocida actitud de “querer quedar bien con todos”, es decir, de no asumir la responsabilidad que implica dejar descontentos a algunos –y en este caso, ¡los injustos!-. Pues bien, ¡qué de malo hay en eso!; sacrificar lo correcto por temor a los hombres, constituye una “terrible cobardía”, cuya maldad  se deja ver claramente al preferir su aprobación en vez de la Verdad. Y quien niega la Verdad, como en todo, deberá asumir las consecuencias[5].

El gesto infame

Hemos dicho anteriormente que el gesto de lavarse las manos, quiere significar el desentenderse de un asunto que por fuerza nos compete, que nos involucra, y por tanto se convierte automáticamente en deplorable. De aquí que su principal malicia sea la de representar el pecaminoso hecho de desentenderse de la propia conciencia: El juez debe juzgar y punto, debe buscar hacer justicia haciendo relucir la verdad; en cambio Pilato apostata de su oficio menospreciando la vida de Jesús, quien en este momento se arroga perfectamente el título de “Cordero de Dios”, al asumir silencioso la triste consecuencia de este cobarde “desentenderse”, que resulta ser nada menos que una injusta condena a muerte. Es así que este gesto, el cual quedaría unido para siempre a la figura del procurador, asume diversos y variados matices, cada uno más patético que el otro, dignos de consideración al momento de examinar nuestra propia conciencia respecto a si nos hemos desentendido alguna vez de Cristo o no, pero siempre en orden a afianzar nuestra unión con Él; así por ejemplo, lavarse las manos resulta infame, porque atenta contra la irreprochable honra de Jesús, de cuya boca jamás salió engaño alguno[6], y a quien el mismo Padre manda escuchar[7] porque todo lo ha hecho bien[8]; y también es hipócrita, ya que a Pilato le compete hacer justicia, no dejar a merced del odio al Dios-Amor encarnado; y, en consecuencia, resulta ser también terriblemente culpable, ya que jamás podrá ser excusa para negar la verdad el simple hecho de querer simpatizar con la impiedad de los hombres. En resumen: Pilato no fue “bondadoso” con Jesús al intentar liberarlo de las acusaciones que sabía injustas, sino un verdadero apóstata de la justicia que se atrevió a negociar la vida de un inocente, cuya terrible consecuencia fue una injusta y letal crucifixión[9].

Un “desentenderse solapado”

Ha quedado claro que querer dar un paso atrás so pretexto de virtud es cobardía, y en el caso de Pilato es además bastante manifiesto. Pero como bien sabemos que el pecado a menudo busca “infiltrarse” sigilosamente hasta anidar en los corazones, intentando extender en ellos lo más posible sus raíces, no está de más ejemplificar un poco más la actitud maléfica que venimos tratando, especialmente cuando se trata de “lavarse las manos” respecto a la doctrina evangélica.

De muchas cosas buenas nos podemos desentender injustamente, como Pilato, pero el mayor peligro está en asumir como habitual el desentenderse del mandato que nuestro Señor Jesucristo nos dejó explícitamente en su emotiva despedida la noche del Jueves Santo: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he amado…, porque en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.[10] Sin pretender desviarnos del tema, parece apropiado exponer esta breve consideración: no debemos lavarnos las manos respecto a aquello que nos ha de identificar como verdaderos discípulos de Cristo, es decir, no es justo lavarse las manos de la caridad fraterna que Jesús nos dejó mandada (y peor aún si lo hacemos alegando virtud), como aquellos que llegado el momento adecuado no hacen una corrección fraterna porque les falta interés por la santificación de los demás, o como quienes se quedan criticando los defectos ajenos en vez de ayudar a corregirlos, o tal vez como aquellos que prefieren guardar silencio cuando podrían, en cambio, ofrecer cristianamente alguna palabra de consuelo, o al menos escuchar: he aquí el malicioso “desentenderse solapado”: dar un paso atrás cuando la caridad fraterna –que Jesucristo nos mandó- nos exige dejar de lado nuestro egoísmo para atender al prójimo que nos necesita, como hizo siempre nuestro Señor, actitud completamente opuesta a la de Pilato quien prefiriéndose a sí mismo, como antes hemos dicho, alegó una falsa bondad para dejar a Jesús a merced de la injusticia, y buscando acallar la voz de su conciencia con un pérfido “lavado de manos”, no hizo otra cosa que ensuciarla con la culpa de haber tomado parte en toda esta maléfica iniquidad.

Pero volvamos al pretorio.

Jesucristo está sufriendo como nadie: ya comenzó en su corazón el camino hacia el Calvario, ya porta en su alma los clavos y las espinas; un beso traicionero y un abandono inmensurable. Ya carga sobre sí el peso de la cruz de nuestros pecados, pagando a fuerza de amor nuestro rescate y, sin embargo, pese a su indecible sufrimiento no se lava las manos dando un paso atrás ante el alto precio de nuestra salvación (pudiéndolo hacer perfectamente), sino que continúa fielmente comprometido con su misión redentora, para darnos a entender que los designios divinos siempre valen la pena, que el quedar bien con los hombres “sacrificando lo correcto” jamás será aceptable, y que rendir ante  Dios nuestra voluntad es la más grande victoria que podamos alcanzar.

Contemplando la injusticia del pretorio, convenzámonos de la locura que es lavarse las manos cuando la invitación del Redentor a empaparnos con su sangre es la única opción salvífica en todo este escenario. Jesucristo jamás se desentiende de nosotros. Aferrémonos, pues, a la convicción de que el respeto humano jamás vale la pena, porque nunca habrá derecho a desentenderse del amor de Jesucristo.

P. Jason Jorquera Meneses.

[1] Cf. Lc 12, 22-31

[2] Cf. Mt 27,18

[3] Cf. Lc 23,4

[4] Cf. Lc 23,20

[5] Cf. Mt 10, 32-33

[6] Cf. 1Pe 2,22

[7] Cf. Mt 17,5

[8] Cf. Mc 7,37

[9] Cf. Mt 27,26

[10] Jn 13,34-35

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