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Jesús, nuestra victima pascual – Victimae Paschali laudis

Desde muy antiguo, la Iglesia canta una bellísima secuencia durante toda la octava de Pascua. Toma su nombre de las palabras con que comienza, Victimae paschali; la compuso un capellán de la corte alemana, antes del 1050 y relata dramáticamente el misterio de la resurrección de Cristo.

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Victimae paschali laudes immolent christiani.
Agnus redemit oves, Christus innocens
Patri reconciliavit peccatores.

la Víctima Pascual inmolen alabanzas los cristianos. El cordero redimió a las ovejas, Cristo inocente reconcilió a los pecadores con el Padre.

Cristo es la verdadera Víctima Pascual. Pascha nostrum immolatus est Christus, Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, dice san Pablo (1 Cor 5,7). El cordero que los judíos inmolaron en la primera pascua en Egipto, sólo era un símbolo de aquél que debía ser nuestro Cordero Degollado. Una figura de Aquél que debía morir por nuestros pecados. A Él nuestras alabanzas y nuestros gritos de júbilo.
¿Por qué? Agnus redemit oves. El Cordero redimió a las ovejas, Cristo inocente ha reconciliado a los pecadores con su Padre.
Éramos hijos de ira, nos dirá san Pablo en la carta a los Efesios (2,3). El pecado sólo atraía las miradas airadas de Dios sobre nosotros, y el ángel con la espada de fuego que puso en la entrada del Paraíso, nos recuerda constantemente el abismo de odio que ha abierto el pecado entre Dios y el hombre. Pero el Corderito inocente que ayer veíamos mudo ante sus verdugos nos ha reconciliado, nos ha redimido. Nos ha vuelto a unir con nuestro Padre, nos ha vuelto a comprar para Él. Su sangre ha formado un río que podemos atravesar montados en la barca de su cruz.
Melitón, obispo en el siglo II de la Iglesia de Sardes, escribía: “Sufrió por nosotros, que estábamos sujetos al dolor, fue atado por nosotros, que estábamos cautivos, fue condenado por nosotros, que éramos culpables, fue sepultado por nosotros que estábamos bajo el poder del sepulcro, resucitó de entre los muertos y clamó con voz potente: ‘¿Quién me condenará? Que se me acerque. Yo he librado a los que estaban condenados, he dado la vida a los que estaban muertos, he resucitado a los que estaban en el sepulcro. ¿Quién pleiteará contra mí? Yo soy Cristo –dice–, el que he destruido la muerte, el que he triunfado del enemigo, el que he pisoteado el infierno, el que he atado al fuerte y he arrebatado al hombre hasta lo más alto de los cielos: yo, que soy el mismo Cristo. Venid, pues, los hombres de todas las naciones, que os habéis hecho iguales en el pecado, y recibid el perdón de los pecados. Yo soy vuestro perdón, yo la Pascua de salvación, yo el cordero inmolado por vosotros, yo vuestra purificación, yo vuestra vida, yo vuestra resurrección, yo vuestra luz, yo vuestra salvación, yo vuestro rey. Yo soy quien os hago subir hasta lo alto de los cielos, yo soy quien os resucitaré y os mostraré el Padre que está en los cielos, yo soy quien os resucitaré con el poder de mi diestra’”.

Mors et vita duello conflixere mirando,
Dux vitae mortuus regnat vivus.

La muerte y la vida se trabaron en imponente duelo, y el Príncipe de la vida que estaba muerto reina vivo

Es el combate en que se dirimía el destino de la historia y de la humanidad. El averno y el cielo disputándose el reinado de las almas. Uno para nuestro bien, otro para nuestro mal.

Cristo se ha encarnado para este combate final. La primera batalla la libró Miguel y los ángeles fieles, y tuvo por campo las celestes alturas. La santidad de los patriarcas y las oraciones y persecuciones de los justos del Antiguo Testamento fueron las sucesivas escaramuzas de Dios contra Satán. Pero el duelo final, lo reservaba para un solo hombre. Un hombre más que hombre; el Hijo del hombre; el Hombre-Dios.

La primera parte de la lucha pareció ganarla el diablo: Esta es vuestra hora y del poder de las tinieblas, dijo el mismo Señor. Cristo es sometido a la libre injuria de los demonios; a la tortura y la blasfemia; a la cruz y la traición; a la burla y al escarnio; y finalmente, a la agonía y a la muerte. Cristo muerto y sepultado, parecía la victoria de Satán. Pero el Señor sufrió la muerte para bajar al Reino de los muertos, para asestar allí el último golpe al Emperador del doloroso reino, como lo llamó Dante.

Y aquél que Satanás vio desnudo y escupido, aquél sobre el que cantó victoria cuando lo contempló ultrajado y destrozado; aquél sobre el que gozó viéndolo presa de la muerte, a Ése, pocas horas más tarde, lo vio como lo vería San Juan en Patmos: Y vi en medio de los siete candelabros de oro, uno como hijo de hombre, vestido de túnica, ceñido a los pechos con cinto de oro; la cabeza y los cabellos blancos; como lana blanca igual que la nieve; y los ojos de Él como llama de fuego; los pies eran semejantes a azófar fundido en el crisol, y una voz como ruido de riada. Y lleva en la diestra mano siete estrellas, y de su boca irrumpía una espada bifilada, y el rostro como el sol en su cenit. Y en cuanto lo hube visto caí a sus pies como muerto (Ap 1,9 ss).

También el demonio cae hoy muerto a los pies del esplendor de Cristo. Muerto de terror y espanto. Jerónimo escribía hace ya muchos siglos, desde su gruta de Belén: “Cristo marchando contra los crueles ministros del castigo, castiga con fuerza divina sus escuadrones implacables. Rugen los verdugos sin entrañas, rechinando rabiosos sus dientes, y, al entrar el Fortísimo en los fuertes calabozos, son cerrados con cadenas férreas por el que es más fuerte que todos ellos”.
Dux vitae mortuus regnat vivus. El caudillo de la vida, que había muerto reina vivo. No temas –dice Cristo a Juan en el Apocalipsis– Yo soy el primero y el último, y muerto fui, y heme aquí viviente por los siglos de los siglos (Ap 1,18) Alfa y Omega, Principio y Fin.

Había muerto, pero reina vivo. ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? La muerte ha sido sumida en la victoria (1 Cor 15,55).

Dic nobis Maria, quid vidisti in via?
Sepulcrum Christi viventis
et gloriam vidi resurgentis,
angelicos testes, sudarium et vestes.

Dinos, María, ¿qué viste en el camino? Vi el sepulcro de Cristo viviente y la gloria del resucitado, vi los testigos angélicos, el sudario y las vendas.

¿Qué has visto María, la Magdalena? ¿Qué has encontrado junto al sepulcro? ¿Qué fuiste a buscar? Fui a buscar un muerto, para ungir su cuerpo lastimado. ¿Qué has encontrado? Un ángel que me decía: No busquéis entre los muertos al que vive. No está aquí, ha resucitado, según lo había dicho (Lc 24,6).
Todo grita y testifica la resurrección de Cristo: angélicos testigos que hablan a las mujeres; el sudario y los lienzos que muestran que no está aquél a quien envolvían; el sepulcro vacío; y la gloria que emana del cuerpo de Cristo. Sus heridas de gloria, que hablan de su victoria.
Lo que no quieren decir los hombres, lo dicen los ángeles.
Lo que no quieren creer los judíos, lo gritan las piedras del sepulcro.
Lo que no entienden los apóstoles lo explican los lienzos.
Está vivo, y glorioso.

Surrexit Christus, spes mea,
praecedet suos in Galileam.

Resucitó Cristo, mi esperanza, y precede a los suyos a Galilea

No ponemos nuestro corazón en los bienes de este mundo. No fundamos nuestras esperanzas en las promesas de los hombres. No está nuestra confianza en la fuerza o la sabiduría, sino que nuestra esperanza es sólo Cristo. El que ha resucitado la carne que de nosotros tomó para su cuerpo, Él mismo nos resucitará a nosotros. Su Fuerza es mi fuerza. Su Triunfo es mi triunfo. Su Victoria es mi victoria. Su Gloria será nuestra gloria. Surrexit Christus, spes mea.

Scimus Christum surrexisse a mortuis vere.

Sabemos que ha resucitado verdaderamente de entre los muertos

Sabemos que ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Nos lo dice nuestra Fe. Si Cristo no resucitó, vana es nuestra Fe, aún estáis en vuestros pecados (1 Cor 15,17). Pero sabemos, dice en la carta a los Romanos, que Cristo resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte no tiene dominio ya sobre Él (Rom 6,9).

Lo creemos y lo confesamos. Lo confiesa toda la Iglesia. Lo cantan los ángeles. El coro de los Apóstoles da fe de ello. La sangre de los mártires que entregaron sus vidas por esta verdad, nos lo grita desde la tierra mojada.

Yo lo sé –decía Job– mi Redentor vive, y al final se erguirá como fiador sobre el polvo (Job 19,25).

Tu nobis victor Rex. Miserere. Amen. Alleluia.

Tú, rey victorioso, ten piedad de nosotros.

“Creyeron los judíos que le habían vencido –dice san Gregorio– y hoy todo el mundo le adora”. Y san Bernardo escribió estas magníficas palabras; “Venció, pues, el León de la tribu de Judá (Ap 5,5). Fue muerto como cordero, pero resucitó como león…; el león, el más fuerte de los animales que no siente pavor por ningún otro… Fuerte es el león, no cruel, pero su indignación es terrible… Mas el león rugirá por los suyos, no contra los suyos.

Asustense los extraños, pero la tribu de Judá llénese de alegría. Ha vencido el león. Vi, dice san Juan, en la diestra del que estaba sentado en el trono, un libro cerrado con siete sellos, y no había quien lo abriese, y yo lloraba mucho, porque ninguno se hallaba digno de abrir el libro. Y uno de los ancianos me dijo: no llores; mira que venció el León de la tribu de Judá, raíz de David. Y miré, y he ahí que en medio del trono estaba un cordero como muerto… y viniendo, tomó el libro y hubo gran alegría. Había Juan oído hablar de un león, y lo que vio fue un cordero. El cordero fue muerto. El cordero tomó el libro, el cordero lo abrió y pareció león”.

El cordero se ha convertido hoy en león. El león de Judá. Rey glorioso y vencedor. A Él nuestro honor, nuestra gloria y alabanza. Él nos una a su triunfo. A Él todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén. Aleluia.

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