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María es mi madre celestial

La devoción a la Virgen es fundamental en la vida del joven. Decía San Alfonso que es imposible que un cristiano sea bueno sin la devoción a María. También podríamos agregar que es imposible que un joven sea puro sin la devoción a María.

La devoción a la Virgen es dulce, y su vez nos da fuerzas para nuestra alma. Es algo muy dulce, es decir, es gozo para el alma, porque la Virgen María es nuestra Madre. Si es nuestra Madre, podemos pedirle ayuda, cuando nuestra alma está herida por la tentación, y cuando haya caído en el pecado. Si es nuestra Madre, nos ayudará a curar esas heridas, a curar el alma triste, el alma casi desesperada por la lucha. Si es nuestra Madre, nos mirará compasiva, aún cuando volvamos cubiertos de muchos pecados. Si es nuestra Madre, no despreciará nuestras súplicas en las horas de angustia, en los momentos difíciles, en medio de las tentaciones. Ella nos va a defender. Hay que tener siempre este pensamiento: “la Virgen María es mi Madre Celestial”. Y este pensamiento hará que su devoción sea dulce, o mejor dicho, que endulce los momentos amargos de nuestra vida.

Pero decimos a la vez que esta devoción a nuestra Madre del Cielo nos da fuerzas. Esto es así, como cuando vemos las cumbres nevadas de las montañas… y al verlas se convierten en un ideal a alcanzar… y deseamos llegar a la nieve, esa nieve pura, sin mancha… y eso nos da energías para superar las dificultades. Del mismo modo cuando miramos a la Virgen María, que es un ideal puro, alto, bello… así nuestra alma se siente atraída hacia la Purísima, desea imitar su vida pura, y nos mueve a esforzarnos en la práctica de las virtudes. De esta manera su devoción se convierte  fuerzas para luchar.

Podemos acudir con confianza a Ella, ya que sabemos que no ha habido, ni habrá, un solo caso en la historia de alguien que invocara a la Virgen María y no fuera socorrido. También nos fortalece el pensar que ella sufrió por nosotros, y por lo tanto debemos poner todo nuestro empeño en no darle más motivos de tristeza con nuevos pecados.

Para Pier Giorgio, eso fue la devoción a la Virgen: dulzura y fortaleza. En ella encontraba el consuelo en las horas amargas, en las dificultades; y Ella era quien le infundía valor y fuerzas para los combates cotidianos. Esta devoción, tierna y viril a la vez, la concebía sin amaneramiento ni exageraciones. Consistía principalmente en el rezo del Santo Rosario y la visita a los santuarios más amados por la piedad de los católicos.

Entre estos santuarios más amados por Pier Giorgio, se encuentra en principalísimo lugar el de Nuestra Señora de Oropa, en el Piamonte. Situado a una altura de 1.180 metros, en la mitad del monte Mucrone, en una gran explanada que domina la montaña.

La Virgen negra que allí se venera fue traída de Palestina, en el siglo IV por San Eusebio de Vercelli. Desde entonces no cesó de ser invocada por la muchedumbre de peregrinos que afluían desde todas partes de Italia. Podríamos decir, por la gran devoción que le tenía, que la Virgen de Oropa era “la Virgen de Pier Giorgio”.

Desde pequeño asistía frecuentemente a este santuario en compañía de sus padres o de sus amigos. Siendo ya mayor, cuando iba solo, le gustaba mucho recorrer caminando los ocho kilómetros que separaban la casa de campo, desde Pollone hasta el Santuario. Salía de su casa cantando alguna canción a la Virgen, y llegaba a la iglesia rezando el Rosario. Después entraba en la iglesia, donde se confesaba y comulgaba.

Pollone, el lugar de veraneo en la casa de los abuelos maternos, era muy grato a Pier Giorgio, sobre todo por la cercanía al Santuario, y porque ese tiempo le permitía cumplir con esta tierna devoción, que durante el año era más difícil llevar a cabo con tanta fruición. Siendo estudiante en el secundario, y mucho más durante sus estudios universitarios, dedicaba mucho tiempo para preparar exámenes. En ese oasis de paz de Pollone podía dedicarse mejor al estudio. Pero a la vez, disfrutaba el poder honrar todos los días a la Virgen en su Santuario. Con el fin de no ser regañado por sus familiares, cumplía con todas sus devociones muy temprano, antes de la levantada del resto de la familia.

Para poder estudiar y a la vez ir frecuentemente a honrar a la Virgen sin faltar a sus deberes, de acuerdo con su jardinero había planeado una estrategia muy original. Los motivos eran dos: no robar tiempo al estudio en las horas del día, y no molestar a los familiares con sus salidas a la madrugada.

El jardinero lo despertaba al alba, utilizando el original método del que hemos hablado, jalando la cuerda que colgaba por la ventana hasta el jardín, y que estaba atada a la mano de Pier Giorgio. Cuando el jardinero llegaba a la casa, bien temprano, tiraba de la cuerda, y Pier Giorgio se levantaba rápido de la cama. Se vestía a toda prisa, y salía de la casa por una puerta secundaria, y recorría a pié los ocho kilómetros hacia el Santuario. Allí escuchaba la misa, comulgaba, y luego regresaba a la casa. A las ocho estaba puntualmente sentado a la mesa para desayunar, para proseguir luego con el estudio.

Los familiares se alegraban, convencidos de que se trataban de bellos paseos matutinos para despejarse y poder aplicarse después, con mayor provecho al estudio. En realidad se trataban de verdaderas peregrinaciones eucarísticas y marianas.

Una mañana, sin embargo, casi se arruina todo. El jardinero tiró, como siempre, de la cuerda. No pasó nada. Tiró más fuerte: nada. Entonces dio un fuerte tirón, que logró finalmente despertar a Pier Giorgio. Pero con la violencia de la levantada, cayó estruendosamente por el piso la mesita de luz, produciendo un gran desastre. Al ruido, acudió la mamá. Pier Giorgio le dijo al momento, “No pasó nada”. La mamá se limitó a decirle que prenda la luz la próxima vez que se levante de noche, para no llevarse por delante las cosas.

Nunca dejó de arrodillarse a los pies de la Virgen Morena cuando regresaba de Pollone a Turín, encomendándole sus estudios, sus apostolados, sus ocupaciones. Un sacerdote lo recuerda: “Jamás se podría olvidar el haber visto rezar a aquel joven. Se fijaba en la Virgen y parecía devorarla con los ojos”[1].

En sus excursiones a la montaña de esta zona, no dejaba de refugiarse junto a la Virgen. Un compañero de una de estas salidas, que no era católico militante, evoca este recuerdo:

“Regresando con algunos compañeros de una excursión por “sus montañas” pasamos por el santuario de Oropa. Ni bien llegamos, nos sentamos en un café. Nos contamos, todos estaban presentes, salvo Pier Giorgio. Había desaparecido sin decir palabra. Al instante cada cual fue en busca de él y le hallamos al fin en el antiguo santuario orando… A nadie le avisó, obró como siempre, sin ostentación, pero también sin respeto humano, del modo más sencillo. Por supuesto que se cuidó bien de hacernos notar nuestra indiferencia, pero ¡cuánto más elocuentes que una reprimenda o una exhortación fueron su silencio y su ejemplo!”. [2]

Era un admirador del Dante, lo leía con asiduidad y gusto. Se había copiado el canto que el poeta le dedica en el Paraíso a la Virgen María, lo había aprendido de memoria, y lo recitaba muchas veces, en cualquier lugar… en su casa, en el campo, en la montaña, y hasta en el tren, en las excursiones con sus compañeros:

 

“¡Oh Virgen Madre, oh Hija de tu Hijo,

alta y humilde más que otra criatura,

término fijo de eterno decreto!”

La devoción a la Virgen es fundamental en la vida del joven. Decía San Alfonso que es imposible que un cristiano sea bueno sin la devoción a María. También podríamos agregar que es imposible que un joven sea puro sin la devoción a María.

La devoción a la Virgen es dulce, y su vez nos da fuerzas para nuestra alma. Es algo muy dulce, es decir, es gozo para el alma, porque la Virgen María es nuestra Madre. Si es nuestra Madre, podemos pedirle ayuda, cuando nuestra alma está herida por la tentación, y cuando haya caído en el pecado. Si es nuestra Madre, nos ayudará a curar esas heridas, a curar el alma triste, el alma casi desesperada por la lucha. Si es nuestra Madre, nos mirará compasiva, aún cuando volvamos cubiertos de muchos pecados. Si es nuestra Madre, no despreciará nuestras súplicas en las horas de angustia, en los momentos difíciles, en medio de las tentaciones. Ella nos va a defender. Hay que tener siempre este pensamiento: “la Virgen María es mi Madre Celestial”. Y este pensamiento hará que su devoción sea dulce, o mejor dicho, que endulce los momentos amargos de nuestra vida.

Pero decimos a la vez que esta devoción a nuestra Madre del Cielo nos da fuerzas. Esto es así, como cuando vemos las cumbres nevadas de las montañas… y al verlas se convierten en un ideal a alcanzar… y deseamos llegar a la nieve, esa nieve pura, sin mancha… y eso nos da energías para superar las dificultades. Del mismo modo cuando miramos a la Virgen María, que es un ideal puro, alto, bello… así nuestra alma se siente atraída hacia la Purísima, desea imitar su vida pura, y nos mueve a esforzarnos en la práctica de las virtudes. De esta manera su devoción se convierte  fuerzas para luchar.

Podemos acudir con confianza a Ella, ya que sabemos que no ha habido, ni habrá, un solo caso en la historia de alguien que invocara a la Virgen María y no fuera socorrido. También nos fortalece el pensar que ella sufrió por nosotros, y por lo tanto debemos poner todo nuestro empeño en no darle más motivos de tristeza con nuevos pecados.

 

Para Pier Giorgio, eso fue la devoción a la Virgen: dulzura y fortaleza. En ella encontraba el consuelo en las horas amargas, en las dificultades; y Ella era quien le infundía valor y fuerzas para los combates cotidianos. Esta devoción, tierna y viril a la vez, la concebía sin amaneramiento ni exageraciones. Consistía principalmente en el rezo del Santo Rosario y la visita a los santuarios más amados por la piedad de los católicos.

Entre estos santuarios más amados por Pier Giorgio, se encuentra en principalísimo lugar el de Nuestra Señora de Oropa, en el Piamonte. Situado a una altura de 1.180 metros, en la mitad del monte Mucrone, en una gran explanada que domina la montaña.

La Virgen negra que allí se venera fue traída de Palestina, en el siglo IV por San Eusebio de Vercelli. Desde entonces no cesó de ser invocada por la muchedumbre de peregrinos que afluían desde todas partes de Italia. Podríamos decir, por la gran devoción que le tenía, que la Virgen de Oropa era “la Virgen de Pier Giorgio”.

Desde pequeño asistía frecuentemente a este santuario en compañía de sus padres o de sus amigos. Siendo ya mayor, cuando iba solo, le gustaba mucho recorrer caminando los ocho kilómetros que separaban la casa de campo, desde Pollone hasta el Santuario. Salía de su casa cantando alguna canción a la Virgen, y llegaba a la iglesia rezando el Rosario. Después entraba en la iglesia, donde se confesaba y comulgaba.

 

Pollone, el lugar de veraneo en la casa de los abuelos maternos, era muy grato a Pier Giorgio, sobre todo por la cercanía al Santuario, y porque ese tiempo le permitía cumplir con esta tierna devoción, que durante el año era más difícil llevar a cabo con tanta fruición. Siendo estudiante en el secundario, y mucho más durante sus estudios universitarios, dedicaba mucho tiempo para preparar exámenes. En ese oasis de paz de Pollone podía dedicarse mejor al estudio. Pero a la vez, disfrutaba el poder honrar todos los días a la Virgen en su Santuario. Con el fin de no ser regañado por sus familiares, cumplía con todas sus devociones muy temprano, antes de la levantada del resto de la familia.

Para poder estudiar y a la vez ir frecuentemente a honrar a la Virgen sin faltar a sus deberes, de acuerdo con su jardinero había planeado una estrategia muy original. Los motivos eran dos: no robar tiempo al estudio en las horas del día, y no molestar a los familiares con sus salidas a la madrugada.

El jardinero lo despertaba al alba, utilizando el original método del que hemos hablado, jalando la cuerda que colgaba por la ventana hasta el jardín, y que estaba atada a la mano de Pier Giorgio. Cuando el jardinero llegaba a la casa, bien temprano, tiraba de la cuerda, y Pier Giorgio se levantaba rápido de la cama. Se vestía a toda prisa, y salía de la casa por una puerta secundaria, y recorría a pié los ocho kilómetros hacia el Santuario. Allí escuchaba la misa, comulgaba, y luego regresaba a la casa. A las ocho estaba puntualmente sentado a la mesa para desayunar, para proseguir luego con el estudio.

Los familiares se alegraban, convencidos de que se trataban de bellos paseos matutinos para despejarse y poder aplicarse después, con mayor provecho al estudio. En realidad se trataban de verdaderas peregrinaciones eucarísticas y marianas.

Una mañana, sin embargo, casi se arruina todo. El jardinero tiró, como siempre, de la cuerda. No pasó nada. Tiró más fuerte: nada. Entonces dio un fuerte tirón, que logró finalmente despertar a Pier Giorgio. Pero con la violencia de la levantada, cayó estruendosamente por el piso la mesita de luz, produciendo un gran desastre. Al ruido, acudió la mamá. Pier Giorgio le dijo al momento, “No pasó nada”. La mamá se limitó a decirle que prenda la luz la próxima vez que se levante de noche, para no llevarse por delante las cosas.

 

Nunca dejó de arrodillarse a los pies de la Virgen Morena cuando regresaba de Pollone a Turín, encomendándole sus estudios, sus apostolados, sus ocupaciones. Un sacerdote lo recuerda: “Jamás se podría olvidar el haber visto rezar a aquel joven. Se fijaba en la Virgen y parecía devorarla con los ojos”[1].

En sus excursiones a la montaña de esta zona, no dejaba de refugiarse junto a la Virgen. Un compañero de una de estas salidas, que no era católico militante, evoca este recuerdo:

 

“Regresando con algunos compañeros de una excursión por “sus montañas” pasamos por el santuario de Oropa. Ni bien llegamos, nos sentamos en un café. Nos contamos, todos estaban presentes, salvo Pier Giorgio. Había desaparecido sin decir palabra. Al instante cada cual fue en busca de él y le hallamos al fin en el antiguo santuario orando… A nadie le avisó, obró como siempre, sin ostentación, pero también sin respeto humano, del modo más sencillo. Por supuesto que se cuidó bien de hacernos notar nuestra indiferencia, pero ¡cuánto más elocuentes que una reprimenda o una exhortación fueron su silencio y su ejemplo!”. [2]

 

Era un admirador del Dante, lo leía con asiduidad y gusto. Se había copiado el canto que el poeta le dedica en el Paraíso a la Virgen María, lo había aprendido de memoria, y lo recitaba muchas veces, en cualquier lugar… en su casa, en el campo, en la montaña, y hasta en el tren, en las excursiones con sus compañeros:

 

“¡Oh Virgen Madre, oh Hija de tu Hijo,

alta y humilde más que otra criatura,

término fijo de eterno decreto!”[3]

                    Vida de Pier Giorgio Frassatti, Padre Diego Cano


[1] Frassati, L. (2004), Mio fratello Pier Giorgio – La fede. Turín: Paoline Editoriale Libri. p. 171. Testimonio del P. Felice Paschetto, párroco de Cossato.

[2] Marmoiton, V., S.J. (1939). La nueva juventud – Pier Giorgio Frassati. Buenos Aires: Librería Editorial Santa Catalina. p. 67.

[3] Dante, La divina comedia, El Paraíso, canto XXXIII

 

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