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En este instante, cuando el día santo de Navidad ha llegado a su plenitud, os invito a meditar juntamente conmigo en el misterio:

«Al principio era el Verbo…
y el Verbo era Dios…
 Todas las cosas fueron hechas por El,
y sin El no se hizo nada de cuanto ha sido hecho…
Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros» (Jn 1, 1. 3. 14).

«…No había sitio para ellos en el mesón» (Lc 2, 7).

«Vino a los suyos, pero los suyos
no le recibieron.
Estaba en el mundo y por El fue hecho el mundo,
pero el mundo no le conoció» (Jn 1, 11.10).

Os ruego, hermanos y hermanas, habitantes de la Urbe y del Orbe, que meditéis hoy sobre el nacimiento, en el establo de Belén, del Hijo eternamente nacido.

¿Por qué nace de la Virgen el que es eternamente nacido del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz?

¿Por qué en la noche, cuando nació de María Virgen, no había sitio para ellos en el mesón?

¿Por qué los suyos no lo recibieron?

¿Por qué el mundo no lo ha reconocido?

El misterio de la noche de Belén dura sin interrupción.

Llena la historia del mundo y se detiene en el umbral de todo corazón humano. Cada hombre, ciudadano de Belén, ha podido mirar ayer noche a José y María y decir: no hay sitio, no puedo acogeros.

Y el hombre de cada época puede decir al Verbo, que se ha hecho carne: no te acojo, no hay sitio.

El mundo ha sido hecho por El, pero el mundo no lo ha recibido.

¿Por qué el día del nacimiento de Dios es día de la no-acogida a Dios por parte del hombre?

Dejemos descender el misterio del nacimiento de Cristo a nivel de corazones humanos: «Vino a los suyos».

Pensemos en los que le han cerrado la puerta interior, y preguntemos: ¿Por qué?

Muchas, muchas y muchísimas posibles respuestas, objeciones y motivos.

Nuestra conciencia no está en condiciones de abarcarlas todas. No se siente capaz de juzgar. Solamente el Omnisapiente conoce hasta el fondo el corazón y la conciencia de cada hombre.

Solamente El. Y sólo El, el eternamente nacido: solamente el Hijo. Pues «el Padre ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar» (Jn 3, 22).

Nosotros los hombres, inclinados una vez más ante el misterio de Belén, podemos únicamente pensar con dolor cuánto hemos perdido los moradores de la «ciudad de David», por no haber abierto la puerta. ¡Cuánto pierde el hombre que no deja nacer, en el interior de su corazón, a Cristo «la luz verdadera… que ilumina a todo hombre»! (Jn 1, 9).

¡Cuánto pierde el hombre cuando lo encuentre y no vea en El al Padre! En efecto, Dios se ha manifestado en Cristo al hombre como el Padre.

¡Y cuánto pierde el hombre cuando no ve en El la propia humanidad. Pues Cristo ha venido al mundo para manifestar plenamente el hombre al propio hombre y hacerle ver su altísima vocación! (cf. Gaudium et spes, 22).

«A cuantos le recibieron, dioles poder de venir a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12).

En la solemnidad de la Navidad nace también un sentido deseo y una humilde plegaria: que los hombres de nuestra época acojan a Cristo, que los hombres de los distintos países y continentes, de las diversas lenguas, culturas y civilizaciones, lo acojan, lo encuentren de nuevo, y que se les dé el poder, que proviene sólo de El, porque el poder está únicamente en El.

Clamamos ante los Gobiernos, los Jefes de Estado, los sistemas y las sociedades para que, en todas partes, se respete el principio de la libertad religiosa; para que el hombre, por causa de su fe en Cristo, de su fidelidad a la Iglesia, no sea discriminado, prejuzgado, privado del goce de los frutos de sus méritos como ciudadano; para que a los miembros de las comunidades cristianas no les falten Pastores y lugares de culto; para que no vivan atemorizados y no se les lleve a la cárcel o se les condene; para que los católicos de la Iglesia en Oriente puedan gozar de los mismos derechos que sus hermanos de la Iglesia en Occidente.

Clamamos para que Cristo tenga sitio en todo el vasto Belén del mundo contemporáneo; para que se conceda el derecho de ciudadanía al que vino al mundo en tiempos de César Augusto, cuando se ordenó el empadronamiento.

«No había lugar para ellos en el mesón».

El mundo, que no acepta a Dios, deja de ser hospitalario con el hombre.

¿No nos conmueve la imagen de un mundo así; un mundo que está contra el hombre, incluso antes de que éste consiga nacer; un mundo que, en nombre de diversos intereses económicos, imperialistas, estratégicos, arroja del lugar de su trabajo a inmensas muchedumbres de hombres, les encierra en campos de concentración forzada, les priva del derecho a la patria, les condena a padecer hambre y les hace esclavos?

Dios, que se ha hecho hombre, ¿podía venir al mundo de forma diversa a la que ha venido? ¿Podía haber sitio para El en la posada? ¿No “tenía” El, desde el comienzo, que estar con aquellos para los que no había sitio?

Sí, queridos hermanos y hermanas, descubramos nuevamente la auténtica alegría de la Navidad. Otra clase de alegría no sería verdadera. No sería universal. No nos diría a todos y a cada Uno: Emmanuel. Está con nosotros, Dios está con nosotros.

Aunque el mundo no le conozca, Él está con nosotros.

Aunque los suyos no le reciban, Él viene.

Aunque no haya sitio en el mesón, Él nace.

Esta alegría del nacimiento de Dios deseo compartirla hoy con Roma y con el mundo, saludando en las distintas lenguas a todos aquellos por los que el Verbo se ha hecho carne.

JUAN PABLO II
MENSAJE DE NAVIDAD «URBI ET ORBI» 1981

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