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En este día tan significativo para la vida espiritual cristiana, queremos citar algunos conceptos de Santo Tomás de Aquino acerca de las obras propias de la Cuaresma:
I. Penitencia…. “La virtud es “un hábito electivo conforme a la recta razón”. Ahora bien, corresponde a la recta razón hacer que uno se aflija por lo que debe afligirse. Y esto es precisamente lo que se encuentra en la penitencia de la que hablamos: pues el penitente concibe un dolor razonable por los pecados cometidos, con la intención de eliminarlos. Por lo tanto, es evidente que la penitencia de la que hablamos o es una virtud, o es un acto de virtud” (STh 3, 85, 1)
“Lamentarse por el pasado con la intención de querer que no ocurra sería ciertamente una necedad. Pero el penitente no pretende esto, ya que su dolor es el dolor del pasado con la intención de eliminar sus consecuencias, es decir, la ofensa de Dios y la deuda del castigo. Y esto no es necedad” (STh 3, 85, 1, ad 3).
II. El ayuno. “El ayuno se practica principalmente para tres cosas.
– Primero, reprimir los deseos de la carne. De ahí que el Apóstol [2 Cor. 6,5-6] escriba: “en el ayuno, en la castidad”; porque con el ayuno se conserva la castidad. De hecho, San Jerónimo [Contra Iovin. 2] escribe que “sin Ceres y Baco, Venus se enfría”: es decir, mediante la abstinencia en el comer y beber, la lujuria se amortigua.
– En segundo lugar, para que el alma se eleve a contemplar las realidades más sublimes. Pues de Daniel [10, 3 ss.] leemos que recibió revelaciones de Dios después de tres semanas de ayuno.
– En tercer lugar, en reparación de los pecados. De ahí las palabras de la Escritura [Gal 2, 12]: “Volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto y con lamentaciones”. Y esto es lo que dice también San Agustín [Serm. supp. 73]: “El ayuno purifica el alma, eleva la mente, somete la carne al espíritu, hace que el corazón esté contrito y humillado, disipa las nieblas de la concupiscencia, amortigua los ardores de la lujuria y enciende la luz de la castidad”. Es evidente, pues, que el ayuno es un acto de virtud” (STh 2-2, 147, 1).
III. Obras de misericordia
La limosna:
“Los actos externos deben referirse a aquella virtud a la que pertenece el motivo que impulsa a realizar dichos actos. Ahora bien, el motivo que impulsa a dar limosna es la intención de ayudar a los necesitados: de hecho algunos [Alb. Magnus, In 4 Sent. 15, 15], al definir la limosna, dicen que es “una acción por la que se da algo por compasión a un necesitado, por amor a Dios”. Ahora bien, este motivo pertenece a la misericordia, como hemos visto [q. 30, a. 4]. Por lo tanto, es evidente que dar limosna es propiamente un acto de misericordia. Y esto se desprende también del propio término: de hecho, en griego deriva de misericordia, como el latín miseratio. Y puesto que la misericordia, como hemos visto [ib., a. 2; a. 3, ob. 3], es un efecto de la caridad, se deduce que dar limosna es un acto de caridad dictado por la misericordia” (STh 2-2, 32,1).
Espiritual y material:
“La recordada enumeración de las diversas clases de limosnas se infiere correctamente de los diversos defectos de nuestro prójimo. Defectos que en parte afectan al alma, y se les ordena la limosna espiritual, y en parte afectan al cuerpo, y se les ordena la limosna corporal.
I. Porque las miserias corporales ocurren durante la vida, o después de ella. Si durante la vida, o bien consisten en la falta de cosas que son necesarias para todos, o bien consisten en alguna necesidad especial.
a) En el primer caso la necesidad es interna o externa. Hay dos necesidades internas:
– la que se satisface con alimentos sólidos, es decir, el hambre, y a ella se refiere el “dar de comer a los hambrientos”;
– el segundo se satisface con comida húmeda, es decir, con sed, y a esto se refiere el “dar de beber al sediento”.
Hay dos necesidades externas más comunes:
– Uno es para el vestido, y a éste se refiere el “vestir al desnudo”;
– El otro se refiere al alojamiento, y a éste se refiere al “dar alojamiento a los peregrinos”.
b) Del mismo modo, las necesidades especiales dependen de una causa intrínseca, como la enfermedad,
– y aquí tenemos “la visita a los enfermos”,
– o de una causa extrínseca, y a esto se refiere “el rescate de prisioneros”.
Después de la vida se da “sepultura a los muertos”.
II. Del mismo modo, las necesidades espirituales se alivian mediante actos espirituales de dos maneras.
– Primero, pidiendo la ayuda de Dios; y para ello tenemos “la oración”, con la que pedimos por los demás.
– Luego, ofreciendo una ayuda fraternal: y esto de tres maneras. Primero, contra las deficiencias del intelecto: contra las del intelecto especulativo ofreciendo el “remedio de la enseñanza”; contra las del intelecto práctico ofreciendo el “remedio del consejo”.
– En segundo lugar, tenemos las deficiencias debidas a las pasiones de las potencias apetitivas, la más grave de las cuales es la aflicción o tristeza: y esto se remedia con “la consolación”.
– En tercer lugar, están las deficiencias debidas al desorden de ciertos actos, y éstas pueden considerarse desde tres puntos de vista. Primero, del lado del pecador, es decir, en la medida en que dependen de su voluntad desordenada: y entonces tenemos un remedio en “la corrección”.
Segundo, por parte del que sufre el pecado: y entonces, si nosotros somos los ofendidos, podemos remediar “perdonando la ofensa”; pero si Dios y el prójimo son los ofendidos, entonces “no depende de nosotros perdonar”, como dice San Jerónimo [En Mt 3,18,15]. Tercero, están las consecuencias del acto desordenado que pesan sobre los que conviven con el pecador, incluso en contra de su voluntad: y éstas se remedian “soportando, sobre todo, a los que pecan por debilidad”, según las palabras de San Pablo [Rom 15, 1]: “Nosotros, que somos los fuertes, tenemos el deber de soportar las flaquezas de los débiles”. Y esto ha de hacerse soportando no sólo los actos desordenados de los débiles, sino también cualquier otra carga suya, según la expresión del Apóstol [Gál 6,2]: “Soportad los unos las cargas de los otros”. (STh 2-2, 32, 2).

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