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Muchas veces nos turbamos, tememos, perdemos la paz, no ya porque caen sobre nosotros pruebas muy grandes, sino por una nonada, por un caprichillo insatisfecho, por una suspicacia excesiva, por una cavilación o por cualquier otra cosa parecida.

Evidentemente, esto es motivo de muchísima humillación. Estamos tan lejos del deseo de Jesucristo, que quiere que conservemos la paz siempre, aun en medio de las tribulaciones más fuertes, que ¿cómo no nos va a humillar al verlo?

Pero, además de mucha humillación, se saca de aquí una enseñanza muy consoladora, y es que podemos aspirar a conservar la paz de nuestro corazón siempre, pase lo que pase, venga lo que venga. No deja de ser una inmensa consolación que siempre podamos vivir en paz; y no en una paz cualquiera, sino en una paz divina, en la paz que Cristo Nuestro Señor quiere dar a nuestras almas.

Más no es esto sólo. El Señor contrapone la paz que El ofrece y da a sus apóstoles a la paz que es capaz de dar al mundo, pues dice taxativamente: La paz mía os doy; no como la da el mundo os la doy yo a vosotros. Conocer la diferencia que hay entre cómo da el mundo la paz y cómo la da Nuestro Señor Jesucristo es para nosotros una nueva luz que ilumina lo anterior, porque así como en eso anterior se nos decía que hemos de conservar siempre la paz, en esto otro se nos dice por qué caminos la podremos conservar o adquirirla si no la tenemos.

Si consideramos por qué caminos da la paz el mundo, vemos que el mundo para dar su paz se vale de satisfacer todas las pasiones del corazón, de modo que, dando el hombre la honra que desea, la comodidad y el regalo que desea, la abundancia de bienes temporales que desea, es como le da una cierta paz. Es la paz de aquel rico insensato del Evangelio que, habiendo recogido cierto año una cosecha muy grande y viendo que tenía que hacer nuevos graneros para recoger los productos del campo, se dijo: «Ahora sí que puedo vivir tranquilo». Por ese camino entran las almas en ciertos senderos de paz, pero de paz ficticia.

En cambio, Jesucristo Nuestro Señor da su paz a las almas quitándoles todo eso que el mundo les da, o, lo que es igual, desprendiéndolas de todo eso y dejándolas en la pura voluntad de Dios, según hemos dicho. El mundo, halagando los deseos del corazón; Jesucristo Nuestro Señor, despojándolo de todo lo criado; ésta es la diferencia fundamental que hay entre el modo como da la paz el mundo y el modo como da la paz Cristo Nuestro Señor. Ahora bien, de esta diferencia habría mucho que decir y muchas consecuencias que sacar, pero nos contentaremos con apuntar una. La paz que el mundo ofrece por esos caminos que hemos dicho es paz engañosa y precaria, ficticia, como hemos dicho. Es paz engañosa, porque lo que hace es adormecer el corazón en las cosas de este mundo, y esto es un engaño, pues hacer que el corazón se adormezca en las cosas temporales es hacer que tenga poca solicitud o ninguna solicitud por las cosas eternas. Este modo de paz es el mayor engaño en que puede caer el hombre. Pero además es una paz precaria, porque el mundo no puede asegurar que nos dará todo eso que las pasiones de nuestro corazón ansían, ni menos nos puede asegurar la conservación de todo ello. A veces, el mundo mismo se encarga de arrebatar a los mundanos eso en que habían puesto su paz. ¿No lo hemos visto mil veces?

En cambio, la paz que da Jesucristo es una paz verdadera, porque los bienes en que descansa el corazón son bienes verdaderos, y los más verdaderos. El corazón que descansa en la pura voluntad de Dios descansa en lo más verdadero, en lo más santo y en lo más divino en que puede descansar; pero, además, esa paz que el Señor da, El mismo la defiende y asegura de tal suerte, que, si el alma no quiere, no la perderá nunca. Por eso, si el alma arraiga en esa paz de Dios, aunque encuentre muchas tragedias en su camino, aunque sufra de mil maneras, sentirá el dolor, pero no perderá la paz. Así se verifica ese misterio que admiramos en las vidas de los santos, y es que, aun en los momentos de las mayores amarguras, de los mayores sufrimientos, no perdían la paz. Esta diferencia entre la paz del mundo y la paz de Jesucristo se deriva de los caminos por donde el uno y el otro dan su paz; el mundo da su paz por la seducción y el halago, y, en cambio, Dios Nuestro Señor da su paz por el despojo, o sea, deshaciendo toda ilusión y poniendo en la verdad. Por eso, el camino de la abnegación, que tan duro se nos hace, es el camino divino de la paz

De aquí se siguen, entre otras, dos consecuencias. La primera es que siempre que falta la paz en nuestro corazón es porque el corazón pone su paz en algo que no es Dios. Ha puesto su paz en el cariño de una criatura, ha puesto su paz en la satisfacción de un deseo de cosa criada.
Le falta eso en que había puesto su paz, y con ello la pierde y se conturba. Siempre que se pierde la paz es por ahí. Será un apego a una cosa interior o a una cosa exterior, será un apego a nuestro juicio o a nuestra voluntad con sus deseos, temores, etcétera, pero siempre es un apego. ¿Por qué? Porque, si el alma no tuviera apego desordenado, tendría la paz de Dios, la paz fundada en la voluntad de Dios, y ésa no la puede arrebatar nada ni nadie. Por eso, si alguna vez perdemos la paz, en vez de andar discurriendo vanamente sobre ello, en vez de andar cavilando, concluyamos inmediatamente que hemos perdido la paz porque en nuestro corazón hay algún apego que debemos quitar, y vayamos derechos a él y quitémoslo. Verán cómo en seguida retorna la paz. La paz buscada por otros caminos, por caminos de cavilaciones, no solamente no retorna, sino que se pierde cada vez más. La paz hay que buscarla por caminos de desprendimientos; entonces sí se recobra y se encuentra en seguida.

Esta es la primera consecuencia: que, cuando perdemos la paz, ya sabemos por lo que es, ya sabemos cómo la hemos de recobrar. Y otra consecuencia es que, si queremos alcanzar esa paz profunda que nada es capaz de turbar, es menester que tengamos generosidad para dejar el corazón completamente limpio de toda afición a cualquier cosa que no es Dios. Es decir, es menester que lleguemos a contentarnos con la voluntad de Dios en todo, sin querer ni pretender nada más.

P. Alfonso Torres, S.J.

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Comments 4

  1. Tengo,que confiar más en la Santisima Trinidad y nuestra venerada Vírgen Maria.
    Hay que bajar del tren de esta vida,tan sin Dios…
    Y muy competitiva…

  2. Avatar Marta Cecilia Larrea says:

    Gracias Padre Alfonso por las enseñanzas y abrir mí cabeza y mí corazón. Ahora, un favor, rece por mí para que pueda liberarme de mí apego principal: querer tener la razón siempre.
    Gracias.

  3. Elena Murga Elena Murga says:

    Bellísimo!!! Muchas gracias padre Alfonso Torres SJ, y queridos hermanos de Voz Católica por compartir tan bella reflexión, y para mí, vino en muy apropiado tiempo!!! Dios los bendiga inmensamente, Mamita María los mime y proteja e interceda por ustedes y sus seres amados!!!🙏❤

  4. Avatar Sonita says:

    Gracias y bendiciones por tanto.. los buenos mensajes y enseñanzas que hacen que el alma se reconforte, estemos en calma!
    Quisiera recibir así y saber más para dedicarlo a los demás y compartir, dar testimonio!
    Muchísimas gracias y les deseo buenas noches!
    Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo!!!!!
    Amén

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