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Sobre el mandato misionero – S Juan Pablo II

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Extractos de la CARTA ENCÍCLICA  REDEMPTORIS MISSIO

DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE LA PERMANENTE VALIDEZ DEL MANDATO MISIONERO

 

INTRODUCCIÓN

  1. La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse. A finales del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio. Es el Espíritu Santo quien impulsa a anunciar las grandes obras de Dios: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe: Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9, 16).

En nombre de toda la Iglesia, siento imperioso el deber de repetir este grito de san Pablo. Desde el comienzo de mi pontificado he tomado la decisión de viajar hasta los últimos confines de la tierra para poner de manifiesto la solicitud misionera; y precisamente el contacto directo con los pueblos que desconocen a Cristo me ha convencido aún más de la urgencia de tal actividad a la cual dedico la presente Encíclica.

[…]

CAPÍTULO IV

LOS INMENSOS HORIZONTES DE LA MISIÓN AD GENTES

  1. El Señor Jesús envió a sus Apóstoles a todas las personas y pueblos, y a todos los lugares de la tierra. Por medio de los Apóstoles la Iglesia recibió una misión universal, que no conoce confines y concierne a la salvación en toda su integridad, de conformidad con la plenitud de vida que Cristo vino a traer (cf. Jn 10,10); ha sido enviada «para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos»[1].

Esta misión es única, al tener el mismo origen y finalidad; pero en el interior de la Iglesia hay tareas y actividades diversas. Ante todo, se da la actividad misionera que vamos a llamar misión ad gentes, con referencia al Decreto conciliar: se trata de una actividad primaria de la Iglesia, esencial y nunca concluida. En efecto, la Iglesia «no puede sustraerse a la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos —y son millones de hombres y mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia»[2].

 

Un marco religioso, complejo y en movimiento

  1. Hoy nos encontramos ante una situación religiosa bastante diversificada y cambiante; los pueblos están en movimiento; realidades sociales y religiosas, que tiempo atrás eran claras y definidas, hoy día se transforman en situaciones complejas. […]

 

La misión «ad gentes» conserva su valor

  1. Las diferencias en cuanto a la actividad dentro de esta misión de la Iglesia, nacen no de razones intrínsecas a la misión misma, sino de las diversas circunstancias en las que ésta se desarrolla[3]. Mirando al mundo actual, desde el punto de vista de la evangelización, se pueden distinguir tres situaciones.

En primer lugar, aquella a la cual se dirige la actividad misionera de la Iglesia: pueblos, grupos humanos, contextos socioculturales donde Cristo y su Evangelio no son conocidos, o donde faltan comunidades cristianas suficientemente maduras como para poder encarnar la fe en el propio ambiente y anunciarla a otros grupos. Esta es propiamente la misión ad gentes[4].

Hay también comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas; tienen un gran fervor de fe y de vida; irradian el testimonio del Evangelio en su ambiente y sienten el compromiso de la misión universal. En ellas se desarrolla la actividad o atención pastoral de la Iglesia.

Se da, por último, una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también en las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una «nueva evangelización» o «reevangelización».

  1. La actividad misionera específica, o misión ad gentes, tiene como destinatarios «a los pueblos o grupos humanos que todavía no creen en Cristo», «a los que están alejados de Cristo», entre los cuales la Iglesia «no ha arraigado todavía»[5], y cuya cultura no ha sido influenciada aún por el Evangelio[6].

A todos los pueblos, no obstante las dificultades

  1. La misión ad gentes tiene ante sí una tarea inmensa que de ningún modo está en vías de extinción. Al contrario, bien sea bajo el punto de vista numérico por el aumento demográfico, o bien bajo el punto de vista sociocultural por el surgir de nuevas relaciones, comunicaciones y cambios de situaciones, parece destinada hacia horizontes todavía más amplios. La tarea de anunciar a Jesucristo a todos los pueblos se presenta inmensa y desproporcionada respecto a las fuerzas humanas de la Iglesia. […]

 

Ámbitos de la misión «ad gentes»

  1. La misión ad gentes en virtud del mandato universal de Cristo no conoce confines. Sin embargo, se pueden delinear varios ámbitos en los que se realiza, de modo que se pueda tener una visión real de la situación.

 

    1. a) Ámbitos territoriales.

La actividad misionera ha sido definida normalmente en relación con territorios concretos.  […] la actividad misionera ad gentes, al ser diferente de la atención pastoral a los fieles y de la nueva evangelización de los no practicantes, se ejerce en territorios y entre grupos humanos bien definidos. […] Las situaciones, con todo, no son homogéneas.

    1. b) Mundos y fenómenos sociales nuevos.

Las rápidas y profundas transformaciones que caracterizan el mundo actual, en particular el Sur, influyen grandemente en el campo misionero: donde antes existían situaciones humanas y sociales estables, hoy día todo está cambiado. Piénsese, por ejemplo, en la urbanización y en el incremento masivo de las ciudades, sobre todo donde es más fuerte la presión demográfica. Ahora mismo, en no pocos países, más de la mitad de la población vive en algunas megalópolis, donde los problemas humanos a menudo se agravan incluso por el anonimato en que se ven sumergidas las masas humanas.

En los tiempos modernos la actividad misionera se ha desarrollado sobre todo en regiones aisladas, distantes de los centros civilizados e inaccesibles por la dificultades de comunicación, de lengua y de clima. Hoy la imagen de la misión ad gentes quizá está cambiando: lugares privilegiados deberían ser las grandes ciudades, donde surgen nuevas costumbres y modelos de vida, nuevas formas de cultura, que luego influyen sobre la población. Es verdad que la «opción por los últimos» debe llevar a no olvidar los grupos humanos más marginados y aislados, pero también es verdad que no se pueden evangelizar las personas o los pequeños grupos descuidando, por así decir, los centros donde nace una humanidad nueva con nuevos modelos de desarrollo. El futuro de las jóvenes naciones se está formando en las ciudades.

Hablando del futuro no se puede olvidar a los jóvenes, que en numerosos países representan ya más de la mitad de la población. ¿Cómo hacer llegar el mensaje de Cristo a los jóvenes no cristianos, que son el futuro de Continentes enteros? Evidentemente ya no bastan los medios ordinarios de la pastoral; hacen falta asociaciones e instituciones, grupos y centros apropiados, iniciativas culturales y sociales para los jóvenes. He ahí un campo en el que los movimientos eclesiales modernos tienen amplio espacio para trabajar con empeño.

Entre los grandes cambios del mundo contemporáneo, las migraciones han producido un fenómeno nuevo: los no cristianos llegan en gran número a los países de antigua cristiandad, creando nuevas ocasiones de comunicación e intercambios culturales, lo cual exige a la Iglesia la acogida, el diálogo, la ayuda y, en una palabra, la fraternidad. Entre los emigrantes, los refugiados ocupan un lugar destacado y merecen la máxima atención. Estos son ya muchos millones en el mundo y no cesan de aumentar; han huido de condiciones de opresión política y de miseria inhumana, de carestías y sequías de dimensiones catastróficas. La Iglesia debe acogerlos en el ámbito de su solicitud apostólica.

Finalmente, se deben recordar las situaciones de pobreza, a menudo intolerable, que se dan en no pocos países y que, con frecuencia, son el origen de las migraciones de masa. La comunidad de los creyentes en Cristo se ve interpelada por estas situaciones inhumanas: el anuncio de Cristo y del Reino de Dios debe llegar a ser instrumento de rescate humano para estas poblaciones.

 

  1. c) Áreas culturales o areópagos modernos.

Pablo, después de haber predicado en numerosos lugares, una vez llegado a Atenas se dirige al areópago donde anuncia el Evangelio usando un lenguaje adecuado y comprensible en aquel ambiente (cf. Act 17, 22-31). El areópago representaba entonces el centro de la cultura del docto pueblo ateniense, y hoy puede ser tomado como símbolo de los nuevos ambientes donde debe proclamarse el Evangelio.

El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola —como suele decirse— en una «aldea global». Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales. Las nuevas generaciones, sobre todo, crecen en un mundo condicionado por estos medios. Quizás se ha descuidado un poco este areópago: generalmente se privilegian otros instrumentos para el anuncio evangélico y para la formación cristiana, mientras los medios de comunicación social se dejan a la iniciativa de individuos o de pequeños grupos, y entran en la programación pastoral sólo a nivel secundario. El trabajo en estos medios, sin embargo, no tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta, pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el Magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta «nueva cultura» creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, aun antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos sicológicos. Mi predecesor Pablo VI decía que: «la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo»;[7] y el campo de la comunicación actual confirma plenamente este juicio.

Existen otros muchos areópagos del mundo moderno hacia los cuales debe orientarse la actividad misionera de la Iglesia. Por ejemplo, el compromiso por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos, sobre todo los de las minorías; la promoción de la mujer y del niño; la salvaguardia de la creación, son otros tantos sectores que han de ser iluminados con la luz del Evangelio.

Hay que recordar, además, el vastísimo areópago de la cultura, de la investigación científica, de las relaciones internacionales que favorecen el diálogo y conducen a nuevos proyectos de vida. Conviene estar atentos y comprometidos con estas instancias modernas. Los hombres se sienten como navegantes en el mar tempestuoso de la vida, llamados siempre a una mayor unidad y solidaridad: las soluciones a los problemas existenciales deben ser estudiadas, discutidas y experimentadas con la colaboración de todos. Por esto los organismos y encuentros internacionales se demuestran cada vez más importantes en muchos sectores de la vida humana, desde la cultura a la política, desde la economía a la investigación. Los cristianos, que viven y trabajan en esta dimensión internacional, deben recordar siempre su deber de dar testimonio del Evangelio.

 

  1. Nuestro tiempo es dramático y al mismo tiempo fascinador. Mientras por un lado los hombres dan la impresión de ir detrás de la prosperidad material y de sumergirse cada vez más en el materialismo consumístico, por otro, manifiestan la angustiosa búsqueda de sentido, la necesidad de interioridad , el deseo de aprender nuevas formas y modos de concentración y de oración. No sólo en las culturas impregnadas de religiosidad, sino también en las sociedades secularizadas, se busca la dimensión espiritual de la vida como antídoto a la deshumanización. Este fenómeno así llamado del «retorno religioso» no carece de ambigüedad, pero también encierra una invitación. La Iglesia tiene un inmenso patrimonio espiritual para ofrecer a la humanidad: en Cristo, que se proclama «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).Es la vía cristiana para el encuentro con Dios, para la oración, la ascesis, el descubrimiento del sentido de la vida. También éste es un areópago que hay que evangelizar.

 

[…] A la «mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico»[8], confío la Iglesia y, en particular, aquellos que se dedican a cumplir el mandato misionero en el mundo de hoy. Como Cristo envió a sus Apóstoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, así, mientras renuevo el mismo mandato, imparto a todos vosotros la Bendición Apostólica, en el nombre de la Santísima Trinidad. Amén.

S. Juan Pablo II

Redemptoris Missio

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 7 de diciembre, XXV aniversario del Decreto conciliar Ad gentes, del año 1990, decimotercero del Pontificado.


[1] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 10.

[2] Exh. Ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de1988, 35: AAS 81 (1989), 457.

[3] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 6

[4] Cf. ibid.

[5] Ibid., 6. 23. 27.

[6] Cf. Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 18-20: l.c., 17-19.

[7] Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 20: l.c., 19.

[8]Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 22: l.c., 390.

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