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Congregación, Iglesia y misión: Contra falsas dialécticas       

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No mucho tiempo atrás, escuchábamos pomposas sugerencias de parte de presuntos maestros, quienes afirmaban que, en el desarrollo de la evangelización en el mundo, lo que más importa es la Iglesia en sí misma y su misión, y no tanto el bien de una congregación religiosa particular. Pues bien, como verdad, pareciera ser obvia y de Perogrullo.[1] Todos sabemos que el bien general – o común – es más importante que el bien particular, porque tiene razón de fin, verdad que ha sido refrendada por los grandes teólogos de la cristiandad en más de una oportunidad,[2] así como respaldada por el mismo Magisterio eclesiástico.[3]

Pero el punto que interesa a dichos aprendices de maestros no es refrendar una verdad conocida. Muchas veces, los que insisten con ahínco en afirmar cosas obvias suelen esconder una segunda intención, y como sucede en estos casos, cometen sendos errores en sus razonamientos a los que transforman en sofismas.

En el caso mencionado, los que así hablan olvidan un elemento clave, o quizás dos: En primer lugar, una congregación u orden religiosa determinada, que recibió una aprobación oficial por parte de la Iglesia, aunque sólo se trate de una aprobación de carácter diocesano, ha sido reconocida como un camino válido y legítimo para vivir la vocación cristiana consagrada dentro de la misma Iglesia, según un carisma preciso. Se transforma así en un modo concreto y válido de plasmar y llevar a cabo la misma misión de la Iglesia, con ciertas características. No existe pues oposición entre la actividad de una y de otra. No se opone el bien de una congregación al bien de la Iglesia ni su misión a la de aquella. Ciertamente que su bien debe estar subordinado al bien de esta última por tratarse de un bien mayor, pero puede afirmarse legítimamente que buscar el bien de una congregación aprobada en particular, si se lo busca rectamente, es buscar también el mismo bien de la Iglesia, y en lo que se refiere a sus respectivas misiones, estas coinciden en su objetivo final, hallándose la una subordinada a la otra.

Existe todavía un segundo elemento, que permite analizar la cuestión de un modo aún mucho más obvio: Sea ya etimológicamente, sea por el valor que quiso darse a estas realidades cuando fueron fundadas, “congregación” e “iglesia” no son sólo términos que coinciden en su raíz lingüística (lo que es cierto, sin lugar a duda), sino que reflejan realidades que poseen igual contenido.

  1. Precisiones según el origen etimológico

Volviendo al comentario mencionado al principio, alguien sugería también que, si Cristo hubiese dado importancia a una institución religiosa como tal, hubiera fundado una congregación y no “su Iglesia”. En realidad, si lo que se pretende decir es que Jesús debería haber consultado algún Código de Derecho canónico que aún no existía, o redactar por sí mismo unas constituciones o reglamentos escritos para dejárselos a los Apóstoles como legado – siendo ellos, al principio, gente ruda y de poca instrucción -, no valdrá absolutamente la pena responder a dicha afirmación, disparatada y contradictoria. Pero incluso prescindiendo de ello, el sólo querer diferenciar “iglesia” y “congregación”, al tiempo de Jesús, refleja una ignorancia más que supina, pues en realidad, Jesús fundó una congregación y esa fue su intención expresa. Leemos en efecto, en Mateo 16,18:

Yo te digo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra fundaré mi Iglesia (congregación) …”

El término utilizado por el texto griego original es ἐκκλησία (ekklesía), calcado y trasliterado luego por la Vulgata latina como Ecclesia. El término como tal tiene origen griego, y se utilizaba para designar “la asamblea popular en la que se discutían y deliberaban asuntos de interés general y en la que participaban todos los ciudadanos con derecho a voz y voto”.[4] Será el Nuevo testamento el que incorporará este término al uso cristiano, latinizándose tardíamente, también en ambiente cristiano. Es así como pasa a llamarse Eclesiástico al libro bíblico conocido como Sabiduría de Ben Sirá, debido a que solía leérselo en las asambleas litúrgicas (nombre impuesto por San Cipriano de Cartago en el siglo III d.C.), y llamarse Eclesiastés al Qohelet, libro del Antiguo testamento atribuido a Salomón. Justamente, qohelet es un participio hebreo que corresponde a la raíz qahal, el término tradicional hebreo que indica “asamblea o congregación”. También pasaron a llamarse Domus Ecclesiae (“casa de la iglesia”), los lugares – originalmente casas de familia o ambientes en ellas – donde los cristianos se reunían para la asamblea litúrgica.[5] Sólo después, con Constantino, cuando se edificarán templos más grandes, el término iglesia se impondrá también para designarlos.

Jesús no hablaba en griego, obviamente. Se expresaba comúnmente en arameo – lengua popular en la Palestina del siglo I -, como lo sugiere el empleo del término Cefas en Mt 16,18. En dicho versículo, el término utilizado para iglesia parece haber sido ‘idta, según lo presenta la versión siríaca Peshita y otras anteriores, siempre con el significado de “iglesia, asamblea, congregación”.[6] Aún si en dicha oportunidad hubiera pronunciado esas palabras en hebreo, que no era lengua popular en el siglo I en Palestina pero sí lo era para el uso litúrgico (como parece atestarlo el paso de la lectura del rollo de Isaías en la sinagoga de Nazaret en Lucas 4)[7], el término que hubiese empleado sería el ya mencionado qahal, que las versiones hebreas del NT traducen también por “iglesia” para Mt 16,18. En cualquiera de ambos casos, el término significa “asamblea o congregación”, y al mismo tiempo significa “iglesia”.

  1. Ekklesía, congregación y misión

Con respecto al griego ekklesía, su uso en el NT es múltiple: En Hechos 19,32 y 39, lo encontramos para designar justamente la asamblea pública civil que solía desenvolverse en el mundo helénico, para tratar temas de interés común.[8] También designa la asamblea  de los israelitas en Hch 7,38 y Heb 2,12; la congregación de los cristianos en 1Cor 11,18; 14,4s.; 3 Juan 6; los cristianos que se congregaban en un solo lugar en: Mt 18,17; Hch 5,11; Rom 16,1. 5; 1 Cor 1,2; Gal 1,22; 1Tes 1,1; Filemón 2.[9] Finalmente, designa la Iglesia universal, a la cual todos los creyentes pertenecen, en Mt 16,18; Hch 9,31; 1 Cor 12,28; Ef 1,22; 3,10.[10]

Los diccionarios más autorizados presentan los significados del término en el mismo orden:

– 1) Como asamblea (usado por Tucídides y por Platón en el Gorgias, 456b): Ya sea las asambleas homéricas (Aristóteles, Política, 1285a 11), las espartanas (el mismo Tucídides, 1,87); el término aparece acompañado también del verbo sunagéiren (de donde deriva ‘sinagoga’), sobre todo para significar la “convocación a la asamblea” (Heródoto). Se lo latiniza como Comitia Curiata (Dionisio de Halicarnaso, 4.20), aunque la Vulgata lo hace como ekklesía, tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento, muy probablemente para respetar el uso de la LXX y del mismo texto griego del NT. Esto habla a favor de la unidad de ambos significados del término (el profano y el eclesial), y de cómo este se consideraba sagrado en ambos testamentos, sobre todo en el Nuevo, hasta el punto tal que se evitaba traducirlo para designar la comunidad fundada por Jesús, y sólo se lo trasliteraba.

– 2) Congregación judía (Dt 31,30: “asamblea de Israel”); la Iglesia como cuerpo de los cristianos (Mt 16,18; 1Cor 11,22; Rom 16,5).[11]

La doctora Judith Cabaud, judía convertida que publicó prácticamente la única biografía que existe de Eugenio Zolli, quien fuera jefe de la sinagoga de Roma en tiempos de la segunda guerra mundial y de la persecución nazi, y que decidió finalmente hacerse cristiano después de una aparición de Jesucristo mientras oficiaba en la sinagoga, escribe lo siguiente[12]: “(En Mt 16,18) se habla de ‘roca’ y no de ‘piedra’, como a veces se traduce. Explica Zolli: «La Iglesia debe edificarse sobre una roca, una especie de fortaleza natural. ¿Cómo podría ser de otro modo? Desde que se realiza el bautismo de Jesús y una voz del cielo anuncia que Él es Jesús, hijo de Dios, comienza la gigantesca lucha por la liberación del poder de Satanás. Jesús, asistido por el Espíritu Santo, inicia la lucha (…) La Ekklesía surge sobre una roca, Pedro. Una piedra puede moverse fácilmente, pero no sucede lo mismo con la roca, que resiste a todos los ataques»”.[13] La conclusión de la autora, siguiendo las afirmaciones de Zolli, es la siguiente: “No es la ekklesía (en el lenguaje del NT) un factor limitado en el tiempo – como sugiere entre otros el teólogo protestante O. Cullmann -. (En Mt 16,18) Pedro es la roca, y sobre dicha roca no puede surgir sino una única ekklesía. Una roca es inamovible; está allí para siempre. La ekklesía sobre él construida, por lo tanto, es única y estará para siempre”.[14]

Si ekklesía significa tanto “congregación”, como “Iglesia”, de todo lo dicho se desprende que la intención de Jesús fue fundar una comunidad única y duradera hasta su segunda venida. Todas las iglesias locales y grupos religiosos institucionales que se fundarán durante el tiempo de la Iglesia (cosa que resulta necesaria dada la extensión que alcanza la evangelización en el mundo, y dadas las distintas circunstancias históricas que van planteando nuevos desafíos) participarán de dichas características fundamentales de la Iglesia universal, aunque en modos y en grados diversos. Por supuesto que la ekklesía universal es más importante que las particulares, como ya ha sido dicho, pero también es cierto que, por la misma razón, resulta absurdo plantear una oposición dialéctica entre ellas.

Respecto a la misión, si bien el vocablo moderno traduce diversos términos que aparecen en el NT, el más adecuado a la tarea de la evangelización y del anuncio de la Buena Nueva de Dios parece ser ἀποστέλλω (apostellō enviar), tanto en su forma verbal como sustantivada, del cual deriva nada menos que el término apóstol. Aparece numerosas veces en el NT y en los evangelios en particular, sea para designar el envío de mensajeros de Dios como Juan Bautista (Mt 11,10; Mc 1,2; Lc 7,27), pero sobre todo para designar el envío que hace Jesus de los Apóstoles para predicar (Mt 10,5; Lc 10,3), el envío de Pablo apóstol (Hch 26,17), el envío de futuros misioneros, profetas y sabios (Mt 23,34).[15]

La relación del término con la realidad de la Iglesia es innegable, incluso desde su mismo origen, donde se dice que constituyó a doce, a quienes nombró apóstoles, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14).[16]

Este versículo tiene particular importancia, porque destaca que la vocación del Apóstol cristiano consiste en primer lugar en “estar con Jesús”, formarse en su escuela, o sea, ser y constituir ekklesía, y como consecuencia de esto, el ser enviado a predicar. Si dijimos que, básicamente, “congregación” e Iglesia provienen de una misma raíz (ekklesía), no tendrá sentido oponer “congregación” con “misión”, así como no tiene sentido oponer Iglesia y misión, afirmando sin más que una es más importante que la otra.[17]

  1. Conclusión

El verdadero y más auténtico pensamiento cristiano no nace de una mentalidad de oposición dialéctica, ni se desenvuelve según ella, si por dialéctica entendemos justamente el encontrar oposición permanente en cosas y realidades que reclaman ser entre ellas idénticas o al menos complementarias. Ha sido, por el contrario, patrimonio de la mentalidad y del pensamiento mundano el buscar permanentemente oposición y enfrentamiento, dividiendo confusamente elementos que, por naturaleza, deberían unirse o estar unidos. En especial, esa ha sido la actitud del más radical espíritu inmanente, que ha imperado en el mundo en los últimos siglos, y que se infiltra incluso en los más sanos ambientes, de los que no escapan muchos miembros de la misma Iglesia presente en la tierra.

Dicho fenómeno ha ocurrido y ocurre mucho en ambientes que se han dado de calificar como progresistas o modernistas, donde el mito de la ‘modernidad’ o del ‘progreso’ se impuso de modo tal de pretender modificar, de manera arbitraria y dialéctica, el saber filosófico perenne, e incluso los valores sagrados: La moral, las costumbres, la doctrina, la liturgia, la práctica de los sacramentos, la devoción católica y la misma vida cristiana. Se siguen los dictámenes de una concepción inmanente del hombre y de la realidad; sólo importa la vida en esta tierra y el hacerla lo más placentera posible, por más que su carácter efímero se imponga con evidencia y fuerza cada vez mayor. Dicha tendencia a la inmanencia va también de la mano con una pérdida de valor del significado de los términos, porque se considera que las realidades por ellos expresadas están sujetas a cambio o revolución permanente. Así sucedió históricamente con los llamados movimientos revolucionarios: La misma reforma protestante, la revolución francesa y su exaltación vacía de la razón, el liberalismo en todas sus formas, la revolución comunista y el comunismo cultural moderno o gramsciano con sus múltiples variantes. En el mundo católico, esto sucedió con la “nueva teología”, las teorías humanistas de carácter meramente temporal, las llamadas teologías de liberación, de la muerte de Dios, presuntas teologías de ‘pastoral ciudadana’, etc. Los términos comienzan a expresar conceptos cada vez más confusos y vacíos de contenido, llegando a constituir sólo nombres o ‘flatus vocis’. Es lo que se conoce históricamente como nominalismo.

Esta inmanencia no es sólo patrimonio del progresismo católico, o mejor aún, no existe solamente una clase de progresismo. Es patrimonio también de muchos grupos e individuos que dicen llamarse tradicionalistas, pero que en realidad hacen una lectura subjetiva de la Tradición (la que ni siquiera conocen bien), despreciando una parte de ella, seleccionando otra, la que a su vez interpretan como quieren. Se trata, ni más ni menos, de una ‘libera traditio’, o más precisamente: ‘libera traditionis lectio’ (libre lectura de la tradición). Resulta fácil, normalmente, reconocerlos sobre todo cuando se los contradice, ya que suelen reaccionar de un modo y con una violencia tal que seguramente no se condice con la sacralidad de los valores que dicen defender. Si se busca un ejemplo de soberbia, se puede pensar razonablemente de haberlo encontrado en dicha actitud.

Es así como algunos de estos individuos construyen aceleradamente una dialéctica impensable en la liturgia (ámbito que los atrae con singular debilidad), por ejemplo, en la celebración de la Santa Misa, especialmente entre el Rito romano que se llama ordinario (o reformado después del Concilio Vaticano II), y aquel extraordinario (conocido como Tridentino), sin advertir que, en definitiva, lo más importante es justamente la celebración de la Santa Misa, su valor sacrificial único y singular como actualización del sacrificio de Cristo, y que esta celebración se realice de modo digno.[18]

Aclaraba ya a este respecto su santidad, el papa Benedicto XVI, al promulgar el Motu proprio sobre las dos formas del rito romano: “No hay ninguna contradicción entre una y otra edición del Missale Romanum. En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso, pero ninguna ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser de improviso totalmente prohibido o incluso perjudicial”.[19] Justamente, la instrucción que dictaba ciertas normas para interpretar dicho Motu propio advertía acerca del prevenir y evitar cualquier tipo de dialéctica al respecto: “Los fieles que piden la celebración en la forma extraordinaria no deben sostener o pertenecer de ninguna manera a grupos que se manifiesten contrarios a la validez o legitimidad de la santa misa o de los sacramentos celebrados en la forma ordinaria, o al Romano Pontífice como Pastor supremo de la Iglesia universal”.[20]

Por supuesto que, en la intención del legislador, ninguna de estas regulaciones pretende pasar por encima del derecho propio de la Iglesia, y de las facultades y derechos concedidos a los institutos religiosos aprobados que la conforman. Se afirmará expresamente, en el Motu proprio, que el celebrar en el rito extraordinario (el Ordinario se supone como de derecho universal), la frecuencia y oportunidad con que hacerlo, dependerá de la prudencia y de la reglamentación con que los superiores religiosos decidan llevarlo a cabo (o no) para sus respectivas comunidades: “Las comunidades de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, tanto de derecho pontificio como diocesano, que deseen celebrar la Santa Misa según la edición del Misal Romano promulgado en 1962 en la celebración conventual o ‘comunitaria’ en sus oratorios propios, pueden hacerlo. Si una sola comunidad o un entero Instituto o Sociedad quiere llevar a cabo dichas celebraciones a menudo o habitual o permanentemente, la decisión compete a los Superiores mayores según las normas del derecho y según las reglas y los estatutos particulares”.[21] De tal modo que la autoridad religiosa particular – de cada instituto o congregación – es la que otorgará los permisos a sus religiosos para celebrar en el rito extraordinario, como lo hace para cualquier otra actividad, privada y pública, sobre la cual tenga competencia. No está obligada a conceder siempre y de cualquier manera lo que el derecho universal deja librado a su juicio prudencial y libre ejercicio de su autoridad.

Lo que realmente importa, en todo esto, es el no fomentar y seguir absurdas dialécticas que llevan a inútiles divisiones, y menos aún en nombre de la sana doctrina o de la válida filosofía. Porque en realidad, con dicha mentalidad, se está demostrando una gran falencia de doctrina y una pésima metafísica, ya que se deja a los movimientos pasionales tomar la delantera por sobre la deliberación racional, y además se pretende justificarlos. Además, se estará sin duda haciendo juego al maligno, en quien sólo hay tinieblas y confusión: “¿Qué tienen en común justicia e injusticia?, ¿puede la luz convivir con las tinieblas?, ¿o haber armonía entre Cristo y Belial?” (2 Cor 6, 14-15). Dios nos guarde de dicha mentalidad dialéctica, bien si fuera en nombre de la revolución en cualquiera de sus formas, bien si fuera en nombre de la tradición (interpretada libremente), o bien en nombre de algún supuesto nuevo ‘carisma’, o ‘asociación’, o incluso si pretendiera enarbolárselo a favor de la tan sagrada misión de la Iglesia universal.


[1] Se denomina así a la expresión que, dado que enuncia algo conocido por todos, resulta extremadamente simple o hasta innecesaria.

[2] Cfr. Tomás de Aquino, Summa Theologiae (S. Th.), I-II, q. 90, a. 3, ad2: “Se llama bien común a lo que es un fin común”; II-II, q. 58, a. 5: “Cualquier bien de la parte es ordenable al bien del todo”. Sobre la justicia legal (II-II, q. 58, a. 6, ad4): “Debe haber una virtud superior que ordene todas las virtudes al bien común, la cual es la justicia legal…”. Este bien es superior: “… el bien de un pueblo es más divino que el de un hombre” (Contro Gentes, II, c. 17).

[3] Para dar un solo ejemplo como muestra: cfr. Catecismo de la Iglesia Católica [1906: “El bien común interesa a la vida de todos”; 1907: “Consiste en las condiciones del ejercicio de las libertades naturales que son indispensables al pleno desarrollo de la vocación humana; 1912: “Se orienta siempre al progreso de las personas”].

[4] Así, según la versión on-line de la familia institucional de la Treccani, que tiene a su cargo la compilación y actualización de la enciclopedia italiana de ciencias, letras y artes (http://www.treccani.it/vocabolario/ecclesia/). Traducción nuestra.

[5] Como la célebre ‘domus ecclesiae’ en las ruinas de Doura Europos (hoy Salhiyah, en Siria), descubiertas en 1920, ciudad que existió entre el 303 a.C. y el 256 d.C., cruce de civilizaciones y culturas diversas, que albergó una primitiva comunidad cristiana, y la ‘domus ecclesiae’ de Cafarnaúm, junto al lago de Tiberíades en Galilea (Israel), mencionada por la peregrina española Egeria en el s. V.

[6] En Mt 16,18 el evangelio emplea, en el mismo versículo y en la misma sentencia del Señor, el término Kefas, con el cual cambia Jesús el nombre del apóstol Simón, llamándolo ‘piedra’ debido a la función que le conferirá (kefas es el término arameo para designar piedra), y también emplea el término ekklesia, el que estamos analizando.

[7] Lc 4,17: Le entregaron el libro del profeta Isaías; lo abrió y encontró el pasaje en que estaba escrito.

[8] El término lo encontramos en boca del secretario de la asamblea pública en Éfeso, la que se había reunido para calmar el tumulto provocado por Demetrio y los plateros que fabricaban estatuas de Artemisia (Diana), diosa de Éfeso, quienes veían mermar sus ingresos a causa de la predicación de Pablo apóstol.

[9] Hch 7,38: Fue éste (Moisés) el que, en la asamblea del desierto, estuvo con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí; 1Cor 11,18: En primer lugar, que, al congregaros en asamblea, se forman entre vosotros grupos separados; Mt 18,17: Si no les hace caso, díselo a la comunidad. Y si tampoco a la comunidad le hace caso, sea para ti como un pagano o un publicano.

[10] Hch 9,31: La Iglesia, mientras tanto, gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría, se edificaba y caminaba en el temor del Señor y crecía con la consolación del Espíritu Santo.

[11] Cfr. H.G. Lidell- R. Scott, Greek English lexicon, Oxford 1996, 509; voz ἐκκλησία (Rom 16,5: Saludad también a la iglesia que se reúne en su casa).

[12] J. Cabaud, Il rabbino che si arrese a Cristo: La storia di Eugenio Zolli, rabbino capo a Roma durante la Seconda guerra mondiale, Ed. San Paolo, Cinisello Balsamo 2002. Israel Zoller era el nombre original de este rabino, nacido en el este de la actual Polonia cuando era parte del imperio austrohúngaro; estudió en Viena, fue rabino en Trieste. Habiendo adquirido la ciudadanía italiana, pasó luego a Florencia y finalmente a Roma, donde tuvo que afrontar la persecución nazista contra su comunidad y contra él mismo. Fue muy cuestionado por otros líderes hebreos de Roma; sin embargo, ayudó a muchos miembros de dicha comunidad y consiguió ayuda del mismo papa Pío XII (Eugenio Pacelli). Era un gran estudioso y conocedor de ambos testamentos, especialmente desde el punto de vista filológico. Su conversión – según cuenta él mismo – no es más que un punto natural de llegada de todo un camino espiritual marcado por Dios para él. Al bautizarse, tomará el nombre de Eugenio como acto de agradecimiento al Papa Pacelli.

[13] Cabaud, Il rabbino, 107 (en todos los casos, la traducción es nuestra).

[14] Cfr. Cabaud, Il rabbino, 107-108.

[15] Mc 1,2: He aquí envío mi mensajero delante de ti, quien preparará tu camino; Mt 10,5: A estos doce los envió Jesús; Hch 26,17: Te libraré del pueblo y de los gentiles, a los cuales ahora yo te envío; Mt 23,34: Yo os envío profetas, sabios y escribas.

[16] Dos veces recurre el vocablo en este versículo, como sustantivo y como verbo: ἐποίησεν δώδεκα [οὓς και ἀποστόλους ὠνόμασεν] ἵνα ὦσιν μετ᾽ αὐτοῦ και ἵνα ἀποστέλλῃ αὐτοuς κηρύσσειν.

[17] Con respecto a las congregaciones religiosas, que, dada la evolución temporal y local de la misión de la Iglesia, han sido suscitadas por vocación divina para llevar a cabo distintos aspectos de dicha misión, el Magisterio eclesiástico de siempre, incluso el más actual, ha sido claro al momento de identificar dichos carismas con la misión de la iglesia universal, y también en el modo en que ha buscado de promoverlos. Así, por ejemplo: “El estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad” (…) “Por lo cual la Iglesia protege y favorece la índole propia de los diversos institutos religiosos…” (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, [21/11/1964], cap. VI, 44).

[18] Ya el papa San Juan Pablo II, con el indulto especial Quattuor abhinc annos promulgado por la Congregación para el Culto Divino en 1984, concedió la facultad bajo ciertas condiciones para restaurar el uso del misal promulgado por San Juan XXIII [en 1962]. Juan Pablo II también promulgó el motu proprio Ecclesia Dei en 1988, en el cual establecía la comisión homónima para la supervisión pastoral de aquellos católicos que manifiestan especial afecto por la celebración de la Misa según el Missale Romanum de 1962. En 2007, el Papa Benedicto XVI promulgó otro Motu proprio, Summorum Pontificum, que expandía y simplificaba los permisos para celebrar la liturgia según las normas de 1962. El Papa clarificó que el misal de 1962 y el misal del 2008 son, los dos, formas legítimas del mismo Rito Romano, llamadas forma extraordinaria y forma ordinaria respectivamente. Cfr.: http://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/motu_proprio/documents/hf_ben-xvi_motu-proprio_20070707_summorum-pontificum.html.

[19] P. Benedicto XVI, Carta a los obispos que acompaña la Carta apostólica “Motu proprio data Summorum Pontificum”, sobre el uso de la Liturgia romana anterior a la reforma efectuada en 1970, en AAS 99 (2007) 798.

[20] Pont. Com. Ecclesia Dei, Instrucción ‘Universae Ecclesiae’ sobre la aplicación de la carta apostólica motu proprio data «Summorum Pontificum» [30/4/2011]:  http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_commissions/ecclsdei/documents/rc_com_ecclsdei_doc_20110430_istr-universae-ecclesiae_sp.html)

[21] Papa Benedicto XVI, Motu proprio Summorum Pontificum, art. 3.

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