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El odio y el perdón. Un corazón lleno de humildad

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estudiad bien esta lección porque es la única lección de nuestro soberano Maestro, para adquirir un corazón lleno de humildad. Mirad los matices de esta historia de odio y perdón

En el año 260 de nuestra era, bajo los emperadores Valerio y Galo, vivían en Antioquía un sacerdote, Sapricio, y un laico, Nicéforo, unidos desde hacía mucho tiempo por una estrecha amistad que un día se
rompió repentinamente por un disgusto.

Y la amistad se tornó odio, odio terrible como suele suceder entre personas que han estado íntimamente unidas.

Sin embargo, Nicéforo sintió pronto remordimientos. Por tres veces, a través de amigos comunes, hizo llegar a Sapricio sus excusas, que éste no quiso aceptar.

Entonces fue él en persona a arrojarse a sus pies y le dijo: «Padre mío, os suplico que me perdonéis, por
amor de nuestro Señor».

Pero su sincero esfuerzo se estrelló contra el desprecio de Sapricio.

Llegó una persecución. Sapricio, apresado y sometido a tortura, mostró tanto valor en medio de los tormentos que el gobernador, irritado por su constancia, le condenó a muerte.

Cuando lo conducían al suplicio, Nicéforo corrió a su encuentro, y, postrado en tierra, le suplicó: «Mártir de Jesucristo, perdonadme porque os he ofendido».

Sapricio seguía inquebrantable, y Nicéforo, dando un rodeo, volvió a encontrarse ante él para tratar de
conmoverlo. Su incansable perseverancia asombraba a los verdugos, que decían: «jamás hemos visto un loco semejante; si este hombre va a morir, ¿para qué necesitas su perdón?». Y Nicéforo respondió: «No sabéis lo que pido al confesor de Jesucristo».

En efecto, estos hombres eran incapaces de entender las exigencias de una conciencia cristiana; no comprendían el deseo de Nicéforo de no separarse de Sapricio estando enemistados porque ignoraban las palabras que el Señor había pronunciado: «Si al presentar tu ofrenda ante el altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda y vete primero a reconciliarte con tu hermano».

Ya en el lugar del suplicio, Nicéforo renovó su apremiante petición: «Os lo ruego, mártir de Jesucristo,
perdonadme; porque está escrito: «pedid y se os dará». El sacerdote permaneció inflexible, obstinado en
su orgullo, tanto que el Señor no quiso aceptar su ofrenda, y, en el momento de arrodillarse para que le
cortaran la cabeza, Sapricio sintió que le faltaba el valor.

En vano le seguía suplicando Nicéforo que fuera fiel al Señor; Sapricio renegó de su fe. Y por orden del gobernador, Nicéforo fue ejecutado en su lugar.

Su dulzura y su corazón lleno de humildad le valieron la gloria del martirio, mientras que el sacerdote, duro y orgulloso,
cayó en la vergüenza de la apostasía.

¿No os parece que, bien pensado, este caso no es extraño, sino muy humano?

San Francisco de Sales lo ha hecho notar muchas veces: estamos dispuestos a las grandes ocasiones, que se presentan raras veces, si es que se presentan; y descuidamos las pequeñas, tan numerosas cada día, de cumplir sencillamente con nuestro deber.

Sapricio tuvo mucho valor en los tormentos, pero, obstinado en su terquedad, no pudo consentir en olvidar una injuria y en hacer un gesto de reconciliación fraterna. ¿No pensáis que si hubiera estado su corazón  lleno de humildad y dulzura -que siempre van juntas- no hubiera concedido enseguida ese perdón, que su amigo de manera tan emocionante le imploraba?

Pero es que ésas son virtudes difíciles y raras, pues suponen un sincero conocimiento y un perfecto dominio de sí; y el destello divino que se refleja en la frente de quien las posee, revela su valor y su encanto. Porque ellas, en efecto, tienen su fuente en el Corazón de Cristo:

«Venid a Mí, que soy manso y humilde de corazón».

San Francisco de Sales se hace eco de esta invitación del Maestro.

Escuchemos sus enseñanzas sobre el corazón lleno de humildad y la mansedumbre.

Aprendamos las lecciones que nos da acerca de la dulzura para con nosotros y los demás y nuestro también estará nuestro corazón lleno de humildad.

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