Nota sobre las Lecturas del Tiempo Pascual
Respecto a las lecturas de los domingos del Tiempo Pascual, dicen los Prenotanda del Leccionario:
“Hasta el domingo tercero de Pascua, las lecturas del Evangelio relatan las apariciones de Cristo resucitado. Las lecturas del buen Pastor están asignadas al cuarto domingo de Pascua. Los domingos quinto, sexto y séptimo de Pascua se leen pasajes escogidos del discurso y de la oración del Señor después de la última cena.
“La primera lectura se toma de los Hechos de los Apóstoles, en el ciclo de los tres años, de modo paralelo y progresivo; de este modo, cada año se ofrecen algunas manifestaciones de la vida, testimonio y progreso de la Iglesia primitiva.
“Para la lectura apostólica, el año A se lee la primera carta de san Pedro, el año B la primera carta de san Juan, el año C el Apocalipsis; estos textos están muy de acuerdo con el espíritu de una fe alegre y una firme esperanza, propio de este tiempo.” (Prenotanda del Leccionario, nº 100)
Para tener en cuenta entonces: en el Tiempo Pascual los evangelios de los domingos son los mismos para los tres ciclos. Las que sí varían según cada ciclo son la primera y la segunda lectura. La primera es siempre (para los tres ciclos) tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, pero en cada ciclo se presentan textos diferentes de ese mismo libro. La segunda lectura se toma, para el Ciclo A, de la primera carta de San Pedro; para el Ciclo B, de la primera carta de San Juan; para el Ciclo C, del Apocalipsis. Es necesario prestar atención al comentario que hacen los Prenotanda a estos tres libros del Nuevo Testamento: presentan una fe alegre y una firme esperanza, propias de este Tiempo Pascual. Por lo tanto, en el momento de preparar la homilía, esta indicación puede ser muy útil, ya que de esta segunda lectura pueden tomarse elementos que sirvan al oyente para captar el espíritu de este tiempo.
Respecto a las ferias del Tiempo Pascual dicen los Prenotanda del Leccionario:
“La primera lectura se toma de los Hechos de los Apóstoles, como los domingos, de modo semi-continuo.
“En el Evangelio, dentro de la octava de Pascua, se leen los relatos de las apariciones del Señor. Después, se hace una lectura semi-continua del Evangelio de san Juan, del cual se toman ahora los textos de índole más bien pascual, para completar así la lectura ya empezada en el tiempo de Cuaresma. En esta lectura pascual ocupan una gran parte el discurso y la oración del Señor después de la cena”. (Prenotanda del Leccionario, nº 101).
El nº 102 de los Prenotanda explica en detalle la distribución de las lecturas para las solemnidades de la Ascensión y de Pentecostés.
Es necesario prestar atención al hecho de que tanto en los domingos como en las ferias del Tiempo Pascual se le da un lugar preferencial al discurso y oración del Señor después de la cena, que San Juan consignó en su evangelio. El estudio de este texto será un instrumento privilegiado para la preparación de las homilías del Tiempo Pascual.
Una última acotación sobre este Domingo II de Pascua. Dice el Beato Juan Pablo II Magno: “Este segundo domingo de Pascua a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de “domingo de la Misericordia Divina”” (Homilía en la canonización de Santa Faustina, 30 de abril de 2000). Por lo tanto, el título de “Domingo de la Divina Misericordia” es un título litúrgico y canónico, no meramente piadoso y devocional. Por lo tanto, esto es también una clara indicación para la preparación y realización de la homilía de este domingo.
Lic. José Antonio Marcone, I.V.E.
PRIMERA LECTURA
Todos los creyentes se mantenían unidos
y ponían lo suyo en común
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2, 42-47
Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.
Un santo temor se apoderó de todos ellos, porque los Apóstoles realizaban muchos prodigios y signos. Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno.
Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 117, 2-4. 13-15. 22-24
R.¡Den gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
O bien:
Aleluia.
Que lo diga el pueblo de Israel:
¡es eterno su amor!
Que lo diga la familia de Aarón:
íes eterno su amor!
Que lo digan los que temen al Señor:
¡es eterno su amor! R.
Me empujaron con violencia para derribarme,
pero el Señor vino en mi ayuda.
El Señor es mi fuerza y mi protección;
él fue mi salvación.
Un grito de alegría y de victoria
resuena en las carpas de los justos. R.
La piedra que desecharon los constructores
es ahora la piedra angular.
Esto ha sido hecho por el Señor
y es admirable a nuestros ojos.
Este es el día que hizo el Señor:
alegrémonos y regocijémonos en él. R.
SEGUNDA LECTURA
Nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo,
a una esperanza viva
Lectura de la primera carta del apóstol San Pedro 1, 3-9
Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo. Porque gracias a la fe, el poder de Dios los conserva para la salvación dispuesta a ser revelada en el momento final.
Por eso, ustedes se regocijan a pesar de las diversas pruebas que deben sufrir momentáneamente: así, la fe de ustedes, una vez puesta a prueba, será mucho más valiosa que el oro perecedero purificado por el fuego, y se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y de honor el día de la Revelación de Jesucristo. Porque ustedes lo aman sin haberlo visto, y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa fe, que es la salvación.
Palabra de Dios.
ALELUIA Jn 20, 29
Aleluia.
Ahora crees, Tomás, porque me has visto.
¡Felices los que creen sin haber visto!, dice el Señor.
Aleluia.
EVANGELIO
Ocho días más tarde, apareció Jesús
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según San Juan 20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.»
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!»
El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.»
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.»
Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»
Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
Palabra del Señor.
HECHOS 2, 42-47:
Es un cuadro encantador de la Iglesia naciente Iglesia Madre de Jerusalén. San Lucas deja constancia de estos rasgos que distinguen desde el principio Iglesia de Cristo:
— Ocupaciones: «Se entregaban con asiduidad a recibir la instrucción de los Apóstoles, a la mutua ayuda, a la fracción del pan, a la oración» (42). Palpita fuerte el Espíritu de Pentecostés: Luz de la predicación y de la oración. Fuego de Eucaristía y de caridad.
— Vínculo: El rasgo más radiante de la Iglesia naciente es la Unidad. Unidad que radica en la presencia integradora y dinámica de Cristo. Unidad que llega hasta la comunidad de bolsa y de bienes. Es que a más del Bautismo y de la fe que los hermana, celebran en clima de paz y júbilo el Sacramento-Banquete (46), signo y vínculo, fuente y hogar de la caridad y unidad.
— Expansión: Este testimonio viviente era también un mensaje viviente del Evangelio. De ahí el dinamismo expansivo de aquella primera Comunidad, célula primera del organismo que hoy llamamos Iglesia Católica. La frase que usa San Lucas para expresar el crecimiento de la Iglesia señala primero un desarrollo interior y luego una expansión exterior. No podemos nunca cambiar los términos de esta ley vital. El corazón de la Iglesia debe latir cada día más vigoroso; el Espíritu Santo debe inundarla de creciente luz, vigor y caridad. Con esto, la expansión geográfica o masiva no debe nunca satisfacernos si queda depauperada la vida interior; si sólo tenemos cristianos de nombre. La Iglesia debe vigorizarse y dilatarse. Esta segunda función depende de la primera. Y la expansión sana es el signo de un sano vigor interno: La Eucaristía, Sacramento Pascual, asegura la unidad y vitalidad de la Iglesia: OfferimuspraeclaraeMajestatituae: Hostiampuram, Panemsanctum vitae aeternae et calicemsalutisperpetuae (PrexEuc I).
1 PEDRO 1, 3-9:
En la Carta de Pedro se entremezclan la doctrina y la exhortación. En el presente pasaje nos propone el plan salvífico de Dios. Pedro lo expone a la luz del misterio Trinitario:
— Los expositores consideran los vv 3-12 como un himno de la Liturgia bautismal. Y contiene la confesión de fe en el misterio Trinitario. En la obra Salvífica vemos la Obra de la Trinidad: Obra del Padre, cuya misericordia y bondad es la razón última de nuestra elección y salvación. Obra del Hijo que se encarna, sufre, muere y resucita por nuestra Redención (3-5). Obra del Espíritu Santo, que la preparó iluminando a los Profetas y la actualiza con los raudales de luz y de gracia que nos da mediante la predicación y los sacramentos (10-13).
— Esta Obra que Pablo llama: «Nueva creación» (2 Cor 5, 17), Pedro la llama: «Regeneración» (3): Renacemos a una vida nueva; vida que es «Herencia incorruptible, incontaminada, perennemente lozana» (4). En la segunda Carta de Pedro se nos dice que esta vida nueva «nos hace partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). Tanto, que en virtud de ella nos llamamos y somos hijos de Dios, herederos de Dios (Rom 8, 17).
— Esta nueva vida tiene sus leyes de nacimiento, progreso y madurez. Nacemos a ella por el Bautismo y la fe (5). En el crisol de las pruebas se vigoriza. Sometido a prueba el cristiano responde con esperanza jubilosa (6) y caridad ferviente (7). Y el amor de Cristo, a prueba de persecuciones, se torna más firme y fiel (8). Con ello la vida del cristiano se dispone al premio. Lo espera «con gozo inefable y radiante de gloria» (8); gozo que nunca se nubla; gozo que nos prepara la Salvación consumada: «Dignos de alabanza, gloria y honor en el Advenimiento de Jesucristo» (9): Quiamorsnostraestejusmorteredempta, et in ejusresurrectione vita omniumresurrexit. (Praef.).
JUAN 20. 19-31:
Nos narra el Evangelista los regalos que nos trae el Resucitado:
— Los Profetas nos los tenían prenunciados para la Era Mesiánica (1 Ped 1, 11), pero Cristo nos los trae con una riqueza y esplendidez que supera toda previsión. De entre estos regalos notemos con el Evangelista: a) La Paz. La Paz para un semita significaba todo bien y toda dicha. Ahora es la Paz Mesiánica: «La paz os dejo; mi paz os doy. No es cual la del mundo la que Yo doy» (Jn 14, 27). b) El Gozo, Gozo Mesiánico que inundará a la Iglesia y a los fieles aun en medio de las persecuciones: «Mi gozo estará en vosotros y vuestro gozo será colmado» (Jn 15, 11). c) El Espíritu Santo: El «soplo» de Dios (Gen 2., 7) animó al Adán primero. El «soplo» del Resucitado nos transfiere la vida del Adán Nuevo. Cristo nos hace partícipes de su Vida de Filiación. d) El perdón de los pecados. El Resucitado, que los ha expiado todos (Jer 31, 34; Ez 37, 9), deja a su Iglesia el poder de perdonarlos todos.
— El Resucitado constituye a los «Doce» sucesores de su Obra y de su misión; y les otorga su autoridad y poderes (21-22): Perdonar pecados. Dar paz y gozo. Dar Espíritu Santo. Dar vida divina a las almas: A cuantos se adhieren a Cristo por la fe.
— La Iglesia guarda como su mejor fórmula de fe la que Tomás, vuelto al redil, expresa con estas palabras vibrantes de Gozo Pascual: «¡Señor mío y Dios mío!» (28).
— Profesemos y afirmemos esta fe en el Resucitado: Per quem in aeternamvitamfilii lucís oriuntur et fidelibusregnicaelestia atrio reserantur. (Praef.)
— Cuantos han tenido experiencia sobrenatural de la Resurrección se convierten en testigos y mensajeros. La fe es un don a compartir, una llama que debe prender en todos los corazones. Magdalena (Jn 20, 17; Mt 28, 10) y los apóstoles pasearán por el mundo esta radiante luz. Luz que en el corazón de los cristianos es gozo y paz; es «Gracia» de Dios, pregusto de la «Gloria»; y en sus labios es el «Aleluya» Pascual que hace de la peregrinación aval seguro y anticipo jubiloso de la Patria.
— En la celebración de la Resurrección de Cristo celebramos nuestra propia resurrección (Rom 6, 1-11). La del pecado a la gracia que ya gozamos al presente; la de la muerte a la vida, que los sacramentos ahora nos prometen, nos preparan y nos garantizan.
SOLÉ ROMA, J. M. Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 109-112
San Juan Pablo II
El Señor es rico en misericordia
(Encíclica Dives in misericordia, nº 2-4.7-8)
2. Encarnación de la misericordia
Dios, que « habita una luz inaccesible »,8 habla a la vez al hombre con el lenguaje de todo el cosmos: « en efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras ».9 Este conocimiento indirecto e imperfecto, obra del entendimiento que busca a Dios por medio de las criaturas a través del mundo visible, no es aún « visión del Padre ». « A Dios nadie lo ha visto », escribe San Juan para dar mayor relieve a la verdad, según la cual « precisamente el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer ».10 Esta « revelación » manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser —uno y trino— rodeado de « luz inaccesible ».11 No obstante, mediante esta « revelación » de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre: en su « filantropía ».12 Es justamente ahí donde « sus perfecciones invisibles » se hacen de modo especial « visibles », incomparablemente más visibles que a través de todas las demás « obras realizadas por él »: tales perfecciones se hacen visibles en Cristo y por Cristo, a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su resurrección.
De este modo en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió « misericordia ». Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente « visible » como Padre « rico en misericordia ».13
La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de « misericordia » parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado.14 Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia. A este respecto, podemos sin embargo recurrir de manera provechosa a la imagen « de la condición del hombre en el mundo contemporáneo », tal cual es delineada al comienzo de la Constitución Gaudium et Spes. Entre otras, leemos allí las siguientes frases: « De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y lo peor, pues tiene abierto el camino para optar por la libertad y la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado , y que pueden aplastarle o salvarle ».15
La situación del mundo contemporáneo pone de manifiesto no sólo transformaciones tales que hacen esperar en un futuro mejor del hombre sobre la tierra, sino que revela también múltiples amenazas, que sobrepasan con mucho las hasta ahora conocidas. Sin cesar de denunciar tales amenazas en diversas circunstancias (como en las intervenciones ante la ONU, la UNESCO, la FAO y en otras partes) la Iglesia debe examinarlas al mismo tiempo a la luz de la verdad recibida de Dios.
Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como « Padre de la misericordia »,16 nos permite « verlo » especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado por El, el misterio de Dios « Padre de la misericordia » constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada singular dirigida a la Iglesia.
En la presente Encíclica deseo acoger esta llamada; deseo recurrir al lenguaje eterno —y al mismo tiempo incomparable por su sencillez y profundidad— de la revelación y de la fe, para expresar precisamente con él una vez más, ante Dios y ante los hombres, las grandes preocupaciones de nuestro tiempo.
En efecto, la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto el misterio de Dios, como « Padre de la misericordia », cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el nombre de Cristo y en unión con El ¿No ha dicho quizá Cristo que nuestro Padre, que « ve en secreto »,17 espera, se diría que continuamente, que nosotros, recurriendo a El en toda necesidad, escrutemos cada vez más su misterio: el misterio del Padre y de su amor? 18
Deseo pues que estas consideraciones hagan más cercano a todos tal misterio y que sean al mismo tiempo una vibrante llamada de la Iglesia a la misericordia, de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen necesidad, aunque con frecuencia no lo saben.
II. MENSAJE MESIÁNICO
3. Cuando Cristo comenzó a obrar y enseñar
Ante sus conciudadanos en Nazaret, Cristo hace alusión a las palabras del profeta Isaías: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor ».19 Estas frases, según san Lucas, son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidos a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente significativo que estos hombres sean en primer lugar los pobres, carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social, y finalmente los pecadores. Con relación a éstos especialmente, Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor; se hace signo del Padre. En tal signo visible, al igual que los hombres de aquel entonces, también los hombres de nuestros tiempos pueden ver al Padre.
Es significativo que, cuando los mensajeros enviados por Juan Bautista llegaron donde estaba Jesús para preguntarle: « ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? »,20 El, recordando el mismo testimonio con que había inaugurado sus enseñanzas en Nazaret, haya respondido: « Id y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados », para concluir diciendo: « y bienaventurado quien no se escandaliza de mí ».21
Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la « condición humana » histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, bien sea física, bien sea moral. Cabalmente el modo y el ámbito en que se manifiesta el amor es llamado « misericordia » en el lenguaje bíblico.
Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es « amor », como dirá san Juan en su primera Carta;22 revela a Dios « rico de misericordia », como leemos en san Pablo.23 Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por El primeramente en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y antes los enviados por Juan Bautista.
En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación. Como de costumbre, también aquí enseña preferentemente « en parábolas », debido a que éstas expresan mejor la esencia misma de las cosas. Baste recordar la parábola del hijo pródigo 24o la del buen Samaritano 25y también —como contraste— la parábola del siervo inicuo.26 Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja extraviada 27 o la mujer que barre la casa buscando la dracma perdida.28 El evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado « el evangelio de la misericordia ».
Cuando se habla de la predicación, se plantea un problema de capital importancia por lo que se refiere al significado de los términos y al contenido del concepto, sobre todo del concepto de «misericordia » (en su relación con el concepto de «amor »). Comprender esos contenidos es la clave para entender la realidad misma de la misericordia. Y es esto lo que realmente nos importa. No obstante, antes de dedicar ulteriormente una parte de nuestras consideraciones a este tema, es decir, antes de establecer el significado de los vocablos y el contenido propio del concepto de « misericordia », es necesario constatar que Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethosevangélico. El Maestro lo expresa bien sea a través del mandamiento definido por él como « el más grande »,29 bien en forma de bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: « Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia ».30
De este modo, el mensaje mesiánico acerca de la misericordia conserva una particular dimensión divino-humana. Cristo —en cuanto cumplimiento de las profecías mesiánicas—, al convertirse en la encarnación del amor que se manifiesta con peculiar fuerza respecto a los que sufren, a los infelices y a los pecadores, hace presente y revela de este modo más plenamente al Padre, que es Dios « rico en misericordia ». Asimismo, al convertirse para los hombres en modelo del amor misericordioso hacia los demás, Cristo proclama con las obras, más que con las palabras, la apelación a la misericordia que es una de las componentes esenciales del ethosevangélico. En este caso no se trata sólo de cumplir un mandamiento o una exigencia de naturaleza ética, sino también de satisfacer una condición de capital importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en su misericordia hacia el hombre: …los misericordiosos… alcanzarán misericordia.
III. EL ANTIGUO TESTAMENTO
4. El concepto de « misericordia » en el Antiguo Testamento
El concepto de « misericordia » tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus enseñanzas, El se estaba dirigiendo a hombres, que no sólo conocían el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria, como también individual e interior.
Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando a su vez adquiría conciencia de la propia infidelidad —y a lo largo de la historia de Israel no faltan profetas y hombres que despiertan tal conciencia— se apelaba a la misericordia. A este respecto los Libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces,31 la oración de Salomón al inaugurar el Templo,32 una parte de la intervención profética de Miqueas,33 las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías,34 la súplica de los hebreos desterrados,35 la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio.36
Es significativo que los profetas en su predicación pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo,37 y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve de cara a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo.38 En la predicación de los profetas la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido.
En este amplio contexto « social », la misericordia aparece como elemento correlativo de la experiencia interior de las personas en particular, que versan en estado de culpa o padecen toda clase de sufrimientos y desventuras. Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con la conciencia de la gravedad de su culpa.39 Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura.40 A él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo.41 En los Libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos.42
En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió liberarlo.43 En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individuar su amor y compasión.44 Es aquí precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas.
A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza, triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como « Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad ».45 Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que El había revelado de sí mismo 46 y para implorar su perdón.
Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para sí y, a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos: él es su padre,47 ya que Israel es su hijo primogénito;48 él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, «muy amada », porque será tratada con misericordia.49
Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera.50 Es fácil entonces comprender por qué los Salmistas, cuando desean cantar las alabanzas más sublimes del Señor, entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la fidelidad.51
De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con El. Bajo este aspecto precisamente la misericordia es expresada en los Libros del Antiguo Testamento con una gran riqueza de expresiones. Sería quizá difícil buscar en estos Libros una respuesta puramente teórica a la pregunta sobre en qué consiste la misericordia en sí misma. No obstante, ya la terminología que en ellos se utiliza, puede decirnos mucho a tal respecto.52
Al definir la misericordia los Libros del Antiguo Testamento usan sobre todo dos expresiones, cada una de las cuales tiene un matiz semántico distinto. Ante todo está el término hesed, que indica una actitud profunda de « bondad ». Cuando esa actitud se da entre dos hombres, éstos son no solamente benévolos el uno con el otro, sino al mismo tiempo recíprocamenre fieles en virtud de un compromiso interior, por tanto también en virtud de una fidelidad hacia sí mismos. Si además hesed significa también « gracia » o « amor », esto es precisamente en base a tal fidelidad. El hecho de que el compromiso en cuestión tenga un carácter no sólo moral, sino casi jurídico, no cambia nada. Cuando en el Antiguo Testamento el vocablo hesed es referido el Señor, esto tiene lugar siempre en relación con la alianza que Dios ha hecho con Israel. Esa alianza fue, por parte de Dios, un don y una gracia para Israel. Sin embargo, puesto que en coherencia con la alianza hecha Dios se habia comprometido a respetarla, hesed cobraba, en cierto modo, un contenido legal. El compromiso juridico por parte de Dios dejaba de obligar cuando Israel infringía la alianza y no respetaba sus condiciones. Pero precisamente entonces hesed, dejando de ser obligación jurídica, descubría su aspecto más profundo: se manifiesta lo que era al principio, es decir, como amor que da, amor más fuerte que la traición, gracia más fuerte que el pecado.
Esta fidelidad para con la « hija de mi pueblo » infiel (cfr. Lam 4, 3. 6) es, en definitiva, por parte de Dios, fidelidad a sí mismo. Esto resulta frecuente sobre todo en el recurso frecuente al binomio hesedwe’emet (=gracia y fidelidad), que podría considerarse una endíadis (cfr. por ej. Ex 34, 6; 2 Sam 2, 6; 15, 20; Sal 25 [24], 10; 40 [39], 11 s.; 85 [84], 11; 138 [137], 2; Miq 7, 20). « No lo hago por vosotros, casa de Israel, sino más bien por el honor de mi nombre » (Ez 36, 22). Por tanto también Israel, aunque lleno de culpas por haber roto la alianza, no puede recurrir al hesed de Dios en base a una justicia legal; no obstante, puede y debe continuar esperando y tener confianza en obtenerlo, siendo el Dios de la alianza realmente « responsable de su amor ». Frutos de ese amor son el perdón, la restauración en la gracia y el restablecimiento de la alianza interior.
El segundo vocablo, que en la termenología del Antiguo Testamento sirve para definir la misericordia, es rahamim. Este tiene un matiz distinto del hesed. Mientras éste pone en evidencia los caracteres de la fidelidad hacia sí mismo y de la « responsabilidad del propio amor » (que son cartacteres en cierto modo masculinos ), rahamin, ya en su raíz, denota el amor de la madre (rehem= regazo materno). Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una variante casi « femenina » de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. Sobre ese trasfondo psicológico, rahamim engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar.
El Antiguo Testamento atribuye al Señor precisamente esos caracteres, cuando habla de él sirviéndose del término rahamim. Leemos en Isaías: « ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su mamoncillo, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría » (Is 49, 15). Este amor, fiel e invencible gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa en los texosvéterotestamentarios de diversos modos: ya sea como salvación de los peligros, especialmente de los enemigos, ya sea también como perdón de los pecados —respecto de cada individuo así como también de todo Israel— y, finalmente, en la prontitud para cumplir la promesa y la esperanza (escatológicas), no obstante la infidelidad humana, como leemos en Oseas: « Yo curaré su rebeldía y los amaré generosamente » (Os 14, 5).
En la terminología del Antiguo Testamento encontramos todavía otras expresiones, referidas diversamente al mismo contenido fundamental. Sin embargo, las dos antedichas merecen una atención particular. En ellas se manifiesta claramente su original aspecto antropomórfico: al presentar la misericordia divina, los autores bíblicos se sirven de los términos que corresponden a la conciencia y a la experiencia del hombre contemporáneo suyo. La terminología griega usada por los Setenta muestra una riqueza menor que la hebraica: no ofrece, pues, todos los matices semánticos propios del texto original. En cada caso, el Nuevo Testamento construye sobre la riqueza y profundidad, que ya distinguía el Antiguo.
De ese modo heredamos del Antiguo Testamento —casi en una síntesis especial— no solamente la riqueza de las expresiones usadas por aquellos Libros para definir la misericordia divina, sino también una específica, obviamente antropomórfica « psicología » de Dios: la palpitante imagen de su amor, que en contacto con el mal y en particular, con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia. Esa imagen está compuesta, además del contenido más bien general del verbo h nan, también por el contenido de hesed y por el de rahamim. El término hanan expresa un concepto más amplio; significa, en efecto, la manifestación de la gracia, que comporta, por así decir, una constante predisposición magnánima, benévola y clemente.
Además de estos elementos semánticos fundamentales, el concepto de misericordia en el Antiguo Testamento está compuesto también por lo que encierra el verbo hamal, que literalmente significa « perdonar (al enemigo vencido) », pero también « manifestar piedad y compasión » y, como consecuencia, perdón y remisión de la culpa. También el término hus expresa piedad y compasión, pero sobre todo en sentido afectivo. Estos términos aparecen en los textos bíblicos más raramente para indicar la misericordia. Además, conviene destacar el ya recordado vocablo ’emet, que significa en primer lugar « solidez, seguridad » (en el griego de los LXX: « verdad ») y en segundo lugar, « fidelidad », y en ese sentido parece relacionarse con el contenido semántico propio del término hesed. (Éste texto, en realidad, es la nota 52 de la Encíclica, pero la intercalamos en el texto principal por su importantica teológica para el predicador)
El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden —podríamos decir— desde angulaciones diversas hacia un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y al mismo tiempo acercarla al hombre bajo distintos aspectos. El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes versan bajo el peso del pecado —al igual que a todo Israel que se había adherido a la alianza con Dios— a recurrir a la misericordia yles concede contar con ella: la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Seguidamente, de gracias y gloria cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo.
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la más « grande » que ella: es superior en el sentido de que es primario y fundamental. El amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y en definitiva la justicia es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los Salmistas y a los Profetas que el término mismo de justicia terminó por significar la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia.53La misericordia difiere de la justicia pero no está en contraste con ella, siempre que admitamos en la historia del hombre —como lo hace el Antiguo Testamento— la presencia de Dios, el cual ya en cuanto creador se ha vinculado con especial amor a su criatura. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo de mal, respecto a aquel que una vez ha hecho donación de sí mismo: nihil odistieorumquaefecisti: «nada aborreces de lo que has hecho ».54 Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación, remontándonos al « principio », en el misterio mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios que « es amor ».55
Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera peculiar la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda la gran familia humana: « Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor ».56 « Aunque se retiren los montes…, no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará ».57 Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y escatológica.58Cristo revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo El al apóstol Felipe estas memorables palabras: « ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre ».59
(…)
V. EL MISTERIO PASCUAL
7. Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysteriumpaschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación. En este punto de nuestras consideraciones, tendremos que acercarnos más aún al contenido de la Encíclica RedemptorHominis. En efecto, si la realidad de la redención, en su dimensión humana desvela la grandeza inaudita del hombre, que mereció tener tan gran Redentor,70al mismo tiempo yo diría que la dimensión divina de la redención nos permite, en el momento más empírico e « histórico », desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el « principio » elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria.
Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní, introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia, en la misión mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que « pasó haciendo el bien y sanando »,71 « curando toda clase de dolencias y enfermedades »,72 él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos.73 Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, a quienes ha hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más cercanos a El, no saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores. En esta etapa final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras pronunciadas por los profetas, sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé: « por sus llagas hemos sido curados ».74
Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de los Olivos y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras. Pero no le es ahorrado —precisamente a él— el tremendo sufrimiento de la muerte en cruz: « aquien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros »,75 escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la redención. Justamente esta redención es la revelación última y definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo « hizo pecado por nosotros » 76— se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso una « sobreabundancia » de la justicia, ya que los pecados del hombre son « compensados » por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es propiamente justicia « a medida » de Dios, nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es « a medida » de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud
El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá descubrir en El la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del hombre, a la verdad y al amor. La dimensión divina del misterio pascual llega sin embargo a mayor profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por El a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el que ama desea darse a sí mismo.
La Cruz de Cristo sobre el Calvario surge en el camino de aquel admirabilecommercium, de aquel admirable comunicarse de Dios al hombre en el que está contenida a su vez la llamada dirigida al hombre, a fin de que, donándose a sí mismo a Dios y donando consigo mismo todo el mundo visible, participe en la vida divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de la verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el camino de la elección eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, se alza en la historia la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto « luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero »,77 ha venido para dar el testimonio último de la admirable alianza de Dios con la humanidad, de Dios con el hombre, con todo hombre. Esta alianza tan antigua como el hombre —se remonta al misterio mismo de la creación— restablecida posteriormente en varias ocasiones con un único pueblo elegido, es asimismo la alianza nueva y definitiva, establecida allí, en el Calvario, y no limitada ya a un único pueblo, a Israel, sino abierta a todos y cada uno.
¿Qué nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es en cierto sentido la última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica? Y sin embargo ésta no es aún la última palabra del Dios de la alianza: esa palabra será pronunciada en aquella alborada, cuando las mujeres primero y los Apóstoles después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán por vez primera: « Ha resucitado ». Ellos lo repetirán a los otros y serán testigos de Cristo resucitado. No obstante, también en esta glorificación del hijo de Dios sigue estando presente la cruz, la cual —a través de todo el testimonio mesiánico del Hombre-Hijo— que sufrió en ella la muerte, habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre, que es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre, ya que « tanto amó al mundo —por tanto al hombre en el mundo— que le dio a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna ».78 Creer en el Hijo crucificado significa « ver al Padre »,79 significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle « perecer en la gehenna ».80
8. Amor mas fuerte que la muerte mas fuerte que el pecado
La cruz de Cristo en el Calvario es asimismo testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que, único entre los hijos de los hombres, era por su naturaleza absolutamente inocente y libre de pecado, y cuya venida al mundo estuvo exenta de la desobediencia de Adán y de la herencia del pecado original. Y he ahí que, precisamente en El, en Cristo, se hace justicia del pecado a precio de su sacrificio, de su obediencia « hasta la muerte »,81 Al que estaba sin pecado, « Dios lo hizo pecado en favor nuestro ».82 Se hace también justicia de la muerte que, desde los comienzos de la historia del hombre, se había aliado con el pecado. Este hacer justicia de la muerte se lleva a cabo bajo el precio de la muerte del que estaba sin pecado y del único que podía —mediante la propia muerte— infligir la muerte a la misma muerte.83 De este modo la cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte.
La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre —de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos— llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la sinagoga de Nazaret 84 y repitió más tarde ante los enviados de Juan Bautista.85 Según las palabras ya escritas en la profecía de Isaías,86 tal programa consistía en la revelación del amor misericordioso a los pobres, los que sufren, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores. En el misterio pascual es superado el límite del mal múltiple, del que se hace partícipe el hombre en su existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto, nos hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte; y así la cruz se convierte en un signo escatológico Solamente en el cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal, dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico está encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo « ha resucitado al tercer día » 87 constituye el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la vez el signo que preanuncia « un cielo nuevo y una tierra nueva »,88 cuando Dios « enjugará las lágrimas de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque las cosas de antes han pasado ».89
En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor, mientras que en la temporalidad, en la historia del hombre —que es a la vez historia de pecado y de muerte— el amor debe revelarse ante todo como misericordia y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo, —programa de misericordia— se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. Al centro del mismo está siempre la cruz, ya que en ella la revelación del amor misericordioso alcanza su punto culminante. Mientras « las cosas de antes no hayan pasado »,90 la cruz permanecerá como ese « lugar », al que aún podrían referirse otras palabras del Apocalipsis de Juan: « Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo ».91 De manera particular Dios revela asimismo su misericordia, cuando invita al hombre a la « misericordia » hacia su Hijo, hacia el Crucificado.
Cristo, en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa;92 es el que está a la puerta y llama al corazón de todo hombre,93 sin coartar su libertad, tratando de sacar de esa misma libertad el amor que es no solamente un acto de solidaridad con el Hijo del Hombre que sufre, sino también, en cierto modo, « misericordia » manifestada por cada uno de nosotros al Hijo del Padre eterno. En este programa mesiánico de Cristo, en toda la revelación de la misericordia mediante la cruz, ¿cabe quizá la posibilidad de que sea mayormente respetada y elevada la dignidad del hombre, dado que él, experimentando la misericordia, es también en cierto sentido el que « manifiesta contemporáneamente la misericordia »?
En definitiva, ¿no toma quizá Cristo tal posición respecto al hombre, cuando dice: « cada vez que habéis hecho estas cosas a uno de éstos…, lo habéis hecho a mí »?94 Las palabras del sermón de la montaña: « Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia »,95 ¿no constituyen en cierto sentido una síntesis de toda la Buena Nueva, de todo el « cambio admirable » (admirabilecommercium)en ella encerrado, que es una ley sencilla, fuerte y « dulce » a la vez de la misma economía de la salvación?Estas palabras del sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del « corazón humano » en su punto de partida (« ser misericordiosos »), ¿no revelan quizá, dentro de la misma perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo la justicia, abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia?
El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación del inescrutable misterio de Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo último las palabras pronunciadas en el Cenáculo: « Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre ».96 Efectivamente, Cristo, a quien el Padre « no perdonó » 97 en bien del hombre y que en su pasión así como en el suplicio de la cruz no encontró misericordia humana, en su resurrección ha revelado la plenitud del amor que el Padre nutre por El y, en El, por todos los hombres. « No es un Dios de muertos, sino de vivos ».98 En su resurrección Cristo ha revelado al Dios de amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto —cuando recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte— nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que « la tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado… se presentó en medio de ellos » en el Cenáculo, « donde estaban los discípulos,… alentó sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis les serán retenidos ».99
Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte. Yes también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al término —y en cierto sentido, más allá del término— de su misión mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado. El Cristo pascual es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente: histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la liturgia del tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del salmo: « Cantaré eternamente las misericordias del Señor ».100
(San Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia, nº 2-4.7-8)
Benedicto XVI
Amadísimos hermanos y hermanas:
Durante el jubileo del año 2000, el amado siervo de Dios Juan Pablo II estableció que en toda la Iglesia el domingo que sigue a la Pascua, además de Dominica in Albis, se denominara también Domingo de la Misericordia Divina. Esto sucedió en concomitancia con la canonización de Faustina Kowalska, humilde religiosa polaca, celosa mensajera de Jesús misericordioso, que nació en 1905 y murió en 1938.
En realidad, la misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que se reveló en la Antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor. Este amor de misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia y se manifiesta mediante los sacramentos, especialmente el de la Reconciliación, y mediante las obras de caridad, comunitarias e individuales.
Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre impulsada por el amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10, 10). De la misericordia divina, que pacifica los corazones, brota además la auténtica paz en el mundo, la paz entre los diversos pueblos, culturas y religiones.
Como sor Faustina, Juan Pablo II se hizo a su vez apóstol de la Misericordia divina. La tarde del inolvidable sábado 2 de abril de 2005, cuando cerró los ojos a este mundo, era precisamente la víspera del segundo domingo de Pascua, y muchos notaron la singular coincidencia, que unía en sí la dimensión mariana —era el primer sábado del mes— y la de la Misericordia divina. En efecto, su largo y multiforme pontificado tiene aquí su núcleo central; toda su misión al servicio de la verdad sobre Dios y sobre el hombre y de la paz en el mundo se resume en este anuncio, como él mismo dijo en Cracovia-Lagiewniki en el año 2002 al inaugurar el gran santuario de la Misericordia Divina: «Fuera de la misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre» (Homilía durante la misa de consagración del santuario de la Misericordia Divina, 17 de agosto: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 4).
Así pues, su mensaje, como el de santa Faustina, conduce al rostro de Cristo, revelación suprema de la misericordia de Dios. Contemplar constantemente ese Rostro es la herencia que nos ha dejado y que nosotros, con alegría, acogemos y hacemos nuestra.
A María santísima, Matermisericordiae le encomendamos la gran causa de la paz en el mundo, para que la misericordia de Dios realice lo que resulta imposible a las solas fuerzas humanas, e infunda en los corazones la valentía del diálogo y de la reconciliación.
Regina Coeli del Papa Benedicto XVI el domingo 30 de marzo de 2008
San Juan Pablo II
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II DURANTE LA VISITA AL SANTUARIO DE LA DIVINA MISERICORDIA
Cracovia, sábado 7 de junio de 1997
1. «Misericordias Domini in aeternum cantabo» (Sal 88, 2). Vengo a este santuario como peregrino para unirme al canto ininterrumpido en honor de la divina Misericordia. Lo había entonado el Salmista del Señor, expresando lo que todas las generaciones conservan y conservarán como fruto preciosísimo de la fe. Nada necesita el hombre como la divina Misericordia: ese amor que quiere bien, que compadece, que eleva al hombre, por encima de su debilidad, hacia las infinitas alturas de la santidad de Dios.
En este lugar lo percibimos de modo particular. En efecto, aquí surgió el mensaje de la divina Misericordia que Cristo mismo quiso transmitir a nuestra generación por medio de la beata Faustina. Y se trata de un mensaje claro e inteligible para todos. Cada uno puede venir acá, contemplar este cuadro de Jesús misericordioso, su Corazón que irradia gracias, y escuchar en lo más íntimo de su alma lo que oyó la beata. «No tengas miedo de nada. Yo estoy siempre contigo» (Diario, cap. II). Y, si responde con sinceridad de corazón: «¡Jesús, confío en ti!», encontrará consuelo en todas sus angustias y en todos sus temores. En este diálogo de abandono se establece entre el hombre y Cristo un vínculo particular, que genera amor. Y «en el amor no hay temor —escribe san Juan—; sino que el amor perfecto expulsa el temor» (1Jn 4, 18).
La Iglesia recoge el mensaje de la Misericordia para llevar con más eficacia a la generación de este fin de milenio y a las futuras la luz de la esperanza. Pide incesantemente a Dios misericordia para todos los hombres. «En ningún momento y en ningún período histórico —especialmente en una época tan crítica como la nuestra— la Iglesia puede olvidar la oración, que es un grito a la misericordia de Dios ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan. (…) La conciencia humana cuanto más pierde el sentido del significado mismo de la palabra “misericordia”, sucumbiendo a la secularización; cuanto más se distancia del misterio de la misericordia, alejándose de Dios, tanto más la Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir al Dios de la misericordia “con poderosos clamores”» (Dives in misericordia, 15).
Precisamente por esto, en el itinerario de mi peregrinación he incluido también este santuario. Vengo acá para encomendar todas las preocupaciones de la Iglesia y de la humanidad a Cristo misericordioso. En el umbral del tercer milenio, vengo para encomendarle una vez más mi ministerio petrino: «¡Jesús, confío en ti!».
Siempre he apreciado y sentido cercano el mensaje de la divina Misericordia. Es como si la historia lo hubiera inscrito en la trágica experiencia de la segunda guerra mundial. En esos años difíciles fue un apoyo particular y una fuente inagotable de esperanza, no sólo para los habitantes de Cracovia, sino también para la nación entera. Ésta ha sido también mi experiencia personal, que he llevado conmigo a la Sede de Pedro y que, en cierto sentido, forma la imagen de este pontificado. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido contribuir personalmente al cumplimiento de la voluntad de Cristo, mediante la institución de la fiesta de la divina Misericordia. Aquí, ante las reliquias de la beata Faustina Kowalska, doy gracias también por el don de su beatificación. Pido incesantemente a Dios que tenga «misericordia de nosotros y del mundo entero».
2. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia » (Mt 5, 7).
Queridas religiosas, tenéis una vocación extraordinaria. Al elegir de entre vosotras a la beata Faustina, Cristo confió a vuestra congregación la custodia de este lugar y, al mismo tiempo, os ha llamado a un apostolado particular: el de su Misericordia. Os pido: cumplid ese encargo. El hombre de hoy tiene necesidad de vuestro anuncio de la misericordia; tiene necesidad de vuestras obras de misericordia y tiene necesidad de vuestra oración para alcanzar misericordia. No descuidéis ninguna de estas dimensiones del apostolado.
Hacedlo en unión con el arzobispo de Cracovia, quien tanto valora la devoción a la divina Misericordia, y con toda la comunidad de la Iglesia, que él preside. Que esta obra común dé frutos. Que la divina Misericordia transforme el corazón de los hombres. Que este santuario, conocido ya en muchas partes del mundo, se convierta en centro de un culto de la divina Misericordia que se irradie por toda la Iglesia.
Una vez más, os pido que oréis por las intenciones de la Iglesia y que me sostengáis en mi ministerio petrino. Sé que oráis continuamente por esa intención. Os lo agradezco de todo corazón. Todos lo necesitamos mucho: tertio millennio adveniente.
De corazón os bendigo a los presentes y a todos los devotos de la divina Misericordia.
Vida de Santa María Faustina Kowalska
Sor María Faustina, apóstol de la Divina Misericordia, forma parte del círculo de santos de la Iglesia más conocidos. A través de ella el Señor Jesús transmite al mundo el gran mensaje de la Divina Misericordia y presenta el modelo de la perfección cristiana basada sobre la confianza en Dios y la actitud de caridad hacia el prójimo.
Nació el 25 de agosto de 1905 como la tercera hija entre diez hermanos en la familia de Mariana y Estanislao Kowalski, campesinos de la aldea de Głogowiec. En el santo bautizo, celebrado en la iglesia parroquial de ŚwiniceWarckie, se le impuso el nombre de Elena. Desde pequeña se destacó por el amor a la oración, la laboriosidad, la obediencia y una gran sensibilidad ante la pobreza humana. A los 9 años recibió la Primera Comunión. La vivió muy profundamente, consciente de la presencia del Huésped Divino en su alma. Su educación escolar duró apenas tres años. Al cumplir 16 años abandonó la casa familiar para, trabajando de empleada doméstica en casas de familias acomodadas de Aleksandrów, Łódź y Ostrówek, mantenerse a sí misma y ayudar a los padres.
Ya desde los 7 años sentía en su alma la llamada a la vida religiosa, pero ante la negativa de los padres para su entrada en el convento, intentó apagar dentro de sí la voz de la vocación divina. Sin embargo, apresurada por la visión de Cristo sufriente fue a Varsovia y allí, el 1 de agosto de 1925 entró en la Congregación de las Hermanas de la Madre de Dios de la Misericordia donde, como sor María Faustina, vivió trece años. Trabajó en distintas casas de la Congregación. Pasó los períodos más largos en Cracovia, Płock y Vilna cumpliendo los deberes de cocinera, jardinera y portera.
Para quien la observara desde fuera nada hubiera delatado su singular intensa vida mística. Cumplía sus deberes con fervor, observaba fielmente todas las reglas del convento, era recogida y callada, pero a la vez natural, llena de amor benévolo y desinteresado al prójimo. Su vida, aparentemente ordinaria, monótona y gris, se caracterizó por la extraordinaria profundidad de su unión con Dios.
Su espiritualidad se basa en el misterio de la Divina Misericordia, que ella meditaba en la Palabra de Dios y contemplaba en lo cotidiano de su vida. El conocimiento y la contemplación del misterio de la Divina Misericordia desarrollaban en ella una actitud de confianza de niño hacia Dios y la caridad hacia el prójimo. Oh Jesús mío —escribió— cada uno de tus santos refleja en sí una de tus virtudes, yo deseo reflejar tu Corazón compasivo y lleno de misericordia, deseo glorificarlo. Que tu misericordia, oh Jesús, quede impresa sobre mi corazón y mi alma como un sello y éste será mi signo distintivo en esta vida y en la otra. (Diario 1242). Sor Faustina era una fiel hija de la Iglesia a la que amaba como a Madre y como el Cuerpo Místico de Jesucristo. Consciente de su papel en la Iglesia, colaboró con la Divina Misericordia en la obra de salvar a las almas perdidas. Con este propósito se ofreció como víctima cumpliendo el deseo del Señor Jesús y siguiendo su ejemplo. Su vida espiritual se caracterizó por el amor a la Eucaristía y por una profunda devoción a la Madre de la Divina Misericordia.
Los años de su vida en el convento abundaron en gracias extraordinarias: revelaciones, visiones, estigmas ocultos, la participación en la Pasión del Señor, el don de bilocación, los dones de leer en las almas humanas, de profecía y de desposorios místicos. Un contacto vivo con Dios, con la Santísima Madre, con ángeles, santos y almas del purgatorio: todo el mundo extraordinario no era para ella menos real que el mundo que percibía a través de los sentidos. Colmada de tantas gracias extraordinarias sabía, sin embargo, que no son éstas las que determinan la santidad. En el Diario escribió:Ni gracias, ni revelaciones, ni éxtasis, ni ningún otro don concedido al alma la hace perfecta, sino la comunión interior de mi alma con Dios. Estos dones son solamente un adorno del alma, pero no constituyen ni la sustancia ni la perfección. Mi santidad y perfección consisten en una estrecha unión de mi voluntad con la voluntad de Dios (Diario 1107).
El Señor Jesús escogió a sor Faustina por secretaria y apóstolde su misericordia para, a través de ella, transmitir al mundo sugran mensaje. En el Antiguo Testamento —le dijo— enviaba alos profetas con truenos a mi pueblo. Hoy te envío a ti a todala humanidad con mi misericordia. No quiero castigar a la humanidad doliente, sino que deseo sanarla, abrazarla con mi Corazón misericordioso (Diario 1588).
La misión de sor Faustina consiste en 3 tareas:
– Acercar y proclamar al mundo la verdad revelada en la Sagrada Escritura sobre el amor misericordioso de Dios a cada persona.
– Alcanzar la misericordia de Dios para el mundo entero, y especialmente para los pecadores, por ejemplo a través de la práctica de las nuevas formas de culto a la Divina Misericordia, presentadas por el Señor Jesús: la imagen de la Divina Misericordia con la inscripción: Jesús, en ti confío, la fiesta de la Divina Misericordia, el primer domingo después de la Pascua de Resurrección, la coronilla a la Divina Misericordia y la oración a la hora de la Misericordia (las tres de la tarde). A estas formas de la devoción y a la propagación del culto a la Divina Misericordia el Señor Jesús vinculó grandes promesas bajo la condición de confiar en Dios y practicar el amor activo hacia el prójimo.
– La tercera tarea es inspirar un movimiento apostólico de la Divina Misericordia que ha de proclamar y alcanzar la misericordia de Dios para el mundo y aspirar a la perfección cristiana siguiendo el camino trazado por la beata sor María Faustina. Este camino es la actitud de confianza de niño hacia Dios que se expresa en cumplir su voluntad y la postura de caridad hacia el prójimo. Actualmente este movimiento dentro de la Iglesia abarca a millones de personas en el mundo entero: congregaciones religiosas, institutos laicos, sacerdotes, hermandades, asociaciones, distintas comunidades de apóstoles de la Divina Misericordia y personas no congregadas que se comprometen a cumplir las tareas que el Señor Jesús transmitió por sor María Faustina.
Sor María Faustina manifestó su misión en el Diario que escribió por mandato del Señor Jesús y de los confesores. Registró en él con fidelidad todo lo que Jesús le pidió y describió todos los encuentros de su alma con Él. Secretaria de mi más profundo misterio —dijo el Señor Jesús a sor María Faustina— tu misión es la de escribir todo lo que te hago conocer sobre mi misericordia para el provecho de aquellos que leyendo estos escritos, encontrarán en sus almas consuelo y adquirirán valor para acercarse a mí (Diario 1693). Esta obra acerca de modo extraordinario el misterio de la misericordia Divina. Atrae no solamente a la gente sencilla sino también a científicos que descubren en ella un frente más para sus investigaciones. El Diario ha sido traducido a muchos idiomas,por citar algunos: inglés, alemán, italiano, español, francés, portugués, árabe, ruso, húngaro, checo y eslovaco.
Sor María Faustina extenuada físicamente por la enfermedad y los sufrimientos que ofrecía como sacrificio voluntario por los pecadores, plenamente adulta de espíritu y unida místicamente con Dios murió en Cracovia el 5 de octubre de 1938, con apenas 33 años. La fama de la santidad de su vida iba creciendo junto con la propagación de la devoción a la Divina Misericordia y a medida de las gracias alcanzadas por su intercesión. Entre los años 1965-67 en Cracovia fue llevado a cabo el proceso informativo sobre su vida y sus virtudes y en 1968 se abrió en Roma el proceso de beatificación, concluido en diciembre de 1992. El 18 de abril de 1993, en la Plaza de San Pedro de Roma, el Santo Padre Juan Pablo II beatificó a Sor María Faustina. Fue canonizada por el mismo Papa Juan Pablo II el día 30 de abril de 2000. Sus reliquias yacen en el santuario de la Divina Misericordia de Cracovia-Łagiewniki.
Vida de Santa María Faustina Kowalska – 1905-1938
(Tomada de la página web de la Santa Sede, vatican.va)
Gustavo Pascual, I.V.E.
Mi paz os dejo, mi paz os doy
En el Evangelio de hoy tres veces Jesús les da la paz a los apóstoles, las dos veces en el Cenáculo. En la primera no estaba Tomás. Si bien la Biblia de Jerusalén comenta que este saludo era ordinario entre los judíos, Jesús les da verdaderamente la paz que necesitaban porque deseaban verle resucitado. El, para disipar totalmente la turbación de su presencia come delante de ellos y nuevamente les desea la paz aquietándolos completamente. Cuando Jesús les dio la paz recién comenzaron a ver. Y luego de pacificarlos definitivamente les expone su plan de misión universal. Sólo el alma en paz ve la voluntad del Señor y entiende en su totalidad el mensaje divino.
Antes de la llegada de Jesús se encontraban apesadumbrados, tristes, desesperanzados, derrotados en sus anhelos íntimos. La aparición de Jesús disipa los obstáculos para que alcancen la paz. Su aparición y la comunión con ellos les dan la paz.
Sólo Jesús nos da la paz porque nos reconcilia con Dios. Si no estamos unidos a Jesús no tenemos paz verdadera.
La paz es efecto de la caridad. Del amor a Dios y del amor al prójimo. El amor a Dios nos pacifica en nuestro interior y el amor al prójimo nos pacifica con los demás.
Todos deseamos la paz. La paz es el fin del camino “que la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados”. El amor da la paz. La paz es fruto del Espíritu Santo, Amor subsistente. Nadie quiere vivir sin paz.
Primero tenemos que lograr la paz en nosotros mismos. La paz es un don de Dios. Por lo cual hay que pedirla a Dios. Para conseguirla hay que integrar todas las tendencias, todo lo que queremos alcanzar en una tendencia única que contenga a las demás. Esa tendencia es el amor a Jesús. Todo lo que deseemos y queramos sea por amor a Jesús.
¿Y las cosas malas? Nadie busca las cosas malas por si, sino bajo la razón de bien. Muchas veces buscamos bienes aparentes y estos nos dan una falsa paz que, con prontitud se evapora. La paz del mundo es una paz falsa, por eso tenemos que alejarnos del mundo, “si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo […] porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios”.
La verdadera paz se logra en la guerra, en la lucha contra nosotros mismos, contra nuestras tendencias desordenadas. Tenemos que ordenar en nosotros esas tendencias para amar sólo a Jesús y eso implica lucha.
San Agustín define la paz como tranquilidad en el orden, es decir, la paz se logra cuando nada inquieta nuestro corazón porque está ordenado. Cuando no hay tendencia que nos aparte del amor de Jesús y por ende nos intranquilice.
El pecado nos hace perder la paz porque nos separa de Jesús. Conseguimos lo que deseamos, la criatura, pero perdemos a Jesús. Conseguimos una falsa paz porque conseguimos un bien que no aquieta completamente nuestro deseo. Solo Jesús nos trae la verdadera paz. La verdadera paz se da únicamente en el alma en gracia.
La paz en esta vida es imperfecta. Siempre habrá que luchar contra alguna tendencia desordenada. Hay cosas de dentro y de fuera que contradicen y perturban la paz.
La paz es la expresión de una conciencia tranquila. La turbación se produce cuando el alma se desordena.
En la primera aparición Jesús pacificó a los diez que estaban reunidos; en la segunda, al incrédulo Tomás que necesitaba palpar las llagas para conseguir la paz. Jesús le dio la paz condescendiendo con su petición y permitiendo que tocara sus llagas. Luego le reprochó su falta de fe. Reproche que es un consuelo para nosotros que creemos sin ver ni tocar.
Jesús nos consuela. El amor de Jesús hacia nosotros nos trae la alegría y la paz.
Debemos unirnos a Jesús para orientar todos nuestros deseos a su servicio. Que trabaje, estudie, pasee, etc. y todo lo bueno que desee por Jesús, para agradarle. Así lograré la paz en mí. Tengo que luchar permanentemente contra todos aquellos apetitos que sean desordenados y que me pueden apartar de Jesús.
Si vivo en paz, mi paz se extenderá sola a los que me rodean.
La paz con el prójimo se da cuando tendemos a un mismo fin. Cuando mi corazón y el del prójimo buscan una misma cosa. Será más elevada la paz que habrá con el prójimo cuanto más alto sea el bien que busquemos en común. La más perfecta paz se dará cuando ambos busquemos a Dios.
¿Y en el mundo de hoy como hacemos, pues, la gente sólo se ocupa de las cosas de la tierra? Pacifiquémonos a nosotros mismos y nuestra paz se expandirá. Además la paz nos hace discernir la mejor manera de obrar. Al menos en un principio la paz con la gente que nos rodea debe ponerse en algo bueno. En un verdadero bien, aunque en principio no sea el Sumo Bien que a todos integra.
Es muy importante buscar la paz. “Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios”. A los pacíficos Dios los tiene como los hijos predilectos.
La paz verdadera no es la ausencia de guerras como muchas veces se proclama sino que la verdadera paz se da en el interior. Un corazón pacificado no se levanta contra su prójimo. Sólo la disensión destruye la paz. Sea la disensión en el hombre mismo o con su prójimo.
La manera de vencer la disensión entre los hombres es pacificarse a sí mismo y luego el ejemplo hará que nuestro entorno reoriente las tendencias apetitivas hacia bienes verdaderos. Hoy como siempre es el testimonio lo que puede convertir al mundo.
Jesús es el que nos trae la verdadera paz. En la unión íntima con Jesús lograremos la paz que tanto deseamos y tanto desea el mundo entero.
San Agustín
Aparición a los discípulos
(Jn 20,19-23)
1. Parece que ayer dimos fin a la lectura de los relatos de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo según la verdad de los cuatro evangelistas. En el primer día se leyó la resurrección según Mateo; el segundo, según Lucas; el tercero, según Marcos, y el cuarto, o sea ayer, según Juan. Mas como Juan y Lucas escribieron abundantemente sobre la resurrección misma y lo que aconteció después de ella, sus relatos no pudieron leerse en un solo día; de esa manera, ayer escuchamos una parte de Juan, hoy otra, y así hasta que se acabe.
¿Qué hemos escuchado hoy? Que el mismo día de la resurrección, es decir, el domingo, cuando ya de tarde estaban los discípulos reunidos en un lugar con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se les apareció el Señor en medio de todos. Según testimonio del evangelista, se les apareció dos veces en el mismo día, por la mañana y por la tarde. El relato sobre la aparición de la mañana ya se ha leído; ahora acabamos de escuchar lo referente a la aparición de la tarde. No era necesario que yo os recordase estas cosas; vosotros mismos podíais advertirlas. Sin embargo, pensando en los menos inteligentes y en los más descuidados, me pareció oportuno mencionarlo para que sepáis no sólo lo que habéis oído, sino también de qué evangelio está tomado lo leído.
2. Veamos, pues, lo que nos propone la lectura de hoy como tema para el sermón 1. La misma lectura nos invita y en cierto modo nos orienta a que digamos algo sobre cómo el Señor, que resucitó en la solidez de su cuerpo, de modo que no sólo fue visto, sino también tocado por sus discípulos, pudo aparecérseles estando las puertas cerradas. Algunos ponen tantas dificultades al respecto, aduciendo contra los milagros del Señor los prejuicios de sus razonamientos, que están a punto casi de perecer. Así argumentan: «Si tenía cuerpo, si tenía carne y huesos, si lo que resucitó del sepulcro fue lo mismo que colgó del madero, ¿cómo pudo entrar estando cerradas las puertas? Si no pudo, dicen, no tuvo lugar; si pudo, ¿cómo pudo?» Si comprendes el cómo, deja de ser milagro, y, si no crees que se trata de un milagro, estás muy cerca de negar también su resurrección del sepulcro. Examina los milagros hechos por el Señor ya desde el comienzo y dame la explicación de cada uno de ellos. Sin contacto de varón, una doncella concibe. Explica cómo sin varón ha concebido una doncella. Donde falla la explicación, allí se levanta la fe. Ya tienes un milagro en la misma concepción del Señor; escucha otro referido al parto: una doncella da a luz y permanece virgen. Ya entonces, antes de resucitar, pasó el Señor a través de puertas cerradas. Me preguntas: «Si entró a través de puertas cerradas, ¿dónde quedan las propiedades del cuerpo?» Y yo respondo: «Si caminó sobre el mar, ¿dónde queda el peso del cuerpo?» Más todo esto lo hizo el Señor en cuanto Señor. ¿Acaso dejó de ser Señor después de haber resucitado? Además hizo caminar a Pedro sobre las aguas; ¿qué hay que decir de esto? Lo que en Cristo pudo la divinidad, en Pedro lo realizó la fe. Pero Cristo lo hizo porque pudo, Pedro porque Cristo le ayudó. En conclusión, si comienzas a buscar explicación a los milagros con la sola mente humana, temo que pierdas la fe. ¿Ignoras que nada es imposible para Dios? A quienquiera que te diga: «Si entró a través de puertas cerradas, no tenía cuerpo», retuércele el argumento. «Si fue tocado, tenía cuerpo; si comió, tenía cuerpo; y el entrar fue resultado de un milagro, no de la naturaleza.» ¿No es digno de toda admiración el curso ordinario de la naturaleza? Todas las cosas están llenas de milagros, pero la frecuencia los ha hecho vulgares. Intenta darme explicación; mi pregunta versará sobre lo que vemos a diario. Explícame por qué la semilla de un árbol tan grande como la higuera es tan pequeña que apenas puede verse, mientras que la humilde calabaza la produce tan grande. Sin embargo, en aquella semilla tan pequeña, apenas visible; en aquella pequeñez y estrechez —si aplicas la inteligencia y no la vista— se oculta también la raíz; dentro de ella está el tronco y las hojas futuras y el fruto que aparecerá en el árbol. Todo está anticipado en la semilla. No es necesario pasar revista a muchas cosas; las cosas de cada día nadie intenta explicarlas, y tú me exiges que te explique los milagros. Lee, pues, el evangelio y cree los hechos maravillosos en él contenidos. Más es lo que ha hecho Dios; la obra que supera a todas las demás no te causa admiración: nada existía y el mundo existe.
3. «Pero, dices, es imposible a la mole de un cuerpo pasar a través de una puerta cerrada.» —¿Cuánta era su corpulencia, te lo suplico? —La normal de un hombre. —¿Era, acaso, igual a la de un camello? —De ninguna manera. —Lee el evangelio, escúchalo; cuando quiso mostrar la dificultad que tiene un rico para entrar en el reino de los cielos, dijo: Más fácilmente entra un camello por el hondón de una aguja que un rico en el reino de los cielos. Al oír esto, los discípulos, pensando que era de todo punto imposible que un camello entrase por el hondón de una aguja, se llenaron de tristeza y dijeron: Si las cosas están así, ¿quién puede salvarse? Si más fácilmente pasa un camello por el hondón de una aguja que se salva un rico; si un camello no puede en absoluto pasar por el hondón de una aguja, entonces ningún rico puede salvarse. El Señor les respondió: Lo que es imposible para los hombres, para Dios es fácil. Dios puede hacer que un camello pase por el hondón de una aguja e introducir a un rico en el reino de los cielos. ¿Por qué pones dificultades en base a que las puertas estaban cerradas? Las puertas cerradas tienen, al menos, una rendija; compara la rendija de las puertas con el hondón de una aguja; compara el volumen de la carne humana con la corpulencia de los camellos y no levantes calumnias contra la divinidad de los milagros.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 247, 1-3, BAC Madrid 1983, 512-16
El incrédulo Tomás
(Jn 20,24-29)
Escuchasteis cómo a los que creen sin haber visto los alaba el Señor por encima de los que creen porque han visto y hasta han podido tocar. Cuando el Señor se apareció a sus discípulos, el apóstol Tomás estaba ausente; habiéndole dicho ellos que Cristo había resucitado, les contestó: Si no meto mi mano en su costado, no creeré. ¿Qué hubiera pasado si el Señor hubiese resucitado sin las cicatrices? ¿O es que no podía haber resucitado su carne sin que quedaran en ella rastros de las heridas? Lo podía; pero, si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las heridas en nuestro corazón. Al tocarle, lo reconoció. Le parecía poco el ver con los ojos; quería creer con los dedos. «Ven, le dijo: mete aquí tus dedos; no suprimí toda huella, sino que dejé algo para que creyeras; mira también mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente.» Tan pronto como le manifestó aquello sobre lo que aún le quedaba duda, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío! Tocaba la carne y proclamaba la divinidad. ¿Qué tocó? El cuerpo de Cristo. ¿Acaso el cuerpo de Cristo era la divinidad de Cristo? La divinidad de Cristo era la Palabra; la humanidad, el alma y la carne. Él no podía tocar ni siquiera al alma, pero podía advertir su presencia, puesto que el cuerpo antes muerto, ahora se movía vivo. Aquella Palabra, en cambio, ni se cambia ni se la toca, ni decrece ni acrece, puesto que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Esto proclamó Tomás: tocaba la carne e invocaba la Palabra, porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
SAN AGUSTÍN, Sermones (3º) (t. XXIII), Sermón 145 A, BAC Madrid 1983, 277-83; 327-28
Guión Domingo de la Octava de Pascua – Ciclo A
16 de Abril 2023
Entrada:
Celebramos hoy el Domingo de la Divina Misericordia. Esta misericordia se derrama a través de las cinco llagas del cuerpo de Cristo y llega a nosotros a través del sacramento de la Reconciliación. Participemos consciente y activamente de esta Santa Misa.
Liturgia de la Palabra
1° Lectura: Hechos, 2, 42- 47
La unidad y la solidaridad entre los miembros de la Iglesia es fruto del misterio pascual.
Salmo Responsorial: 117
2ª Lectura: 1 Pedro 1, 3- 9
La fe puesta a prueba es valiosísima, porque así purificada es motivo de alabanza, de gloria y de honor.
Evangelio: Juan 20, 19- 31
El discípulo Tomás, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdad de la resurrección.
Preces:
Con la confianza renovada por las maravillas que hace el Señor, presentémosle nuestras intenciones y la de todos nuestros hermanos
A cada intención respondamos cantando:
+ Pidamos al Señor que guíe y fortalezca al Santo Padre en su misión de llevar al mundo entero la alegría del Evangelio, la Resurrección de Cristo, nuestro Redentor. Oremos.
+ Para que este domingo llamado “de la misericordia”, nos adentremos en el Corazón misericordioso de Dios Padre y nos hagamos semejantes a él por ejercitarla con nuestro prójimo. Oremos.
+ Por nuestras familias, amigos y benefactores, que en este tiempo pascual intensifiquen la fe en la presencia viva, operante y permanente de Jesucristo, y que esta certeza los inunde de alegría. Oremos.
Padre Santo, estas son las necesidades de tu pueblo que peregrina en esta Pascua. Te pedimos, por tu gran amor, que atiendas nuestras súplicas. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Te damos Señor todo lo que somos y tenemos para unirnos a Cristo nuestra Pascua, y ofrecemos:
+ En estos alimentos el deseo de ayudar a los que más necesitan de nuestra solidaridad.
+ En estos cirios entregamos nuestra adhesión a la fe en el poder de la Resurrección.
+ Con el pan y el vino queremos entregarnos junto a Cristo como oblación acepta a Dios.
Comunión:
“Señor mío y Dios mío” Aumenta mi fe, mi esperanza y amor cuando vengas a mi alma y me introduzcas en tus sagradas llagas abiertas por amor mío.
Salida:
María, Madre de la divina Misericordia, escóndenos en el Sagrado costado de tu Divino Hijo, hasta que le veamos eternamente en el cielo.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)