PRIMERA LECTURA
Pondré sobre sus hombros
la llave de la casa de David
Lectura del libro del profeta Isaías 22, 19-23
Así habla el Señor a Sebná, el mayordomo de palacio:
Yo te derribaré de tu sitial
y te destituiré de tu cargo.
Y aquel día, llamaré a mi servidor
Eliaquím, hijo de Jilquías;
lo vestiré con tu túnica,
lo ceñiré con tu faja,
pondré tus poderes en su mano,
y él será un padre para los habitantes de Jerusalén
y para la casa de Judá.
Pondré sobre sus hombros
la llave de la casa de David:
lo que él abra, nadie lo cerrará;
lo que él cierre, nadie lo abrirá.
Lo clavaré como una estaca
en un sitio firme,
y será un trono de gloria
para la casa de su padre.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 137, 1-3. 6. 8bc (R.: 8bc)
R. Tu amor es eterno, Señor,
Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
te cantaré en presencia de los ángeles.
Me postraré ante tu santo Templo
y daré gracias a tu Nombre. R.
Daré gracias a tu Nombre por tu amor y tu fidelidad,
porque tu promesa ha superado tu renombre.
Me respondiste cada vez que te invoqué
y aumentaste la fuerza de mi alma. R.
El Señor está en las alturas,
pero se fija en el humilde y reconoce al orgulloso desde lejos.
Tu amor es eterno, Señor,
¡no abandones la obra de tus manos! R.
SEGUNDA LECTURA
Todo viene de Él, ha sido hecho por Él, y es para Él.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 11, 33-36
¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos!
«¿Quién penetró en el pensamiento del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le dio algo, para que tenga derecho a ser retribuido?»
Porque todo viene de Él, ha sido hecho por Él, y es para Él. ¡A él sea la gloria eternamente! Amén.
Palabra de Dios.
ALELUIA Mt 16, 18
Aleluia.
Tú eres Pedro,
y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,
y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella.
Aleluia.
EVANGELIO
Tú eres Pedro, y te daré las llaves del Reino de los Cielos
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 16, 13-20
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?»
Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas».
«Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?»
Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».
Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te dará las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo».
Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que Él era el Mesías.
Palabra del Señor.
W. Trilling
Profesión de fe de Pedro
(Mt 16,13-20)
13 Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? 14 Ellos respondieron: Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que Jeremías o uno de los profetas.
Ahora llega un momento importante en la vida de Jesús. Los evangelistas pueden indicar el lugar en que ocurrió la siguiente escena, es decir, Cesarea-de-Filipo. Filipo, un hijo de Herodes, hizo construir esta Cesarea en el monte Hermón, al norte de Palestina. A esta ciudad se la llamó Cesarea de Filipo para distinguirla de la más antigua Cesarea, que estaba junto al mar. Jesús pregunta a los discípulos quién opina la gente que es él. El Hijo del hombre también se emplea en arameo como circunlocución para expresar la idea de “hombre”, por tanto aquí sustituye el pronombre “yo”. Naturalmente la pregunta en labios de Jesús no es una encuesta efectuada por interés. La pregunta pretende lograr que respondan los discípulos; según la intención del evangelista pretende, sobre todo, destacar de las falsas apreciaciones esta acertada comprensión de la persona de Jesús. La gente son todavía de los que están “fuera” (Mar_4:11), los discípulos deberían haber “comprendido” (Mat_16:12). Ya hemos oído de labios de Herodes que Jesús era tenido por Juan el Bautista resucitado (cf. 14,2). Elías era muy venerado en el pueblo, se esperaba su regreso como precursor del Mesías (cf. Mal_4:5 s), ya que fue arrebatado de una manera prodigiosa para ir a Dios. El profeta Jeremías también gozó de gran reputación; se formó una corona de leyendas alrededor de su figura y de su vida. O uno de los profetas. Esta enumeración muestra en qué categoría se incluía a Jesús. Casi es la categoría más excelsa que se podía tener según la manera de pensar de Israel. Sólo era posible una elevación, a saber la persona y la llegada del mismo Mesías de Dios. Todas las personas nombradas son premesiánicas y submesiánicas. Incluso Juan el Bautista, que pertenece al tiempo presente, fue considerado como profeta (cf. 14,5; 21,26). Los tres primeros evangelios no dejan reconocer que se haya tenido a Juan por el Mesías. Los discípulos sólo deben decir la opinión de la gente, no lo que piensan los enemigos declarados de Jesús. Ya hemos oído lo que éstos pensaban: “éste no arroja los demonios sino por arte de Beelzebul, príncipe de los demonios” (12,24s). En la pregunta ya no se trata de comprender una señal, una frase o parábola. En esta pregunta sobre quién es él, recae la decisión en favor o en contra del reino de Dios. Es una pregunta decisiva de extrema gravedad.
15 Díceles él: Y vosotros, ¿quién decís que soy? 16 Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente.
No es una novedad que Pedro actúe como portavoz. Aquí se pregunta a todos los discípulos, pero sólo uno responde. En esta contestación no debe manifestarse el conocimiento personal y la confesión propia de Pedro (a pesar de 16,17), sino la opinión de los discípulos en total. Pedro confiesa que Jesús es el Mesías. Eso es lo propio y decisivo, y es lo único que se dice en san Marcos (cf /Mc/08/29b). El Mesías es el plenipotenciario de Dios, el último enviado después de todos los profetas. Después de él no puede venir nadie más que le supere. Su palabra es la última palabra de Dios, el Mesías según la fe de los rabinos trae la válida interpretación de la torah. La presentación del Mesías determina el tiempo de empezar el último tiempo. Es la gran y concluyente señal que Dios pone en el mundo. A la confesión se añade: el Hijo del Dios viviente. Eso también lo hemos oído antes (14,33), no nos sorprende en el Evangelio de san Mateo. Lo que allí resplandeció súbitamente durante la noche y lo que se dijo a propósito de la sujeción de los elementos, ahora es de dominio público y viene a ser como una confesión oficial de los discípulos. Por esta profundidad de las relaciones con el Padre, Jesús ya había dicho: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo” (11,27). Ahora se da la respuesta desde fuera: Tú eres el Hijo del Dios viviente.
17 Jesús le respondió: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado, sino mi Padre que está en los cielos. 18 Pero yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi lglesia, y las puertas del reino de la muerte no podrán contra ella.
Aunque Pedro ha hablado en nombre de los discípulos, Jesús ahora dirige la palabra a él personalmente. Su confesión podía aplicarse a todos, la siguiente distinción sólo puede aplicarse a él. Jesús empieza con una bienaventuranza. Ya hemos oído decir: “Bienaventurados los pobres en el espíritu” (5,3); “bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo” (11,6); “dichosos vuestros ojos, porque ven” (13,16). Ahora Jesús llama bienaventurado a uno solo, al primero de los apóstoles, por las palabras que acaba de pronunciar. El conocimiento de la verdadera dignidad de Jesús y del misterio de su persona no procede de abajo, sino de lo alto. “La carne y la sangre”, es decir la capacidad terrena del hombre débil no ha dado origen a este conocimiento1. El mismo Dios se lo ha inspirado desde lo alto. A quien tiene, aún se le añade más (d. 13,12). Pedro había dado el paso desde la audición a la fe, se había atrevido a ir sobre las aguas. Aunque su fe fuera “pequeña”, estaba en el camino que lleva a la plenitud de la fe. A quien se encuentra en este camino, se le añade el pleno conocimiento y la verdadera ciencia. Es realmente bienaventurado quien anda por este sendero, porque conoce el misterio más íntimo del reino de Dios (cf. 13,11). La bienaventuranza también es una glorificación de Dios, que ha dado a conocer sus misterios a la gente sencilla, y los ha ocultado a sabios y entendidos (cf. 11,25). Así es como Dios quiso hacerlo, como se prueba en esta ocasión. Jesús llama Pedro a Simón. Petros es la traducción griega de la voz aramea Cefas y significa “piedra”, “roca”. En otros pasajes del Nuevo Testamento también se encuentra este nombre arameo Cefas, que hace referencia al cargo que desempeñó Pedro2. San Mateo prefiere usar el vocablo Pedro, a menudo también se encuentra la doble forma Simón Pedro, un enlace del nombre personal con la designación de su función, como el nombre “Jesucristo”.
D/ROCA “Tú eres Pedro” no significa en primer término que Pedro adquiera este nombre, sino que él es o debe ser piedra; esta frase significa que la función de Pedro, el encargo que se le confió es ser piedra. Al Antiguo Testamento, especialmente al libro de los salmos3, le gusta llamar roca al mismo Dios. Dios es la roca de Israel, su castillo roquero, el apoyo seguro, el fundamento permanente, garantía de fidelidad y firmeza. Nos podemos refugiar en la roca, cuando irrumpe súbitamente la tormenta y el agua se precipita en el valle, o cuando el enemigo ha ocupado los valles y sólo queda la posibilidad de huir al castillo roquero situado en la cumbre. Roca es una expresión corriente, como “pastor y rebaño”, “cosecha” y “alianza”. La seguridad y consistencia de un fundamento rocoso deben ser representadas por este hombre Simón. La próxima frase dice para qué Símón debe ser una roca. Jesús quiere edificar su Iglesia sobre esta roca o sobre esta piedra. También está transmitida la metáfora de construir y edificar. En efecto, Dios promete por medio del profeta que restaurará la cabaña de David que está por tierra (Amo_9:11); el salmista confiesa que los albañiles trabajarán en vano, si el Señor no edifica la casa (Sal_126:1). Ante todo había elegido Dios una roca y un edificio para residir allí y estar cerca del pueblo: el monte de Sión y sobre éste el santo templo. Así como Dios se hizo construir en este monte una santa casa, así también Jesús quiere edificar en el tiempo futuro sobre la roca de Simón la casa de su Iglesia. No será una casa de piedras y vigas, sino de hombres vivos4. La voz Ekklesia (Iglesia) dice que se trata de hombres vivos. Ekklesia es traducción del vocablo hebreo kahal, que en primer lugar significa “asamblea”, luego en particular la comunidad reunida para el culto divino y, en general, la comunidad de Dios. Jesús quiere construir esta comunidad. Las imágenes no coinciden, ya que con el verbo “edificar” hace juego otro complemento, como “casa” o “torre” o “templo”. Y viceversa: con el sustantivo ekklesia (=asamblea) enlaza mejor un verbo como “juntar”, “reunir” u otros semejantes. La palabra ekklesia quiere decir que se trata de una comunidad, se trata de seres humanos, quiere decir que se debe edificar la comunidad de Dios en Israel, aunque de una forma completamente nueva5.
Este nuevo modo de edificar se expresa con el posesivo mi. No será la antigua comunidad de Yahveh, sino la nueva comunidad del Mesías. La diferencia entre la nueva y la antigua ha de consistir en que la comunidad nueva hace profesión de fe en Jesús el Mesías y mediante esta confesión está unida. En él y en su persona, en su dignidad como Hijo de Dios recaerá la decisión de quién pertenece y quién no pertenece a esta comunidad. Jesús también es y sigue siendo el Mesías de Israel y no revoca la antigua ley, sin embargo su obra mesiánica será la fundación de algo nuevo, que se diferencia claramente de la antigua comunidad. No obstante no se coloca lo nuevo al lado de lo antiguo dejando entre los dos una separación radical, sino que en la nueva fundación se perfecciona la antigua alianza de Dios. Porque en la Iglesia vive y gobierna el Dios de Israel y de todos los pueblos, que es “Dios con nosotros” (cf. 1,23). Jesús es la verdadera habitación de Dios en su pueblo, mucho más próxima y real que la que antes había tenido Dios incluso en los momentos más propicios. A esta fundación Jesús le promete una duración estable. Las puertas del reino de la muerte6 están abiertas de par en par para los que son devorados por la muerte, están cerradas con cerrojo y definitivamente para los que ya están en el reino de la muerte y no pueden salir. Por tanto las puertas son la imagen más vigorosa del poder invencible de la muerte, del que todos son víctimas. Pero el poder de la muerte no tendrá ningún dominio sobre la institución de Jesús. Así como la “muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rom_6:9), tampoco lo tiene sobre la comunidad.
La muerte es una consecuencia del pecado (Rom_5:12), pero Jesús vencerá el pecado, dará su sangre como rescate del género humano para perdón de los pecados (cf. 20,28; 26,28). El fundamento rocoso sobrevivirá a la muerte, las energías vitales del resucitado ya no pueden ser superadas por la muerte. Son unas palabras victoriosas de Jesús. No son las únicas palabras de Jesús en el Evangelio, pero también están en él. En esta promesa la Iglesia no tienen ningún motivo para hacer ostentación de una supremacía triunfalista, pero en cambio tiene motivo para sentir una confianza ilimitada en Dios, la roca fiel y acreditada de Israel, y en su Cristo “primicias de los que están muertos” (1Co_15:20)…
19 Te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra, atado será en los cielos; y todo lo que desates en la tierra, desatado será en los cielos.
La segunda parte de la promesa que Jesús hizo a Pedro, habla de las “llaves del reino de los cielos” y de “atar y desatar”. Con ello acude a nuestra consideración el tema principal del mensaje de Jesús, el reino de Dios. Aquí parece que se lo compare con una ciudad, que se cierra por medio de portones, o con una casa, en la que se tiene que entrar por las puertas. Se necesita una llave para abrir o para cerrar. Un portero o mayordomo es quien se encarga de la llave. Este mayordomo debe ser Pedro. Dios o el Mesías ¿pueden desprenderse de este cargo? Y si Dios o el Mesías así lo hacen, ¡qué poder se confiere a un hombre! Empezamos a estremecernos ante estas palabras. Ha de ser un profundo misterio el que hace hablar así a Jesús, un nuevo orden de la salvación que toma al hombre todavía mucho más en serio.
Las expresiones atar y desatar provienen de la terminología rabínica7. Con ellas se entendía que alguien tiene el poder de declarar verdadera o falsa una doctrina. Un segundo significado alude al poder de excluir a alguien de la comunidad de Israel (de excomulgar) o de acogerlo en la misma. La excomunión podría ser fulminada como medida disciplinar por algún tiempo o como exclusión total para siempre. Los dos significados guardan una relación interna entre sí, porque este poder está derivado de la Sagrada Escritura, que es proclamada con autoridad y se emplea con valor discriminatorio. Con tales palabras se abría o se cerraba a la comunidad de Israel el acceso al reino de Dios. Es de suponer que en las palabras de Jesús también tienen validez los dos significados en su relación interna. Pedro debe tener el poder de decidir qué ha de estar en vigor como verdadera doctrina y quién puede participar en la salvación del reino de Dios siendo recibido en la Iglesia de Cristo. Hay, pues, que concebir la facultad de atar y desatar como amplia facultad para comunicar la salvación en sus más distintas modalidades. Este veredicto de Pedro tiene ahora validez en el cielo, es decir, ante Dios. Esta sentencia es confirmada por Dios, más aún, está en vigor ante él desde el momento en que se dicta, exactamente igual como si él mismo la hubiese dictado. Se confía a Pedro una tarea realmente divina. Su veredicto tiene esta fuerza y validez divinas. Entonces ¿qué son las llaves del reino de los cielos? Tienen que ser una imagen de este santo poder judicial del apóstol, que se ejerce aquí en este mundo, pero que está en vigor ante Dios “en los cielos”. Al juez del tiempo final está reservada la última y definitiva decisión de quién entra en este reino de Dios. Este juez ha de separar los cabritos de las ovejas (25,32). Pero durante el tiempo anterior al juicio final hay decisiones previas en virtud de un poder judicial ejercido en la Iglesia. Permanece oculto en los decretos de Dios quién pertenece al número de los predestinados para el reino consumado de Dios. Pero se deja en manos de Pedro quién pertenece ahora o no pertenece a la comunidad de salvación que se prepara para este reino de Dios y a él se dirige. Esta sentencia se repite más tarde casi con las mismas palabras (18,18). Allí se confiere el poder de atar y desatar a los apóstoles en conjunto. Hemos observado reiteradas veces que Pedro no está ni habla como particular, sino como miembro y portavoz de los doce. Ciertamente es el primero, pero es el primero entre los otros. Es apóstol elegido por Jesús como también todos los demás, pero por ser el “primero” (10,2) recibe la promesa. Y así la carta a los Efesios no dice que la Iglesia esté fundada sobre Pedro como fundamento, sino que los cristianos están “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas” (Efe_2:20).
El poder de atar y desatar es transferido a todos, así como también personalmente a Pedro, como primero de los apóstoles. Si el cargo apostólico sigue ejerciéndose en la Iglesia, también tiene que seguir ejerciéndose en ella el cargo de Pedro. De lo contrario la Iglesia no hubiese permanecido fiel al orden que Jesús dio a la Iglesia. Hasta la parusía del Señor no caducará la Iglesia, que entre tanto ejercer el oficio de los apóstoles de atar y desatar y el oficio de Pedro. Ninguno de los dos es institución humana proveniente de aquí abajo, sino fundación divina procedente de lo alto. Ambos oficios forman parte de los dones salvíficos de la nueva alianza…
(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
1 Es un modismo estereotipado, Cf. “la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios” (1Co_15:50). Después que san Pablo recibió la vocación de apóstol, no acudió en seguida a “la carne y la sangre”, es decir “a los apóstoles, mis predecesores” (Gal_1:16 s). Se necesita la armadura de Dios, porque no es una lucha contra “carne y sangre”, es decir, contra hombres, sino contra potestades celestes (Efe_6:12).
2 Especialmente importante es aquí el testimonio del apóstol san Pablo, sobre todo en sus primeras cartas: Gal_1:18; Gal_2:9.11.14; 1Co_1:12; 1Co_3:22, etc.
3 Por ejemplo Sal_18:3; Sal_31:4; Sal_71:3.
4 Cf. Amo_9:11; Sal_127:1; Sal_68:17, etc.
5 La imagen de la construcción se extiende por todo el Nuevo Testamento; cf. un “sagrado templo” (Efe_2:21). una “casa espiritual” (1Pe_2:5); en la última perfección “la ciudad santa, Jerusalén” (Rev_21:10), el templo que Jesús quiere levantar de nuevo en tres días en lugar del antiguo (Jua_2:19).
6 Las “puertas del reino de la muerte” también es una expresión corriente en la Biblia: cf. Isa_38:10; Job_38:17; Sal 9a(9) 14.
7 Acerca de los dos verbos, cf. J.B. BAUER, Atar y desatar, en Diccionario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967, col. 120-121, con bibliografía.
Benedicto XVI
La confesión de Pedro
En los tres Evangelios sinópticos, aparece como un hito importante en el camino de Jesús el momento en que pregunta a los discípulos acerca de lo que la gente dice y lo que ellos mismos piensan de Él (cf. Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20; Lc 9, 18-21). En los tres Evangelios Pedro contesta en nombre de los Doce con una declaración que se aleja claramente de la opinión de la «gente». En los tres Evangelios, Jesús anuncia inmediatamente después su pasión y resurrección, y añade a este anuncio de su destino personal una enseñanza sobre el camino de los discípulos, que es un seguirle a Él, al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz se explica también de un modo esencialmente antropológico, como el camino del «perderse a sí mismo», que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo (cf. Mc 8, 31-9.1; Mt 16, 21-28; Lc 9, 22-27). Y, finalmente, en los tres Evangelios sigue el relato de la transfiguración de Jesús, que explica de nuevo la confesión de Pedro profundizándola y poniéndola al mismo tiempo en relación con el misterio de la muerte y resurrección de Jesús (cf. Mc 9, 2-13; Mt 17, 1-13; Lc 9, 28-36).
Sólo en Mateo aparece, inmediatamente después de la confesión de Pedro, la concesión del poder de las llaves del reino —el poder de atar y desatar— unida a la promesa de que Jesús edificará sobre él —Pedro— su Iglesia como sobre una piedra. Relatos de contenido paralelo a este encargo y a esta promesa se encuentran también en Lucas 22, 31s, en el contexto de la Última Cena, y en Juan 21, 15 -19, después de la resurrección de Jesús.
Por lo demás, en Juan se encuentra también una confesión de Pedro que se coloca igualmente en un hito importante del camino de Jesús, y que sólo entonces le da al círculo de los Doce toda su importancia y su fisonomía (cf. Jn 6, 68s). Al tratar la confesión de Pedro según los sinópticos tendremos que considerar también este texto que, a pesar de todas las diferencias, muestra elementos fundamentales comunes con la tradición sinóptica.
Estas explicaciones un tanto esquemáticas deberían haber dejado claro que la confesión de Pedro sólo se puede entender correctamente en el contexto en que aparece, en relación con el anuncio de la pasión y las palabras sobre el seguimiento: estos tres elementos —las palabras de Pedro y la doble respuesta de Jesús—van indisolublemente unidos. Para comprender dicha confesión es igualmente indispensable tener en cuenta la confirmación por parte del Padre mismo, y a través de la Ley y los Profetas, después de la escena de la transfiguración. En Marcos, el relato de la transfiguración es precedido de una promesa —aparente— de la Parusía, que por un lado enlaza con las palabras sobre el seguimiento, pero por otro introduce la transfiguración de Jesús y de este modo explica a su manera tanto el seguimiento corno la promesa de la Parusía. Las palabras sobre el seguimiento, que en Marcos y Lucas están dirigidas a todos —al contrario que el anuncio de la pasión, que se hace sólo a los testigos—, introducen el factor eclesiológico en el contexto general; abren el horizonte del conjunto a todos, más allá del camino recién emprendido por Jesús hacia Jerusalén (cf. Lc 9, 23), del mismo modo que su explicación del seguimiento del Crucificado hace referencia a aspectos fundamentales de la existencia humana en general.
Juan sitúa estas palabras en el contexto del Domingo de Ramos y las relaciona con la pregunta de los griegos que buscan a Jesús; de este modo, destaca claramente el carácter universal de dichas afirmaciones. Al mismo tiempo están aquí relacionadas con el destino de Jesús en la cruz, que pierde así todo carácter casual y aparece en su necesidad intrínseca (cf. Jn 12, 24s). Con sus palabras sobre el grano de trigo que muere, Juan relaciona además el mensaje del perderse y encontrarse con el misterio eucarístico, que en su Evangelio, al final de la historia de la multiplicación de los panes y su explicación en el sermón eucarístico de Jesús, determina también el contexto de la confesión de Pedro.
Centrémonos ahora en las distintas partes de este gran entramado de sucesos y palabras. Mateo y Marcos mencionan corno escenario del acontecimiento la zona de Cesarea de Felipe (hoy Banyás), el santuario de Pan erigido por Herodes el Grande junto a las fuentes del Jordán. Herodes hijo convirtió este lugar en capital de su reino, dándole el nombre en honor a César Augusto y a sí mismo.
La tradición ha ambientado la escena en un lugar en el que un empinado risco sobre las aguas del Jordán simboliza de forma sugestiva las palabras acerca de la roca. Marcos y Lucas, cada uno a su modo, nos introducen, por así decirlo, en la ambientación interior del suceso. Marcos dice que Jesús había planteado su pregunta «por el camino»; está claro que el camino de que habla conducía a Jerusalén: ir de camino hacia las «aldeas de Cesarea de Felipe» (Mc 8, 27) quiere decir que se está al inicio de la subida a Jerusalén, hacia el centro de la historia de la salvación, hacia el lugar en el que debía cumplirse el destino de Jesús en la cruz y en la resurrección, pero en el que también tuvo su origen la Iglesia después de estos acontecimientos. La confesión de Pedro y por tanto las siguientes palabras de Jesús se sitúan al comienzo de este camino.
Tras la gran época de la predicación en Galilea, éste es un momento decisivo: tanto el encaminarse hacia la cruz como la invitación a la decisión que ahora distingue netamente a los discípulos de la gente que sólo escucha a Jesús pero no le sigue, hace claramente de los discípulos el núcleo inicial de la nueva familia de Jesús: la futura Iglesia. Una característica de esta comunidad es estar «en camino» con Jesús; de qué camino se trata quedará claro precisamente en este contexto. Otra característica de esta comunidad es que su decisión de acompañar al Señor se basa en un conocimiento, en un «conocer» a Jesús que al mismo tiempo les obsequia con un nuevo conocimiento de Dios, del Dios único en el que, como israelitas, creen.
En Lucas —de acuerdo con el sentido de su visión de la figura de Jesús— la confesión de Pedro va unida a un momento de oración. Lucas comienza el relato de la historia con una paradoja intencionada: «Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos» (9, 18). Los discípulos quedan incluidos en ese «estar solo», en su reservadísimo estar con el Padre. Se les concede verlo como Aquel que habla con el Padre cara a cara, de tú a tú, como hemos visto al comienzo de este libro. Pueden verlo en lo íntimo de su ser, en su ser Hijo, en ese punto del que provienen todas sus palabras, sus acciones, su autoridad. Ellos pueden ver lo que la «gente» no ve, y esta visión les permite tener un conocimiento que va más allá de la «opinión» de la «gente». De esta forma de ver a Jesús se deriva su fe, su confesión; sobre esto se podrá edificar después la Iglesia.
Aquí es donde encuentra su colocación interior la doble pregunta de Jesús. Esta doble pregunta sobre la opinión de la gente y la convicción de los discípulos presupone que existe, por un lado, un conocimiento exterior de Jesús que no es necesariamente equivocado aunque resulta ciertamente insuficiente, y por otro lado, frente a él, un conocimiento más profundo vinculado al discipulado, al acompañar en el camino, y que sólo puede crecer en él. Los tres sinópticos coinciden en afirmar que, según la gente, Jesús era Juan el Bautista, o Elías o uno de los profetas que había resucitado; Lucas había contado con anterioridad que Herodes había oído tales interpretaciones sobre la persona y la actividad de Jesús, sintiendo por eso deseos de verlo. Mateo añade como variante la idea manifestada por algunos de que Jesús era Jeremías.
Todas estas opiniones tienen algo en común: sitúan a Jesús en la categoría de los profetas, una categoría que estaba disponible como clave interpretativa a partir de la tradición de Israel. En todos los nombres que se mencionan para explicar la figura de Jesús se refleja de algún modo la dimensión escatológica, la expectativa de un cambio que puede ir acompañada tanto de esperanza como de temor. Mientras Elías personifica más bien la esperanza en la restauración de Israel, Jeremías es una figura de pasión, el que anuncia el fracaso de la forma de la Alianza hasta entonces vigente y del santuario, y que era, por así decirlo, la garantía concreta de la Alianza; no obstante, es también portador de la promesa de una Nueva Alianza que surgirá después de la caída. Jeremías, en su padecimiento, en su desaparición en la oscuridad de la contradicción, es portador vivo de ese doble destino de caída y de renovación.
Todas estas opiniones no es que sean erróneas; en mayor o menor medida constituyen aproximaciones al misterio de Jesús a partir de las cuales se puede ciertamente encontrar el camino hacia el núcleo esencial. Sin embargo, no llegan a la verdadera naturaleza de Jesús ni a su novedad. Se aproximan a él desde el pasado, o desde lo que generalmente ocurre y es posible; no desde sí mismo, no desde su ser único, que impide el que se le pueda incluir en cualquier otra categoría. En este sentido, también hoy existe evidentemente la opinión de la «gente», que ha conocido a Cristo de algún modo, que quizás hasta lo ha estudiado científicamente, pero que no lo ha encontrado personalmente en su especificidad ni en su total alteridad. Karl Jaspers ha considerado a Jesús como una de las cuatro personas determinantes, junto a Sócrates, Buda y Confucio, reconociéndole así una importancia fundamental en la búsqueda del modo recto de ser hombres; pero de esa manera resulta que Jesús es uno entre tantos, dentro de una categoría común a partir de la cual se les puede explicar, pero también delimitar.
Hoy es habitual considerar a Jesús como uno de los grandes fundadores de una religión en el mundo, a los que se les ha concedido una profunda experiencia de Dios. Por tanto, pueden hablar de Dios a otras personas a las que esa «disposición religiosa» les ha sido negada, haciéndoles así partícipes, por así decirlo, de su experiencia de Dios. Sin embargo, en esta concepción queda claro que se trata de una experiencia humana de Dios, que refleja la realidad infinita de Dios en lo finito y limitado de una mente humana, y que por eso se trata sólo de una traducción parcial de lo divino, limitada además por el contexto del tiempo y del espacio. Así, la palabra «experiencia» hace referencia, por un lado, a un contacto real con lo divino, pero al mismo tiempo comporta la limitación del sujeto que la recibe. Cada sujeto humano puede captar sólo un fragmento determinado de la realidad perceptible, y que además necesita después ser interpretado. Con esta opinión, uno puede sin duda amar a Jesús, convertirlo incluso en guía de su vida. Pero la «experiencia de Dios» vivida por Jesús a la que nos aficionamos de este modo se queda al final en algo relativo, que debe ser completado con los fragmentos percibidos por otros grandes. Por tanto, a fin de cuentas, el criterio sigue siendo el hombre mismo, cada individuo: cada uno decide lo que acepta de las distintas «experiencias», lo que le ayuda o lo que le resulta extraño. En esto no se da un compromiso definitivo.
A la opinión de la gente se contrapone el conocimiento de los discípulos, manifestado en la confesión de fe. ¿Cómo se expresa? En cada uno de los tres sinópticos está formulado de manera distinta, y de manera aún más diversa en Juan. Según Marcos, Pedro le dice simplemente a Jesús: «Tú eres [el Cristo] el Mesías» (8, 29). Según Lucas, Pedro lo llama «el Cristo [el Ungido] de Dios» (9, 20) y, según Mateo, dice: «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios vivo» (16, 16). Finalmente, en Juan la confesión de Pedro reza así: «Tú eres el Santo de Dios» (6, 69).
Puede surgir la tentación de elaborar una historia de la evolución de la confesión de fe cristiana a partir de estas diferentes versiones. Sin duda, la diversidad de los textos refleja también un proceso de desarrollo en el que poco a poco se clarifica plenamente lo que al principio, en los primeros intentos, como a tientas, se indicaba de un modo todavía vago. En el ámbito católico, Pierre Grelot ha ofrecido recientemente la interpretación más radical de la contraposición de estos textos: no ve una evolución, sino una contradicción. La simple confesión mesiánica de Pedro que relata Marcos refleja sin duda correctamente el momento histórico; pero se trata todavía de una confesión puramente «judía», que interpreta a Jesús como un Mesías político según las ideas de la época. Sólo la exposición de Marcos manifestaría una lógica clara, pues sólo un mesianismo político explicaría la oposición de Pedro al anuncio de la pasión, una intervención a la que Jesús —como hiciera cuando Satanás le ofreció el poder— responde con un brusco rechazo: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8, 33). Esta áspera reacción sólo sería coherente si con ella se hiciera referencia también a la confesión anterior y se la rechazara como falsa; no tendría lógica en cambio en la confesión madura, desde el punto de vista teológico, que aparece en la versión de Mateo.
(…)
Pero es el momento de volver a la confesión que Pedro hace de Cristo y, con ello, a nuestro tema principal. Hemos visto que Grelot considera la confesión de Pedro narrada por Marcos como totalmente «judía» y, por ello, rechazada por Jesús. Pero este rechazo no aparece en el texto, en el que Jesús sólo prohíbe la divulgación pública de esta confesión, que la gente de Israel podría efectivamente malinterpretar, conduciendo, por un lado, a una serie de falsas esperanzas en Él y, por otro, a un proceso político contra Él. Sólo después de esta prohibición sigue la explicación de lo que significa realmente «Mesías»: el verdadero Mesías es el «Hijo del hombre», que es condenado a muerte y que sólo así entra en su gloria como el Resucitado a los tres días de su muerte.
La investigación habla, en relación con el cristianismo de los orígenes, de dos tipos de fórmulas de confesión: la «sustantiva» y la «verbal»; para entenderlo mejor podríamos hablar de tipos de confesión de orientación «ontológica» y otros orientados a la historia de la salvación. Las tres formas de la confesión de Pedro que nos transmiten los sinópticos son «sustantivas»: Tú eres el Cristo; el Cristo de Dios; el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El Señor pone siempre al lado de estas afirmaciones sustantivas la confesión «verbal»: el anuncio anticipado del misterio pascual de cruz y resurrección. Ambos tipos de confesión van unidos, y cada uno queda incompleto yen el fondo incomprensible sin el otro. Sin la historia concreta de la salvación, los títulos resultan ambiguos: no sólo la palabra «Mesías», sino también la expresión «Hijo del Dios vivo». También este título se puede entender como totalmente opuesto al misterio de la cruz. Y viceversa, la mera afirmación de lo que ha ocurrido en la historia de la salvación queda sin su profunda esencia, si no queda claro que Aquel que allí ha sufrido es el Hijo del Dios vivo, es igual a Dios (cf. Flp 2, 6), pero que se despojó a sí mismo y tomó la condición de siervo rebajándose hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2, 7s). En este sentido, sólo la estrecha relación de la confesión de Pedro y de las enseñanzas de Jesús a los discípulos nos ofrece la totalidad y lo esencial de la fe cristiana. Por eso, también los grandes símbolos de fe de la Iglesia han unido siempre entre sí estos dos elementos.
Y sabemos que los cristianos —en posesión de la confesión justa— tienen que ser instruidos continuamente, a lo largo de los siglos, y también hoy, por el Señor, para que sean conscientes de que su camino a lo largo de todas las generaciones no es el camino de la gloria y el poder terrenales, sino el camino de la cruz. Sabemos y vernos que, también hoy, los cristianos —nosotros mismos— llevan aparte al Señor para decirle: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16, 22). Y como dudamos de que Dios lo quiera impedir, tratamos de evitarlo nosotros mismos con todas nuestras artes. Y así, el Señor tiene que decirnos siempre de nuevo también a nosotros: « ¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mc 8, 33). En este sentido, toda la escena muestra una inquietante actualidad. Ya que, en definitiva, seguimos pensando según «la carne y la sangre» y no según la revelación que podemos recibir en la fe.
Hemos de volver una vez más a los títulos de Cristo que se encuentran en las confesiones. Ante todo, es importante ver que la forma específica del título hay que comprenderla cada vez dentro del conjunto de cada uno de los Evangelios y de su particular forma de tradición. Siempre es importante la relación con el proceso de Jesús, durante el cual vuelve a aparecer la confesión de los discípulos como pregunta y acusación. En Marcos, la pregunta del sumo sacerdote retoma el título de Cristo (Mesías) y lo amplía: « ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?» (14, 61). Esta pregunta presupone que tales interpretaciones de la figura de Jesús se habían hecho de dominio público a través de los grupos de discípulos. El poner en relación los títulos de Cristo (Mesías) e Hijo procedía de la tradición bíblica (cf. Sal2, 7; Sal 110). Desde este punto de vista, la diferencia entre las versiones de Marcos y Mateo se relativiza y resulta menos profunda que en la exegesis de Grelot y otros. En Lucas, Pedro reconoce a Jesús —según hemos visto— como «el Ungido (Cristo, Mesías) de Dios». Aquí nos volvemos a encontrar con lo que el anciano Simeón sabía sobre el Niño Jesús, al que preanunció como el Ungido (Cristo) del Señor (cf. Lc 2, 26). Como contraste, a los pies de la cruz, «las autoridades» se burlan de Jesús diciéndole: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido» (Lc 23, 35). Así, el arco se extiende desde la infancia de Jesús, pasando por la confesión de Cesarea de Felipe, hasta la cruz: los tres textos juntos manifiestan la singular pertenencia del «Ungido» a Dios.
Pero en el Evangelio de Lucas hay que mencionar otro acontecimiento importante para la fe de los discípulos en Jesús: la historia de la pesca milagrosa, que termina con la elección de Simón Pedro y de sus compañeros para que sean discípulos. Los experimentados pescadores habían pasado toda la noche sin conseguir nada, y entonces Jesús les dice que salgan de nuevo, a plena luz del día, y echen las redes al agua. Para los conocimientos prácticos de estos hombres resultaba una sugerencia poco sensata, pero Simón responde: «Maestro… por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5, 5). Luego viene la pesca abundantísima, que sobrecoge a Pedro profundamente. Cae a los pies del Señor en actitud de adoración y dice: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (5, 8). Reconoce en lo ocurrido el poder de Dios, que actúa a través de la palabra de Jesús, y este encuentro directo con el Dios vivo en Jesús le impresiona profundamente. A la luz y bajo el poder de esta presencia, el hombre reconoce su miserable condición. No consigue soportar la tremenda potencia de Dios, es demasiado imponente para él. Desde el punto de vista de la historia de las religiones, éste es también uno de los textos más impresionantes para explicar lo que ocurre cuando el hombre se siente repentinamente ante la presencia directa de Dios. En ese momento el hombre sólo puede estremecerse por lo que él es y rogar ser liberado de la grandeza de esta presencia. Esta percepción repentina de Dios en Jesús se expresa en el título que Pedro utiliza ahora para Jesús: Kyrios, Señor. Es la denominación de Dios utilizada en el Antiguo Testamento para remplazar el nombre de Dios revelado en la zarza ardiente que no se podía pronunciar. Si antes de hacerse a la mar Jesús era para Pedro el «epistáta» —que significa maestro, profesor, rabino—, ahora lo recibe como el Kyrios.
Una situación similar la encontramos en el relato de Jesús que camina sobre las aguas del lago encrespadas por la tempestad para llegar a la barca de los discípulos. Pedro le pide que le permita también a él andar sobre las aguas para ir a su encuentro. Como empezaba a hundirse, la mano tendida de Jesús lo salva, subiendo después los dos a la barca. En ese instante el viento se calma. Entonces ocurre lo mismo que había sucedido en la historia de la pesca milagrosa: los discípulos de la barca se postran ante Jesús, un gesto que expresa a la vez sobrecogimiento y adoración. Y reconocen: «Realmente eres el Hijo de Dios» (cf. Mt 14, 22-33). La confesión de Pedro narrada en Mateo 16, 16 encuentra claramente su fundamento en esta y en otras experiencias análogas que se relatan en el Evangelio. En Jesús, los discípulos sintieron muchas veces y de distintas formas la presencia misma del Dios vivo.
Antes de intentar componer una imagen con todas estas piezas del mosaico, debemos examinar brevemente aún la confesión de Pedro que aparece en Juan. El sermón eucarístico de Jesús, que en Juan sigue a la multiplicación de los panes, retoma públicamente, por así decirlo, el «no» de Jesús al tentador, que le había invitado a convertir las piedras en panes, es decir, a ver su misión reducida a proporcionar bienestar material. En lugar de esto, Jesús hace referencia a la relación con el Dios vivo y al amor que procede de Él, que es la verdadera fuerza creadora, dadora de sentido, y después también de pan: así explica su misterio personal, se explica a sí mismo, a través de su entrega como el pan vivo. Esto no gusta a los hombres; muchos se alejan de Él. Jesús les pregunta a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Pedro responde: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna: nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios» (in 6, 68s).
Hemos de reflexionar con más detalle sobre esta versión de la confesión de Pedro en el contexto de la Última Cena. En dicha confesión se perfila el misterio sacerdotal de Jesús: en el Salmo 106, 16 se llama a Aarón «el santo de Dios». El título remite retrospectivamente al discurso eucarístico y, con ello, se proyecta hacia el misterio de la cruz de Jesús; está por tanto enraizado en el misterio pascual, en el centro de la misión de Jesús, y alude a la total diferencia de su figura respecto a las formas usuales de esperanza mesiánica. El Santo de Dios: estas palabras nos recuerdan también el abatimiento de Pedro ante la cercanía del Santo después de la pesca milagrosa, que le hace experimentar dramáticamente la miseria de su condición de pecador. Así pues, nos encontramos absolutamente en el contexto de la experiencia de Jesús que tuvieron los discípulos, y que hemos intentado conocer a partir de algunos momentos destacados de su camino de comunión con Jesús.
¿Qué conclusiones podemos sacar de todo esto? En primer lugar hay que decir que el intento de reconstruir históricamente las palabras originales de Pedro, considerando todo lo demás como desarrollos posteriores, tal vez incluso a la fe postpascual, induce a error. ¿De dónde podría haber surgido realmente la fe postpascual si el Jesús prepascual no hubiera aportado fundamento alguno para ello? Con tales reconstrucciones, la ciencia pretende demasiado.
Precisamente el proceso de Jesús ante el Sanedrín pone al descubierto lo que de verdad resultaba escandaloso en Él: no se trataba de un mesianismo político; éste se daba en cambio en Barrabás y más tarde en Bar-Kokebá. Ambos tuvieron sus seguidores, y ambos movimientos fueron reprimidos por los romanos. Lo que causaba escándalo de Jesús era precisamente lo mismo que ya vimos en la conversación del rabino Neusner con el Jesús del Sermón de la Montaña: el hecho de que parecía ponerse al mismo nivel que el Dios vivo. Éste era el aspecto que no podía aceptar la fe estrictamente monoteísta de los judíos; eso era lo que incluso Jesús sólo podía preparar lenta y gradualmente. Eso era también lo que — dejando firmemente a salvo la continuidad ininterrumpida con la fe en un único Dios—impregnaba todo su mensaje y constituía su carácter novedoso, singular, único. El hecho de que el proceso ante los romanos se convirtiera en un proceso contra un mesianismo político respondía al pragmatismo de los saduceos. Pero también Pilato sintió que se trataba en realidad de algo muy diferente, que a un verdadero «rey» políticamente prometedor nunca lo habrían entregado para que lo condenara.
Con esto nos hemos anticipado. Volvamos a las confesiones de los discípulos. ¿Qué vemos, si juntamos todo este mosaico de textos? Pues bien, los discípulos reconocen que Jesús no tiene cabida en ninguna de las categorías habituales, que Él era mucho más que «uno de los profetas», alguien diferente. Que era más que uno de los profetas lo reconocieron a partir del Sermón de la Montaña y a la vista de sus acciones portentosas, de su potestad para perdonar los pecados, de la autoridad de su mensaje y de su modo de tratar las tradiciones de la Ley. Era ese «profeta» que, al igual que Moisés, hablaba con Dios como con un amigo, cara a cara; era el Mesías, pero no en el sentido de un simple encargado de Dios.
En Él se cumplían las grandes palabras mesiánicas de un modo sorprendente e inesperado: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal2, 7). En los momentos significativos, los discípulos percibían atónitos: «Este es Dios mismo». Pero no conseguían articular todos los aspectos en una respuesta perfecta.
Utilizaron —justamente— las palabras de promesa de la Antigua Alianza: Cristo, Ungido, Hijo de Dios, Señor. Son las palabras clave en las que se concentró su confesión que, sin embargo, estaba todavía en fase de búsqueda, como a tientas. Sólo adquirió su forma completa en el momento en el que Tomás tocó las heridas del Resucitado y exclamó conmovido: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Pero, en definitiva, siempre estaremos intentando comprender estas palabras. Son tan sublimes que nunca conseguiremos entenderlas del todo, siempre nos sobrepasarán. Durante toda su historia, la Iglesia está siempre en peregrinación intentando penetrar en estas palabras, que sólo se nos pueden hacer comprensibles en el contacto con las heridas de Jesús y en el encuentro con su resurrección, convirtiéndose después para nosotros en una misión.
Benedicto XIV, Jesús de Nazaret, Primera Parte, Ediciones Planeta, Santiago de Chile, 2007, pp. 337-356
P. José A. Marcone, IVE
El Primado de Pedro
(Mt 16,13-20)
Introducción
El acontecimiento narrado en el evangelio de hoy está situado en el tercer año de la vida pública de Cristo. Según la cronología de los cuatro evangelios faltan, aproximadamente, ocho meses para su pasión muerte y resurrección. Jesús ya va culminando toda la transmisión de su doctrina y su obra principal: la fundación de la Iglesia Católica. Santa Tomás define toda la obra de Cristo de esta manera: “A esto vino Cristo a este mundo: para fundar la Iglesia”1. Y hoy la provee de la indefectibilidad y la infalibilidad dándole la Roca sobre la cual se asienta, es decir, Pedro, que es el Papa. El evangelio de hoy nos habla del Primado de Pedro.
El lugar en que sucedió el acontecimiento que narra el evangelio de hoy es la región de Cesaréa de Filipo, a 40 km. al Norte del Mar de Galilea. En la época de Jesús había dos Cesaréa. Una era la Cesaréa Marítima, que quedaba en la costa del mar Mediterráneo en la región central de Israel. Esta Cesaréa, llamada también Traconis, había sido construida por Herodes el Grande en honor de César Augusto. La Cesaréa de Filipo del evangelio de hoy fue construida por Filipo (hijo de Herodes el Grande) en honor de César Tiberio. Esta ciudad está ya fuera de los límites de la Galilea; está dentro de la zona de la Traconítide que, junto con Abilene e Iturea, era gobernada por Filipo.
Dado que lo central del evangelio de hoy es la constitución del Primado de Pedro sobre toda la Iglesia y la revelación de la indefectibilidad e infalibilidad de Pedro y de la Iglesia, vamos a centrarnos casi solamente en la respuesta que Jesús hace a la confesión de Pedro, donde de hecho se instituye el Primado de Pedro.
1. La confesión de Pedro
Pedro responde la pregunta de Jesús acerca de quién dicen ellos, los Apóstoles, que es Él, de la siguiente manera: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16) .
Con esto dice dos cosas: que es el Mesías y que es el Hijo natural de Dios. “El Mesías es el plenipotenciario de Dios, el último enviado después de todos los profetas. Después de él no puede venir nadie más que le supere. Su palabra es la última palabra de Dios, el Mesías según la fe de los rabinos trae la válida interpretación de la torah. La presentación del Mesías determina el tiempo de empezar el último tiempo. Es la gran y concluyente señal que Dios pone en el mundo”2. Mesías significa ‘ungido’ y el ungido por excelencia en Israel es el rey. El Mesías, que en griego se dice ‘Cristo’, era el rey esperado desde los tiempos de Israel que lo iba a liberar definitivamente de toda opresión.
Y al responder que Jesús es el Hijo de Dios viviente, está afirmando la divinidad de Cristo. En efecto, dice San Juan Crisóstomo: “Si Pedro no hubiera confesado a Jesús por Hijo natural de Dios y nacido del Padre mismo, su confesión no hubiera sido obra de una revelación. (…) ¿Por qué, pues, Pedro es proclamado bienaventurado? Porque le confesó Hijo natural de Dios”3. Y dice Santo Tomás: “¿Por qué Pedro es aquí proclamado bienaventurado y no los otros? Porque los otros lo habían confesado como hijo adoptivo de Dios, en cambio aquí Pedro lo confesó Hijo natural de Dios. Por esta razón aquí Pedro es declarado bienaventurado por sobre los demás, por ser el primero en confesar la divinidad de Cristo”4.
2. La respuesta de Jesús
Son cuatro las cosas que Jesús le dice a Pedro. Veámoslas de la manera más breve posible, de acuerdo al ámbito obligado de una homilía dominical.
2.1 “Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18a)
En el original griego se dice literalmente: “Tú eres Petros y sobre esta petra edificaré mi Iglesia”. Sin embargo, Jesucristo habló en arameo y usó el sobrenombre de Petros en arameo, es decir, Kéfas, que en arameo es de género masculino5. Entonces, Jesucristo en arameo dijo: “Tú eres Kéfas y sobre este kéfas edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Por eso dice un autor: “En arameo el juego de palabras era perfecto”6.
La imagen es muy simple y clara: es la de un castillo que pone sus cimientos artificiales (cal, arena, etc.) sobre un cimiento natural, es decir, la roca. Un castillo así no puede ser expugnado.
El nombre Petros, en griego, en todo el Nuevo Testamento aparece 154 veces. A eso hay que agregarle las 9 veces que se lo llama Kéfas (sin contar las veces que, a la misma persona, se la denomina con su nombre de pila, es decir, Simón). Solamente es superado por el nombre de Jesús (905 veces) y por el nombre de Cristo (529 veces)7. Esto quiere decir mucho: el sobrenombre Kéfas en arameo o Pétros en griego fue importantísimo para la Iglesia naciente porque significaba una función capital dentro de la Iglesia, función que había sido conferida por el mismo Cristo. O sea que el hecho que se mantuviera de una manera tan escrupulosa el sobrenombre de Kéfas-Petros solamente puede explicarse por el hecho de que Jesús asignó a Simón la función de ser roca o fundamento del edificio de la futura comunidad mesiánica, y esa comunidad así lo reconocía y quería expresarlo sin ambigüedades.
De aquí se sigue que Pedro (una persona) será el fundamento de toda una edificación. La Iglesia se compara (metáfora) a una ciudad o un castillo. Esa Iglesia es una sociedad sobrenatural a la cual hay que pertenecer necesariamente para salvarse. Esa sociedad, formada por hombres, se asienta sobre Pedro como sobre una Roca.
Esto implica tres cosas. Primero, la Iglesia de Cristo no puede ser más que una (mi Iglesia, en singular). Segundo, la unidad de la Iglesia. Un castillo recibe unidad si sus cimientos artificiales están asentados sobre cimientos naturales, es decir, roca. Tercero, preeminencia. Si bien la Roca está debajo, sin embargo, es la causa de la existencia de la Iglesia. Por lo tanto, la Roca está por encima de todas las demás piedras que forman el castillo o la ciudad. Esa Roca es la primera, la cabeza o la autoridad absoluta.
2.2 “Las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16,18b)
La palabra que en castellano vertimos por ‘infierno’, en el original griego es hades. Hades en griego es lo que la Biblia del AT llama sheol. El sheol en el AT “significa en sí la mansión de los muertos, con la tendencia a designar cada vez más exclusivamente a aquellos que han sido arrastrados por los poderes del mal a la muerte del pecado y se encuentran encerrados juntamente con el diablo en su reino (Is 14,9; Ez 32,17-18)”8. Las puertas son el signo del poder, dado que un castillo o una ciudad era más fuerte mientras más fuertes eran sus puertas.
Esto implica dos cosas. Primero, la muerte no prevalecerá sobre la Iglesia, es decir, la Iglesia de Cristo permanecerá para siempre.
Segundo, y como consecuencia necesaria de lo primero, la Roca debe estar siempre presente y no puede no estar. La Roca, una persona, debe estar en los sucesores de la Roca. La Roca fue obispo de Roma, luego el obispo de Roma será la Roca.
Tercero, importantísimo, lo más importante de todo. Ni el pecado ni el diablo prevalecerán sobre la Iglesia o sobre la Roca. Esto significa que la Iglesia será indefectible de manera infalible en su función de brindar la salvación a aquellos que quieran salvarse, es decir, crean en Cristo y quieran pertenecer a esa sociedad sobrenatural que es la Iglesia. Esto no quiere decir que no va a haber pecado dentro de la Iglesia ni que el diablo no vaya a sembrar hombres malvados dentro de la Iglesia (parábola del trigo y la cizaña), sino que ni el pecado del mundo (exterior a la Iglesia) ni el pecado que está dentro de la Iglesia ni los hombres malvados del mundo (de fuera de la Iglesia) ni los hombres malvados sembrados por el diablo dentro de la Iglesia podrán impedir que la Iglesia brinde siempre indefectiblemente de manera infalible la salvación a aquellos que quieran salvarse.
En esta frase (‘las puertas del infierno no prevalecerán’), está el fundamento bíblico de la infalibilidad del Papa, pero en forma general. Con la última frase, ‘lo que ates…, lo que desates…, etc.’, es decir, con el poder de atar y desatar, se especificará en qué consiste la infalibilidad de la Roca y, en consecuencia, de la Iglesia.
Por lo tanto, el fundamento bíblico del dogma de la infalibilidad se encuentra en estas tres palabras del original griego: ou katisjýsousin autês, ‘no prevalecerán sobre ella’9.
2.3 “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos” (Mt 16,19a)
Para Santo Tomás la figura de las llaves expresa una realidad muy simple y muy clara. Cristo fundó la Iglesia para introducir a los hombres en el Reino de los Cielos. Para introducir a alguien en un reino o castillo se necesitan las llaves para abrir las puertas. Por lo tanto, se puede decir que las llaves tienen la misión de introducir. Por lo tanto, al darle a Pedro las llaves del Reino de los Cielos le dio la misión de introducir a los hombres en el Reino de los Cielos. Resumiendo: “Cristo dio a Pedro las llaves. Ahora bien, las llaves introducen. Por lo tanto, Pedro tiene el ministerio de introducir”10.
Introducir significa quitar los impedimentos para entrar. Ahora bien, los impedimentos no provienen del Reino, que está siempre abierto, como dice el Apocalipsis: “He aquí que vi una puerta abierta en el cielo” (Apoc 4,1). Los impedimentos provienen de nosotros. Esos impedimentos son nuestros pecados. Por lo tanto, el ministerio o servicio de introducir que tiene Pedro consiste en quitar los pecados de los hombres para que puedan entrar en el Reino de los Cielos, como dice el Apocalipsis: “En la ciudad celestial no entrará nada impuro” (Apoc 21,27). Por lo tanto, el ministerio o servicio o poder de las llaves consiste en una comunicación que Cristo hace a Pedro para que, por su ministerio, los pecados sean perdonados, lo cual se realiza por virtud de la sangre de Cristo11.
Por lo tanto, decir ‘a ti te daré la llave del Reino de los Cielos’ es lo mismo que decir ‘a ti daré el ministerio de perdonar los pecados en virtud de la sangre que yo derramaré en la cruz’.
La relación entre la frase ‘las puertas del infierno no prevalecerán contra ella’ y la frase ‘te daré las llaves del Reino de los Cielos’ es la siguiente. La primera frase asegura la indefectibilidad y la infalibilidad de la Iglesia a causa de la Roca sobre la que está fundada, la persona de Pedro. De esta manera deja libre y sin preocupaciones al dueño de casa para que pueda cumplir su función con toda seguridad, indefectibilidad e infalibilidad. Es decir, deja libre al dueño de casa para que abra la puerta con las llaves que Cristo le dio, sin preocuparse de los enemigos (la muerte, el pecado y el diablo). Abrir la puerta significa dar la salvación.
La última frase especifica en qué consistirá concretamente esa indefectibilidad e infalibilidad prometida en general en las dos frases anteriores. Por eso dice Santo Tomás: “Primero le confió las llaves; luego le enseña su uso, cuando dice: ‘Lo que ates en la tierra, quedará atado también en el cielo, etc.’”12.
Hay, por lo tanto, una graduación en la revelación de la indefectibilidad e infalibilidad de Pedro y de la Iglesia. Primero, se afirma esa indefectibilidad e infalibilidad con toda certeza y seguridad en la frase ‘las puertas del infierno no prevalecerán contra ella’. Después se dice que esa indefectibilidad e infalibilidad consistirá en dar la salvación a los que quieran salvarse en la frase ‘te daré las llaves del Reino de los Cielos’. Y finalmente se especifica cómo se realizará y en que consistirá concretamente esa indefectibilidad e infalibilidad en la frase ‘lo que ates en la tierra será también atado en el cielo…’
2.4 “Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, lo que desates en la tierra…” (Mt 16,19b)
Las siguientes palabras se W. Trilling explican exacta y brevemente lo que significa la frase de Cristo: “Las expresiones atar y desatar provienen de la terminología rabínica. Con ellas se entendía que alguien tiene el poder de declarar verdadera o falsa una doctrina. Un segundo significado alude al poder de excluir a alguien de la comunidad de Israel (de excomulgar) o de acogerlo en la misma. (…). Los dos significados guardan una relación interna entre sí (…). Con tales palabras se abría o se cerraba a la comunidad de Israel el acceso al reino de Dios. Es de suponer que en las palabras de Jesús también tienen validez los dos significados en su relación interna. Pedro debe tener el poder de decidir qué ha de estar en vigor como verdadera doctrina y quién puede participar en la salvación del reino de Dios siendo recibido en la Iglesia de Cristo”13.
Por lo tanto, la indefectibilidad e infalibilidad de Pedro residen en dos cosas. En primer lugar, en el hecho de que jamás puede equivocarse al declarar verdadera o falsa una doctrina cuando actúa como Pedro (y no como teólogo privado). En segundo lugar, en la capacidad para aplicar sanciones penales que, incluso, pueden llegar hasta la exclusión de la pertenencia a la Iglesia, es decir, la excomunión.
Ambas capacidades tienen una relación interna, dice Trilling. ¿Por qué? Porque Pedro, ante la pertinacia en un error doctrinal, es decir, ante la pertinacia en una herejía, puede y debe aplicar la sanción penal de la excomunión. La primera, principal y fundamental causa (aunque no la única) por la cual Cristo dio a Pedro la capacidad de aplicar la excomunión es la obstinación en la herejía. Pero, en general, es “el poder y el derecho de discernir, para que distinga a los dignos del Reino de los Cielos de los que no lo son”14.
3. El Magisterio de la Iglesia
Todo lo dicho anteriormente coincide perfectamente con el dogma de la infalibilidad del Papa declarado solemnemente el 18 de julio de 1870 en el Concilio Vaticano I: “Así, pues, Nosotros, siguiendo la tradición recogida fielmente desde el principio de la fe cristiana, para gloria de Dios Salvador nuestro, para exaltación de la fe católica y salvación de los pueblos cristianos, con aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado: Que el Romano Pontífice, – cuando habla ex cathedra – esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal -, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad (infallibilitate) de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia. Y si alguno tuviere la osadía, lo que Dios no permita, de contradecir a esta nuestra definición, sea anatema”15. El ‘sea anatema’ quiere decir que es pecado mortal negar esta doctrina.
Y el Concilio Vaticano II consideró necesario repetir esta doctrina: “El Romano Pontífice tiene sobre la Iglesia, en virtud de su cargo, es decir, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, plena, suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer libremente” (Lumen Gentium, nº 22).
Y también dice el Concilio Vaticano II: “Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad” (Lumen Gentium, nº 25).
Conclusión
Debemos tener la absoluta certeza de que jamás existirá un legítimo sucesor de Pedro en el episcopado de Roma que pueda defeccionar en la misión fundamental de asegurar la salvación eterna para aquellos que se quieran salvar. Es absolutamente imposible, con necesidad teológica, que algún Papa, hablando como Papa, nos enseñe una doctrina errónea. Es absolutamente imposible, con necesidad teológica, que algún Papa haga una reforma de la Iglesia de tal tenor que sea un obstáculo insalvable para la salvación de los que se quieren salvar. La Iglesia es indefectible a causa de su Roca, el Papa, y siempre, absolutamente siempre, brindará con plenitud los medios de salvación para aquel que los requiera.
Esta verdad debe ser un bálsamo permanente para nuestras mentes turbadas ante tanta confusión doctrinal como la hay hoy. Lamentablemente dan un triste espectáculo ciertos blog de gente católica (sacerdotes y laicos), que tienen cierta formación teológica y recta doctrina y que critican abiertamente al Papa Francisco, sembrando la desazón y la duda acerca del dogma (no olvidemos, dogma) de la infalibilidad papal que implica la indefectibilidad de la Iglesia. Y siembran también el temor y el desconcierto acerca de lo que pueda ocurrir con la Iglesia.
La fe en el dogma de la infalibilidad del Papa no me obliga a creer que todas las decisiones de gobierno del Papa sean impecables. El dogma versa sobre las verdades referidas a la fe y las costumbres. Tampoco quiere decir que todas las frases que diga un Papa sean felices y bien logradas. Tampoco quiere decir que todo Papa debe caerme simpático. La fe en el dogma de la infalibilidad del Papa tampoco me impide considerar que el estilo de un Papa me guste más que el estilo de otro Papa. Eso es perfectamente legítimo.
Pero es necesario tener presente un principio esencialísimo en el modo de considerar a nuestros superiores jerárquicos en la Iglesia, en primer lugar, el Papa. Ese principio está enunciado por San Ignacio de Loyola en las “Reglas para el verdadero sentido que debemos tener en la Iglesia”16, es decir, las reglas con las que este gran santo hacer regir el tan mentado sensus Ecclesiae. En la regla nº 10 dice: “Aun cuando las costumbres de nuestros superiores no fuesen buenas, no hay que criticarlas ni predicando en público ni hablando delante del pueblo sencillo, porque engendrarían más murmuración y escándalo que provecho. De esta manera indignaríamos al pueblo contra sus superiores. Pero hay que tener en cuenta que, así como hace daño el hablar mal en ausencia de los superiores a la gente sencilla, así también puede hacer provecho hablar de las malas costumbres de nuestros superiores a las personas que pueden poner remedio”17.
Por lo tanto, mal hacen aquellos que les parece encontrar defectos en el Papa Francisco al publicarlos desde un ambón tan altisonante como es la web y que está al alcance de tanta gente sencilla. Les falta sensus Ecclesiae. Si ellos consideran que el Papa Francisco comete errores y faltas deberían tratar de hablar con aquellas personas que pueden poner remedio, como puede ser algún Cardenal o grupo de cardenales. Pero si no se puede hacer eso, entonces lo que se debe hacer es callar.
San Pablo no dudó en corregir a San Pedro porque Pedro cometió el pecado de simulación, ya que desde que llegaron a Antioquía los cristianos partidarios de la circuncisión, Pedro no se juntó más con los cristianos que procedían de la gentilidad (Gál 2,11-14). Pero Pablo corrigió a Pedro en su propia cara. Si eso, para nosotros, no es posible hacerlo, debemos callar. No nos es lícito comentarlo con la gente sencilla “porque engendraríamos más murmuración y escándalo que provecho”.
Si a causa de una actitud que no me gusta de algún Papa se engendra en mí alguna turbación, en ese caso debe primar y prevalecer siempre el dogma sobre cualquier defecto o estilo que no es de mi agrado. En estos casos debemos tener siempre muy presente lo que dice el Concilio Vaticano II: “Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo” (Lumen Gentium, nº 25).
Pidámosle a la Virgen María la gracia, tan necesaria en nuestro tiempo, de descansar plácidamente sobre el dogma de la infalibilidad del Papa.
1 “Ad hoc venit Christus in hunc mundum ut Ecclesiam fundaret” (Sancti Tomae de Aquino, Super Evangelium S. Matthaei lectura, caput 16, lectio 2; traducción nuestra).
2 Trilling, W., en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969.
3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 54,1, BAC, Madrid, 1956, p. 139.140.
4 Sancti Tomae de Aquino, ibidem; traducción nuestra.
5 Espero que no se me enojen los defensores de la ‘ideología de género’.
6 Anton, A., La Iglesia de Cristo, BAC, Madrid, 1977, p. 407.
7 Cf. Guerra Gómez, M., El idioma del Nuevo Testamento, Ediciones Aldecoa, Burgos, 1981, p. 115.
8 Anton, A., La Iglesia de Cristo…, p. 409.
9 La Vulgata vierte: Non praevalebunt adversum eam.
10 “Christus (…) Petrum (…) claves dedit. Clavis enim introducit: unde Petrus habet ministerium introducendi” (SAncti Tomae de Aquino, Ibidem; traducción nuestra). Ministerium puede traducirse por ‘ministerio’ o también por ‘servicio’.
11 Cf. Sancti Tomae de Aquino, Ibidem.
12 “Primo claves committit; secundo usum docet: et quodcumque ligaveris super terram, erit ligatum et in caelis et cetera” (Sancti Tomae de Aquino, Ibidem; traducción nuestra).
13 Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969.
14 Rábano Mauro, citado en Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea, comentario a Mt 16,18.
15 Concilio Vaticano I, Constitución Dogmática Pastor Aeternus sobre la Iglesia de Cristo, cap. 4; Denzinger-Schonmetzer, nº 3073 – 3075.
16 San Ignacio de Loyola, Libro de los Ejercicios Espirituales, nº 352 – 370.
17 Esta es una traducción nuestra del castellano antiguo de San Ignacio a un castellano que pretende ser más moderno y más fácil de entender. San Ignacio dice textualmente: “10ª regla. Debemos ser más promptos para abonar y alabar assí constitutiones, comendaciones como costumbres de nuestros mayores; porque dado que algunas no sean o no fuesen tales, hablar contra ellas, quier predicando en público, quier platicando delante del pueblo menudo, engendrarían más murmuración y escándalo que provecho; y assí se indignarían el pueblo contra sus mayores, quier temporales, quier spirituales. De manera que así como hace daño el hablar mal en absencia de los mayores a la gente menuda, así puede hacer provecho hablar de las malas costumbres a las mismas personas que pueden remediarlas” (San Ignacio de Loyola, ídem, nº 362)
Papa Francisco
¿Quién pensamos que es Jesús?
En el Evangelio dominical que refiere la pregunta de Cristo a los Apóstoles, “¿y ustedes quién dicen que soy yo?”, es necesario responder a Jesús con el corazón, inspirados por la veneración por Él y por la roca de su Amor.
“¿Quién dicen que soy yo?” Una pregunta a la cual Pedro responde: “Tú eres el Cristo de Dios, el Ungido del Señor”, que también dos mil años después nos implica, que nos pone en crisis, una prueba del nueve en nuestro camino de fe. Una pregunta dirigida al corazón y a la que hay que responder con la humildad del pecador, más allá de las frases hechas o de conveniencia, que casi contiene otraa, especular y también decisiva: “¿Quién pensamos que es Jesús?”:
Nosotros, también nosotros, que somos apóstoles y siervos del Señor debemos responder, porque el Señor nos pregunta: “¿Qué cosa piensas tú de mí?”. Pero lo hace, ¡eh! ¡Lo hace tantas veces! “¿Qué cosa piensas tú de mí?” dice el Señor. Y nosotros no podemos hacer como aquellos que no entienden bien. “¡Pero tú eres el ungido! Sí, he leído”. Con Jesús no podemos hablar como con un personaje histórico, un personaje de la historia, ¿no? Jesús está vivo ante nosotros. Esta pregunta la hace una persona viva. Y nosotros debemos responder, pero con el corazón”.
También hoy estamos llamados por Jesús a realizar esa elección radical hecha por los Apóstoles, una elección total, en la lógica del “todo o nada”, un camino que hay que realizar y para el cual hay que estar iluminados por una “gracia especial”, vivir siempre sobre la sólida base de la veneración y del amor por Jesús:
Veneración y amor por su Santo Nombre. Certeza de que Él nos ha establecido sobre una roca: la roca de su Amor. Y de este amor nosotros te damos la respuesta, damos la respuesta. Y cuando Jesús hace estas preguntas – ‘¿Quién soy yo para ti?’ – hay que pensar en esto: yo estoy establecido sobre la roca de su amor. Él me guía. Debo responder firme sobre esa roca y bajo su guía.
“¿Quién soy yo para ustedes?”, nos pregunta Jesús. A veces se siente vergüenza de responder a esta pregunta porque sabemos qué es lo que no va en nosotros, somos pecadores. Pero es precisamente éste el momento en el debemos confiar en su amor y responder con ese sentido de la verdad, tal como hizo Pedro en el Lago de Tiberíades. “Señor tú sabes todo”. Es precisamente en el momento en que nos sentimos pecadores, cuando el Señor nos ama tanto y así como puso al pescador Pedro como jefe de su Iglesia, del mismo modo también con nosotros hará algo bueno:
¡Él es más grande, Él es más grande! Y cuando nosotros decimos de la veneración y del amor, seguros, seguros sobre la roca del amor y bajo su guía: ‘Tú eres el ungido’, esto nos hará tanto bien y nos hará ir hacia delante con seguridad y nos hará tomar la Cruz cada día, que a veces es pesada. Vayamos adelante así, con alegría, y pidiendo esta gracia: ¡dona a tu pueblo, Padre, vivir siempre en la veneración y en el amor por tu Santo Nombre! Y con la certeza de que ¡Tú jamás privas de tu guía a aquellos que has establecido sobre la roca de tu Amor! ¡Así sea!
Homilía del Papa Francisco el domingo 23 de junio de 2013.
P. Gustavo Pascual, IVE
La confesión de Pedro
Mt 16, 13-20
El Evangelio de este domingo relata la confesión de Pedro y la promesa de su primado por parte de Jesús. ¿Dónde sucedió? En el confín norte de la Palestina en una ciudad llamada Cesarea de Filipo. En ese lugar se encontraba un templo construido por Herodes en honor del Cesar y un templo al dios Pan, dios de la fertilidad. Allí entre la adoración del estado, la estatolatría y la adoración de la naturaleza, el naturalismo, los dos enemigos eternos de la religión1 Jesús va a comenzar su Iglesia y la única religión en la que se encuentra la salvación, la Católica y así como ambos templos se levantaban sobre la roca, Jesús fundará su Reino sobre una piedra, Pedro. Este Reino aplastará las falsas idolatrías para adorar al único Dios verdadero y su guía visible también será un hombre que merece veneración máxima, no adoración, pero que representa y es vicario del hombre-Dios al cual sí adoramos y por el cual se llega a la adoración del único Dios.
Ante el asombroso espectáculo de las falsas religiones fundadas sobre la piedra, Jesús pregunta a sus discípulos lo que opina la gente sobre Él. Jesús quiere conocer la opinión pública.
Hoy dicen: la mayoría nunca se equivoca y la voz del pueblo es sagrada, la voz de la mayoría tiene fuerza de verdad absoluta, los plebiscitos son determinantes, el sufragio universal es la certeza. En éste caso, con gente mucho más instruida, se equivocó. ¿Más instruida? Si, más instruida sobre el conocimiento del taumaturgo y predicador que había surgido en el pueblo y que casi la mayoría lo conocía personalmente y hasta tenía la oportunidad, si quería, de vivir con Él o seguirlo temporalmente. Esto no ocurre en nuestra sociedad masificada donde la opinión pública la determina especialmente el poder de la propaganda, los medios de comunicación social y en definitiva la minoría poderosa que los maneja y que tiene bien claro los planes que sigue y los métodos para animalizar a los hombres, es decir para masificarlos. La masa que opina, lamentablemente, no tiene ni el más remoto conocimiento, la mayoría de las veces, sobre el tema o la persona del cual opina o elige. Sólo conoce de oídas y por lo que le hacen conocer.
La gente daba respuestas sobre Cristo cercanas pero no precisas. Todas ellas no trascendían al hombre por más que confesaban en él un hombre extraordinario, pues, entre un hombre extraordinario y Jesús hay un abismo.
Jesús les pregunta a ellos sobre su persona. Pedro en nombre de todos responde: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Pedro confiesa a Jesús como el Mesías esperado por Israel “el Cristo”, pero confiesa algo que marca su respuesta como sobrenatural, su divinidad: “el Hijo de Dios vivo”. La respuesta de Pedro es certera y es inspirada por el Padre. No procede del hombre porque de ser así Pedro no hubiese dado una respuesta mayor que las de la opinión pública. Jesús lo felicita y le manifiesta la gracia que ha recibido de Dios y la eterna elección divina de ser el primero entre los apóstoles. “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. A esa predilección del Padre por Pedro, conocida también eternamente por Jesús, siguen las gracias necesarias para tal misión porque “Dios da a cada uno la gracia según la misión para que es elegido”2. Jesús lo hace fundamento de la Iglesia, lo hace kephas, piedra. Tu eres Pedro, tu eres piedra y sobre ti, piedra, edificaré mi Iglesia, mi única Iglesia, la Iglesia Católica y te doy seguridad que contra ella no podrá nadie, ni siquiera el diablo, ni todos los diablos juntos. Y, además, de fundar su Iglesia sobre él, le da las llaves de la Iglesia, lo constituye señor sobre todos los que forman parte de ella, le da la primacía de jurisdicción. Pedro es la cabeza visible de la Iglesia, el que la rige, el monarca absoluto de ella y es el mismo Cristo que se nos hace visible en Pedro. Quien obedece a Pedro, obedece a Cristo. Él es Cristo entre nosotros. Y también le da el poder de atar y desatar, es decir, la potestad doctrinal para declarar lo que está de acuerdo a la enseñanza de Cristo o no, lo que deben seguir los cristianos para seguir a Cristo y lo que deben evitar para no apartarse de Cristo. Pedro tiene la potestad de determinar lo que está de acuerdo a la enseñanza de Cristo en lo concerniente a la fe y a la moral.
Estas prerrogativas concedidas por Cristo a Pedro no terminan en la persona de Pedro sino que se extienden a sus sucesores. Pedro es hoy el obispo de Roma, el Papa. Pues la Iglesia no termina con Pedro, al contrario, comienza con Pedro y se extenderá hasta la segunda venida en su aspecto visible aunque definitivamente es eterna. Esta Iglesia que tiene ya más de dos mil años sigue siendo regida por Pedro en la persona del Papa porque el Papa sigue siendo la piedra sobre la cual Cristo la fundó.
La piedra sobre la cual ha sido fundada la Iglesia Católica es la que más embates ha sufrido a lo largo de la historia porque todos saben que removiendo la piedra fundamental todo el edificio se destruye pero es inútil dar coces contra el aguijón3 porque la piedra es Cristo, el único fundamento4, contra el que los hombres nada pueden, aunque destruyan la piedra visible como ha sucedido a lo largo de la historia con los Papas mártires o confesores. Todos los herejes y cismáticos, de una manera u otra, han querido remover la piedra pero como la piedra es inamovible ellos se han movido y edificado fuera de ella y su casa ha quedado en ruinas5.
No hay que idolatrar a la piedra visible porque construiríamos en Cesarea un templo más a la creatura junto a los de Pan y el Cesar. El Papa hace las veces de Cristo cuando habla como vicario de Cristo en las cosas referentes a fe y moral y en eso no se equivoca, es infalible, porque es el mismo Cristo el que habla por él. Pero en todo lo demás es un hombre como cualquiera, hombre pecador y falible. Es plausible que sea santo porque representa al “Santo de Dios” y que sea docto porque representa al “Maestro” pero no ha sido así siempre. La voluntad de Cristo ha sido que esa cabeza visible de la Iglesia, esa piedra que se ve a lo lejos sea la referencia segura para no extraviar el camino, para no separarnos de Jesús, “el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Sin esta piedra diremos de Jesús que es “Juan el Bautista”, “Elías”, “Jeremías”, “un profeta” como hacen los protestantes y todos los que van por ese camino. Pedro es un hombre, es el primero entre los apóstoles, es el vicario de Cristo, es el monarca de la Iglesia, es el pastor de toda la Iglesia. Es la piedra visible sobre la que se levanta la Iglesia de Cristo destronando con la fuerza de la verdad a la idolatría y a la opinión pública.
1 Cf. Castellani, Las Parábolas de Cristo…, 190
2 III, 27, 5 ad 1
3 Cf. Hch 26, 14
4 Cf. 1 Co 3, 11
5 Mt 7, 26-27
San Juan Crisóstomo
La confesión de Pedro
1. — ¿Por qué razón nombra al fundador de la ciudad? Porque hay otra Cesarea, la llamada de Estratón, y no fue en esta sino en aquélla, donde el Señor preguntó a sus discípulos. Allí los llevó lejos de los judíos, a fin de que, libres de toda angustia, pudieran decir con entera libertad cuanto íntimamente sentían. — ¿Y por qué no les preguntó inmediatamente lo que los sentían, sino que quiso antes saber la opinión del vulgo? -Porque quería que, expresada ésta y volviéndoles a preguntar a ellos: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?, el tono mismo de la pregunta los levantara a más alta opinión acerca de Él y no cayeran en la bajeza de sentir de la muchedumbre. Por eso justamente tampoco les interroga al comienzo de su predicación. Cuando ya había hecho muchos milagros y les había dado tantas pruebas de su divinidad y de su concordia con el Padre, entonces es cuando les plantea esta pregunta. Y no les dijo: “¿Quién dicen los escribas y fariseos que soy yo?”, a pesar de que éstos se le acercaban muchas veces y conversaban con Él, sino ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Con lo que buscaba el Señor el sentir incorruptible del pueblo. Porque si bien ese sentir se quedaba más bajo de lo conveniente, por lo menos estaba exento de malicia; más el de escribas y fariseos se inspiraba en pura maldad.
Y para dar a entender el Señor cuán ardientemente deseaba que se confesara y reconociera su encarnación, se llama a sí mismo Hijo del hombre, designando así su divinidad, como lo hace en muchas otras partes. Por ejemplo, cuando dice: Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que está en el cielo1. Y otra vez: ¿Qué será cuando viereis al Hijo del hombre que sube a donde estaba primero?2 Luego le respondieron: Unos que Juan Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas. Y, expuesta así esta errada opinión, prosiguió entonces el Señor: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Lo que era invitarlos a que concibieran más altos pensamientos sobre Él y mostrarles que la primera sentencia se quedaba muy por bajo de su auténtica dignidad. De ahí que requiera otra de ellos y les plantee nueva pregunta, a fin de que no cayeran juntamente con el vulgo. Y es que la gente, como le habían visto hacer al Señor milagros muy por encima del poder humano, por un lado le tenían por hombre, pero, por otro, les parecía un hombre aparecido por resurrección, como decía el mismo Herodes. Más con el fin de apartar a sus discípulos de semejante idea, el Señor les vuelve a preguntar: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Vosotros, es decir, los que estáis siempre conmigo, los que me veis hacer milagros, los que por virtud mía habéis hecho también muchos.
Pedro, boca de los Apóstoles
¿Qué hace, pues, Pedro, boca que es de los apóstoles? El siempre ardiente; él, director del coro de los apóstoles, aun cuando todos son interrogados, responde solo. Y es de notar que cuando el Señor preguntó por la opinión del vulgo, todos contestaron a su pregunta; pero cuando les pregunta la de ellos directamente, entonces es Pedro quien se adelanta y toma la mano y dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿Qué le responde Cristo?: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado. Ahora bien, si Pedro no hubiera confesado a Jesús por Hijo natural de Dios y nacido del Padre mismo, su confesión no hubiera sido obra de una revelación. De haberle tenido por uno de tantos, sus palabras no hubieran merecido la bienaventuranza. La verdad es que antes de esto, los hombres que estaban en la barca, después de la tormenta de que fueron testigos, exclamaron: verdaderamente es éste Hijo de Dios3 . Y, sin embargo, a pesar de su aseveración de verdaderamente, no fueron proclamados bienaventurados. Porque no confesaron una filiación divina, como la que aquí confiesa Pedro. Aquellos pescadores creían sin duda que Jesús, uno de tantos, era verdaderamente Hijo de Dios, escogido ciertamente entre todos, pero no de la misma sustancia o naturaleza de Dios Padre.
La confesión de Pedro, revelación del Padre
2. También Natanael había dicho: Maestro, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel. Y no sólo no se le proclama bienaventurado, sino que es reprendido por el Señor por haber hablado muy por bajo de la verdad. Lo cierto es que el Señor añadió: ¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores has de ver4. ¿Por qué, pues, Pedro es proclamado bienaventurado? Porque le confesó Hijo natural de Dios. De ahí que en los otros casos nada semejante dijo el Señor; más en éste nos hace ver también quién fue el que lo reveló. Tal vez pudiera pensar la gente que, siendo Pedro tan ardiente amador de Cristo, sus palabras nacían de amistad y adulación y de ganas que tenía de congraciarse con su maestro. Pues para que nadie pudiera pensar así, Jesús nos descubre quién fue el que habló antes al alma de Pedro, y nos demos así cuenta que, si Pedro fue quien habló, el Padre fue quien le dictó las palabras —palabras que ya no podemos mirar como opinión humana, sino creerlas como dogma divino—. —Mas ¿por qué no lo afirma el Señor mismo y dice: “Yo soy el Cristo”, sino que lo va preparando por sus preguntas, llevando a sus discípulos a confesarlo? —Porque así era entonces para Él más conveniente y necesario y de esta manera se atraía mejor a sus discípulos a la fe de aquella misma confesión por ellos hecha. ¿Veis cómo el Padre revela al Hijo, y el Hijo al Padre? Porque tampoco al Padre le conoce nadie—dice Él mismo—, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar5. Luego no es posible conocer al Hijo sino por el Padre, ni conocer por otro al Padre sino por el Hijo. De suerte que aun por aquí se demuestra patentemente la igualdad y consustancialidad del Hijo con el Padre.
La promesa de Jesús a Pedro
— ¿Qué le contesta, pues, Cristo? Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Cefas6. Como tú has proclamado a mi Padre—le dice—, así también yo pronuncio el nombre de quien te ha engendrado. Que era poco menos que decir: Como tú eres hijo de Jonás, así lo soy yo de mi Padre. Porque, por lo demás, superfluo era llamarle hijo de Jonás. Más como Pedro le había llamado Hijo de Dios, Él añade el nombre del padre de Pedro, para dar a entender que lo mismo que Pedro era hijo de Jonás, así era Él Hijo de Dios, es decir, de la misma sustancia de su Padre. Y yo te digo: Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, es decir, sobre la fe de tu confesión. Por aquí hace ver ya que habían de ser muchos los que creerían, y así levanta el pensamiento de Pedro y le constituye pastor de su Iglesia. Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y si contra ella no prevalecerán, mucho menos contra mí. No te turbes, pues, cuando luego oigas que he de ser entregado y crucificado. Y seguidamente le concede otro honor: Y yo te daré las llaves del reino de los cielos. ¿Qué quiere decir: Yo te daré las llaves? Como mi Padre te ha dado que me conocieras, yo te daré las llaves del reino de los cielos. Y no dijo: “Yo rogaré a mi Padre”; a pesar de ser tan grande la autoridad que demostraba, a pesar de la grandeza inefable del don. Pues con todo eso, Él dijo: Yo te daré. Y qué le vas a dar, dime? —Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y cuanto tú desatares sobre la tierra, desatado quedará en los cielos. ¿Cómo, pues, no ha de ser cosa suya conceder sentarse a su derecha o a su izquierda, cuando ahora dice: Yo te daré? ¿Veis cómo Él mismo, levanta a Pedro a más alta idea de Él y se revela a sí mismo y demuestra ser Hijo de Dios por estas dos promesas que aquí le hace? Porque cosas que atañen sólo al poder de Dios, como son perdonar los pecados, hacer inconmovible a su Iglesia aun en medio del embate de tantas olas y dar a un pobre pescador la firmeza de una roca aun en medio de la guerra de toda la tierra, eso es lo que aquí promete el Señor que le ha de dar a Pedro. Es lo que el Padre mismo decía hablando con Jeremías: Que le haría como una columna de bronce o como una muralla7. Sólo que a Jeremías le hace tal para una sola nación, y a Pedro para la tierra entera. Aquí preguntaría yo con gusto a quienes se empeñan en rebajar la dignidad del Hijo: ¿Qué dones son mayores: los que dio el Padre o los que dio el Hijo a Pedro? El Padre le hizo a Pedro la gracia de revelarle al Hijo; pero el Hijo propagó por el mundo entero la revelación del Padre y la suya propia, y a un pobre mortal le puso en las manos la potestad de todo lo que hay en el cielo, pues le entregó sus llaves —Él, que extendió su Iglesia por todo lo descubierto de la tierra y la hizo más firme que el cielo mismo: Porque el cielo y la tierra pasarán, pero mi palabra no pasará8. El que tales dones da, el que tales hazañas realizó, ¿cómo puede ser inferior? Y al hablar así, no pretendo dividir las obras del Padre y del Hijo: Porque todo fue hecho por Él, y sin É1 nada fue hecho. No, lo que yo quiero es hacer callar la lengua desvergonzada de quienes a tales afirmaciones se desmandan.
Jesús prohíbe que se revele su mesianidad
3. Mirad, pues, por todas partes la autoridad del Señor: Yo te digo: Tú eres Piedra. Yo edificaré mi Iglesia. Yo te daré las llaves de los cielos. Y entonces—después de dicho esto- les intimó que a nadie dijeran que Él era el Cristo. —A ¿qué fin semejante intimación? —Es que ante todo quería el Señor que desapareciera todo lo que podía escandalizarlos, que se consumara el misterio de la cruz y de cuanto Él tenía que padecer, que no hubiera ya nada que pudiera impedir ni nublar la fe de las gentes en Él, y entonces, sí, clara e inconmovible, grabar en el alma de sus oyentes la conveniente idea que de Él habían de tener. Porque todavía no había brillado con entera claridad su poder. De ahí que Él quería ser predicado por los Apóstoles, cuando la verdad de las cosas y la fuerza de los hechos vendrían a corroborar lo que ellos dirían sobre su persona. Porque no era lo mismo verle en Palestina tan pronto haciendo milagros como ultrajado y perseguido—más que más, cuando a los milagros tenía que suceder la cruz—y verle adorado y creído por toda la tierra, sin tener ya que sufrir nada de cuanto antes había sufrido. De ahí su orden ahora de que a nadie dijeran nada. Porque lo que una vez arraigó y luego se arranca, difícilmente hubiera vuelto a echar nuevamente raíces plantado en el alma de las gentes; en cambio, lo que una vez fijo sigue allí inconmovible, sin que de parte alguna se le haga daño, eso es lo que brota fácilmente y crece a mayor altura. Y es así que si quienes habían presenciado tantos milagros y a quienes se les habían revelado tan inefables misterios se escandalizaron de solo oír hablar de la cruz, y no sólo ellos en general, sino el mismo director de coro, que era Pedro, considerad qué hubiera naturalmente pasado a la muchedumbre si por un lado se les decía que Jesús era Hijo de Dios y por otro le veían crucificado y escupido, cuando nada sabían aún de estos misterios inefables ni habían recibido la gracia del Espíritu Santo. Porque si a sus mismos discípulos hubo de decirles el Señor: Muchas cosas tengo aún que deciros, pero no las podéis comprender ahora9, mucho menos lo hubiera comprendido el pueblo si antes del tiempo conveniente se le hubiera revelado el más alto de todos los misterios. De ahí la prohibición del Señor de que nada dijeran sobre su filiación divina. Y porque os deis cuenta de cuán conveniente era que sólo después—pasado ya cuanto podía escandalizarlos—se les diera la, plena enseñanza de tan alta verdad, miradlo por el mismo Pedro, príncipe de los apóstoles. Porque ese mismo Pedro que después de tantos milagros se mostró tan débil que negó a su maestro y tembló de una vil criadilla, una vez que la cruz fue delante y tuvo pruebas claras de la resurrección y nada había ya que pudiera escandalizarle ni turbarle; Pedro, digo, tan inconmoviblemente mantuvo la enseñanza del Espíritu Santo, que con más vehemencia que un león saltó en medio del pueblo judío, a despecho de los peligros infinitos de muerte que le amenazaban. Porque muchas cosas—les dice—tengo aún que deciros; pero no podéis comprenderlas ahora. Y es así que los apóstoles no comprendieron muchas cosas que el Señor les había dicho, y que no se les aclararon antes de la cruz. Cuando hubo resucitado, cayeron en la cuenta de algunas de ellas. Con razón, pues, les mandó que no las dijeran antes de la cruz a la muchedumbre, pues a ellos mismos, que las habían de enseñar, no se atrevió a encomendárselas todas antes de la cruz.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (II), homilía 54, 1-3, BAC Madrid 1956, 137-145
1 Jn 3, 13
2 Jn 6, 63
3 Mt 14, 33
4 Jn 1, 50
5 Lc 10, 22; Mt 11, 27
6 Jn 1, 42
7 Jr 1, 18
8 Mt 24, 35
9 Jn 16, 12
Guion Domingo XXI del Tiempo Ordinario
27 de Agosto 2017 CICLO A
Entrada: El misterio pascual que celebramos en cada Eucaristía, nos recuerda que debemos vivir como resucitados como vivieron los Apóstoles partícipes de todo el misterio de su Señor y Maestro.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Isaías 22, 19- 23
Isaías profetiza que llegará un día, en que Dios pondrá sobre los hombros de su Servidor la llave de la casa de David.
Salmo Responsorial: 137
Segunda Lectura: Romanos 11, 33- 36
Todo viene de Dios, todo ha sido hecho por Él, y es para Él.
Evangelio: Mateo 16, 13- 20
En el evangelio de hoy escuchamos la promesa de Jesús de hacer indefectibles e infalibles al Papa y a la Iglesia.
Preces:
Dirijamos nuestras súplicas a Dios, Señor de todos los seres, con verdadera humildad y el más puro abandono en tu infinita bondad:
A cada intención respondamos cantando:
-
Por todos los fieles cristianos para que reconozcan con gozosa confianza que Dios ha dotado al Papa y a la Iglesia Católica del don de la indefectibilidad y de la infalibilidad. Oremos.
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Por el Papa Francisco, para que Dios lo conforte y lo consuele en todas las luchas que debe sostener para ser lo que Cristo lo ha constituido: la Roca sobre la que se asienta la Iglesia. Oremos.
-
Para que toda la Iglesia de Dios asuma como compromiso fundamental el trabajar con todas las energías en la reconstitución de la plena y visible unidad de todos los seguidores de Cristo. Oremos.
-
Para que se oiga la voz del Papa a favor de los más débiles, los niños y los pobres, los enfermos, los ancianos, y todos los cristianos se abran con solicitud y misericordia al llamado de trabajar efectivamente por ellos. Oremos
-
Pidamos también por la paz del mundo, para que las tratativas de paz sean eficazmente aceptadas por las diversas partes en conflicto. Oremos.
Padre Santo, escucha nuestras oraciones y hazlas una con la oración de tu Hijo, Jesucristo Nuestro Señor.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Ofrecemos:
+ Estos cirios, que simbolizan nuestra entrega diaria en la oración y el sacrificio.
+ Pan y vino: y en ellos nuestra entrega a Cristo inmolado.
Comunión:
Al comulgar, confesamos como el apóstol Pedro: Señor, Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Salida:
Madre de la Iglesia, haz que nuestro amor a Cristo sea cada vez más auténtico, capaz de proclamarlo por doquier en todo lo que hagamos cada día.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)