PRIMERA LECTURA
Se despertarán los oídos de los sordos
y la lengua de los mudos gritará de júbilo
Lectura del libro de Isaías 35, 4-7a
Digan a los que están desalentados: « ¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios: Él mismo viene a salvarlos!»
Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo. Porque brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa; el páramo se convertirá en un estanque y la tierra sedienta en manantiales.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 145, 7- 10
R. ¡Alaba al Señor, alma mía!
El Señor mantiene su fidelidad para siempre,
hace justicia a los oprimidos
y da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos. R.
El Señor abre los ojos de los ciegos
y endereza a los que están encorvados.
El Señor ama a los justos.
El Señor protege a los extranjeros. R.
Sustenta al huérfano y a la viuda;
y entorpece el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
reina tu Dios, Sión, a lo largo de las generaciones. R.
SEGUNDA LECTURA
¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres,
para hacerlos herederos del Reino?
Lectura de la carta de Santiago 2,1-7
Hermanos, ustedes que creen en nuestro Señor Jesucristo glorificado, no hagan acepción de personas.
Supongamos que cuando están reunidos, entra un hombre con un anillo de oro y vestido elegantemente, y al mismo tiempo, entra otro pobremente vestido. Si ustedes se fijan en el que está muy bien vestido y le dicen: «Siéntate aquí, en el lugar de honor», y al pobre le dicen: «Quédate allí, de pie», o bien: «Siéntate a mis pies», ¿no están haciendo acaso distinciones entre ustedes y actuando como jueces malintencionados?
Escuchen, hermanos muy queridos: ¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos los herederos del Reino que ha prometido a los que lo aman?
Y sin embargo, ¡ustedes desprecian al pobre! ¿No son acaso los ricos los que los oprimen a ustedes y los hacen comparecer ante los tribunales? ¿No son ellos los que blasfeman contra el Nombre tan hermoso que ha sido pronunciado sobre ustedes?
Palabra de Dios.
Aleluia Cf. Mt 4, 2.1
Aleluia.
Jesús proclamaba la Buena Noticia del Reino,
y sanaba todas las dolencias de la gente.
Aleluia.
EVANGELIO
Hace oír a los sordos y hablar a los mudos
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 7, 31-37
Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.
Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.
Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
Palabra del Señor.
Rudolf Schnackenburg
Curación de un sordomudo
(Mc.7,31-37)
31 Salió de los territorios de Tiro, y, a través de Sidón, nuevamente se dirigió hacia el mar de Galilea, en pleno territorio de la Decápolis. 32 Le traen un sordomudo y le ruegan que le imponga la mano. 33 Y llevándoselo aparte, fuera de la gente, le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la lengua: 34 levantando entonces los ojos al cielo, suspiró, y le dice: «¡Effathá!», que significa: «¡Ábrete!» 35 Se le abrieron los oídos e inmediatamente se le soltó la lengua y comenzó a hablar correctamente. 36 Les mandó con insistencia que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba él, tanto más lo proclamaban ellos. 37 Y, sobremanera atónitos, decían: «Todo lo ha hecho perfectamente: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
(…) Las gentes que llevan el sordomudo a Jesús y le suplican que le imponga las manos (cf. 6,5) eran ciertamente judíos (…). Cuando al término del episodio exclaman «Todo lo ha hecho perfectamente: hace oír a los sordos y hablar a los mudos», están citando una frase tomada de un vaticinio del profeta Isaías para el tiempo de la salvación (Isa_35:5). Para la comunidad cristiana este vaticinio se cumple en el ministerio de Jesús: Dios envía a su pueblo la salvación prometida. Pero Marcos se apodera del episodio y lo expone pensando sobre todo en sus lectores cristianos procedentes del paganismo.
Mediante una indicación de viaje lo relaciona con la narración precedente; quiere dar la impresión de que esta curación sorprendente ha tenido lugar en una región donde al menos cabe pensar que los asistentes al acto no eran judíos. Los pormenores del viaje de Jesús resultan bastante imprecisos. Según la lectura más probable, Jesús se dirige primero desde Tiro más hacia el norte, hacia Sidón; dobla después y regresa al lago de Genesaret «en pleno territorio de la Decápolis»; es decir, a la orilla oriental del lago. Evita, pues, Galilea y se encuentra, según Marcos, en una región donde también tuvo lugar el exorcismo y curación del endemoniado de Gerasa (Isa_5:1-20). (…) lo que pretende es llamar la atención de los lectores sobre la importancia del episodio para ellos mismos: la acción salvífica de Jesús mira al mundo pagano. También para ellos Dios «todo lo ha hecho perfectamente» por obra de Jesús. (…) Subraya ante todo la orden de silencio de Jesús (v. 36), aunque aquella gente no le obedece, y «proclaman» cada vez más lo que habían visto como lo «proclamó» por la Decápolis el poseso de Gerasa ante su curación (Isa_5:20).
(…). La gente presenta a Jesús un sordo que, por la misma dureza de oído, sólo puede hablar con mucha dificultad, y tal vez sólo balbucía o tartamudeaba: toda una imagen de la impotencia humana. En su mentalidad especial suplican a Jesús que quiera imponerle las manos y poder así aliviarle o curarle del todo. Jesús toma la miseria humana muy a pecho: introduce sus dedos en los oídos del sordo y le toca la lengua con su saliva. Se acomoda así al pensamiento del pueblo y no deja duda alguna de que quiere sanarle de su mal. Sin embargo, todo eso no es más que la preparación; la curación propiamente dicha se realiza por su palabra soberana. Jesús la pronuncia por propia iniciativa, pero después de haber elevado los ojos al cielo y en comunión con su Padre celestial. Él mismo está íntimamente conmovido, como lo revela su suspiro.
La palabra aramea que se nos ha conservado, y que el evangelista traduce para los lectores, no se dirige a los órganos enfermos sino al mismo paciente: «¡Ábrete!» En la concepción judía, todo el hombre está enfermo y cuando se cura, la salud opera también sobre los órganos dañados. El resultado llega inmediatamente: los oídos se abren y el impedimento de la lengua -imagen de la dificultad que tenía para hablar- se suelta. (…) Por extraño que pueda resultarnos el relato -por ejemplo, la fuerza curativa de la saliva-, el cuadro constituye una imagen adecuada de lo que ocurrió con la curación que Jesús llevó a cabo: todo el hombre ha quedado sano. Las dolencias que deforman la creación de Dios quedan eliminadas y vuelve a brillar el esplendor original de la creación. Es un signo de la creación nueva que Dios realizará algún día. En la mañana de la creación Dios todo lo hizo bien (Gén 1), en el día de la consumación «todo lo hará nuevo» (Rev_21:5).
Según el relato evangélico, la curación se verificó aparte, fuera de la gente. El evangelista, que tanto interés pone en la reserva y secreto de la actividad taumatúrgica de Jesús, difícilmente ha encontrado ya este rasgo que subraya al máximo. En la paralela curación del ciego (Mc_8:22-27), Jesús saca al enfermo de la aldea (8,23). En su imagen del Jesús terrenal entra el que en las grandes curaciones busque el silencio y el alejamiento de los hombres; esto le distingue de los taumaturgos helenistas sobre los que circulan muchas historias. Éstos buscaban el sensacionalismo y el aplauso de los hombres; Jesús se retiraba del pueblo. Lo que sus manos y su palabra realizaban era para el propio Jesús un acontecimiento milagroso de la proximidad divina y él conservaba el misterio de su actividad divina. Esto no excluye que tales hechos deban testificar también el inminente tiempo de salvación; deben hacer reflexionar a los hombres y conducirlos a la fe. Por ello rehuye Jesús a la multitud curiosa y ávida de novedades, aunque sin retirarse de su actividad pública. El evangelista no hace sino resaltar cada vez más esta actitud de Jesús, a lo cual le mueve el interés por la persona de Jesús. Las obras salvíficas de Dios que Jesús realizaba, eran también obras de éste y testificaban en su favor como Mesías e Hijo de Dios. Personalmente Jesús quería permanecer oculto, pero sus obras no le permitían ocultarse. Marcos quiere suscitar en la comunidad creyente una conciencia más viva de quién era ese Jesús: el verdadero y único emisario por quien llega a los hombres la salvación de Dios y en el que se realizan las grandes promesas. No obstante, ese Jesús sólo puede y debe ser comprendido en la fe, por lo que permanece en una cierta penumbra.
A los hombres les invade el pasmo, salen por completo fuera de sí; pero no llegan realmente a la fe. Esto entra, sin embargo, en los planes salvíficos de Dios, porque Jesús tiene que seguir el camino que lleva a la Cruz (Mc_8:31) para dar su vida en rescate de muchos (Mc_10:45). Es difícil que el evangelista haya querido interpretar el episodio de una manera simbólica. En modo alguno da a entender que el sordomudo deba ser un tipo para los hombres, que primero se muestran sordos al mensaje de salvación y a quienes sólo Jesús abre los oídos para escuchar y comprender. El impedimento de la lengua, de que el enfermo se ve liberado, sólo con grandes dificultades puede acomodarse a semejante interpretación simbólica
(SCHNACKENBURG, R., El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)
P. Leonardo Castellani
Legación, Limosna y Lección
(Mc.7,31-37)
La curación de otro Sordomudo, muy diferente en su “técnica” de aquella de un endemoniado-ciego-sordo-mudo que tuvo lugar después que ésta, en el período que llaman de las Ultimas Excursiones, en el tercer año (Lc.11,14-26; cf. Mc.3,20-30); y ésta, de un sordo de nacimiento –que le dio mucho más trabajo– fue en Galilea, al fin del primer año, o principios del segundo.
Al otro, Cristo lo curó con un simple grito que le lanzó al demonio; a éste le hizo una cantidad de curanderismos raros: 1) Lo llevó aparte de la gente; 2) le metió los dos dedos índices en las dos orejas; 3) tomó saliva con el dedo y se la puso en la lengua; 4) levantó los ojos al cielo; 5) dio un gemido; 6) le dijo la palabra “éffetta”, que significa ábrete y que San Marcos pone en arameo y luego traduce al griego; después de lo cual el lisiado “habló y daba gracias a Dios”. La Iglesia ha incorporado todos estos gestos de Cristo a la liturgia del bautismo.
¿Para qué hizo Cristo toda esta pantomima? ¿Para impresionar a la gente? No, porque “apartó al enfermo” de la gente. ¿Porque era necesario sugestionarlo? No, porque cuando resucitó muertos, no los sugestionó primero. ¿Para producir una buena disposición en él? No parece necesario. ¿Para crear un símbolo o una lección espiritual? Por ahí vamos mejor.
¿Qué fueron los milagros de Cristo? Fueron lecciones; porque “etiam gesta Verbi, verba sunt”, dice San Ambrosio: los hechos del Verbo son también verbos, o palabras. Por eso los milagros de Cristo son todos diferentes, y no tienen una “técnica” pareja. El doctor germano H. E. C. Paulas, padre del racionalismo bíblico, dice que Cristo fue simplemente un curandero genial, quizás un hipnotizador; pero todo curandero tiene su “procedimiento”. Cristo curó a este sordomudo con este “procedimiento”; y al otro, un año después, sin procedimiento, con una palabra.
Un momento antes de curar a éste, curó a la hija de la Sirofenisa sin nada, de lejos, sin verla. A algunos les exigía la fe; a otros, no. Con algunos hacía maniobras complicadas, a otros les decía simplemente: “Quiero: sé limpio”; y a otros se negaba a sanarlos. En algunos lugares se negaba acérrimamente a hacer curaciones, otras veces las hacía sin que se lo pidiesen, alguna vez provocó a los Apóstoles a que le rogaran un milagro. A un cadáver resucitó porque se lo rogó su padre; a otro porque vio llorar a sus hermanas; a otro sin que nadie le dijera una palabra. Se ponía furioso cuando los fariseos le pedían “un signo en el cielo”. Al principio de su predicación hacía milagros en serie: “lo rodeó una gran muchedumbre y curó a todos sus enfermos”; al fin de su lucha, unos pocos milagros resonantes cuidadosamente preparados y elaborados, como pequeñas piezas dramáticas, como las piezas del teatro griego, como Antígona: un hecho central despampanante y en torno de él el diálogo, los coros y las largas consideraciones lírico-dramáticas bordadas sobre el suceso. En suma, los milagros forman parte inconsútil de la enseñanza de Cristo; y enseñar para Cristo no era hacer conferencias o aprender de memoria la tabla de multiplicar, sino iluminar y limpiar las almas, las dos cosas juntas y obrando recíprocamente una sobre otra. “Perdonados te son tus pecados”. ¿Quién es éste para osar decir eso? “¿Qué os parece que es más difícil decir, “te perdono tus pecados” o “levántate y anda”? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad de perdonar pecados, levántate –dijo al paralítico– alza tu camilla, y vete.”
¿Qué significa pues el milagro de este Sordo? Algunos han dicho que significa la Confesión, y que el soplar Cristo en el rostro de los Apóstoles al instituirla es recuerdo del “éffetta” y del gemido; pero esto no coincide y es forzado. La interpretación más natural del símbolo que dan la mayoría de los Santos Padres, es que significa la conversión a la fe, el nacimiento de la fe en el hombre. “La fe es por el oído.” Este leso no era mudo de boca sino sordo de nacimiento; y es sabido que los sordonatos no pueden hablar bien porque no pueden aprender a hablar; pero por medio de la vista o el tacto –tocando los labios de otros hablantes– pueden llegar a aprender algo y hablar rudamente; y eso es lo que dice el texto griego, que lo llama “moguilálon” (tartamudo, balbuciente, tartaja; literalmente “el que habla penoso”) y no kofoón, como diría si fuera mudo del todo. Así pues Cristo indicó la preparación para la fe al llevarlo aparte de la multitud y al abrirle los oídos; la necesidad de la gracia, con la mirada al cielo; la palabra de Dios significada por su saliva; lo que le iba a costar a Él darnos la fe, con el gemido; después de lo cual el Sordo “habló alabando a Dios”: “credidi, propter quod locutus sunt”, he creído, y por eso hablo. La gente se admiró; y Cristo les pidió que no lo propalasen; porque la fe es amiga de la reserva y la modestia; y ellos hicieron todo lo contrario; porque el entusiasmo es amigo del ruido. Este Mudo no lo era del todo, pues podía hablar un poco; y este hablar un poco significa la razón humana, que es anterior a la fe.
Si quieren más alegorías, pueden leer los Santos Padres antiguos. Orígenes, Teofilacto, Agustino, Crisóstomo: El dedo significa el Espíritu Santo, la saliva significa la Sabiduría porque viene de la cabeza, levantar los ojos significa la Oración, el gemido significa la Pasión de Cristo, el Sordo significa la Gentilidad”, etcétera.
Los antiguos querían encontrar un significado a cada uno de los pormenores de las parábolas o milagros, lo cual es fácil con un poco de imaginación; pero es arbitrario, y al final cae en el ridículo: alegorismo que los modernos no podemos tragar, y con razón. Pero Maldonado, uno de los precursores de la exégesis moderna, cae en otro error peor: reaccionando al excesivo alegorismo antiguo –al comentar la parábola del Convite, que ya hemos visto– afirma que no todo se ha de alegorizar, porque hay en los Evangelios rasgos de adorno, rasgos superfluos, dice; es decir, cosas inútiles en puridad; lo cual equivale a decir la inocente blasfemia de que él las hubiese hecho mejor a las parábolas, si lo dejan, pues es capaz de distinguir lo que es “superfluo”.
Así como Torres Amat publicó una traducción del Evangelio –que según dicen robó al jesuita Petisco– añadiéndole una cantidad de palabras que Cristo no dijo (Evangelio con viruelas) así Maldonado podría haber hecho una traducción con recortes suprimiendo una cantidad de palabras de Cristo “¡superfluas!”. De hecho existe en Norteamérica una Biblia podada, llamada Pocket-Bible, el ideal de Maldonado.
Y el error de ambos, tanto de los superalegoristas como de los podadores o superfluistas, es que no conocían la índole de la literatura oral oriental; y confundían el símbolo, que es propio de ella, con la alegoría, que es propio de las literaturas más desarrolladas; y que en el fondo es un género inferior y un poco pueril. Ver las alegorías de Lope, por ejemplo:
Pobre barquilla mía.
Entre peñascos rota.
Sin velas desvelada.
Y entre las olas sola…
La barquilla es su vida; y todos los pormenores que pone allí el poeta corresponden a sucesos más o menos exagerados de su vida. Pero la parábola no es así: es un género más primitivo, natural y apretado; y en realidad, más profundo.
De modo que, en resumen, los milagros de Cristo son a la vez tres cosas que comienzan con L: Legación, Limosna y Lección. Son el sello de la Legación divina, las credenciales con que el Padre acreditaba a su Enviado y a todo cuanto Él dijera; son una Limosna con que la Compasión de Cristo se inclinaba sobre la miseria humana (“plata ni oro yo no tengo, pero de lo que tengo te doy”, cf. Hech.3,6); y son al mismo tiempo Lecciones, porque el Señor se arreglaba, a la facción de gran dramaturgo, para dar a esos gestos portentosos el significado recóndito de un misterio de la fe; para volver en suma en alguna forma lo Invisible visible: porque “lo Invisible de El, por las cosas por El creadas, entendidas, se manifiesta”, dice un texto apretado de San Pablo; el cual se puede glosar así: Dios es invisible; pero sus atributos y cualidades se pueden columbrar un poco por la Creación; mas para eso hay que entender lo creado; lo cual se llama el don de entendimiento; del cual el Maestro por excelencia fue Cristo; y así la Deidad que no sólo es invisible sino hiperinvisible, trascendente… se manifiesta al hombre como en espejos y en enigmas durante esta vida al que es solicito en verla y en buscarla. Los puros de corazón, ésos verán a Dios.
El sordo de nacimiento vio a la Deidad Invisible encarnada en un hombre a través del milagro con que lo favoreció el Cristo, y “alabó a Dios”; pero antes creía en Dios, porque lo había visto a través de los milagros naturales de esta gran arquitectura de cielos y tierra, en la cual “vivimos, nos movemos, y somos”. Primero usó de su razón (“moguilálon”) y después recibió la fe.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 301-305)
P. Alfonso Torres, S.J.
Curación de un sordomudo
El evangelista San Marcos cuenta en particular uno de los milagros que entonces realizó nuestro Señor. Esta narración está en el capítulo 7 de su evangelio, versículos 31 y siguientes, y es como vais a oír:
Y, habiéndose de nuevo partido de los términos de Tiro, vino por Sidón al mar de Galilea por en medio de los términos de la Decápolis.
Y le traen un sordo y mudo, y le suplican que ponga sobre él la mano.
Y, habiéndole sacado de entre la turba aparte, metió los dedos suyos en la oreja de él, y, escupiendo, tocó su lengua. Y; alzando la vista al cielo, dio un gemido, y le dice: «Effetha», que es: Abrete. Y al punto se abrieron los oídos de él y se soltó la atadura de su lengua, y hablaba perfectamente.
Y seguidamente les encargó que a nadie lo dijesen; pero, cuanto más lo encargaba, tanto más ellos lo pregonaban.
Y mucho más se pasmaban, diciendo:
Muy bien lo ha hecho todo; a los sordos
hace oír, y a los sin habla, hablar.
Vamos a explicar los milagros de nuestro Señor que nos ha contado en los versículos … que nos cuenta el evangelista San Marcos.
Para comentar este episodio evangélico declararemos con brevedad los puntos siguientes: primero, las circunstancias en que se realizan todos estos milagros; después, la manera particular como hace el Señor el milagro que cuenta San Marcos y, por último, la impresión que estos milagros produjeron en aquellos que los contemplaban.
[…] abandonó (el Señor) los confines de Tiro, se dirigió hacia Sidón y desde allí volvió a Palestina.
En esa región el Señor no pudo permanecer oculto; le conocieron pronto, y, tal vez porque no había llegado hasta allí la persecución de los escribas y fariseos, volvió a congregarse de nuevo en torno suyo una muchedumbre. Veremos, por la narración que sigue a esta que comentamos hoy, que esa muchedumbre era muy grande. Era una de esas muchedumbres que el Señor había encontrado en su camino en el segundo año de su vida pública, cuando su predicación, su trabajo apostólico, iba, por decirlo así, de triunfo en triunfo.
Estas son las, circunstancias de tiempo y de lugar en que el Señor realizó los milagros que ahora comentamos. El evangelista San Mateo dice que los milagros fueron muchos. Le traían al Señor una verdadera muchedumbre de enfermos, que depositaban a sus pies, y el Señor los curaba a todos. Ya veremos la consecuencia que trajo esta muchedumbre de curaciones y qué ocasión dio a nuestro Señor para de nuevo manifestar su misericordia a aquellas gentes que iban errantes como ovejas sin pastor.
De entre esa muchedumbre de enfermos curados por el Señor, el evangelista San Marcos menciona uno que era sordomudo, y refiere con toda puntualidad de qué manera, por qué medios le curó el Señor de su enfermedad.
Los evangelistas nos dicen que ese enfermo fue llevado a Jesús por otras personas, las cuales intercedieron por él, suplicando al Señor que le impusiera las manos, o, lo que es igual, que le curara imponiéndole las manos. El Señor se resolvió a curarlo, y lo hizo de este modo: apartó al enfermo de la muchedumbre, se retiró con él. Cuando estuvieron solos, introdujo sus dedos divinos en los oídos del enfermo, tocó su lengua con su propia saliva, pronunció la palabra Ábrete en la lengua que entonces se hablaba en Palestina, en arameo, palabra que lo mismo podía significar el desatarse la lengua para hablar que el abrirse los oídos para oír, y el enfermo entonces recobró el habla y recobró el oído.
A esto añade el evangelista San Marcos otro pormenor.
Dice que el Señor gimió y como que se estremeció antes de realizar este milagro y después de haber levantado los ojos al cielo. Todo es claro en esta narración, y únicamente se necesita averiguar, si es posible, las causas de esta manera de proceder algo singular y algo extraña que el Señor emplea en el milagro presente. En otras ocasiones, el Señor cura a los enfermos o imponiéndoles las manos o diciéndoles algunas palabras; en esta ocasión el Señor emplea toda una serie de ceremonias. ¿Por qué estas ceremonias? ¿Por qué estas acciones de nuestro Señor para curar al sordomudo? Esto es lo único que puede quedar oscuro después de haber referido la narración del evangelio, y éste es uno de aquellos puntos en que nadie puede dar una respuesta definitiva y cabal.
Cuando el Señor no se ha dignado manifestar a los hombres de una manera clara por qué realizaba determinadas acciones, los hombres no pueden hacer otra cosa que conjeturar, apoyándose en la analogía que guarda el hecho con otros hechos del Evangelio, en la condición de Jesucristo o en la condición de las personas que recibían aquel milagro. En general, se puede decir que nuestro Señor quiso mostrar en sus milagros toda su omnipotencia y majestad, toda su misericordia y su amor, y para esto fue cambiando las condiciones de los milagros. Unas veces hacía una manifestación pura y simple de su poder y otras veces se valía de las cosas criadas como instrumento para realizar el milagro; así aparecía más ampliamente su omnipotencia divina. En esta ocasión llegó a realizar el milagro valiéndose de estas acciones, ciertamente muy significativas, que nos cuenta el sagrado evangelio de San Marcos.
Miradas espiritualmente estas acciones, cierto, son de un gran significado; pero, aun ateniéndose al comentario literal en los términos del evangelio, creo que podemos descubrir una finalidad de ese procedimiento de nuestro Señor, y la finalidad es ésta: el Señor solía exigir a aquellos en quienes realizaba el milagro que avivaran su fe, y una manera de avivar la fe del sordomudo era esta de apartarse de la muchedumbre, de hacer con él esas acciones. Todo esto daba ocasión a que el ánimo del enfermo se fuera disponiendo para recibir dignamente este beneficio del Señor. Los milagros del Señor no se han de mirar de una manera muy material; hay que pensar que los milagros de Jesucristo también son predicaciones de Cristo, medios de que Él se vale para iluminar las almas y para encender los corazones, vehículos de su gracia sobrenatural; y por esto no se contenta el Señor con dar materialmente la salud, sino que además procura que la salud corporal vaya acompañada de la salud espiritual. Que al lado de ese beneficio material y temporal, el hombre sepa aprovecharse de los beneficios espirituales que con el beneficio material le otorga la misericordia divina.
Que las acciones son significativas, lo habéis podido ver vosotros sin necesidad de más comentario. Cierto; cuando se quiere llevar un alma a Dios, lo primero es apartarla del tumulto de las gentes, del tumulto de la conversación humana, del tumulto de los pensamientos y preocupaciones humanas. Esto es lo primero que se hace. Cuando se quiere convertir un alma a Dios, se la invita a la soledad y al recogimiento, para que en el recogimiento y en la soledad encuentre a su Dios. Y este apartar el Señor al sordomudo de la muchedumbre puede muy bien simbolizar esto de apartar las almas del tumulto de las cosas criadas para que vean y oigan las inspiraciones santas del Señor.
Las almas, cuando están lejos de Dios, se suelen comparar con cuerpos enfermos, mudos, sordos, ciegos. Ciertamente, un alma que está apartada de Dios no tiene oídos para oír las santas inspiraciones del Señor, no tiene ojos para ver las luces del Espíritu Santo, no sabe hablar de las cosas espirituales; su lenguaje es terreno, sus pensamientos son terrenos, y tiene como cerradas las puertas del alma a todo lo que sea sobrenatural y divino.
Abrir el alma a estas luces de lo alto, a esas inspiraciones del Espíritu Santo, a esos beneficios celestiales, es algo que se puede significar muy bien con abrir los oídos a un sordo o con desatar la lengua de un mudo. Parece que el Señor podía indicar muy bien, y quizá indicaba con estas acciones, qué es lo que hemos de hacer nosotros cuando queramos acercarnos a Dios: apartarnos del tumulto de las cosas criadas y luego prestar oído atento a las inspiraciones del Espíritu Santo y disponernos a glorificar al Señor con toda nuestra vida.
Ora el Señor para que aprendan los hombres, siempre que reciben un beneficio celestial, a levantar los ojos al Padre de todas las misericordias, a ver a Dios en esos favores que se les hace; y ora con gemidos; de un lado, para dar a entender el fervor divino de su oración, cómo es su corazón el que trabaja allí, el que se esfuerza allí, y, de otro lado, para mostrar la misericordia que tiene hacia los que sufren, hacia todos los hombres que son víctimas del pecado primero y que van cargados con esa herencia de lágrimas y de dolor. La misericordia y el fervor le hacen como gemir y como clamar. Ciertamente, con eso nos descubre cuál es su misericordia y cómo recibe Él a las almas enfermas cuando las almas saben apartarse del tumulto de las cosas criadas, cuando saben abrir sus oídos a las voces de Dios, a las palabras de Dios, que habla en el recogimiento a nuestro propio corazón, y entonces es cuando experimenta las misericordias del Señor, que por nosotros intercede, por nosotros se apena y sobre nosotros derrama la muchedumbre de sus beneficios celestiales.
Esto es todo lo que nosotros podemos como conjeturar acerca de las causas que obligaron al Señor a realizar el milagro presente en circunstancias tan singulares; esto es todo lo que nosotros podemos ahora decir.
Pero hay, después de este milagro y después de la narración evangélica acerca del mismo, unas palabras que se refieren a la impresión que este milagro produjo en las muchedumbres que lo presenciaron; porque, aunque el Señor se apartó de las muchedumbres con el sordomudo para curarle, todavía el sordomudo, curado ya por el Señor, volvió glorificando a Dios, y las muchedumbres pudieron ver cómo había realizado el milagro, y el evangelista nos dice la impresión que esto produjo en las muchedumbres. La primera impresión fue un como desbordarse de entusiasmo: el Señor les había mandado que guardaran silencio, que no divulgaran aquel prodigio, y las muchedumbres, sin poder contenerse, cuando más recomendaba el Señor silencio, más clamaban glorificando a Dios. Es el caso que ya hemos encontrado otras veces; un caso que no hay que interpretar como una desobediencia obstinada o como un desprecio de las palabras y de las órdenes de Jesús, sino más bien como algo que no se puede evitar. El Señor daba muestras de su modestia, de su humildad, de su prudencia divina, encargando que se guardara el secreto acerca de aquel milagro, y las muchedumbres daban testimonio de su agradecimiento, de su amor y de su entusiasmo no enterándose de la palabra de Jesucristo y clamando para glorificarle y glorificar al Padre celestial.
No hay siempre que interpretar los hechos del evangelio como si hubiera una oposición moral entre lo que ordena el Señor y lo que hacen aquellos que contemplan sus milagros, sino como algo que brota espontáneamente, y que, teniendo las apariencias de una desobediencia, propiamente no lo es. ¿No concebís vosotros que, si el Señor se dignara realizar en nuestros propios ojos, en nuestra presencia, uno de estos milagros, nos quedaríamos como sordos para oír toda palabra en que nos recomendara silencio y circunspección, y no sabríamos otra cosa sino desbordar nuestro entusiasmo, nuestra gratitud y nuestro amor? Pues esto que nos acontecería a nosotros aun deseando complacer al Señor, aun deseando obedecer sus palabras, es lo que acontecía a aquellas muchedumbres.
Lo primero de todo fue, pues, un desbordarse de entusiasmo. ¡Ojalá que cuantas veces recibimos un beneficio del Señor se desbordara así la gratitud nuestro corazón! ¡Ojalá que no nos olvidáramos con tanta facilidad de los beneficios recibidos, contentándonos con alegrarnos de nuestro bien y olvidándonos de dar a Dios las gracias que se le deben por sus misericordias!
En medio de ese entusiasmo, de ese como desbordarse de las muchedumbres, se oyó una palabra de alabanza. En parte, esa palabra de alabanza eta como el recuerdo de una antigua profecía: el profeta Isaías había dicho que en los tiempos mesiánicos andarían los cojos, verían los ciegos, oirían los sordos y hablarían los mudos, y al decir eso: hace hablar a los mudos y hace oír a los sordos, parece como que estaban aludiendo a esa profecía de Isaías, parece como que estaban confesando por Mesías a Jesús; a su modo entienden esta palabra
A aquella alusión se añadía una alabanza clara: Todo lo ha hecho bien. Esa alabanza es una de aquellas palabras hermosísimas del santo evangelio que jamás se deberían olvidar, jamás se deberían borrar de nuestra memoria y de nuestro corazón, y que ellas solas bastan para santificar toda una vida. Muchas veces os habrá atormentado a vosotros (nos ha atormentado a todos, porque, al fin y al cabo, el Señor nos ha dado esta buena voluntad) el deseo de imitar a Jesucristo, y de imitarle muy de cerca, y de imitarle con mucho amor. Quizá en esas ocasiones se os han presentado ante el pensamiento mil maneras de imitar a Jesucristo, y quizá, recordando, por ejemplo, sus virtudes, habéis ido mirando cuáles podíais vosotros realizar de nuevo y cuáles no podíais, cuáles podíais imitar de una manera exacta y cuáles no podíais imitar, y quizá también algunas veces ha entrado como el descorazonamiento, la desilusión, el desencanto en vuestra alma al ver las cumbres por las que caminaba nuestro Redentor divino y al mirar, por otra parte, la propia debilidad, que es incapaz de subir a esas cumbres. ¡Quién sabe! Quizá muchas veces estos pensamientos han cruzado por vuestra mente, y entonces os habréis preguntado: ¿Qué haré yo para imitar a Jesucristo? ¿Tendré yo que cambiar completamente mi vida? ¿Tendré que salirme de las circunstancias en que me veo obligado a vivir? ¿Tendré que tomar otra senda, como si tuviera otra vocación? ¿Qué tendré que hacer? ¿Estará la santificación de mi vida en algo resonante y decisivo que en un momento me transforme y me cambie, de modo que yo deje de ser el que soy y comience a ser el que Dios quiera? Parece que a todos estos titubeos, a esta desorientación del alma y a estos anhelos del corazón responde maravillosamente esta frase del evangelio: Todo lo ha hecho bien.
Apoyándonos en aquella palabra de San Pablo, en la cual se decía: cada uno permanezca en la propia vocación, es decir, en las circunstancias en que Dios nuestro Señor le ha puesto, en vez de pasarse la vida discutiendo si aquellas circunstancias son más favorables o más desfavorables a la virtud, si por ahí se puede uno santificar con más facilidad o con menos facilidad, se debe poner la intención, el pensamiento, el corazón, en santificar cada una de las cosas que se traen entre manos, sean cosas pequeñas o cosas grandes, cosas sin trascendencia o cosas muy trascendentales, cosas públicas o cosas muy ocultas, cosas individuales o cosas colectivas; como las hagamos bien, ciertamente imitamos a Jesucristo y ciertamente agradamos a Dios nuestro Señor.
Y el camino corto y sencillo para santificarnos, para imitar a Jesús, para acercarnos a Dios, es este camino de hacerlo todo bien, desde lo pequeño hasta lo grande, desde lo más individual a lo más colectivo, muy familiar o muy social. Hacer las cosas bien; es decir, hacer las cosas guiados por el Espíritu del Señor, con la recta intenci´no de seguir las santas inspiraciones del Espíritu; hacer las coas bien, no buscándonos a nosotros en las cosas que hacemos, ni dando pábulo a nuestras pasiones, sino procurando satisfacer deseos dormidos de nuestro corazón, sino olvidándonos de ellas para sacar a Dios nuestro Señor; hacer las cosas bien, o, lo que es igual, hacerlas en unión con Dios, porque lo mismo que se une la mente con Dios cuando está recogida en la oración, puede unirse cuando está en medio de su trabajo cotidiano, y aun en medio de esos afanes y esos apremios que las circunstancias de la vida tienen muchas veces, hacer la cosa unidos a Dios, hacerlas bien; es decir, no hacerlas guiados por criterios humanos o por la prudencia de la carne y de la sangre, sino por la palabra del Señor, con fe en esa palabra, sin discutirla, sin pensar en las consecuencias que esa palabra puede tener: he cumplido la palabra del Señor, y esto me basta; hacer las cosas bien, es decir, no hacer las cosas con solicitud inmoderada del éxito o del fracaso, con la solicitud inmoderada del provecho o del perjuicio, de la honra o de la deshonra, del gusto o del sacrificio, sino dejando aparte todas estas cosas, como quien se abandona en Dios, cumple la palabra divina y sigue las inspiraciones del Espíritu Santo; en una palabra, mira únicamente a Dios.
Una vida que se lleva así podrá desenvolverse en cosas triviales, como, por ejemplo, se desenvolvió la vida de San Benito de Labre, pidiendo limosna de puerta en puerta, despreciándolo todo, pasando desconocido, o podrá desenvolverse en una acción tan intensa, tan universal como la acción de San Ignacio de Loyola o como la acción de un San Pablo; pero no por eso al que Dios haya elegido para esas cosas más menudas o pequeñas se santificará menos que aquel otro a quien Él haya elegido para cosas más grandes, universales. Únicamente está el secreto de la santificación en que se haga bien aquello que está conforme con nuestras circunstancias y con nuestra vida, y el secreto de nuestra santificación está en que Dios nos haya elegido para una vida humilde o para una vida gloriosa, para una vida muy escondida o para una vida muy notoria o pública. Ahí está el secreto de la santificación, y todo eso es lo que está encerrado en esas palabras: hacerlo todo bien, y mirando al Señor lo mismo cuando toma el alimento que cuando está en el monte tratando con el Padre celestial, lo mismo cuando soporta pacientemente las injurias de sus enemigos que cuando impera a los vientos y a los mares, lo mismo cuando se oculta con timidez divina que cuando da rostro a sus enemigos y con una palabra los derriba. Mirando al Señor, se ve que siempre todo lo hace bien, y la gran defensa de su vida, y el aroma divino que esa vida esparce, y la gran predilección suya, predicación tácita y eficaz que debía llegar hasta el fondo de los corazones, está en esa vida inmaculada, en esa vida santísima.
Si pensáramos que por ese camino podemos llegar nosotros a ser verdaderos apóstoles de Jesucristo y que no pase un instante de nuestra vida en que no estemos practicando su Evangelio y convirtiendo los corazones, si pensáramos esto, ¡Cómo amaríamos esa frase hermosísima del Evangelio y cómo la llevaríamos escrita en el corazón! ¡Todo lo hizo bien! Yo no sé si Dios me elige para cosas grandes; pero, haciendo bien lo que hago, las acciones cotidianas que llenan mi vida, yo podré ser un gran apóstol. Porque esas acciones son santificar almas, convertirme a mí mismo en sal de la tierra y luz del mundo; esas acciones son una predicación incesante, la mejor de las predicaciones, que es la predicación de una vida humilde, abnegada; de una vida pura, de una vida santa, de una vida conforme con la voluntad del Señor.
Esta es la gran enseñanza, la principal de este episodio evangélico, y éste es el recuerdo que debe quedar en nuestro corazón de la lección sacra de hoy: todo lo hizo bien.
Miremos esta palabra muchas veces, confrontemos con ella nuestra propia vida, propongámonos con amor fervoroso convertirla en norma de todas nuestras acciones, y entonces mereceremos que el Señor nos diga aquella palabra del sermón del Monte: Vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo. Y si hemos sido sal de la tierra y luz del mundo, hemos conquistado para nosotros la corona eterna de muchísimas almas a quienes pudimos salvar y pudimos santificar con esa vida inmaculada. ¡Quiera el Señor que de tal manera se quede grabada esa palabra en nosotros, que sea el comienzo de una vida santa y que un día merezcamos esta corona que está reservada a los que imitan al Señor y todo lo hacen bien!
Alfonso Torres, SJ, Lecciones Sacras, Lección V, BAC, Madrid, 1968, pag. 340-351
P. Alfredo Sáenz, S.J.
Curación del Sordomudo
El evangelio nos acaba de relatar, amados hermanos, uno de los milagros del Señor. Se trataba de un sordomudo, o mejor, como dice el texto griego, de un sordo-tartamudo a quien Jesús abrió los oídos taponados y liberó su lengua trabada. Resalta ante todo en este hecho la eficacia omnipotente de la palabra de Cristo. Bastole con decir Éfeta —vocablo arameo que significa Ábrete— para que esa lengua se destrabara y ese oído quedara expedito. Tan grande es el poder de la palabra de Dios. Es la misma Palabra que al comienzo de la historia sacó las cosas de la nada: Dios dijo, y la luz fue hecha, leemos en el Génesis. La palabra divina es eficaz, realiza lo que expresa, como lo afirmó el mismo Señor por boca del profeta: “La palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber logrado lo que yo quería”.
Nos dice el evangelio que a la vista del milagro de Jesús, la multitud lo aclamó entusiasmada: “Todo lo ha hecho bien”. Palabras que extrañamente nos traen el recuerdo de aquellas otras que se leen en el Génesis, culminando el relato de la creación del mundo: Dios vio lo que había hecho, y era bueno. Pero no nos extrañemos demasiado: el Hijo de Dios, en su obra redentora, procede con la misma sabiduría, con la misma bondad, que en la obra creadora. La redención es, en cierto modo, un retomar el designio primitivo de la Creación, trunco por el dedo del hombre, por ese pecado cuya trágica consecuencia sufre precisamente el enfermo de nuestro evangelio.
Hay otro detalle de este milagro que sin duda nos habrá llamado la atención: Cristo no se vale tan sólo de su Palabra para curar, sino que además recurre a gestos e incluso a elementos de este mundo. Así como al crear al hombre, el Señor tomó tierra y le insufló su Espíritu, de manera semejante Cristo usa ahora su saliva, mojando con ella la lengua enferma, y toca con sus dedos el oído obtuso. No es raro, ya que frecuentemente se lee en el evangelio que Jesús obraba sus curaciones tocando a los enfermos o dejándose tocar por ellos. Lo que el Señor nos quiere dar a entender mediante esos gestos (“porque también los hechos del Verbo, son verbos” dice San Ambrosio) es que su salvación nos llega a través de lo sensible, a través del contacto con su cuerpo, con su naturaleza humana. Tocó al enfermo, le humedeció su lengua. Estas circunstancias destacan el papel de la humanidad de Cristo, instrumento de su poder divino. Resulta impresionante saber que Dios no se acerca a nosotros solamente con su Palabra espiritual sino que además nos toca, saber que Dios llega a nosotros a través de las manos de Cristo, de su saliva. Y así cura nuestra alma y nuestro cuerpo, como lo hizo con el lisiado del evangelio; los dedos del Señor, que se hundieron en las orejas del enfermo, no sólo abrieron sus oídos al sonido humano, sino también a la palabra de Dios; y la saliva divina, puesta sobre la lengua de ese tartamudo, no sólo la liberó de su traba natural, sino que le comunicó la agilidad necesaria para orar y para cantar la gloria de Dios.
Así fue la curación del sordo-tartamudo. Parece evidente que San Marcos, al incluir este episodio en su evangelio, pretendió significar algo más que la simple curación taumatúrgica de un enfermo individual. En su sufrimiento, el sordo-tartamudo se revela como el representante típico de una humanidad cerrada a la voz de Dios e incapaz de alabar al Señor. Así pareció entenderlo la Iglesia por el hecho de hacer escogido los mismos gestos de Jesús para elaborar su ritual del Bautismo, haciendo repetir en la administración de este sacramento las acciones y palabras que usó el Señor para curar al enfermo de nuestro evangelio: el sacerdote toca con el dedo pulgar los oídos del que se bautiza mientras dice: Éfeta, abríos. Y no pensemos que la Iglesia obró de manera arbitraria al determinar un ritual similar. Porque realmente en el evangelio de hoy se describe lo que éramos antes de Cristo, antes de nuestro bautismo. Sin Cristo y sin el bautismo éramos espiritualmente sordos, sólo capaces de escuchar la voz de “la carne y de la sangre”, pero no la voz de Dios; sin el bautismo éramos espiritualmente tartamudos, indignos y privados del derecho de llamar a Dios “Padre nuestro”, incapaces de decir siquiera “Señor Jesús” ya que, como enseña San Pablo, nadie puede decir tal cosa “sin la ayuda del Espíritu Santo”.
Por el bautismo henos aquí capacitados para comprender el lenguaje de Dios, el lenguaje de la fe; gracias a nuestro bautismo podemos percibir la voz de Dios, que nos habla exteriormente, mediante la enseñanza de la Iglesia, pero también interiormente, ya que El habita en nuestros corazones por “la palabra sembrada en nosotros”. Asimismo, en razón del bautismo, nuestra lengua trabada por el pecado quedó libre de impedimentos, dispuesta para la confesión de la fe; como sucedió con San Pablo quien, ni bien bautizado, se puso a predicar a Jesús en las sinagogas, proclamando que era el Hijo de Dios; antes había hablado contra Cristo y sus discípulos, él, que era un perseguidor de todo lo que llevara el nombre de cristiano; ahora, gracias al bautismo, poniendo al servicio del Señor todas sus capacidades humanas, su inteligencia, su dinamismo, sus ímpetus incluso, anuncia con intrepidez a Cristo crucificado y resucitado.
Algo similar ha sucedido con nosotros: el bautismo ha desatado nuestras lenguas para permitimos renunciar a Satanás, para permitirnos proclamar nuestra fe en la Trinidad, no sólo en el momento del bautismo, sino a lo largo de toda la vida, y si es necesario incluso delante de los tribunales; el bautismo, incorporándonos al cuerpo de Cristo, ha desatado nuestra lengua tartamuda, permitiéndonos orar a Dios, nuestro Padre, desde el seno de la Iglesia; como cristianos, podemos pronunciar palabras de oración en Cristo, que es la Palabra, el Verbo de Dios, podemos rezar, por Él, con Él y en Él, según se dice en la misa.
Tal es la interpretación más común que hicieron los Santos Padres del evangelio que nos ocupa. La curación del enfermo afectado de sordera simboliza así la conversión de la fe, o mejor, el nacimiento de la fe en el hombre, ya que, como dice la Escritura, “la fe es por el oído”. Y una vez curado de la sordera de su infidelidad, el tartamudo comenzó a hablar “alabando a Dios”, según aquello de San Pablo: “he creído, y por eso hablo”.
Amados hermanos, el Bautismo no es para nosotros un episodio que se pierde en las brumas de un pasado quizá ya remoto. Es un hecho actual, siempre presente. El Bautismo ha grabado en nosotros un “carácter” permanente, una gracia que rebrota siempre de nuevo. Si el Bautismo ha abierto nuestros oídos a las cosas de Dios, no tenemos derecho a traicionarlo dejándonos seducir por el lenguaje del mundo que se opone al evangelio —no nos referimos al mundo en sentido bueno, al mundo hecho por Dios, que Dios vio que era bueno, sino al mundo que rinde culto al espíritu de orgullo, al dinero y al placer o, si se quiere, al espíritu del mundo. Abramos, en cambio, nuestros oídos a los criterios del evangelio, de la Iglesia, a su jerarquía de valores, a su enseñanza acerca del sentido cristiano de la vida, del trabajo, de la justicia, de la caridad. Oigamos hoy de nuevo la voz de Cristo que, tocando nuestros oídos, nos dice: Éfeta, abríos.
Dios requiere de nosotros un espíritu de apertura. Apertura para recibir las inspiraciones de Dios, apertura para hablar a Dios y para hablar de Dios, apertura para dar y para darnos en caridad, apertura para transmitir lo que tenemos a los demás, para amar a los pobres, a los pobres en dinero, que son quizá desagraciados, pero también y sobre todo a los pobres en la fe, aquellos a quienes les falta lo único necesario, el conocimiento de Jesús, el Salvador, apertura para edificar la Iglesia, para comprometerse al servicio de la Iglesia, para ser constructores de catedral. Éfeta, dijo Jesús, y nos lo sigue diciendo cada día a nosotros. Siempre de nuevo será preciso abrirnos a Dios y cantar su gloria. Salir de la soledad de nuestra sordera y del aislamiento de nuestra tartamudez, y entrar en comunión con Dios y con nuestros hermanos.
Nuestros oídos se abren, nuestras lenguas se liberan. Quizá en ningún lugar con tanta verdad comoo en el Santo Sacrificio de la Misa, en cuya primera parte, llamada liturgia de la Palabra, nuestros oídos están atentos a la palabra de Dios, proclamada en la lectura, meditada y comentada en la predicación; y en cuya segunda parte, llamada liturgia de la Eucaristía, nuestros labios se abren para alabar, como es justo y necesario, para dar gracias, como es nuestro deber y salvación, se abren para cantar el Sanctus en unión con toda la Iglesia, se abren para consentir al Sacrificio de Cristo renovado sobre el altar, se abren para atreverse a decir Padre nuestro. Pronto nos acercaremos a comulgar, a recibir el cuerpo de Jesús. Pidámosle que nos trate como al enfermo del evangelio, que toque nuestro oído para hacerlo cada vez más atento a sus palabras, que son palabras de vida; que moje nuestra lengua para que no se avergüence de proclamar las maravillas de Dios.
Alfredo Sáenz, SJ, Palabra y Vida, Homilías dominicales y festivas. Ed. Gladius, 1993, 244-248
P. Lic. Ervens Mengelle, I.V.E.
LA CONFESIÓN
El evangelio del domingo pasado nos permitió reflexionar sobre la necesidad de purificar el corazón y, en consecuencia, de los actos del penitente en el sacramento de la Confesión, en particular del primero llamado contrición. El episodio de hoy nos permite continuar reflexionando sobre ello.
1 – La situación del hombre
Es interesante notar varios particulares de la narración evangélica.
En primer lugar, el encuadre geográfico. Todos los lugares mencionados, Tiro, Sidón, la Decápolis, son todas localidades paganas. La misma Galilea era llamada Galilea de los gentiles, por el hecho de estar limitando con territorios paganos y ser cruce de caminos entre aquellos territorios. Este marco geográfico subraya la validez universal del ministerio de Jesús, mostrando que Jesús era esperado como salvador también por los paganos.
En este sentido, la frase final, pronunciada por la gente en su admiración: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos, es una doble referencia al AT. Primero, veían en sus obras una reedición de las maravillas de la creación (Gn 1,31: vio cuanto había hecho, que todo era muy bueno); pero sobre todo, veían realizarse las promesas escatológicas de los tiempos mesiánicos tal como escuchamos en la lectura del libro del profeta Isaías: se destaparán los oídos de los sordos… la lengua de los mudos gritará de júbilo.
En este sentido, es significativa la condición del enfermo, ya que es alguien incapaz de alabar a Dios por la obra de la Creación y mucho menos por la de la Redención: “El sordomudo es aquél que no abre los oídos para escuchar la palabra de Dios, ni abre la boca para pronunciarla” (San Beda In Marc.). Tenemos por tanto a alguien que no es capaz de recibir la revelación, según lo que enseña san Pablo: la fe viene por el oído (Ro 10,17) y, en consecuencia, no es capaz de alabar a Dios ni de confesar la fe. Por ello, el beneficiario final del milagro de Jesús no son las orejas y la lengua, sino la persona misma del sordomudo, la cual, gracias al milagro, podrá entrar en relación directa con Jesús y los demás hombres. El hombre es restituido a la comunión con los demás hombres, puede comunicar con ellos.
Y así, en tierra pagana, donde todavía no había llegado la Palabra de Dios, el Verbo de Dios, el que fue sordo y mudo se convierte en vehículo de ella.
2 – La acción de Jesús
No deja de ser menos llamativa la “aparatosidad” con que Jesús realiza el milagro. En vez de obrar de manera sencilla, como tantas otras veces, hace toda una “puesta en escena”: le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: “Efatá”, que significa “Ábrete”.
El gesto de la imposición de las manos en el NT es atribuido a Jesús como signo de bendición (Mc 10,16; Mt 19,13-15) o como intervención liberadora de alguna enfermedad (Mc 5,23; 6,5; 8,22-26; Lc 4,40; 13,13). Posteriormente, en el tiempo de la Iglesia, el gesto se mantiene para impetrar la curación (Mc 16,18; He 9,12 y 28,8) o como signo de consagración o de entrega de un ministerio (He 6,6; 8,17; 13,3; 19,6; 1Tim 5,22; 2Tim 1,6-7).
En el conjunto no podemos menos de observar como hay toda una acción sacramental, es decir, todo un conjunto de ritos visibles que producen su efecto, en este caso también visible. Vemos que hay gestos, actos y, finalmente, palabras que dan el significado de todo lo realizado. Tenemos aquí toda una prefiguración de lo que es la acción de la Iglesia a través de los sacramentos.
Si resumimos lo realizado vemos que lo que sucede es así: alguien se coloca por sí o por otros ante Dios exponiendo su miseria y solicitando la misericordia de Dios. Dios, movido a misericordia, obra por sí o por su enviado y concede la gracia solicitada. Por ello lo comenta san Beda de la siguiente manera: “el primer paso hacia la salvación es que el enfermo, guiado por el Señor, sea llevado aparte, lejos de la multitud. Y esto sucede cuando, iluminando el alma postrada por los pecados con la presencia de su amor, lo separa del acostumbrado modo de vivir y lo encamina a seguir el camino de sus mandamientos. Coloca sus dedos en las orejas cuando, por medio de los dones del Espíritu Santo, abre los oídos del corazón a entender y acoger las palabras de la salvación. En efecto, el mismo Señor testimonió que el Espíritu Santo es el dedo de Dios, cuando dice a los judíos: si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, vuestros hijos de qué manera los expulsan (Lc 11)… Pues bien, los dedos de Dios colocados en las orejas del enfermo que debía ser curado, son los dones del Espíritu Santo, que abre los corazones que se habían alejado del camino de la verdad al aprendizaje de la ciencia de la salvación…”
3 – La confesión de los pecados y sus efectos
Al realizar la confesión de los pecados es precisamente eso lo que hacemos, presentamos a Dios nuestra miseria y disponemos nuestro corazón para que el dedo de Dios actúe en él. Por ello señala el catecismo que “la confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro” (1455).
Y señala más adelante: “Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque, como dice san Jerónimo ‘si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora’” (1456).
Incluso, si bien es verdad que “en la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia” (1456), también “la confesión de los pecados veniales se recomienda vivamente por la Iglesia. En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso” (1458).
Como consecuencia de esta acción, el penitente, al igual que el sordomudo, puede ofrecer una alabanza a Dios y comunicar con los demás hombres. Es lo que señala el catecismo como efecto de la confesión de los pecados: “Toda la virtud de la penitencia reside en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad… Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros. Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre los miembros vivos del Cuerpo de Cristo…” (1469-70).
4 – Conclusión
Y, de esta manera, nos unimos al obrar de Dios: “El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados; si tú también te acusas te unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que Él ha hecho… Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la Luz” (san Agustín en 1458; cf. 1471).
Y este comienzo permite una acción más plena, como el sordomudo que empezó a hablar rectamente: “En efecto, dice san Beda, habla correctamente, sea confesando a Dios, sea predicándolo a los otros, sólo aquel cuyo oído ha sido liberado por la gracia divina de modo que pueda escuchar y cumplir los mandamientos celestiales, y cuya lengua ha sido puesta en grado de hablar por el toque del Señor, que es la Sabiduría misma. El enfermo así curado puede decir justamente con el salmista: Abre, Señor, mis labios, y mi boca proclamará tu alabanza (Sal 51,17)
(MENGELLE, E., Jesucristo, Misterio y Mysteria , IVE Press, Nueva York, 2008. Todos los derechos reservados)
Catena Aurea
Marcos 7:31-37
Dejando Jesús otra vez los confines de Tiro, se fue por los de Sidón, hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de Decápolis. Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su mano (para curarle). Y apartándole Jesús (del bullicio) de la gente, le metió los dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y díjole: “Efetá”, que quiere decir: “abríos”. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó el impedimento de la lengua, y hablaba claramente. Y mandóles que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba, con tanto mayor empeño lo publicaban, y tanto más crecía su admiración, y decían: “Todo lo ha hecho bien: El ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos”. (vv. 31-37)
Teofilacto
No quería el Señor detenerse entre los gentiles, ni dar motivo a los judíos de que lo creyeran transgresor de la ley por mezclarse con aquéllos, por lo cual se vuelve luego, según estas palabras: “Dejando Jesús otra vez”, etc.
Beda, in Marcum, 2, 31
Decápolis es el país de las diez ciudades al otro lado del Jordán, al oriente, frente a Galilea. Cuando dice que el Señor llegó al mar de Galilea hacia el centro de Decápolis, no quiere decir que entró en Decápolis ni que atravesó el mar, sino más bien que en el mar llegó hasta un punto desde donde alcanzaba a ver el centro de Decápolis a lo lejos, más allá del mar.
“Y presentáronle un hombre sordo”, etc.
Teofilacto
Lo cual se pone con razón después que fue librado el poseído, porque aquella enfermedad procedía del demonio.
“Y apartándole Jesús”, etc.
Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum
Separa de la gente al sordo y mudo, para no hacer públicos sus milagros divinos, enseñándonos así a despojarnos de la vanidad y del orgullo; porque no hay nada en el poder de hacer milagros que equivalga a la humildad y a la modestia. Le metió los dedos en las orejas, pudiendo curarle sólo con su voz, para manifestar que su cuerpo unido a la Divinidad estaba enriquecido con el poder divino, así como sus obras. Y como por el pecado de Adán la naturaleza humana cayó en muchas enfermedades y en la debilidad de los miembros y los sentidos, Cristo demostró en sí mismo la perfección de esta naturaleza, abriendo los oídos con su dedo y dando el habla con su saliva: “Y con la saliva le tocó la lengua”.
Teofilacto
Esto demuestra que todos los miembros de su sagrado cuerpo son santos y divinos, como la saliva con que dio flexibilidad a la lengua del mudo. Porque es cierto que la saliva es una superfluidad; pero todo fue divino en el Señor.
“Y alzando los ojos al cielo, arrojó un suspiro”, etc.
Beda, in Marcum, 2, 31
Alzó los ojos al cielo, para enseñarnos que es de allí de donde el mudo debe esperar el habla, el sordo el oído y todos los enfermos la salud. Y arrojó un gemido, no porque para demandar algo a su Padre tuviera necesidad de ello, El que satisface, con su Padre, a todos los que lo piden, sino para hacernos ver que es con gemidos como debemos invocar su divina piedad por nuestros errores o los de nuestros prójimos.
Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum
O bien: gimió tomando a su cargo nuestra causa y compadecido de nuestra naturaleza, viendo la miseria en que había caído el género humano.
Beda, in Marcum, 2, 31
La palabra epheta, que significa abríos, corresponde propiamente a los oídos, porque han de abrirse para que oigan, así como para que pueda hablar la lengua hay que librarla del freno que la sujeta. “Y al momento se le abrieron los oídos”, etc. Aquí se ven de un modo manifiesto las dos distintas naturalezas de Cristo; porque alzando los ojos al cielo como hombre, ruega a Dios gimiendo y, en seguida, con divino poder y majestad cura con una sola palabra.
“Y mandóles, continúa, que no lo dijeran a nadie”.
San Jerónimo
Con esto nos enseñó a no glorificarnos en nuestro poder, sino en la cruz y la humillación.
Pseudo-Crisóstomo, vict. ant. e cat. in Marcum
Mandó, pues, que callaran el milagro, a fin de no hacer que los judíos perpetrasen por envidia su homicidio antes de tiempo.
Pseudo-Jerónimo
Una ciudad situada en la cima de un monte, y que se ve de todas partes, no puede ocultarse; y la humildad precede siempre a la gloria (Pro_15:33). “Pero cuanto más se lo mandaba, prosigue, con tanto mayor empeño lo publicaban”, etc.
Teofilacto
En esto debemos aprender, cuando hagamos un beneficio a cualquiera, a no buscar el menor aplauso o alabanza; a alabar a nuestros bienhechores y publicar sus nombres, aunque ellos no quieran.
San Agustín, de consensu evangelistarum, 4, 4
¿Para qué, pues, El, que conoce la voluntad de los hombres tanto la presente como la futura, les mandaba que no dijeran nada, sabiendo que habían de decirlo tanto más cuanto más les encargaba el secreto, si no fuera para mostrar a los perezosos con cuánto estudio y fervor deben anunciarle ellos, a quienes manda que lo anuncien, cuando así lo hacen aquellos a quienes ordena el secreto?
Glosa
La fama de las curas que Jesús había obrado aumentaba la admiración de las gentes y el rumor de los beneficios que había hecho. “Y tanto más, sigue, crecía su admiración, y decían: Todo lo ha hecho bien: El ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos”.
Pseudo-Jerónimo super Et iterum exiens de finibus
En sentido místico, Tiro, que significa lugar estrecho, simboliza la Judea, a quien dice el Señor: “Porque el lecho es angosto” (Is 28); por lo cual se traslada a otras naciones. Sidón significa caza : la bestia salvaje es nuestra nación y el mar la inconstancia que nunca cesa. Porque es en medio de Decápolis, en cuya palabra se interpretan los mandamientos del Decálogo, a donde fue el Salvador para salvar a las naciones. El género humano, compuesto de tantos miembros y consumido por tan diversas enfermedades como si fuera un solo hombre, se encuentra todo en el primer hombre: no ve teniendo ojos, no oye teniendo oídos, y no habla teniendo lengua. Le rogaban que pusiera su mano sobre él, porque muchos justos y patriarcas querían y deseaban la Encarnación del Señor.
Beda, in Marcum, 2, 31
O bien es sordo y mudo el que no tiene oídos para oír la palabra de Dios, ni lengua para hablarla; y es necesario que los que saben hablar y oír las palabras de Dios ofrezcan al Señor a los que ha de curar.
Pseudo-Jerónimo
Porque siempre el que merece ser curado es conducido lejos de los pensamientos turbulentos, de las acciones desordenadas y de las palabras corrompidas. Los dedos que se ponen sobre los oídos son las palabras y los dones del Espíritu Santo, de quien se ha dicho: “El dedo de Dios está aquí” (Éxo_8:19). La saliva es la divina sabiduría, que abre los labios del género humano para que diga: Creo en Dios, Padre omnipotente, y lo demás. Gimió mirando al cielo, así nos enseñó a gemir y a hacer subir hasta el cielo los tesoros de nuestro corazón; porque por el gemido de la compunción interior se purifica la alegría frívola de la carne. Se abren los oídos a los himnos, a los cánticos y a los salmos. Desata el Señor la lengua, para que pronuncie la buena palabra, lo que no pueden impedir las amenazas ni los azotes.
Guión Domingo XXIII Tiempo Ordinario
8 de setiembre de 2024
Entrada: Los bautizados debemos sentir ansias de anunciar gozosamente a nuestro alrededor la Buena Noticia del Amor de Dios a los hombres con obras y palabras. El doble milagro que la Liturgia propone a nuestra consideración quiere Cristo realizarlo hoy en nosotros.
Primera Lectura: Isaías es el profeta de la esperanza que anuncia la salvación inminente que viene de Dios. Is. 35, 4-7a
Segunda Lectura: Dios eligió a los pobres para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino de los Cielos. Sgo. 2, 1-7
Evangelio: La curación del sordomudo llenó de admiración a cuantos lo presenciaron, quienes decían de Cristo: “Todo lo ha hecho bien”. Mc. 7, 31-37
Preces:
Confiando en la promesa de Jesús, que nos asegura la benevolencia del Padre si le pedimos en su Nombre, unámonos en la súplica comunitaria.
A cada intención respondamos:…
- Por el Papa Francisco y sus intenciones, especialmente las referidas a este mes de setiembre: para que los políticos actúen siempre con honradez, integridad y amor a la verdad. Oremos…
- Para que aumente en las comunidades cristianas la disponibilidad al envío de misioneros, sacerdotes y laicos, y den recursos concretos a las iglesias más pobres. Oremos…
- Por los enfermos, predilectos del amor de Dios, para que encuentren en su cruz el camino de la propia santificación y por todos los que sufren esclavitud en el espíritu para que descubran a Cristo, el único que puede dar sentido a sus vidas. Oremos…
- Por los frutos de las Fiestas Patronales de la Parroquia Nuestra Señora de los Dolores, las intenciones de su párroco y las necesidades de toda la feligresía. Oremos…
- Por nosotros mismos, para que optemos por practicar las obras de misericordia, y que nunca nos cansemos en la gran obra de prolongar el infinito amor de Dios por los pobres y menos útiles a los ojos del mundo. Oremos…
Señor, que has elegido a los pobres para hacerlos herederos del Reino ayúdanos a ser desprendidos y acuérdate de aquellos por quienes te hemos suplicado, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Ofrendas:
Unidos a Cristo ofrecemos nuestras vidas para la salud de todos los hombres y presentamos:
Incienso con el fin de que elevándose junto con nuestras oraciones, sea una ofrenda agradable al Padre.
Pan y vino para que al convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo sea la refección que de fuerzas a la Iglesia peregrina.
Comunión: Jesús Eucaristía, es el remedio de nuestros males y la fortaleza en nuestras tribulaciones.
Salida: La Virgen María, es nuestra esperanza. Ella nos acompaña en el empeño de ser testigos de lo sobrenatural ante nuestros contemporáneos, para ser consuelo y alegría de todos los que sufren.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Estamos en buenas manos
¿Les extraña ver a los hombres sujetos al dolor, que parece que Dios juega con ellos, y se entretiene en someterlos a las torturas de la tribulación? ¡Ah, sí! Mis hermanos; pero ¡bendito juego en manos de un jugador tan hábil como Dios!
Tal vez alguna vez hemos visto a un prestidigitador que toma unos vasos de vidrio en la mano, y los tira para arriba, y los agarra, y los recoge, y los vuelve a tirar con una rapidez que nos admira. A cada paso creemos que se le van a caer, y se van a estrellar contra el suelo. Pero cuando lo hemos visto varias veces, ya no tenemos miedo de que se le vayan a caer, y nos admiramos de la destreza y seguridad del jugador.
Así Dios obra con los hombres; los eleva y los humilla, los mortifica y vivifica, a pesar de ser vasos de vidrio. Pero no tenemos que tener miedo, ya que estamos en buenas manos que no nos dejará caer para que perezcamos. Confiemos, mis hermanos, en la habilidad y sobre todo en el amor de Dios en medio de esas penas que nos parecen de muerte y pueden ser de vida eterna.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p.497)