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La graciosa austeridad en la educación

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Que no, no están reñidas esas dos palabras, gracia y austeridad, queridos lectores y críticos pedagogos!
La alegre y ligera palomita de la gracia, tanto sobrenatural como natural, no sólo no está reñida con la, al parecer, adusta, fría, seca, medrosa esfinge de la austeridad, sino que, a la sombra y en los rinconcillos y repliegues de sus vestiduras, gusta poner su nido.
¡Qué buena tesis para un educador!, ¡la gracia en la educación por medio de la austeridad! o más claro; la austeridad es fuente de gracia educadora.

Estado de la cuestión
Ante la austeridad en la educación veo dos bandos extremos y uno intermedio, cuyas esencias pueden expresarse así: nada de austeridad, todo con austeridad y austeridad para preservar y reparar.

Primer bando, la anti-austeridad 

Seguramente estaréis hartos de oír y leer frases parecidas a éstas, procedentes de padres, madres y maestros: ¡pobrecitos niños!, ¿para qué contrariarlos tan chicos?, ¿qué saben ellos ahora de eso? Con tal de que no lloren y no se enrabien, hay que darles lo que pidan… ahora, que gocen, que disfruten de cuanto se les antoje, que tiempo vendrá en que tendrán que llorar…
Es decir, ¡nada de austeridad!
Y veo tan nutrido este bando que para estudiarlo y darlo a conocer bien, necesito subdividirlo en tres grupos: 1º, el de los educadores bonachones; 2º, el de los educadores medrosos, y 3º, el de los educadores pervertidos.

Los educadores bonachones

Y, lógicos con la doctrina que encierran esas exclamaciones, los educadores bonachones, ¡hay que llamarlos de alguna manera!, dejan a sus educandos en plena libertad de selva.
Estos niños y estas niñas con ese salvoconducto de que no hay que hacerles sufrir, crecen a sus anchas con amplios poderes para poner todas las malas caras a sus papás, nodrizas y maestros, que se les antoje, para gruñir, levantar las manos, hincar las uñas y dar codazos y pataditas a cuantos no estén rendidos a sus caprichos, y para poner a cuantos les rodean la cara agria, la sangre negra y las palmas de las manos con hormiguillas para descargar buenas bofetadas por el insolente egoísmo con que se acostumbran a salirse con la suya, pese a quien pese, y caiga quien caiga.

Los pequeños tiranos

Este bando de los educadores bonachones suele estar correspondido por parte de sus educandos con otro bando de pequeños tiranos.

Lo mucho que he tratado con niños y lo no poco que he tenido que montar a caballo o en mulo en mis correrías apostólicas me ha enseñado que unos y otros se parecen en lo pronto que se dan cuenta de la clase de persona que les guía.

Caballos que, montados por jinetes expertos y enérgicos, los he visto hacer piruetas y primores de circo, manejados por mí, que harto hago con ir pegado a la silla sin molestarles en lo más mínimo, se me han parado a pie firme a comer la yerba de las laderas de los cerros que atravesábamos, o han tomado carreras vertiginosas, cuando les ha venido en gana, a pesar de mis dulces requerimientos al buen paso. ¡Qué pronto se enteraban del jinete que los montaba!

Y esto exactamente, o más bien, aumentado con muchas creces, ocurre con los niños. ¡Qué pronto se dan cuenta, por pequeños que sean, del régimen en que viven!

Allá en mis años mozos solía ocupar mis vacaciones de seminario repasando lecciones de niños que no habían podido o, mejor, querido aprobar sus asignaturas en junio. Y, aunque no todos eran iguales, ni tenían los mismos motivos, el caso éste de los hijos tiranos por lo bonachón de sus papás, ¡cuánto me hizo sufrir!

Entre el calor de la canícula sevillana y de los sofocones que la frescura de algunos de aquellos estudiantes me propinaban, ¡qué veranos de fuego me venían!

Recuerdo siempre que la gran razón que en una u otra forma me aducían para no darme la lección ni atender a lo que yo pacientemente les explicaba era ésta: «Como papá es tan rico y tiene tantas influencias con los catedráticos, ¿para qué tengo yo que darme malos ratos estudiando?

Y como papá y mamá me quieren tanto y se disgustarían con usted, si me riñe o me impone algún castigo, es inútil que usted tome en serio el hacerme estudiar».

Y que no era una mentira o una falsa excusa de mi discípulo, sino perfecta persuasión del terreno que pisaba, me lo demostraban las abdicaciones de autoridad que veía en los papás imponiendo en un momento de enfado un leve castigo, como de no comer dulces o no montar a caballo aquel día, y la dispensa inmediata del mismo, unida hasta con su poquito de censura al profesor que «realmente se empeñaba en que estudiara demasiado el pobrecito niño». ¡Así decían delante del mismo!
Ocasión hubo en que el pobrecito niño se permitía el placer refinado de ofrecerme, durante la lección del día siguiente, algunos dulces de los que le sobraron el día anterior, ¡el del castigo sin dulces!
Padres y maestros bonachones, ¡qué mal queréis! y ¡qué malos resultados podía contaros de vuestras blanduras!

Los educadores medrosos

Echo mi vista por el campo de la educación y me tropiezo con cuatro miedos acechando a los educadores para estropearles su trascendental labor.

1º El miedo a la ejemplaridad para con sus educandos.

2º El miedo a la carga de velar sobre ellos.

3º El miedo al ridículo, y

4º el miedo a las bajas de caja.

Yo invito a los padres y educadores, enemigos sistemáticos de quitar gustos o contrariar a sus educandos, que se dignen pasar la vista por estos rengloncillos, y que se interroguen a sí mismos sobre la relación que puedan tener con los siguientes cuadros de miedo en la educación.

¡Veo a tantos padres, madres y educadores deficientes o detenidos en su misión educadora por esta sola razón, disfrazada las más de las veces con nombres más sonoros que verdaderos:

el miedo!

Primer miedo:

¡el de la obligación de tener que confirmar con el ejemplo propio lo que se enseña! Un maestro iracundo, ¿qué interés razonable puede tener en educar en mansedumbre y paciencia a sus discípulos?
Un padre disoluto y una madre divertida, o aficionada al mundo, ¿qué empeño pueden mostrar en reprimir en sus hijos e hijas atisbos de vanidad y de aficiones mundanas y promiscuaciones con compañías sospechosas?

Convengamos en esto: se tienen recelos no pocas veces a la austeridad y se pasa la mano a rabietas y caprichos de párvulos y a imposiciones egoístas y a tiránicas exigencias de jóvenes porque falta valor para predicar con el ejemplo.

¡Cuántas veces, ante madres llorando amargas lágrimas por el abandono y el desprecio en que las dejan sus hijas enloquecidas por divertirse sin ellas con chicas y chicos, se viene el recuerdo de cuando esas mismas madres dejaban abandonadas en manos extrañas horas y días a sus hijitas para divertirse ellas!

Recuerdo esta respuesta de un hijo, que empezaba a trasnochar, a su padre que le reñía: ¿Cómo? ¡Si yo me creí que me iba usted a premiar por parecerme ya a usted…!

Segundo miedo:

a la carga pesada y ligera a la vez, si la lleva el verdadero amor, de velar perennemente sobre el hijo o el discípulo a quien se educa.

Dar un beso al infante en los brazos de la nodriza; dar una audiencia a los chiquillos cuando vuelven del colegio o los deja la institutriz, es cosa fácil y grata. Pero educar es mucho más que eso, exige más unión, más convivencia, más estar encima, más vigilancia y esto infunde miedo a veces.

Si el labrador se lleva días y días con lluvias y vientos, con fríos y soles atendiendo al cultivo de sus campos, el cultivo de un alma, de un carácter, de una vida, ¿no merecerá incomparablemente mayores cuidados y más penosas atenciones?

No, no basta para ser padre dar al hijo el ser y el pan, hay que dar el cariño, el cuidado de cada día, de cada hora. Y esto en una época en la que hay que divertirse como la nuestra, ¡pesa tanto!

Tercer miedo:

el miedo al ridículo. La moda, que de por sí no sería nada, si el diablo no consiguiera aliarla con la vanidad y la sensualidad de los que la aceptan y con la ambición de los que la imponen, se ha metido en la educación, ¡y de qué manera y con qué cantidad de estragos, la mayor parte de las veces irreparables, y en seres indefensos!

La moda tirana, pisoteando leyes de moral, dictámenes de conciencias, tradiciones venerandas, legítimos sentimientos naturales, manda cómo han de ir vestidos, o mejor, desnudos los niños y las niñas, los muchachos y las muchachas, pese al pudor y a la salud; cómo y con quiénes y en qué condiciones han de jugar, higienizarse, bañarse y ejercitarse en los juegos gimnásticos; qué espectáculos, qué revistas, qué novelas, qué cuentos han de ser preferidos, sin preocuparse de contagios morales ni de peligros de sexo o de trato.

Y lleva al colmo su tiránica intromisión hasta imponer el color de la cara y de las uñas, el perfil y la silueta, la palabra chabacana, el mohín chulesco, el rufianismo despreocupado. ¡Pobres niños y pobres jóvenes educados por tan cruel nodriza!

Y todo esto y mucho más que omito, y las desastrosas consecuencias que de ello se derivan, lo ven, lo oyen, lo palpan, lo lamentan hasta con cierta indignación los papás bonachones y las mamás timoratas y… ¡pobre autoridad y dignidad paternas!

Y, sin embargo, consienten en la tiranía de la moda y ponen bajo su hacha asesina la salud, la inocencia, el pudor y la alegría de sus hijos y la paz de sus conciencias y el porvenir risueño y cristiano de sus hogares…

Si preguntáis la explicación de esa locura colectiva, no os darán más que ésta: ¡es tan ridículo ir contra la moda!

Poder trágico del miedo al ridículo, ¡qué estragos estás produciendo en las falanges de la inocencia y de las conciencias juveniles! ¡Se huye del sano rigor de la austeridad cristiana y se cae en las crueldades de la tiránica moda!

Cuarto miedo:

a perder clientela, es otra forma de la educación medrosa que vengo denunciando. ¡La caja peligra!
¡Cuántas veces se han lastimado mis oídos oyendo a directores y directoras de centros buenos de enseñanza cristiana estas excusas de libertades permitidas o toleradas a sus discípulos o discípulas en el vestir, en el acatamiento y obediencia de los superiores, en las chanzas, en los juegos, en la asistencia y compostura de los actos religiosos, etc., etc.: «Si apretamos demasiado, se nos van… hay que transigir para que vengan…»

¡Que no se nos vayan!, ¡que vengan! ¡Está bien!, he dicho y me digo muchas veces; pero que eso no sea el fin, que el fin del maestro cristiano no sea ver su escuela llena, sino procurar que los que en ella están, asciendan, se eduquen, se hagan cada día un poco más buenos, más cristianos, más hombres cabales…

Si no es para eso, ¿para qué han de llenar esas escuelas?, ¿para qué han de ser buscados esos educadores?, ¿para que no les falten los ingresos tan sólo? ¿No os parece que sería más leal y valdría más quitar la escuela o quitarle el rótulo de religiosa…? ¡Cuántos miedos a las bajas de caja impiden el alza de la educación cristiana!

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