De los escritos del P. Alfonso Torres
a) Tesoro escondido
La vida interior de cada alma es un tesoro escondido.
Si se baja a las almas y se mira en particular lo que en cada alma se esconde, lo mismo de luces sobrenaturales que de tesoro de gracias y virtudes, si se mira, repito, ese mundo interior de cada alma, entiende uno que quien sabe vivir en ese interior del propio espíritu y sabe recogerse de esa vida exterior y miserable que consiste en derramarse a las criaturas, comprueba que esa vida interior es un verdadero tesoro.
Toda la vida interior es un glorificar a Dios, un vivir en lo alto, un salir de la tierra, donde el alma se asfixia; un subir a nuevos horizontes, un vivir en la verdad.
La vida verdadera del hombre está dentro de él. La vida verdadera del hombre es la que se esconde en la mente, en el corazón, en el alma. Un hombre es lo que es esa vida interior.
Los seres espirituales son los únicos que tienen la facultad de replegarse sobre sí mismos para encontrar a Dios en el fondo de su ser, lo mismo que para descubrirlo en las criaturas que les rodean. Dios vive en ellos y ellos viven en Dios.
La solución de los problemas espirituales que se nos presentan a cada uno en nuestra vida hay que hallarla, más bien que mirando hacia fuera, mirando hacia dentro.
b) Vida interior, vida divina
La vida interior no es solamente eso que llamamos nosotros mirar hacia dentro. Eso es, como si dijéramos, la puerta para entrar en la vida interior; es una de las condiciones que se necesitan para cultivar la vida interior; pero la vida interior es otra cosa. La vida interior es la vida divina manifestada, reflejada en nosotros. Un alma tiene vida interior en el mismo grado en que tiene vida divina. Y la vida divina no es otra cosa que la vida de la santidad, la vida de la gracia y la vida de las virtudes. Esa es la verdadera vida divina.
El amor es el que domina al hombre, la mente se ilumina según el amor; si se eleva el amor, la vida interior se eleva también, y, si baja, la vida interior decae. Al oír las palabras vida interior, parece que se está uno dirigiendo a las grandes almas contemplativas: a una Santa Teresa, a un San Juan de la Cruz, a un San Francisco de Borja… Pero no es así. Es verdad que estas almas son las manifestaciones más sublimes de dicha vida divina, pero la vida interior es para todos los cristianos.
Ahora bien, esta vida interior se puede vivir de muchas maneras. A veces se vive de una manera que consiste en guardar lo indispensable para no perder esa vida; pero reservando una parte, y a veces la mayor parte del corazón, para otras cosas. Esto es muy común en las almas cristianas. Hay otra manera de buscar la vida interior, que consiste en buscarla con todo corazón. Cuando las almas tienen esta manera de consagrarse a su vida interior, entonces sucede que todo lo demás lo ven en orden a la vida interior, y en tanto lo aman y lo buscan en cuanto a la vida interior conduce o de la vida interior procede, y en tanto prescinden de ello o lo rechazan en cuanto a la vida interior estorba o en cuanto retarda el crecimiento de esta vida interior.
Hay almas que viven para dentro, y entienden de vida interior, y hay otras derramadas, a las que hablarles de ella es, como se suele decir en nuestro lenguaje familiar, “hablarles en griego”. ¡No les interesa, no es su tema! Pero veamos más concretamente en qué consiste ser almas derramadas. Hay quien se preocupa de todo lo que pasa en torno suyo; son esas personas que, como crónicas vivientes, van registrando minuto por minuto todo lo que pasa a su alrededor; hay otras que, sin ocuparse así de los demás, se entregan tanto a la ocupación exterior, que se engolfan en ella, y sucede que eso es lo único que les interesa, y lo que es vida interior, no. Y así es cómo se da que haya almas verdaderamente derramadas, y éstas corren peligro de que se pierda para ellas la palabra de Dios.
c) Menosprecio actual por la vida interior
El nivel que tiene la apreciación de la vida interior en el mundo actual es sumamente bajo. Hay un desequilibrio perfecto entre la estima en que se tiene todo lo exterior y la desestima en que se tiene todo lo interior.
El cuidado, la diligencia, el esfuerzo que se pone en todo lo que sean medios externos para la difusión del Evangelio, para la propagación de la virtud, para la salvación de las almas, y el cuidado, la diligencia, el esfuerzo que se ponen en la vida interior de las almas, en la transformación íntima de los corazones, son muy desproporcionados; tan desproporcionados, que todo lo que es externo encuentra aplauso, encuentra acogida, encuentra entusiasmo, mientras que todo lo que es vida interior, todo lo que es purificación propia, encuentra, sí, alguna acogida; pero esa acogida cordial, fervorosa, diligente, que encuentran los medios externos, ésa no la encuentra la vida interior.
d) Vida interior y recogimiento del espíritu
Las almas puras, limpias, son como aquella palomita que Noé soltó del arca para ver si había cesado el diluvio, que después de volar un poco sobre las aguas, volvió al arca; las almas puras abandonan ese arca de su vida interior para salir al diluvio cenagoso de las cosas mundanas cuando no hay más remedio, pero en seguida vuelven a su arca, a su vida interior; no encuentran dónde descansar, dónde posarse; han gustado lo que es el Señor, y todo lo demás les resulta amargo y desabrido; además, ese recogimiento es la disposición necesaria para el trato con Dios, para recibir las comunicaciones divinas, los dones del Señor.
¿No sabemos todos el trabajo que nos cuesta adquirir el recogimiento interior? Es una de las mayores mortificaciones adquirir este recogimiento, una de las mortificaciones más fuertes, una de las ocupaciones más duras; cuesta mucho trabajo este vencimiento interno. Me atrevería a decir que es lo más fuerte de la vida espiritual.
Ese recogimiento lleva consigo la paz del corazón; no hay estrépitos en el alma recogida; lleva consigo la posesión de Dios; el alma recogida ha puesto su nido en Dios y mora en Dios; en el alma recogida se aprovechan las gracias divinas y se oyen hasta las más leves insinuaciones del Espíritu Santo; por consiguiente, florecen todas las virtudes, y, sobre todo, el alma recogida gusta de la suavidad de Dios, y sabe que estas palabras, “la suavidad de Dios”, no son palabras vanas.
Adviertan, sobre todo, que sin este recogimiento no llegarán nunca al trato íntimo y amoroso con Dios nuestro Señor, a que se le comunique Dios con esa abundancia con que se ha comunicado siempre a las almas recogidas. Una de las cosas que más fácilmente se pierden aún entre personas buenas y espirituales es el recogimiento, y esto es lo que hace que la vida espiritual sea distraída, poco intensa; una vida en que parece que se mezclan la luz y las tinieblas, el fervor y las tibiezas, la generosidad y la soberbia. Cierto que, si supiéramos los tesoros que tenemos en el recogimiento, ninguno de nosotros dejaría de trabajar con todas sus fuerzas hasta conseguirlo.
Nuestro Señor puede hacer sentir su voz aún en medio de un estrépito grande de las almas; pero la providencia ordinaria del Señor es ésta: que Él se comunica a las almas recogidas y no se comunica tanto a las almas derramadas.
¡Qué maravillas haría Jesús en las almas si siempre le oyeran! ¡Cuántas veces llevamos dentro una Jerusalén inquieta y alborotada en vez de una aldea sonriente y sosegada de Galilea! Como un rincón de la apartada Galilea son las almas que todavía aman al Señor.
e) Las condiciones inexcusables de la vida interior
La primera condición para la vida interior es ese pasar inadvertido a las miradas de las criaturas, ese esconderse, ese morar en el silencio humilde, no vivir hacia fuera en las cosas exteriores. Sin recogimiento, sin silencio, sin ese pasar inadvertidos, nunca tendremos vida interior.
Daos a la vida espiritual, escondida con Jesucristo en Dios, en el abismo de verdadera unión y pobreza, si no queréis vivir como ilusos.
Cuando se purifica de versas el corazón, entonces se adquiere la verdadera vida interior. Nosotros no hemos tenido la dicha de conservar pura el alma; necesitamos trabajar asiduamente en purificar nuestro corazón. Hay almas que se afanan por alcanzar la vida interior; nada hay que estorbe tanto las mociones del Espíritu Santo como la falta de purificación del corazón.
Las personas que quieran llegar a la vida interior han de andar por caminos de sacrificio, de cruz y de mortificación.
La vida espiritual es como una suerte de despojo. Cuando comienza uno a despojarse, comienza ya la vida espiritual; cuando adelanta en este despojarse, adelanta en la vida espiritual, y cuando se ha despojado de todo para quedarse únicamente en Dios y en la propia nada, entonces es cuando ha llegado a la cima de la misma vida espiritual.
Hay almas que no entran de lleno en la vida interior por esta causa, porque el camino que lleva a la vida interior es un camino estrecho, y ellas buscan más bien el camino ancho, en que la naturaleza tiene ciertas expansiones, en que la libertad, las tendencias naturales, son tratadas con condescendencia. Lo que tienen que vencer todas las almas para lanzarse a la santidad es esa tendencia hacia lo ancho.
f) Levadura transformadora del mundo
Cuando cultivamos nuestra vida interior, estamos depositando en el mundo en que vivimos, levadura de Evangelio, que secretamente, pero eficazmente, transformará las almas mucho más que todos los cálculos y las obras resonantes que el mundo aplaude, y a las que, por desgracia, nos vamos acostumbrando.
Cuando Dios quiere transformar al mundo, es decir, fundar su reino entre los hombres, establecer aquí en la tierra el reino de Dios, quiere proceder por esos caminos de la vida interior, por una acción profunda, escondida, como la acción de la levadura, y así misteriosamente, en lo escondido, en lo secreto del corazón, en lo interior de las almas y de las conciencias, ejercitar su eficacia divina, para que esas conciencias, esos corazones, esas almas se transformen y transformen el mundo.
Amemos cada vez más el santo recogimiento; aún en medio de nuestro trabajo apostólico, aprendamos a vivir hacia adentro en Dios. Cuanto más vivamos así, más eficaces serán nuestros trabajos en las almas.
Las cosas de Dios muchas veces no pueden quedar escondidas. ¿Hay algo más oculto que la vida interior, que la verdadera santidad? ¿Y es posible que cuando hay verdadera santidad y vida interior, esa vida interior y esa santidad no sean conocidas de las gentes? La santidad, aunque escondida en el fondo del corazón, será revelada al mundo, y eso es inevitable; y es inevitable, porque así lo reclama la gloria de Dios y así lo reclama la edificación de los hombres. Dios no enciende la luz y la esconde para que los hombres no la vean; cuando enciende la luz es para colocarla sobre el candelero y que los que entren en la casa vean esa luz; y aunque parezca que esa luz está escondida, porque la envuelva el silencio, porque es la vida interior oculta en el fondo del corazón, esa luz resplandecerá un día, y en esto no solamente no hay nada malo, sino que el Señor lo desea y el Señor lo manda: Así resplandezca vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre celestial (Mt 5, 16).
g) El vicio de la curiosidad, enemigo de la vida interior
La curiosidad que san Bernardo describe es la antítesis de la vida interior; y no digo sólo de la vida interior, propia de loc contemplativos o que nosotros solemos imaginarnos como la de un cartujo, sino de toda vida interior. ¿Qué vida interior puede tener quien no entra dentro de sí como conviene, quien vive derramando hacia afuera?
Alma curiosa es alma sin vida interior o, a lo más, con una vida interior rudimentaria y superficial.
Las almas que se parecen al monje curioso de san Bernardo las encontramos a veces en nuestro camino, y solemos verlas locuaces, sobresaltadas, movedizas, volubles en sus pensamientos y juicios, intrigadas por todo género de bagatelas, tardas y descuidadas en el cumplimiento de sus deberes, escépticas de la virtud y santidad y como decepcionadas y desesperadas; pusilánimes para todo lo bueno o, como diría santa Teresa, sin fuerzas ni para levantar del suelo una paja; hostiles y rencorosas para quienes intenten iluminarlas o simplemente les hablen de cosas de Dios y con una malignidad como innata para interpretar todo lo espiritual.
Si tan grande es el daño que se hace a sí misma el alma víctima de la curiosidad, no es menor el que hace a otros, pues por lo pronto se comprende que un alma así, lejos de levantar el nivel espiritual en los otros y promover la vida interior, fomenta la disipación y la tibieza.