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Si solo tuviera una oportunidad

Si Nuestro Señor Jesucristo se me apareciera en algún momento de mi vida y, cuál otro Genio de la lámpara, me diera la oportunidad de hacerle una sola petición y me concediera un solo deseo… ¿Qué le pediría?

No le pediría un milagro, ya que sabemos que en los milagros que hizo en Su Vida terrena, tenía una ulterior intención y ésta era la conversión mediante la fe; en todo caso tendría que pedirle esto último que es lo más importante.

Tampoco pediría dinero, ni salud, ni vida larga, ni… cualquier otra de esas migajas de felicidad que son las creaturas. Es más, creo que ante el Señor, frente al cual san Juan en Patmos tuvo tal experiencia que, según él cuenta, así que le vi, caí a sus pies como muerto (Ap 1,17), palidecería todo lo demás y ni se me cruzarían esas cosas por la cabeza.

Tampoco le pediría, como lo hizo Salomón, la sabiduría de la cual dice con ella me vinieron a la vez todos los bienes (Sab 7,11). Y no lo haría porque por un lado no tengo ningún pueblo numeroso que gobernar –como lo tenía él– y, por otro porque, como enseña santo Tomás de Aquino, la Gracia  supone la naturaleza, y puesto que humanamente hablando lejos estoy de ser un sabio, sin un milagro de por medio –que ya aclaré que no pediría–, no podría usufructuar de semejante don de lo Alto.

No se me ocurriría pedirle como única Gracia conocer lo profundidad de mi nada con lo terrible de mis pecados y lo connatural de mi desordenado amor propio. Lo hizo algún alma devota por ahí y no duró unos instantes sin pedir que le quitara semejante atrocidad de la vista, o moriría. ¡Y eso que era un alma devota! Qué queda para mí… Además, teniendo una sola oportunidad, no podría pedir que se revirtiera la dádiva y quizás entonces terminaría muerto ante tan espantoso espectáculo.

Aunque suene raro, tampoco le pediría como san Juan de la Cruz “padecer y ser despreciado por Ti, Señor”. Sí, es cierto, la Cruz fecunda cuando toca y la Cruz es el camino al Cielo, pero como el sufrimiento por Cristo toma su sentido y su resistencia en el amor, me suena temerario pedir semejante cosa; temo que mi amor a Dios no sea suficiente y termine dando un paso al costado.

¿Acaso pediría la santidad, aquello que el Beato Juan Pablo II llama “la alegría de cumplir la voluntad de Dios”, y de la cual dice San Alberto Hurtado: “Dios ha creado al mundo, no para tener sabios, poetas, artistas, financistas… sino para tener santos”? ¡Tampoco! Pedirle la santidad de algún modo sería como preguntarle aquello del joven rico (Lc 18,18) de cómo ser perfecto y temo que ante Su respuesta, como le pasó al joven, no sea capaz de acceder y me retire entristecido.

Tampoco pediría aquello que a San Pablo le hacía tener a todo lo demás por basura: un conocimiento más profundo del Señor (Cfr. Flp 3,8). ¿Y esto por qué? Es difícil de explicar… pero ante semejante hermosura que producirá un indecible gozo, temo a aquello que san Pedro le hizo decir en el Monte Tabor hagamos tres tiendas (Mc 9,5), o sea temo un poco a lo que san Juan de la Cruz llama “gula espiritual”, el quedarse en definitiva con lo que el don produce en uno y de ahí perder el mismo don.

¿Pediría el Cielo? ¡Qué mejor que eso! Estar con Dios por toda la eternidad en una alegría inconmensurable… pero no, teniendo un solo dardo, apuntaría a otro blanco, pediría otra cosa.

¿Qué pediría entonces? ¿Qué queda más importante que una vida larga y saludable, que la sabiduría, el conocimiento de mi nada (la humildad en definitiva), el llevar la Cruz, la santidad, el conocimiento del Señor o el Cielo? ¿Hay algo más?

En realidad no hay “algo más” sino “Alguien más”, que abarca maternalmente todo eso… y mucho más. Lo que le pediría a Nuestro Señor sería ¡un gran amor a su Santísima Madre!, ya que:

– Si es que en mi vida hiciera falta un milagro, aún sin pedirlo yo, aún sin darme cuenta que con un milagro se solucionaría una situación… Ella estaría ahí, para auxiliarme, aunque no fuese todavía el momento indicado, porque sus ruegos son omnipotentes, como lo fueron en Caná de Galilea (Jn 2,3).

– Ella es mi Madre… quién más solícita que Ella entonces a mis necesidades materiales, a mi salud, mis estados de ánimo, mis triunfos y fracasos… preocupado estaba san Juan Diego por la salud de su tío…

Por ser tan hermosa, repito la cita del post anterior: Nuestra Señora de Guadalupe le dijo:

Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás por ventura en mi regazo?

Amándola a Ella seguro estoy que nada de lo terreno, que sea bueno para mi alma, me faltará.

– Si hay alguien destrozado por un accidente… ¿Quién tiene más recursos y cariño que su madre para apartar sus ojos y su atención de su cuerpo maltrecho? Ya llegará el momento de decirle lo que pasó y lo que tendrá que sufrir para recuperarse. Se lo dirá en el mejor tiempo y forma y en medio de tales caricias maternales, que harán tan suave el trago amargo que casi perderá su amargura. Así también, que Ella se encargue de mostrarme lo más profundo de mi pequeñez y miseria; seguro así no desfalleceré.

– ¡Ni qué hablar de llevar la Cruz!, ¡Cuánta fortaleza en esa «pequeña» mujer! La Beata Ana Catalina Emmerick llega a decir que en varios momentos de la Pasión del Señor, era la presencia de María la que le daba fuerzas para seguir. Misterios de amor… Prefiero mil veces entonces que las cruces lleguen por medio de Ella y junto con Ella, como Juan en el Calvario, poder afrontarlas.

– ¿Ser santo? ¡Sí, cómo no! Si un cristiano pierde ese anhelo… ¡gran peligro! Y no sé qué le queda de cristiano… Y más si es religioso… y más si es sacerdote. Pero… ¿Quién fue el primero que Jesús santificó aquí en la tierra? Su primo, san Juan Bautista. ¿Y por medio de quien lo hizo? Por medio de Su Madre que, como Primera Misionera y Sagrario Viviente, llevó a Cristo donde su prima, y por medio de su saludo santificó a Juan que saltó de gozo en el vientre de su madre (Lc 1,41) que también quedó llena del Espíritu Santo. Un saludo de María puede hacer más por mi santidad que todas mis obras durante toda mi vida…

– “Conocimiento interno del Señor” como pide San Ignacio en los Ejercicios, ¡¿Qué más importante que eso?! Pero que Ella nos lo enseñe:

“La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido de su vientre donde se ha formado, tomando de Ella una semejanza humana, que evoca una intimidad espiritual más grande todavía”. Beato Juan Pablo II[1].

San Luis María en su insuperable “Tratado de la verdadera devoción a María Santísima” (TVD) enseña:

Que se me dé un camino nuevo para ir a Jesucristo, y que este camino esté empedrado con todos los méritos de los bienaventurados, adornado con todas sus heroicas virtudes, iluminado y embellecido con todas las luces y bellezas de los ángeles, y que todos los ángeles y los santos estén allí para conducir, defender y sostener a aquellos y aquellas que quieren marchar por él; en verdad, digo sin vacilación, y digo la verdad, prefiriéndola a este camino, que sería tan perfecto, tomaría yo la vía inmaculada de María”. (n. 158)

Y en otro lugar del mismo libro: «En unión con María se hace mayor progreso en el amor de Jesús durante un mes, que en años enteros viviendo menos unido a esta buena Madre».

Conocimiento interno del Señor” y agrega San Ignacio para que más le ame y le siga”. Conocer, amar, seguir e imitar a Cristo es todo una sola cosa. ¿Y qué hizo Cristo? En 33 años de vida sobre todo conocemos lo que hizo en los últimos tres, ¿y en los demás?

“¡Oh admirable e incomprensible dependencia de un Dios, que el Espíritu Santo no ha podido pasar en silencio en el Evangelio, aunque nos haya ocultado casi todas las cosas admirables que esta Sabiduría encarnada hizo en luz vida oculta, para mostrarnos su precio y su gloria infinita! Jesucristo ha dado más gloria a Dios su Padre por la sumisión que ha tenido a su Madre durante treinta años, que la que le hubiera podido dar convirtiendo a toda la tierra por obra de las más grandes maravillas. ¡Oh! ¡Cuán altamente se glorifica a Dios cuando para complacerle nos sometemos a María, a ejemplo de Jesucristo, nuestro único modelo!” (TVD n. 18)

– ¿Y el Cielo? ¡Allá vamos! Pero por un lado quiero asegurarme lo más posible de llegar, y por otro… aunque todo el Cielo sea un cúmulo de felicidad inexplicable, sin embargo no quiero cualquier lugar… ¿Pretencioso lo mío?, sí… pero razonable pretensión mediando un gran amor a la Madre del Dueño y Señor de Cielo y Tierra:

María impera en el cielo sobre los ángeles y bienaventurados. En recompensa a su profunda humildad, Dios le ha dado el poder y la misión de llenar de santos los tronos vacíos, de donde por orgullo cayeron los ángeles apóstatas. Tal es la voluntad del Altísimo que exalta siempre a los humildes: que el cielo, la tierra y los abismos se sometan, de grado o por fuerza, a las órdenes de la humilde María, a quien ha constituido Soberana del cielo y de la tierra, capitana de sus ejércitos, tesorera de sus riquezas, dispensadora del género humano, mediadora de los hombres, exterminadora de los enemigos de Dios y fiel compañera de su grandeza y de sus triunfos”. (TVD, n. 28)

Muy probablemente el Señor no se me aparecerá a lo largo de mi vida, pero no hace falta… Él nos escucha todo el tiempo, Él está entre nosotros –sobre todo en los Sagrarios–; por eso, Señor, una sola petición: “dame un Gran Amor a tu Santísima Madre y no te pido nada más…, y esto mismo te lo pido por medio de Ella… ¿podrás acaso no acceder a mi pedido?…

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La doctrina de fondo de este escrito es el libro citado: Tratado de la Verdadera Devoción a María Santísima, de San Luis María Grignion de Montfort. Uno de los libros de cabecera de Juan Pablo II. Recomiendo vivamente su lectura y meditación, y más aún la Consagración que allí se propone (que por gracia de Dios tenemos como Instituto elevado a 4º voto). Para descargarlo hacer click AQUÍ.


[1] Beato Juan Pablo II, Rosarium Virignis Mariae, 10.

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