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Las siete cabezas de Martín Lutero de Hans Brosamer, 1529 (en relación a la bestia de siete cabezas del Apocalipsis)

«A partir de 1517, la persecución contra la Iglesia pegó un brusco salto de calidad, con Lutero y con posterioridad a él, gracias a muchas naciones que se hicieron protestantes, y que vieron justificado su odio a Roma (aunque también contra los hebreos) gracias a la predicación de un ex monje agustino, quien se había transformado en el “Moisés alemán”, o jefe espiritual indiscutido de toda aquella nación. Lutero y los luteranos lucharán en nombre de la libertad y la igualdad, conceptos que conocemos bien, pero estos bellos ideales servirán entonces para justificar un absolutismo hasta el momento desconocido en ambiente cristiano. Allí donde llega Lutero, la “Libertas Ecclesiae” es un mero recuerdo del pasado, porque las diversas iglesias nacionales estarán completamente sujetas al poder temporal» (pp. 5-6).

Estas son palabras de Angela Pelliciari, en la nueva edición de su libro sobre Lutero: el lado oscuro de un revolucionario (la primera edición era del 2012). Se trata de un ensayo histórico, de vanguardia, pero acompañado de útiles y profundas reflexiones sobre el pensamiento y la realidad luterana en sí misma, como fenómeno religioso y como actitud filosófica. Para indicarlo bien, nos basta un solo ejemplo: «La igualdad ante Dios y la iglesia, porque no hay más jerarquía; aunque se introduce una desigualdad de tipo metafísico, terrible, que ve a Dios como dispensador arbitrario y absoluto del destino eterno de los hombres, creados para la muerte o para la felicidad eterna, sin que puedan, con sus obras, tratar de cambiar su suerte. De servo arbitrio: el hombre no es libre, es un esclavo. La voluntad del hombre no tiene ningún poder» (pp. 6-7).

«Con este trabajo – escribe Pellicciari – tengo la intención de esbozar las coordenadas esenciales que permitan entender la Reforma. Lo hago, como es mi costumbre, a partir de documentos, examinando con atención los escritos de Lutero, buscando de rescatar las ideas fuertes del “profeta de Alemania” a partir del análisis puntual de los textos» (p.11). Es por dicha razón que, además de las observaciones formuladas en el texto principal, el libro presenta también tres apéndices con textos del mismo Lutero, traducidos, y también una pequeña colección de fotos y caricaturas diseñadas por él, sobre todo ridiculizando la figura del Papa de Roma.

Pellicciari comienza con un análisis histórico: Luego del choque entre el Papado y el Imperio surgirá como vencedor, momentáneamente, un rey, el rey de Francia. Esto ya se vislumbra con el acceso al trono de Felipe IV el hermoso, en 1285, quien luchará contra el Papa Bonifacio VIII. Desde 1309 al 1377 tendrá lugar el duro exilio de los papas en Aviñón, exilio que mantendrá, en esencia, al papa bajo control y sometido a la influencia del rey francés (cfr. pp. 20-21). Además, la Iglesia se organizaba (hasta Napoleón) con el sistema de beneficios. A cada “oficio eclesiástico”, correspondía una renta anual que consentía al titular del oficio de llevar a cabo su cometido. Durante el papado de Aviñón se decide que la persona a cargo de un oficio debería anticipar la renta de un año entero del beneficio correspondiente, y darlo a la Santa Sede. Por lo tanto, era obvio que llegaba a ser obispo, cardenal, párroco o vice párroco, y así sucesivamente, sólo aquel que disponía de los recursos necesarios para financiarse. Y esto no es aún suficiente. Desde el momento en que los ricos son pocos, se concentra en sus manos un gran número de oficios; a aquellos que podían anticipar los ingresos de un año se les asignaba un número exorbitante de cargos y títulos, sucediendo entonces que algunos obispos y párrocos se convirtieron en titulares de decenas – a veces de centenares – de diócesis y parroquias. Ellos, a su vez, confiaban a los vicarios la atención de los fieles, y estos, titulares de numerosos vicariatos, nombraban sustitutos (cfr. pp. 22-23). Ciertamente que los daños causados ​​por el cautiverio de Aviñón eran incalculables.

Después de este cautiverio vendrá el llamado Cisma de Occidente, que verá dos papas ejerciendo su autoridad. El rechazo del pensamiento metafísico lleva en sí el olvido del interés por la sustancia, la calidad y la esencia de las cosas. La autora cita al Papa Benedicto XVI, quien afirmaba que el patrimonio de la filosofía griega, purificado críticamente, forma parte integrante de la fe cristiana. Este se pondrá en duda en la teología moderna a partir de tres olas que comienzan en la Reforma del siglo XVI. La fe no aparece ya como una palabra histórica viviente, sino como un elemento insertado en la estructura de un pensamiento filosófico general (cfr. pp. 29-30).

Además de estas razones históricas remotas, que ayudaron en cierto modo a crear el clima propicio para que la Reforma tomase la delantera, existen también razones históricas más cercanas en el tiempo, y en estrecha relación con la situación de la Alemania de principios del siglo XVI. De hecho, «a finales del siglo XV, cuando los reinos europeos, fortalecían el poder del rey con una marcada tendencia al absolutismo, las cosas en Alemania procedían según modos más antiguos, de acuerdo al uso feudal: El poder se hallaba dividido entre una multitud de sujetos laicos y del clero» (p. 31). Al mismo tiempo, la vida cultural alemana era bien animada: Se fundaban muchas universidades, el país poseía las familias más poderosas de comerciantes y banqueros del mundo; luego de la caída de Constantinopla habían llegado también un nutrido grupo de estudiosos, filósofos, teólogos, rabinos, los cuales contribuyeron a hacer familiar el estudio de las lenguas: latín, griego, hebreo. Incluso desde la rica y esotérica Florencia, se contagiaba un humanismo del cual desbordaba una gran pasión por el estudio de las fuentes – Sagrada Escritura incluida -, pero muy crítico de la escolástica y de las diversas formas de piedad popular. En Alemania, este humanismo se hallaba coloreado por el nacionalismo. De este modo, la literatura de lengua alemana nace anti-romana, y el Dante local resultó ser un hombre llamado Martín Lutero quien, en 1534 compone la traducción de la Biblia (cfr. pp. 32-33). La originalidad de esta traducción consistía en escribirla en “lenguaje común”, aquel que todo el mundo podía entender en Alemania. Esta traducción es a menudo muy libre, hasta el punto que, con el objeto de aclarar mejor o enfatizar ciertos pasajes que se consideran fundamentales, no duda en modificar el texto mediante la introducción de términos que no se hallan presentes en el original. Así, en Rom 3,28: Porque afirmamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la ley, se traduce con la adición del adjetivo “sola (fe)”, lo cual no es irrelevante para la comprensión de texto (cfr. nota 36, ​​p.43), sino que cambia notablemente su significado, agregamos nosotros.

Se ha hablado mucho del escándalo causado por la predicación de las indulgencias, especialmente en Alemania, es decir, la remisión de la pena temporal por los pecados, una vez que han sido perdonados en cuanto a la culpa, indulgencia que la Iglesia tiene el poder de administrar. Es cierto que eso constituyó un escándalo y ha sido un milagro que la Iglesia haya sobrevivido al mismo; sin embargo, la reforma luterana no nace de este escándalo, como habitualmente se cree.

Martín Lutero, nacido el 10 de noviembre de 1483 en Eisleben, Sajonia, decide, después de ciertos estudios, convertirse en monje a causa de un voto hecho a Santa Ana. Desarrolló sin duda una veloz carrera, tanto académica como eclesiástica, debiendo sin embargo luchar con mucha fuerza contra los deseos y tentaciones. Es en la doctrina de la “justificación por la fe”, donde encontrará la base para su propia teología. Escribe: «A pesar de lo irreprensible de mi vida monacal, me sentía pecador delante de Dios; mi conciencia se hallaba extremadamente inquieta, y no tenía ninguna certeza que Dios se hubiese aplacado por mis obras expiatorias, pues no amaba al Dios justo y vengador, más bien lo odiaba, y si no blasfemaba en secreto, me indignaba y murmuraba violentamente contra él».[2] Esta actitud lo lleva a descubrir una nueva exégesis que, según él, debía hacerse sobre Rom 1,17: En el evangelio se revela, en efecto, la justicia de Dios que, partiendo de la de fe, en la fe se consuma, según está escrito: el justo por fe vivirá. Esta “justicia de Dios” el Señor la dona, si el justo tiene fe. Así es como cree descubrir en dicha justicia de Dios, incluso también su misericordia (cfr. pp. 39-40).

Ya en 1517, Lutero componía 97 tesis con ocasión del bachillerato de Franz Gunther. Aquí encontramos algunas perlitas: “El hombre, convertido en algo similar a un árbol podrido, no puede no querer otra cosas, sino el mal” (tesis # 3); “es un error decir que la voluntad es libre de decidirse por el bien o por el mal. La voluntad no es libre, es una esclava” (# 5); “no nos transformamos en justos haciendo aquello que es justo, sino que cuando nos hemos hecho justos, entonces obramos según justicia. Contra los filósofos (# 40): “Todo Aristóteles respecto a la teología es como la oscuridad respecto a la luz” (# 50) (cfr. p. 41).

La primera (# 3) es la tesis de la naturaleza esencialmente y totalmente corrupta después del pecado original. El hombre no sería capaz de ninguna acción buena propiamente hablando. La segunda (# 5), estrechamente ligada a la primera, trata acerca de la negación del libre albedrío y la predestinación. En su obra De servo arbitrio, encontramos las siguientes afirmaciones: «El hombre no es responsable de sus actos; luego, no puede haber ninguna recompensa para él o ninguna condenación. Simplemente, nos encontramos con la inescrutable voluntad de Dios que desde la eternidad destina a alguien al infierno, y otro al paraíso. La doble predestinación: Dios no predestina a todos a la salvación; Dios salva o condena a los hombres sin que estos tengan alguna posibilidad de escapar de su destino: “¿Quién, tú dices, se esforzará para corregir su propia vida? Respondo: nadie puede o podrá hacerlo”, pero “los elegidos y los piadosos serán corregidos por medio del Espíritu Santo, los otros perecerán sin ser corregidos” (cfr. p. 61).

La tercera (# 40) constituirá una de las piedras angulares del sistema luterano: El principio de la “sola fe”: “Sólo la fe sin obras hace pío y beato”, escribe en La libertad del cristiano. Para no tener en cuenta el texto de la carta de Santiago 2, 14-21, que muestra la necesidad de las obras para dar a conocer la fe, es que definirá esta carta como “una carta de paja”, separándola del canon (distinguiendo entre “libro” y “libro” dentro de la Biblia; véanse las páginas 73-74).

La última se relaciona con el menosprecio de la metafísica y de todo lo que constituya el conocimiento humano racional. Otras de las piedras angulares del pensamiento luterano serán la “sola Escritura” y el libre examen, por los cuales cada cristiano ha de interpretar la Biblia a su manera, incluso contra la interpretación de la Iglesia, en contradicción con lo que se afirma en la segunda carta de Pedro (2 Pe 1, 20-21), carta que también el reformador dejará de lado.

Respuesta luterana al grabado anterior: El papa con las siete cabezas

Todo lo antedicho ha sido afirmado y vivido por Lutero en un clima de abierta oposición al Papa y a su Magisterio, oposición que cada vez crecía más y más en sus diatribas. En una de sus obras más importantes: A los principios cristianos de la nación alemana, toma como punto de partida el siguiente principio que da por sentado, aun cuando debería haber sido demostrado. Se trata del siguiente: Los “romanos” – católicos – “han erigido en torno a sí mismos con gran habilidad tres murallas, con la que se han defendido hasta ahora de manera que nadie pueda reformarlos, produciendo como consecuencia la decadencia de toda la cristiandad” (p. 63).

La imagen de las murallas es un pretexto y una provocación, porque invitan a asaltarlas. Estas murallas son: La primera: Los papas “han establecido y proclamado que las autoridades seculares no tenían ningún derecho sobre ellos, sino que, al contrario, la autoridad espiritual es superior a la temporal”; La segunda, el Papa reclama para sí mismo “la interpretación de la Escritura”; La tercera: “Inventaron que nadie puede convocar a un concilio si no es el Papa”;

Lutero reprocha a los papas de haber desempeñado este rol con plena conciencia de defender la libertad de la iglesia del poder temporal. Y concluye, en este documento, con las siguientes posiciones de principio:

– En Roma está el anticristo;

– Roma es enemiga de Alemania;

– La clase dirigente alemana debe ser consciente de esta situación y tomar las medidas oportunas (p. 64).

La división final de la comunión con Roma, Lutero la proclama en Alemania en otra de sus obras: A la nobleza cristiana de la nación alemana, con las consecuencias que conocemos y de las que ciertamente Hitler recibió el legado.[3]

Después de haber planteado, en alemán, el odio y el desprecio hacia Roma, Lutero pasa al latín para ilustrar, de manera apodíctica, cuantos sean los sacramentos. Escribe: “Yo niego los siete sacramentos; por el momento se deben mantener sólo tres: el bautismo, la penitencia, la Eucaristía”. Así escribe en De captivitate babylonica Ecclesiae (p. 66). Rechazará el carácter sacrificial de la Misa y el bautismo lo aceptará sólo si acompañado de una percepción subjetiva de la fe (pp. 67-70).

Habría aún mucho que decir y comentar sobre Lutero, como el drama de la lucha campesina. La propaganda luterana, con sus folletos y panfletos sueltos, sus palabras simples, la permanente difusión de grafiti anticatólicos y anti-romanos crudos y violentos, se abrió paso y llegó a todos los sectores de la población, incluyendo los más populares. Lo que acaecerá, es que en 1524-1525, los agricultores de muchas zonas de Alemania comenzarán a pelear contra príncipes y obispos, y contra los gobiernos municipales que se encontraban firmemente en las manos de la burguesía. Levantamientos habían tenido lugar ya antes, cuando el poder patronal (después del 1400) se vio reforzado por la pérdida de los logros y conquistas de las instituciones medievales de los campesinos. Pueblos, monasterios, iglesias y castillos fueron saqueados y destruidos. Los agricultores de Suabia difunden la proclama de la revuelta: Los doce artículos de los campesinos (se vea p. 102).[4] Lutero fue convocado, e intervendrá con un opúsculo: Exhortación a la paz; acerca de los doce artículos de los campesinos de Suabia. Regaña a los patrones en nombre de Dios, pero también reprende a los campesinos, exhortándolos a comportarse como cristianos. Su mediación fracasa y es entonces que «el pueblo irá adelante con sus exigencias evangélicas de libertad, igualdad y justicia: “El Papa de Wittenberg” (Lutero) no perdona la insubordinación en nombre de la reforma y escribe un texto de extraordinaria violencia: Contra las bandas ladronas y asesinas de los campesinos, en mayo de 1525» (p. 104).[5] En julio de ese año, las guerras habían terminado y los príncipes alemanes, bendecidos por Lutero, habían triunfado de la manera más atroz.[6] A partir de entonces, Lutero será el defensor más acérrimo de los príncipes electores que se convierten al protestantismo, y éstos, a su vez, lo van a defender del Emperador y del Papa.

«Los revolucionarios de todos los tiempos – escribe Pellicciari – poseen un lenguaje común, un lenguaje sencillo, claro, popular, lapidario. Un lenguaje que corresponde a las necesidades de la propaganda, fácil de repetir, que se abre paso y se impone por la fuerza de las imágenes, lenguaje que apunta al corazón más que a la mente y a las vísceras más que al corazón mismo. Un lenguaje que, basándose en las emociones, genera indignación, desprecio y odio desatado. Lutero, el gran revolucionario de la época moderna, no es una excepción» (pp. 41-42).

Su revolución, podríamos añadir, ha sido una revolución en el nombre del Evangelio, pero, como toda revolución, ha traicionado los principios y las bases sobre las que decía inspirarse; en este caso, el mismo Evangelio. Por otra parte, como toda revolución, ha dado inicio a todo un proceso de degradación y produjo como resultado, a la larga aunque no tanto, revoluciones aún más terribles de la iniciada por él. Dos siglos y medio más tarde, en efecto, la revolución francesa retornará sobre los pasos de la sangre y la violencia, esta vez no ya aceptando el Evangelio, sino apenas matizada con la confusa idea de una divinidad deísta o arquitecto universal que habría dado origen a todo y luego se habría desvinculado de la historia. Un siglo y medio más tarde, el camino continuará, esta vez con la terrible revolución bolchevique, que exaltando al principio – aunque sólo momentáneamente – el poder popular, expulsará definitivamente toda idea de Dios para poner en su lugar a la clase obrera, a la cual, paradójicamente, reducirá a la más completa esclavitud. Se trata de la triple revolución anticristiana, de la que nos hablaba con sabias palabras el gran sacerdote argentino Julio Meinvielle. Es nuestra tarea, en este proceso, militar bajo la bandera de Cristo, a quien pertenece, sin duda, como fue profetizado, la victoria final (cfr. Ap 19,11ss).

 

P. Carlos Pereira, IVE.

 


[1] Traducción: Lutero, el lado oscuro de un revolucionario, de Angela Pellicciari; edición Cantagalli, Siena 2016, pp. 206.

[2] Prefacio de sus obras completas, compuesto un año antes de su muerte, en 1545.

[3] La autora trae el texto en el Apéndice I, pp. 133-155.

[4] El texto en el Apéndice I, pp. 157-158.

[5] Texto en el Apéndice I, pp. 159-168.

[6] En una prédica de 1526, presentada por la autora en la nota 78, incita Lutero a los príncipes para que ejerciten toda forma de violencia contra los campesinos.

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