Para concluir y dar fin a esta instrucción, te haré notar que no sin razón te dije más arriba, que una sola Misa, considerado el acto en sí mismo, y en cuanto a su valor intrínseco, bastaría para sacar todas las almas del purgatorio y abrirles las puertas del cielo. En efecto, la Misa es útil a las almas de los fieles difuntos, no solamente como Sacrificio satisfactorio, ofreciendo a Dios la satisfacción que ellas deben cumplir por medio de sus tormentos, sino también como impetratorio, alcanzándoles la remisión de sus penas. Tal es la práctica de la Santa Iglesia, que no se limita a ofrecer el sacrificio por los difuntos, sino que además ruega por su libertad.
A fin, pues, de excitar tu compasión en favor de estas almas santas, ten entendido que el fuego en que están sumergidas es tan abrasador, que, según pensamiento de SAN GREGORIO, no cede en actividad al fuego del infierno, y que, como instrumento de la divina Justicia, es tan vivo, que causa tormentos insufribles y más violentos que todos los que han sufrido los Mártires y cuanto el humano entendimiento puede concebir. Pero lo que más las aflige todavía, es la pena de daño; porque, como enseña el DOCTOR ANGÉLICO, privadas de ver a Dios, no pueden contener la ardiente impaciencia que experimentan de unirse a su soberano Bien, del que se ven constantemente rechazadas.
Entra ahora dentro de ti mismo, y hazte la siguiente reflexión. Si vieses a tus padres en peligro de ahogarse en un lago, y que con alargarles la mano los librabas de la muerte, ¿no te creerías obligado a hacerlo por caridad y por justicia? ¿Cómo es posible, pues que veas a la luz de la fe tantas pobres almas, quizás las de tus parientes más cercanos, abrasarse vivas en un estanque de fuego, y rehuses imponerte la pequeña molestia de oír con devoción una Misa para su alivio? ¿Qué corazón es el tuyo? ¿Quién podrá dudar que la Santa Misa alivia a estos pobres cautivos? Para convencerte, basta que prestes fe a la autoridad de SAN JERÓNIMO. ni te enseñará claramente que, “cuando se celebra la Misa por un alma del purgatorio, aquel fuego tan abrasador suspende su acción, y el alma cesa de sufrir todo el tiempo que dura la celebración del Sacrificio”. (S. Hier., c. cum Mart. de celebr. Miss.). El mismo Santo Doctor afirma también que por cada Misa que se dice, muchas almas salen del purgatorio y vuelan al cielo.
Añade a esto que la caridad que tengas con los difuntos redundará enteramente en favor tuyo. Pudiérase confirmar esta verdad con innumerables ejemplos; pero bastará citar uno, perfectamente auténtico, que sucedió a SAN PEDRO DAMIANO. Habiendo perdido este Santo a sus padres en la niñez, quedó en poder de uno de sus hermanos, que lo trató de la manera más cruel, no avergonzándose de que anduviese descalzo y cubierto de harapos. Un día encontró el pobre niño una moneda de plata. ¡Cuál sería su alegría creyendo tener un tesoro! ¿A qué lo destinaría? La miseria en que se hallaba le sugería muchos proyectos; pero después de haber reflexionado bien, se decidió a llevar la moneda a un sacerdote para que ofreciese el sacrificio de la Misa para las almas del purgatorio. ¡Cosa admirable! Desde este momento la fortuna cambió completamente en su favor. Otro de sus hermanos, de mejor corazón, lo recogió, tratándolo con toda la ternura de un padre. Lo vistió decentemente y lo dedicó al estudio, de suerte que llegó a ser un personaje célebre y un gran Santo. Elevado a la púrpura, fue el ornamento y una de las más firmes columnas de la Iglesia. Ve, pues, cómo una sola Misa que hizo celebrar a costa de una ligera privación, fue para él principio de utilidades inmensas.
¡Oh, bendita Misa, que tan útil eres a la vez a los vivos y a los muertos en el tiempo y en la eternidad! En efecto, estas almas santas son tan agradecidas a sus bienhechores, que, estando en el cielo, se constituyen allí sus abogadas, y no cesan de interceder por ellos hasta verlos en posesión de la gloria. En prueba de esto voy a referirte lo que le sucedió a una mujer perversa que vivía en Roma. Esta desgraciada, habiendo olvidado enteramente el importantísimo negocio de su salvación, no trataba más que de satisfacer sus pasiones, sirviendo de auxiliar al demonio para corromper la juventud. En medio de sus desórdenes todavía practicaba una buena obra, y era mandar celebrar en ciertos días la Santa Misa por el eterno descanso de las almas benditas del purgatorio. Efecto de las oraciones de estas almas santas, como se cree piadosamente, sintióse un día aquella infeliz mujer sorprendida por un dolor de sus pecados tan amargo, que de repente, y abandonando el infame lugar donde se encontraba, fue a postrarse a los pies de un celoso sacerdote para hacer su confesión general. Al poco tiempo murió con las mejores disposiciones y dando señales las más ciertas de su predestinación. ¿Y a qué podremos atribuir esta gracia prodigiosa, sino al mérito de las Misas que ella hacía celebrar en alivio de las almas del purgatorio? Despertemos, pues, del letargo de nuestra indevoción, y no permitamos que los publicanos y mujeres perdidas se nos adelanten en conseguir el reino de Dios (Mt. 21, 31).
Si fueses del número de aquellos avaros, que no solamente quebrantan las leyes de la caridad descuidando la oración por sus difuntos y no oyendo, al menos de tiempo en tiempo, una Misa por estas pobres almas, sino que, hollando los sagrados fueros de la justicia, rehúsan satisfacer los legados piadosos y hacer celebrar las Misas fundadas por sus antepasados o que, siendo sacerdotes, acumulan un considerable número de limosnas, sin pensar en la obligación de cumplirlas a tiempo, ¡ah! avivado entonces por el fuego de un santo celo, te diré cara a cara: Retírate, por-que eres peor que un demonio; porque los demonios al fin sólo atormentan a los réprobos, pero tú atormentas a los predestinados; los demonios emplean su furor con los condenados, pero tú descargas el tuyo sobre los elegidos y amigos de Dios. No, ciertamente: no hay para ti confesión que valga, ni confesor que pueda absolverte, mientras no ha-gas penitencia de tal iniquidad y no llenes cumplidamente tus obligaciones con los muertos. Pero, Padre mío, dirá alguno, yo no tengo medios para ello… no me es posible… ¿Conque no puedes? ¿Conque no tienes me-dios? ¿Y te faltan por ventura para brillar en las fiestas y espectáculos del mundo? ¿Te faltan recursos para un lujo excesivo y otras superfluidades? ¡Ah! ¿Tienes medios para ser pródigo en tu comida, en tus diversiones y placeres y… quizás en tus desórdenes escandalosos? En una palabra, ¿tienes recursos para satisfacer tus pasiones, y cuando se trata de pagar tus deudas a los vivos, y lo que aún es más justo, a los difuntos, no tienes con qué satisfacerlas? ¿No puedes disponer de nada en su favor? ¡Ah! te comprendo: es que no hay en el mundo quien examine esas cuentas, y te olvidas en este asunto de que te las ha de tomar Dios. Continúa, pues, consumiendo la hacienda de los muertos, los legados piadosos, las rentas des-tinadas al Santo Sacrificio; pero ten presente que hay en las Santas Escrituras una amenaza profética registrada contra ti; amenaza de terribles desgracias, de enfermedades, de reveses de fortuna, de males irreparables en tu persona y bienes, y en tu reputación. Es palabra de Dios, y antes que ella deje de cumplirse faltarán los cielos y la tierra. La ruina, la desgracia y males irremediables des-cargarán sobre las casas de aquéllos que no satisfacen sus obligaciones para con los muertos. Recorre el mundo, y sobre todo los pueblos cristianos, y verás muchas familias dispersas, muchos establecimientos arruinados, muchos almacenes cerrados, muchas empresas y compañías en suspensión de pagos, muchos negocios frustrados, quiebras sin número, inmensos trastornos y desgracias sin cuento. Ante este cuadro tristísimo exclamarás sin duda: ¡Pobre mundo, infeliz sociedad! Ahora bien, si buscas el origen de todos estos desastres, hallarás que una de las causas principales es la crueldad con que se trata a los difuntos, descuidando el socorrer-los como es debido, y no cumpliendo los legados piadosos: además, se cometen una infinidad de sacrilegios, es profanado el Santo Sacrificio, y la casa de Dios, según la enérgica expresión del Salvador, es convertida en cueva de ladrones. Y después de esto, ¿quién se admirará de que el cielo envíe sus azotes, el rayo, la guerra, la peste, el hambre, los temblores de tierra y todo género de castigos? ¿Y por qué así? ¡Ah! Devoraron los bienes de los difuntos, y el Señor descargó sobre ellos su pesado brazo: “Lingua eorum et adinventiones eorum contra Dominum. (…) Vae animae eorum, quoniam reddita sunt eis mala”[1]. Con razón, pues, el cuarto Concilio de Cartago declaró excomulgados a estos ingratos, como verdaderos homicidas de sus prójimos; y el Concilio de Valencia ordenó que se los echase de la Iglesia como a infieles.
El tesoro escondido de La Santa Misa – San Leonardo de Porto Maurizio
[1] “Su lengua y sus mentiras contra el Señor. (… ) ¡Ay del alma de ellos!, porque se les retribuyeron sus males”. (Is. 3, 8-9). (N. del E.).