CARITAS non agit perperam.
La caridad no se pavonea (I Cor., XIII, 4).
Explicando San Gregorio estas palabras: La caridad no se pavonea, dice que la caridad, deseosa de ir siempre adelante en el amor de Dios, no admite nada que no sea recto y santo [1]. Que es lo que antes había escrito el Apóstol: Revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección [2]. Y porque la caridad ama la perfección, se desprende de aquí que aborrece la tibieza con que sirven a Dios ciertas almas, con grave riesgo de perder la caridad, la gracia divina, el alma y todo.
I. De la tibieza
Importa, ante todo, señalar dos especies de tibieza, la una inevitable y la segunda que se puede evitar. La inevitable es aquella de la cual ni los santos se vieron exentos, y abarca todos los defectos que cometemos sin plena voluntad y tan sólo por nuestra frágil naturaleza, como las distracciones en la oración, las inquietudes interiores, las palabras inútiles, la curiosidad vana, los deseos de bien parecer, cierta sensualidad en el comer o en el beber, algunos movimientos de la concupiscencia no reprimidos al instante y cosas semejantes.
Defectos son éstos que debemos evitar en cuanto en nuestra mano esté; mas, debido a nuestra flaca naturaleza, viciada por el pecado, es imposible evitarlos por completo. También debiéramos detestarlos una vez cometidos, porque no son del agrado de Dios; pero, como advertimos en el capítulo anterior, debemos guardarnos de caer por ello en turbación y desaliento, porque, como dice San Francisco de Sales, «los pensamientos que nos angustian no vienen de Dios, que es príncipe de paz, sino que traen su origen o del demonio, o del amor propio, o de la estima que de nosotros mismos tenemos».
Estos pensamientos, pues, que nos inquietan, debemos luego rechazarlos, sin hacer caso de ellos. Dice el mismo Santo que los defectos indeliberados, así como se cometen indeliberadamente, involuntariamente se borran también con un solo acto de dolor o un acto de amor. La Venerable María del Crucificado, benedictina, vio en cierta ocasión un globo de fuego dentro del cual caían muchas pajas, y advirtió que todas quedaban reducidas a pavesas, y a la vez le fue dado a entender que un fervoroso acto de amor divino consume todas las imperfecciones que hay en el alma. El mismo efecto produce la sagrada comunión, según el Concilio de Trento, que llama a la Eucaristía remedio y medicina que nos libra de las culpas cotidianas. Aunque tales defectos no dejen de serlo, con todo, no impiden la perfección, es decir, el caminar hacia la perfección, porque en esta vida miserable nadie puede llegar a la suma de la perfección, que se consigue solamente en la eterna bienaventuranza.
La tibieza, pues, que impide llegar a la imperfección es la evitable, cuando se cae en pecados veniales deliberados, porque estos pecados, cometidos a cara descubierta, se podrían evitar perfectamente, ayudados de la divina gracia, aun en la vida presente. De aquí que Santa Teresa dijese: «Pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de él». Tales son, por ejemplo, las mentiras voluntarias, las murmuraciones leves, las imprecaciones, los resentimientos manifestados con la lengua, las burlas del prójimo, las palabras picantes, el alabarse y andar tras de la estima propia, los rencores y malquerencias abrigados en el corazón, la afición desordenada a personas de diverso sexo. «¡Oh -exclamaba Santa Teresa-, que quedan unos gusanos que no se dan a entender… hasta que nos han roído las virtudes!». Por lo que en otro lugar advierte: «Miren que por muy pequeñas cosas va el demonio barrenando agujeros por donde entren las muy grandes».
Debemos, pues, temer cometer tales defectos deliberados, porque ponen a Dios como en la necesidad de privar al hombre de las divinas ilustraciones y del socorro de su mano poderosa y de sus más suaves y regalados consuelos espirituales; de aquí nace que el alma se da a las cosas espirituales con tedio y con trabajo, por lo que empieza por abandonar la oración, la comunión, las visitas al Santísimo Sacramento, las novenas, y, finalmente, con toda facilidad lo dejará todo, como ha acontecido no raras veces a tantas desgraciadas almas.
Esto significa aquella amenaza del Señor a los tibios: ¡Ojalá fueras frío o caliente! Así, puesto que eres tibio, y ni caliente ni frío, estoy para vomitarte de mi boca [3]. Cosa chocante; dice: ¡Ojalá fueras frío!; pues ¿qué? ¿Vale más ser frío, es decir, privado de la gracia, que tibio? Sí; en cierta manera, es preferible estar frío, porque el frío puede fácilmente enmendarse, aguijoneado por el torcedor de la conciencia, en tanto que en la tibieza se hacen las paces con los pecados, sin cuidarse ni pensar siquiera en mudar de vida, y por esto se da casi por desesperada su cura. «El que cayó del fervor en la tibieza -dice San Gregorio- está desesperado». Decía el Venerable P. Luis de La Puente que él podía haber cometido innumerables defectos en su vida, pero que nunca había pactado con ellos. Hay personas, al contrario, que capitulan con sus faltas, de donde procede su ruina, especialmente cuando se trata del amor propio, de honras vanas, del exceso de allegar riquezas, de rencor o faltas de caridad, de aficiones menos honestas con personas de diferente sexo. Grande riesgo corren estas almas, según expresión de San Francisco de Asís, de que los cabellos se les truequen en cadenas que los arrastren al infierno. En todo caso, no se santificarán y perderán la corona que Dios les tenía preparada de haber sido fieles a la gracia. El pajarillo, libre del lazo que lo sujetaba, presto toma vuelo y se remonta por los aires; igual acontece al alma libre de todo apego a las cosas terrenas; vuela hacia Dios, en tanto que un solo hilillo que la sujete a la tierra bastará para estorbarla subir al cielo. ¡Cuántas personas espirituales no llegan a la santidad por no esforzarse en dar de mano a ciertas aficioncillas!
Todo este daño proviene del poco amor que se tiene a Jesucristo. Algunos hay que andan como engolfados en la propia estima; otros que se irritan si las cosas no van como deseaban; unos regalan el cuerpo por razones de salud; éstos dan entrada en el corazón a afectos terrenos y el interior lo tienen siempre disipado, ganosos siempre de escuchar y saber mil cosas ajenas al servicio de Dios y sólo conformes con sus gustos; aquéllos, finalmente, desconocen el sufrir la más mínima desatención, y de ahí que se turben, abandonen la oración y el recogimiento, y unas veces se muestran alegres, otras tristes e impacientes, según vayan o no las cosas conforme a sus inclinaciones o estado de ánimo. Estos tales no aman a Jesucristo, o lo aman con menguado amor, y lo que hacen es desacreditar la verdadera devoción.
Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo VIII
[1] Non agit perperam (I Cor., XIII, 4).
[2] Caritatem habete, quod est vinculum perfectionis (Col., III, 14).
[3] Scio opera tua, quia neque frigidus es, neque calidus; utinam