Pero considerad también cómo, entre tantas humillaciones, se descubre también la divinidad del niño. En efecto, al decirle el ángel a José: Huye a Egipto, no le prometió acompañarlos él en el camino, ni a la ida ni a la vuelta, dándole a entender que su mejor compañía era el mismo niño recién nacido. Este niño, apenas aparecido, lo transformó todo, y a sus mismos enemigos los hizo entrar en el servicio de sus designios. En efecto, los magos—unos extranjeros—dejan su superstición patria y vienen a adorarle; César Augusto, por su decreto de empadronamiento, contribuye a su nacimiento en Belén; Egipto le recibe en su huida y le salva de las maquinaciones de Herodes, con lo que se adquiere un título para pertenecerle luego. Así, cuando más adelante oye que se lo predican los apóstoles, él se ufana de haber sido el primero en recibirlo. A la verdad, éste fue privilegio de sola Palestina; sin embargo, Egipto le ganó en fervor.
Hay otro aspecto, aún más grave y fundamental, que se refiere al amor conyugal como fuente de la vida: hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente. Se minaría el mismo fundamento de la sociedad.