Dos consideraciones nos harán más fácil pedir a Dios que nos ayude a perdonar a los demás. Debemos recordar las muchas faltas propias que Él nos perdona…
La primera consideración es obvia, porque cada uno de nosotros hemos pecado contra Dios más que daños nos haya hecho el prójimo. Por eso Nuestro Señor aconseja no ver la paja en el ojo ajeno y sí la viga en el nuestro. Cuando recordemos las ofensas que se nos han perdonado, comprenderemos lo que hemos de perdonar al vecino. El Divino Señor ha dicho: «Te he perdonado todas tus deudas. ¿No era tu deber perdonar a tu prójimo como yo te perdoné a ti?»
La segunda consideración que debe movernos a perdonar puede reducirse a términos terrenos. Supongamos que algún enemigo nos ha hecho una grave injuria y admitamos que el padre de nuestro enemigo acude a nosotros y nos dice que lleva años procurando inclinar a su hijo a ser bueno y afable, aunque sin conseguir nada. Sin embargo, no ha abandonado la esperanza y nos ruega que unamos nuestros esfuerzos a los suyos para salvar a su hijo. Esa apelación debe ablandar nuestros corazones. Dios es un padre así. Lleva mucho tiempo queriendo mejorar a sus rebeldes hijos y por eso desea que seamos pacientes con nuestros semejantes y le ayudemos a llevarlos a las esferas del amor. Este punto se toca en la historia de Abraham en el desierto. Dícese que una noche un extraño llegó a la entrada de su tienda y le pidió hospitalidad. Abraham le dio sus mejores vituallas, le cedió su lecho y le agasajó, tras lo cual el viajero empezó a quejarse y a encontrar faltas en todo. Iba Abraham a increparle, airado contra tal ingratitud, cuando Dios le habló: «Abraham, si yo he tolerado a ese hombre cuarenta años, ¿no puedes soportarle tú durante una noche?»
Sólo Dios puede ayudarnos a perdonar las ofensas y ese auxilio no nos faltará si le pedimos que nos lo conceda. Ya nos dijo: «Sed clementes como lo es vuestro Padre Celestial. No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no os condenarán; perdonad, y seréis perdonados. Con la medida con que midáis, os medirán».
Venerable Fulton Sheen – El Camino de la felicidad