La única forma de liberar y liberarse es a través del perdón, y el perdón de corazón. No existe otra manera y nunca la ha habido. Obviamente que no todas las culturas humanas lo han entendido – sí muchas de ellas, que al menos han sabido expresar conceptos análogos o moderar la venganza extrema – pero ciertamente que existe claramente en la Biblia en la Sagradas Escrituras de judíos y cristianos. En el primero de los casos, más limitadamente y quizás con ciertos matices extrabíblicos a partir de la polémica anticristiana. En el segundo de los casos, la existencia del perdón es tan evidente que no necesita demostración: Ha sido prácticamente elevado a la categoría de un mandamiento por parte de Jesús, y ha pasado a constituir el elemento más distintivo de la vida cristiana.
Perdón – ha sido dicho muchas veces – no significa necesariamente olvido, en especial, porque un olvido total, en el sentido de absoluta cancelación de un hecho pasado de la memoria, es absolutamente imposible; lo es psicológicamente para la mayoría de las personas, y aún cuando los involucrados fueran, en algún caso, capaces de hacerlo, el hecho como tal sería recordado por otros, y a menudo presenciado por testigos, al menos en sus pormenores. Cuando se dice que “perdón total significa olvido”, en el lenguaje cristiano, en mayor o menor medida se usa siempre una metáfora: Significa renunciar a una venganza como mínimo, renunciar a una justa compensación si hubiese un bien mayor que de algún modo lo exige, y en los casos donde se pueda dar mayor heroicidad, renunciar a todo distanciamiento con el viejo enemigo.[1]
Perdón tampoco significa obstaculizar una causa judicial o renunciar completamente a ella si hay razones, sobre todo de bien común, que la solicitan, y mucho menos consiste en llamar bien al mal y al bien llamarlo mal. Es en este último campo, sobre todo, donde se da este gran giro antropológico moderno, donde se pide, en nombre y por el bien de la justicia, el castigo más acérrimo y ejemplar de un simple acusado por el hecho de tratarse simplemente de un acusado, sin interesar ni la corrección ni enmienda del culpable, sino sólo su condenación, sin interesar comprobar, en definitiva, si una persona ha delinquido, sino demostrar que, ‘a priori’ y por el sólo hecho de ser acusado, ese individuo es una mala persona, un depravado, y que merece toda reprobación. Así se ha procedido, y se procede, en muchos de los casos de los llamados ‘abusos de otras personas por parte de miembros del clero’, donde ni siquiera se evalúan bien las pruebas, ni se define correctamente que se entiende por abuso, y, en caso de acertarse que lo hubo, a menudo no se distingue si la víctima era menor o no y en qué condiciones se produjo el hecho en cuestión, que como distinción no es para nada algo de menor envergadura.[2]
Mucha gente tiende a presentar justicia y perdón como categorías o realidades totalmente opuestas, cuando no lo son. Es verdad que son distintas, pero eso no implica oposición de contradicción ni tampoco de contrariedad, pues son complementarias. El perdón es algo eminentemente personal, es cierto, lo que no significa que a veces pueda asumir características sociales o legales, como el indulto concedido por la autoridad competente, si lo juzga conveniente.
La justicia, en cambio, corre por un carril binario: El concepto más común es el de la justicia entre dos individuos, pudiendo ser uno de ellos (y eventualmente ambos) un único ente corporativo. En dicho caso, la justicia reclama una compensación ante una eventual falta por parte de uno, pudiéndose también condonarse si la parte afectada así lo decide. En el caso de la justicia ante una sociedad (legal o social), el deber de restitución, que existe también en la justicia particular, se hace quizás más exigente a motivo de que se persigue el bien común como objeto, siendo las exigencias de este más apremiantes que las de un sujeto particular. Aun así, esto no excluye el perdón individual, que no sólo se puede seguir dando, sino que, en una sociedad que se proclama cristiana en algún modo, debería incluso fomentarse. Es justamente lo contrario de lo que se observa en la sociedad moderna, donde pareciera que se busca disfrazar de justicia al mismo revanchismo y a la venganza a toda costa. Es también, desgraciadamente, lo que ha sucedido, a nivel eclesiástico, en muchos de los casos de las acusaciones levantadas contra miembros del clero por presuntos delitos en materia sexual, donde no se han respetado aspectos esenciales de los debidos procesos, como la presunción de inocencia, dejándose llevar por un malentendido concepto de transparencia, y probablemente, mucho, realmente mucho complejo de inferioridad ante el embate de la cultura moderna, y ante la presión mediática, y a veces política.
En un reciente estudio presentado y publicado en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Santa Croce), en Roma, dos jóvenes estudiosos, sacerdotes, responden a muchos equívocos y malentendidos sobre el concepto de transparencia y del secreto[3]: “La pseudo trasparencia, que se manifiesta en la praxis de la [llamada] «tolerancia cero» y en la solidaridad ofrecida a la presunta víctima haciendo caso omiso del resto de los elementos, entra en conflicto con el derecho a ser considerado inocente hasta prueba contraria, y con derecho a la buena reputación [p. 112]. Frecuentemente, en estos casos, poner en práctica el principio de «tolerancia cero», ha llevado a la expulsión del estado clerical y a difundir, en el imaginario colectivo, perfiles negativos y falsos sobre personas religiosas (…) La transparencia ilimitada no lleva ni a la justicia ni al servicio de la verdad; es una comprensión fácil, pero equivocada, de la «tolerancia cero», una especie de «justicialismo» e incluso de «justicia convertida en espectáculo» [p. 113]”. Sobre la presunción de inocencia, y en consonancia con lo que habíamos ya adelantado, expresa: “La razón más obvia para tutelar el principio de la presunción de inocencia es que se trata de un instrumento esencial para proteger los inocentes de condenas injustas (…) Es interesante notar como el criterio de la necesidad de aportar pruebas para la condena ha hecho su ingreso en el derecho civil, porque ya existía en el derecho canónico [p. 114]”.[4]
Tanto en ámbito de la justicia como en aquel del simple comportamiento pastoral o apostólico, se enarbola, desde fuera pero especialmente desde dentro de la Iglesia, el concepto de transparencia casi como una palabra mágica, así como el de auto referencialidad para designar actitudes que, a juicio de los que emplean dichos términos, están en contra de toda transparencia. Pareciera que, en realidad, estos nuevos gurús lexicográficos no conocen para nada el significado de los términos que ponen de moda.
Pues bien, la obra que hemos citado dedica también algunos interesantes parágrafos a puntualizar el concepto de transparencia: “La transparencia es un «estilo» de gobierno, un instrumento, no una finalidad. La Iglesia, como cualquier organización tiene relaciones con sus públicos internos y externos. Estas relaciones tienen que estar impregnadas de apertura y de responsabilidad. No todo el mundo tiene derecho a saber todo. La transparencia tiene mucho de «contextual». Cada organización debe velar para que estos flujos de información horizontal y vertical sean eficientes y adecuados para llevar a cabo la misión que se tiene como institución”.
Una verdadera transparencia, aplicada al cristianismo y a los cristianos, debería ser, necesariamente, un concepto más rico y fructífero que el simple mote reducido a slogan del cual incluso muchas cúpulas eclesiásticas se hacen eco. Los mismos autores de la obra citada prefieren imponer otro término, vinculado con lo traslúcido, pues el cristiano, en definitiva, debe ser “luz del mundo” (Mt 5,14). Más allá del malabarismo de palabras, la idea es interesante: El cristiano no puede adoptar un simple instrumento o norma de trabajo como ideal de su vida; debe ser fiel al amor de Dios y a su Verdad, y practicar el del prójimo, y eso lo hace brillar como luz del mundo. No necesita más recomendaciones. Es sobre todo la calidad del alma la que se busca, y para que esta la posea, debe casi iluminar con luz propia, haciéndola suya, aunque venga de afuera. No basta el sólo dejar pasar la luz como un instrumento limpio y transparente.
Es aquí donde volvemos al tema del perdón. El perdón, sobre todo de ofensas que no vale la pena revolver y de deudas que muchas veces se hace difícil poder saldar, es el único elemento liberador y enriquecedor de una persona en tales circunstancias. “La experiencia liberadora del perdón, aunque llena de dificultades, puede ser vivida también por un corazón herido, gracias al poder curativo del amor, que tiene su primer origen en Dios-Amor. La inmensa alegría del perdón, ofrecido y acogido, sana heridas aparentemente incurables, restablece nuevamente las relaciones y tiene sus raíces en el inagotable amor de Dios” (Juan Pablo II, Jornada mundial de la paz 1/1/1997; disponible en:https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/messages/peace/documents/hf_jp-ii_mes_08121996_xxx-world-day-for-peace.html )
Creo que es hora que todos los cristianos, como miembros de la Iglesia, y especialmente sus miembros más conspicuos y calificados, comprendan que no podrá existir una verdadera conversión sin un perdón auténtico y de corazón; eso es lo que cura, libera y santifica, y no el adoptar criterios empresariales, pseudo psicológicos o incluso mundanos, frecuentemente incluso mal adoptados, porque la Iglesia no ha sido fundada para eso. Que el Señor nos ilumine y nos conceda poder ser guiados por la sola luz de Nuestro Señor que resplandece en el Evangelio, pues “sólo en Él hay palabras de Vida Eterna” (cfr. Jn 6,68).
P Carlos Pereira, IVE
[1] “No es olvidar; porque el perdón no produce amnesia; y en algunos casos tratar de olvidar es insalubre; en cambio, el verdadero perdón cambia el modo en que recordamos el pasado (cfr. M.A. Fuentes, La Trampa Rota, San Rafael (2008), 255).
[2] Presentaremos la obra: Transparencia y secreto en la Iglesia católica, donde se lee: «En el paradigma de la justicia, el juicio ético lleva a decir: “has cometido un acto malo” o “te has equivocado”, mientras que, en el paradigma de la vergüenza, se dice: “eres una mala persona”. En el primer caso, el principio moral que se juzga es objetivo (justo o equivocado), en el segundo es más arbitrario y emotivo (la persona es buena o mala), según los estándares de las percepciones sociales» (p. 105 de la obra, presentada más adelante en su edición italiana).
[3] P. Jordi Pujol e Rolando Montes de Oca, Trasparenza e segreto nella Chiesa Cattolica, Marcianum Press, Venezia 2022, 253 pp. Recensión en italiano en: https://bibbia.vozcatolica.com/2022/07/07/recensione-trasparenza-segreto-chiesa-cattolica/
[4] Y también en Santo Tomás de Aquino, quien recoge la tradición del derecho romano y eclesial antiguo al respecto. Por ejemplo, de las Decretales de Graciano y del Digesto, donde se lee: “es preferible dejar impune al culpable de un hecho punible que perjudicar a un inocente (Digesto, De poenis, Ulpiano, 1, 5. Cfr. Decretales, II, tit. XXIII, c.16 (Dudum de Praesumptio), citado por Aquino en la Summa Teológica, II-II, 70, 3, 2, principio sobre el cual advierte que hay que proceder con cautela y que no redunde en un peligro evidente para terceros (ad 2).
Comentarios 1
Buenísimo! Gracias Padre, gracias IVE!!!!🙏🏻😇💪🏻💪🏻