PRIMERA LECTURA
Prescripciones sobre la cena pascual
Lectura del libro del Éxodo 12, 1-8. 11-14
El Señor dijo a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto: «Este mes será para ustedes el mes inicial, el primero de los meses del año. Digan a toda la comunidad de Israel:
“El diez de este mes, consíganse cada uno un animal del ganado menor, uno para cada familia. Si la familia es demasiado reducida para consumir un animal entero, se unirá con la del vecino que viva más cerca de su casa. En la elección del animal tengan en cuenta, además del número de comensales, lo que cada uno come habitualmente.
Elijan un animal sin ningún defecto, macho y de un año; podrá ser cordero o cabrito. Deberán guardarlo hasta el catorce de este mes, y a la hora del crepúsculo, lo inmolará toda la asamblea de la comunidad de Israel. Después tomarán un poco de su sangre, y marcarán con ella los dos postes y el dintel de la puerta de las casas donde lo coman. Y esa misma noche comerán la carne asada al fuego, con panes sin levadura y verduras amargas.
Deberán comerlo así: ceñidos con un cinturón, calzados con sandalias y con el bastón en la mano. Y lo comerán rápidamente: es la Pascua del Señor.
Esa noche Yo pasaré por el país de Egipto para exterminar a todos sus primogénitos, tanto hombres como animales, y daré un justo escarmiento a los dioses de Egipto. Yo soy el Señor.
La sangre les servirá de señal para indicar las casas donde ustedes estén. Al verla, Yo pasaré de largo, y así ustedes se librarán del golpe del Exterminador, cuando Yo castigue al país de Egipto.
Este será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una fiesta en honor del Señor. Lo celebrarán a largo de las generaciones como una institución perpetua”».
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 115. 12-13. 15-16bc. 17-18
R. ¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?
O bien:
R. El cáliz que bendecimos es la comunión de la Sangre del Señor.
¿Con qué pagaré al Señor
todo el bien que me hizo?
Alzaré la copa de la salvación
e invocaré el nombre del Señor. R.
¡Qué penosa es para el Señor
la muerte de sus amigos!
Yo, Señor, soy tu servidor, lo mismo que mi madre:
por eso rompiste mis cadenas. R.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
e invocaré el nombre del Señor.
Cumpliré mis votos al Señor,
en presencia de todo su pueblo. R.
SEGUNDA LECTURA
Siempre que coman este pan y beban este cáliz,
proclamarán la muerte del Señor
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 11, 23-26
Hermanos:
Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía».
De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía».
Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que Él vuelva.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Aclamación Jn 13, 34
«Les doy un mandamiento nuevo:
Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado»,
dice el Señor.
Los amó hasta el fin
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre, Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin.
Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que Él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura.
Cuando se acercó a Simón Pedro, éste le dijo: «Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?»
Jesús le respondió: «No puedes comprender ahora lo que estoy haciendo, pero después lo comprenderás».
«No, le dijo Pedro, ¡Tú jamás me lavarás los pies a mí!»
Jesús le respondió: «Si Yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte».
«Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!»
Jesús le dijo: «El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos». Él sabía quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: «No todos ustedes están limpios».
Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: «¿comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si Yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que Yo hice con ustedes».
Palabra del Señor
José María Solé-Roma, C.F.M.
EXODO 12, 1-8. 11-4:
La Pascua judía que nos narra el Éxodo nos ayuda a comprender mejor la Pascua cristiana que rememoramos en el Misterio Eucarístico:
— Israel celebró esta Fiesta de la Pascua como su Liberación de Egipto, su Éxodo de la tierra de la esclavitud a la Tierra de Promisión. Faraón, el tirano opresor del Pueblo de Dios, queda vencido. Reconoce la supremacía del Dios de Israel y el derecho a la «libertad» de sus servidores: «Levantaos y salid; id a dar culto a Yahvé» (12, 32). Y los egipcios instan a los israelitas a acelerar su salida. Faraón les urge: «Marchad y bendecidnos» (12, 32).
— Moisés institucionaliza esta Fiesta y sus ritos. Será la manera de conseguir que Israel recuerde y reviva esta «Liberación»: «Esta noche será noche de guardia en honor de Yahvé para todos los hijos de Israel por todas las generaciones» (12, 42). Con esto cada hijo de Israel reconocía y agradecía a Dios la «Liberación» como un don personal otorgado a él: «Esto hizo conmigo Yahvé cuando salí de Egipto» (Ex 13, 8). Israel ha sabido sacramentalizar en el rito de su Cena Pascual el misterio del Éxodo. Aquel convite familiar en atmósfera de renuncia y alegría, de gravedad y sencillez, de piedad y de fe, es para cada israelita: «Memorial» perenne de la historia del Éxodo; renovación y vivencia actual y personal de la liberación: «Esto hizo conmigo»… «Yo salí de Egipto»; y a la vez implica la liberación final, plena y definitiva: la Mesiánica.
— Es evidente una Fiesta integrada, de lleno en la Historia Salvífica. Jesús la celebra con sus discípulos y da plenitud a cuanto la Pascua significaba y preanunciaba. La «Liberación» verdadera nos la dará Él, el verdadero Cordero Pascual. Y acabada la Cena ritual de la Pascua umbrátil y prefigurativa, instituye la Cena conmemorativa de la Pascua Nueva y Verdadera
1 CORINTIOS 11, 23, 26:
San Pablo nos conserva el más antiguo relato de la institución de la Eucaristía, en esta Carta escrita muy probablemente antes aún de la aparición de los Evangelios:
— La Pascua judía era la Fiesta de la Alianza Mesiánica. Su recuerdo, su agradecimiento, su ratificación. La Nueva Alianza, la Redención de Cristo, tendrá también su Fiesta Pascual. Para que perennemente la rememoremos, la agradezcamos, la revivamos. El Cordero de nuestra Pascua es Cristo. Por esto Jesús, antes que le crucifiquen, se inmola místicamente y se nos da en comida como Cordero Inmolado. Este convite perpetuo renueva la memoria de nuestra Redención por la muerte de Cristo y anuncia su retorno (25). La Pascua de ahora es el Éxodo del pecado a la gracia. Éxodo aún de peregrinos. Y por eso tenemos a Cristo oculto bajo el velo sacramental, en ritos de Cordero Inmolado, en signos de pan y vino; de banquete de peregrinos. El Retorno de Cristo será el Éxodo del destierro a la Patria. Todos los redimidos, serán glorificados. Será la Pascua Eterna.
— En las palabras de la Institución Eucarística, que nos conserva Pablo al igual que los Evangelios, hay una clara alusión al Cordero Pascual inmolado para salvación de los israelitas y, al sacrificio, de sangre con que se concertó la Alianza del Sinaí (Ex 24, 8). La Nueva se estipula con la Sangre de Cristo (Heb 8, 8). Cesan las figuras. La tarde del Viernes a la hora de la inmolación del Cordero Pascual, muere en la Cruz el Cordero que nos redime, el Cordero de la Alianza Nueva y Eterna. Nueva y Eterna porque el Banquete Pascual nuestro es una cita y una garantía del Banquete escatológico en la vida eterna (Mt 26, 29; Lc 22, 29. 30), tanto como Memorial y evocación de la Santa Cena.
— En el relato de la institución de la Eucaristía que nos conserva Pablo resaltan:
- a) La Presencia real de Cristo en las especias sacramentales (27. 29);
- b) El valor sacrificial del rito que Él instituye y que quiere que se perpetúe en su Iglesia (24. 26);
- c) La Cena Pascual judía con sus ritos aseguraba por siempre que Israel recordara y reviviera la «redención» de Egipto.
La Cena Pascual instituida por Cristo nos hará recordar, revivir y actualizar a lo largo de todas las generaciones cristianas el Sacrificio Redentor: el Cordero perennemente Inmolado: «Lo que Cristo hizo conmigo…»
JUAN 13, 1-15:
En la narración de la «Ultima Cena» supone Juan conocido todo lo relativo a la institución de la Eucaristía. Lo narraron los Evangelios Sinópticos antes que él. Y la Iglesia lo celebraba con fervor grande y fidelidad. Entendemos mejor esta lectura de hoy integrándola al Misterio Eucarístico de aquella noche: Sabe Jesús que es su «Hora». Para Juan «Hora» y «Glorificación» son lo mismo. Y abarcan: Pasión-Muerte-Resurrección-Entronización a la diestra del Padre (1). En esta «Hora» Jesús nos «ama hasta el extremo». Este «extremo» es el Sacrificio de Jesús. Y también, sin duda, el Sacramento o Memorial que nos deja de este Sacrificio: la Eucaristía. Bien la llamamos: Sacramento de Amor.
— El «Lavatorio de los pies» (4-11) a la vez que lección de humildad es, sobre todo, «signo» de que Cristo es «Siervo»; «Siervo» que va presto a entregarse a la muerte por nuestra salvación. De ahí que Pedro tiene que aceptar el «servicio» del «Siervo». Negarse a ello sería rechazar la Redención (8). Pedro no lo entiende entonces; pero se rinde a Jesús (9). El gesto de Jesús, «Señor» y «Maestro», es lección: debemos imitar su entrega en humildad y caridad, en abnegación y «servicio». Especialmente los Apóstoles. En la Iglesia la autoridad es «servicio». Servicio hasta la inmolación total.
— Este latido de caridad palpita en toda la Liturgia de este Jueves Santo:
Sacratissimam, Deus, frequentantibusCenam, in qua Unigenitustuus, morti se traditurus, novum in saecula sacrificium dilectionis que sua econvivium Ecclesiae commendavit, da nóbis, quaesumus, ut ex tanto misterio plenitud in em caritatis hauriamus et vitae (Collecta).
Y el canto procesional:
Ant.: Ubi caritas et amor, Deus ibiest. Congregavit nos in unum Cristi amor. —Exultemus et in ipso jucundemur. Timeamus et amemusDeumvivum. —Et ex cordediligamus nos sincero. Simul ergo cum in unum congregamur: Ne nos mente dividamur, caveamus. Cessent jurgia maligna, cessent lites. Et in medio nostrisit Cristus Deus. Simulquoque cum beatisvideamus. Glorianter vultum tuum, Criste Deus: Gaudim, quod est immensum atque probum, Saecula per infinita saecolorum. Amen.
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 97-100
Benedicto XVI
La hora de Jesús
Detengámonos por el momento en Juan, que, en su narración sobre la última tarde de Jesús con sus discípulos antes de la Pasión, subraya dos hechos del todo particulares. Nos relata primero cómo Jesús prestó a sus discípulos un servicio propio de esclavos en el lavatorio de los pies; en este contexto refiere también el anuncio de la traición de Judas y la negación de Pedro. Después se refiere a los sermones de despedida de Jesús, que llegan a su culmen en la gran oración sacerdotal. Pongamos ahora la atención en estos dos puntos capitales.
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). Con la Última Cena ha llegado «la hora» de Jesús, hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras (cf. 2,4). Lo esencial de esta hora queda perfilado por Juan con dos palabras fundamentales: es la hora del «paso» (metabaínein —metábasis); es la hora del amor (agápé) «hasta el extremo».
Los dos términos se explican recíprocamente, son inseparables. El amor mismo es el proceso del paso, de la transformación, del salir de los límites de la condición humana destinada a la muerte, en la cual todos estamos separados unos de otros, en una alteridad que no podemos sobrepasar. Es el amor hasta el extremo el que produce la «metábasis» aparentemente imposible: salir de las barreras de la individualidad cerrada, eso es precisamente el agápé, la irrupción en la esfera divina.
La «hora» de Jesús es la hora del gran «paso más allá», de la transformación, y esta metamorfosis del ser se produce mediante el agápé. Es un agápé «hasta el extremo», expresión con la cual Juan se refiere en este punto anticipadamente a la última palabra del Crucificado: «Todo está cumplido (tetélestai)» (19,30). Este fin (télos), esta totalidad del entregarse, de la metamorfosis de todo el ser, es precisamente el entregarse a sí mismo hasta la muerte.
El que aquí, como también en otras ocasiones en el Evangelio de Juan, Jesús hable de que ha salido del Padre y de su retorno a Él, podría suscitar el recuerdo del antiguo esquema del exitus y del reditus, de la salida y del retorno, como ha sido elaborado especialmente en la filosofía de Plotino. Sin embargo, el salir y volver del que habla Juan es totalmente diferente delo que se piensa en el esquema filosófico. En efecto, tanto en Plotino como en sus seguidores el «salir», que para ellos tiene lugar en el acto divino de la creación, es un descenso que, al final, se convierte en un decaer: desde la altura del «único» hacia abajo, hacia zonas cada vez más bajas del ser. El retorno consiste después en la purificación de la esfera material, en un gradual ascenso y en purificaciones, que van eliminando lo que es inferior y, finalmente, reconducen a la unidad de lo divino.
El salir de Jesús, por el contrario, presupone ante todo una creación, pero no entendida como decadencia, sino como acto positivo de la voluntad de Dios. Es también un proceso del amor, que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en el descenso —por amor a la criatura, por amor a la oveja extraviada—, revelando así en el descender lo que es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno de su humanidad, como si ésta fuera una contaminación. El descenso tenía la finalidad de aceptar y acoger la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de «toda carne».
En esta vuelta se produce una novedad: Jesús no vuelve solo. No abandona la carne, sino que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). La metábasis vale para la totalidad. Aunque en el primer capítulo del Evangelio de Juan se dice que los «suyos» (ídioi) no recibieron a Jesús (cf. 1,11), ahora oímos que Él ha amado a los «suyos» hasta el extremo (cf. 13,1).En el descenso, El ha recogido de nuevo a los «suyos» —la gran familia de Dios—, haciendo que, de forasteros, se conviertan en «suyos».
Escuchemos ahora cómo prosigue el evangelista: Jesús «se levanta de la mesa, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y comienza a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido» (Jn 13,4s). Jesús presta a sus discípulos un servicio propio de esclavos, «se despojó de su rango» (Flp 2,7).
Lo que dice la Carta a los Filipenses en su gran himno cristológico —es decir, que en un gesto opuesto al de Adán, que intentó alargar la mano hacia lo divino con sus propias fuerzas, mientras que Cristo descendió de su divinidad hasta hacerse hombre, «tomando la condición de esclavo» y haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,7-8)—, puede verse aquí en toda su amplitud en un solo gesto. Con un acto simbólico, Jesús aclara el conjunto de su servicio salvífico. Se despoja de su esplendor divino, se arrodilla, por decirlo así, ante nosotros, lava y enjuga nuestros pies sucios para hacernos dignos de participar en el banquete nupcial de Dios.
Cuando encontramos en el Apocalipsis la formulación paradójica según la cual los salvados «han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero» (7,14), se nos está diciendo que el amor de Jesús hasta el extremo es lo que nos purifica, nos lava. El gesto de lavar los pies expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús es lo que nos saca de nuestra soberbia y nos hace capaces de Dios, nos hace «puros».
(…)
Lavatorio de los pies y confesión de los pecados
Finalmente hemos de prestar atención todavía a un último detalle del relato del lavatorio de los pies. Después de que el Señor explica a Pedro la necesidad de lavarle los pies, éste replica que, siendo así las cosas, Jesús le debería lavar no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. La respuesta de Jesús, una vez más, resulta enigmática: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (13,10). ¿Qué significa esto?
Las palabras de Jesús suponen obviamente que los discípulos, antes de ir a la cena, habían tomado un baño completo y que ahora, ya a la mesa, sólo hacía falta lavarles los pies. Está claro que Juan ve en estas palabras un sentido simbólico más profundo, que no es fácil de identificar. Tengamos presente ante todo que el lavatorio de los pies —como ya hemos visto—no es un sacramento particular, sino que significa la totalidad del servicio salvador de Jesús: el sacramentum de su amor, en el cual Él nos sumerge en la fe y que es el verdadero lavatorio de purificación para el hombre.
Pero el lavatorio de los pies adquiere en este contexto, más allá de su simbolismo esencial, también un significado más concreto que nos remite a la praxis de la vida de la Iglesia primitiva. ¿De qué se trata? El «baño completo» que se da por supuesto no puede ser otro que el Bautismo, con el cual el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. Este proceso fundamental, mediante el cual no nos hacemos cristianos por nosotros mismos, sino que nos convertimos en cristianos gracias a la acción del Señor en su Iglesia, es irrepetible. No obstante, en la vida de los cristianos, para permanecer en una comunión de mesa con el Señor, este proceso necesita siempre un complemento: el lavatorio de los pies. ¿Qué significa esto? No hay una respuesta absolutamente segura. Pero me parece que la Primera Carta de Juan indica el buen camino y nos señala cuál es su significado. En ella se lee: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos lavará de nuestros delitos. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no poseemos su palabra» (1,8ss). Puesto que también los bautizados siguen siendo pecadores, tienen necesidad de la confesión de los pecados, que «nos lava de todos nuestros delitos».
La palabra «purificar» establece la conexión interior con la perícopa del lavatorio de los pies. La práctica misma de la confesión de los pecados, que procede del judaísmo, está atestiguada también en la Carta de Santiago (5,16), así como en la Didaché. En ésta leemos: «En la asamblea confesarás tus faltas» (4,14); y vuelve a decir más adelante: «En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Franz Mußner, siguiendo a Rudolf Knopf, comenta: «En ambos textos se piensa en una confesión pública del individuo» (Jakobusbrief, p. 226, nota 5). En esta confesión de los pecados, que ciertamente formaba parte de las primeras comunidades cristianas en el ámbito de influjo judeocristiano, no se puede identificar seguramente el sacramento de la Penitencia tal como se ha desarrollado en el curso de la historia de la Iglesia, pero es ciertamente «una etapa hacia él» (ibid., p. 226).
De lo que se trata en el fondo es de que la culpa no debe seguir supurando ocultamente en el alma, envenenándola así desde dentro. Necesita la confesión. Por la confesión la sacamos a la luz, la exponemos al amor purificador de Cristo (cf.Jn 3,20s).En la confesión el Señor vuelve a lavar siempre nuestros pies sucios y nos prepara para la comunión de mesa con Él.
Al mirar en retrospectiva al conjunto del capítulo sobre el lavatorio de los pies, podemos decir que en este gesto de humildad, en el cual se hace visible la totalidad del servicio de Jesús en la vida y la muerte, el Señor está ante nosotros como el siervo de Dios; como Aquel que se ha hecho siervo por nosotros, que carga con nuestro peso, dándonos así la verdadera pureza, la capacidad de acercarnos a Dios. En el segundo «canto del siervo de Dios», en el profeta Isaías, se encuentra una frase que en cierto modo anticipa la línea de fondo de la teología joánica de la Pasión: «El Señor me dijo: “Tú eres mi siervo y en ti seré glorificado” (LXX:doxasthésomai)»(cf. 49,3).
Esta conexión entre el servicio humilde y la gloria (dóxa) es el núcleo de todo el relato de la Pasión en san Juan: precisamente en el abajamiento de Jesús, en su humillación hasta la cruz, se transparenta la gloria de Dios; Dios Padre es glorificado, y Jesús en Él. Un pequeño inciso en el «Domingo de Ramos» —que podría considerarse como la versión joánica de la narración del Monte de los Olivos— resume todo esto: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Le he glorificado y volveré a glorificarle» (12,27s). La hora de la cruz es la hora de la verdadera gloria de Dios Padre y de Jesús.
(Ratzinger, J. – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 70 – 73. 91 – 94)
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Benedicto XVI
La teología de las palabras de la Institución
Después de todas estas reflexiones sobre el marco histórico y la fiabilidad histórica de las palabras de la institución pronunciadas por Jesús, ha llegado el momento de prestar atención al contenido de su mensaje. Hay que recordar ante todo, una vez más, que en los cuatro relatos sobre la Eucaristía encontramos dos tipos de tradición con características peculiares que aquí no debemos examinar en sus pormenores, aunque sí mencionar brevemente las diferencias más importantes.
Mientras en Marcos (14,22) y Mateo (26,26) las palabras sobre el pan son sólo: «Tomad, esto es mi cuerpo», en Pablo se lee: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (1 Co 11,24), y Lucas completa con pleno sentido: «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» (22,19). En Lucas y Pablo sigue inmediatamente el mandato de repetir lo que hizo Jesús:«Haced esto en conmemoración mía», que falta en Mateo y Marcos. Las palabras sobre el cáliz en Marcos rezan: «Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos» (14,24); Mateo añade aún: «… por muchos para el perdón de los pecados» (26,28). Según Pablo, sin embargo, Jesús dijo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía» (1 Co 11,25). Lucas lo formula de modo similar, pero con pequeñas diferencias: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros» (22,20). Aquí falta la segunda orden de repetir la acción.
Pero hay dos claras diferencias importantes entre Pablo y Lucas, por un lado, y Marcos y Mateo por otro. En Marcos y Mateo, «sangre» es el sujeto: Ésta «es mi sangre». Pablo y Lucas, sin embargo, dicen: «Ésta es la nueva alianza sellada con mi sangre». Muchos ven aquí un respeto por la aversión de los judíos a ingerir sangre: como contenido directo de lo que se da a beber no se indica «la sangre», sino «la nueva alianza». Con esto hemos llegado ya a la segunda diferencia: mientras Marcos y Mateo hablan simplemente de la «sangre de la alianza», aludiendo así a Éxodo 24,8, que es la estipulación de la Alianza en el Sinaí, Pablo y Lucas hablan de la Nueva Alianza, remitiéndose con ello a Jeremías 31,31. Aparece, pues, encada caso un trasfondo veterotestamentario diferente. Además, Marcos y Mateo hablan de la sangre derramada «por muchos», aludiendo con ello a Isaías 53,12, mientras que Pablo y Lucas dicen «por vosotros», haciendo pensar así inmediatamente en la comunidad de los discípulos.
Es comprensible por tanto que haya en la exégesis un amplio debate sobre cuáles sean las palabras originarias de Jesús. Rudolf Pesch ha mostrado que, en un primer momento, surgen aquí cuarenta y seis posibilidades que, intercambiando cada una de las respectivas introducciones, pueden ser el doble (cf. Das Evangelium in Jerusalem, p. 134s). Estos esfuerzos tienen su importancia, pero no entran en el cometido de este libro.
Nosotros partimos del presupuesto de que la transmisión de las palabras de Jesús no existe sin su recepción por parte de la Iglesia naciente, que se sabía rigurosamente comprometida en la fidelidad en lo esencial, pero que también era consciente de que el ámbito de resonancia de las palabras de Jesús, con sus correspondientes alusiones sutiles a textos de la Escritura, permitía algún retoque en los matices. Así se podía percibir en las palabras de Jesús tanto el eco de Éxodo 24 como de Jeremías 31, y acentuar más un contenido u otro, sin por ello faltar a la fidelidad a aquellas palabras que, casi de manera imperceptible, pero inequívoca, acogían en sí la Ley y los Profetas. Pero con esto hemos pasado ya a la interpretación de las palabras del Señor.
La narración de la institución comienza en los cuatro textos con dos afirmaciones sobre el obrar de Jesús que han adquirido un significado esencial para la recepción en la Iglesia de todo el conjunto. Se nos dice que Jesús tomó pan, pronunció la bendición y la acción de gracias, y lo partió. Al comienzo se pone la eucharistia (Pablo y Lucas) o bien la eulogia (Marcos y Mateo): ambos términos indican la berakha, la gran oración de acción de gracias y bendición de la tradición judía, que forma parte tanto del rito pascual como de otros convites. No se come sin dar las gracias a Dios por el don que Él ofrece: por el pan que nace y crece en la tierra, y también por el fruto de la vid.
Las dos palabras distintas que usan Marcos y Mateo, por una parte, y Pablo y Lucas, por otra, indican las dos direcciones intrínsecas de esta oración: es acción de gracias y de alabanza por el don de Dios. Pero esta alabanza se torna en bendición sobre el don, como se lee en 1 Tm4,4s: «Todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias (eucharistia); pues está santificado por la Palabra de Dios y por la oración». En la Última Cena (como en la multiplicación de los panes, Jn6,11), Jesús ha acogido esta tradición. Las palabras de la institución están en este contexto de oración; en ellas, el agradecimiento se convierte en bendición y transformación.
Desde los primeros momentos, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración no simplemente como una especie de mandato casi mágico, sino como parte de la oración hecha junto con Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, mediante la cual el don terrenal se nos da nuevamente por Dios como cuerpo y sangre de Jesús, como auto donación de Dios en el amor acogedor del Hijo. Louis Bouyer ha tratado de trazar el desarrollo de la eucharistia cristiana —el «canon»— a partir de la berakha judía. Se puede comprender así que «Eucaristía» se haya convertido en la denominación del conjunto del nuevo acontecimiento cultual dispensado por Jesús. Sobre este tema hemos de volver todavía en la cuarta sección de este capítulo.
Lo segundo que se nos dice es que Jesús «partió el pan». Partir el pan para todos es principalmente la función del padre de familia, que en cierto modo representa con ello también a Dios Padre que, a través de la fertilidad de la tierra, distribuye a todos nosotros lo necesario para vivir. Es también el gesto de hospitalidad con la que se hace partícipe de lo propio al extraño, acogiéndolo en la comunión de mesa. Partir y compartir: precisamente el compartir crea comunión. Este gesto humano primordial de dar, de compartir y unir, adquiere en la Última Cena de Jesús una profundidad del todo nueva: Él se entrega a sí mismo. La bondad de Dios, que se manifiesta en el repartir, se convierte de manera totalmente radical en el momento en que el Hijo se comunica y se reparte a sí mismo en el pan.
El gesto de Jesús se ha transformado así en el símbolo de todo el misterio de la Eucaristía: en los Hechos de los Apóstoles, y en el cristianismo primitivo en general, «partir el pan» designa la Eucaristía. En ella nos beneficiamos de la hospitalidad de Dios, que se nos da en Jesucristo crucificado y resucitado. La fracción del pan y el repartir —el acto de atención amorosa por aquel que necesita de mí— es por tanto una dimensión intrínseca de la Eucaristía misma.
«Caritas», la preocupación por el otro, no es un segundo sector del cristianismo junto al culto, sino que está enraizada precisamente en el culto y forma parte de él. En la Eucaristía, en la «fracción del pan», la dimensión horizontal y la vertical están inseparablemente unidas. En ambas afirmaciones sobre el dar gracias y el compartir, que se encuentran al comienzo de la narración de la institución, queda clara la naturaleza del nuevo culto fundado por Cristo en la Última Cena, en la cruz y en la resurrección: con ello, el antiguo culto del templo queda abolido y, al mismo tiempo, es llevado a su cumplimiento.
Volvamos a las palabras pronunciadas sobre el pan. Según Marcos y Mateo rezan escuetamente: «Esto es mi cuerpo». Pablo y Lucas añaden: «Que será entregado por vosotros». De este modo ponen de manifiesto lo que, de por sí, está incluido en el acto de repartir. Cuando Jesús habla de su cuerpo, no se refiere obviamente al cuerpo como distinto del alma y del espíritu, sino a la persona en su totalidad, en carne y hueso. En este sentido, Rudolf Pesch comenta acertadamente: Jesús «en su interpretación del pan presupone el significado particular de su persona. Los discípulos podían entender: Esto soy yo, el Mesías»(Markusevangelium, II, p. 357).
Pero ¿cómo puede suceder esto? Jesús se encuentra ciertamente en medio de sus discípulos. ¿Qué está haciendo? Cumple lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: «Nadie mequita la vida, sino que yo la entrego libremente» (cf. Jn 10,18). Se le quitará la vida en la cruz, pero ya ahora la ofrece por sí mismo. Transforma su muerte violenta en un acto libre de entrega por otros y a los otros.
Y Él lo sabe: «Tengo poder para entregar mi vida y tengo poder para recuperarla» (cf. ibíd.). Él da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida la resurrección. Por eso puede repartirse ya anticipadamente, porque ya ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora. Por ello puede instituir ahora el Sacramento, en el que se hace grano que muere y en el que, a través de los tiempos, se da a sí mismo a los hombres en la verdadera multiplicación de los panes.
La frase que se refiere al cáliz, a la que ahora dedicamos nuestra atención, es de una densidad teológica extraordinaria. Como ya se ha indicado antes, en las pocas palabras de esa frase se entrecruzan a la vez tres textos del Antiguo Testamento, de manera que toda la historia de la salvación queda reasumida y se hace presente de nuevo.
Encontramos en primer lugar Éxodo 24,8, la estipulación de la Alianza del Sinaí; después Jeremías 31,31, la promesa de la Nueva Alianza en medio de la crisis en la historia de la Alianza, una crisis cuyas manifestaciones más relevantes fueron la destrucción del templo y el exilio en Babilonia; y finalmente Isaías 53,12, la promesa misteriosa del siervo de Dios que carga con el pecado de muchos, y así obtiene la salvación para ellos.
Tratemos ahora de entender estos tres textos, cada uno en su significado propio y en su nuevo contexto. La Alianza del Sinaí, según la descripción de Éxodo 24, se fundaba en dos elementos. Por un lado, en la «sangre de la alianza», la sangre de animales sacrificados, con la cual se rociaba el altar —como símbolo de Dios— y el pueblo; y, en segundo lugar, en la palabra de Dios y la promesa de obediencia de Israel: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos», había dicho solemnemente Moisés después del rito de la aspersión. Inmediatamente antes el pueblo había respondido a la lectura del libro dela alianza: «Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos» (Ex 24,7).
Esta promesa de obediencia, que era constitutiva de la alianza, se rompía inmediatamente después con la adoración del becerro de oro mientras Moisés estaba en la montaña. Toda la historia que sigue es una historia de reiteradas violaciones de la promesa de obediencia, como muestran tanto los libros históricos del Antiguo Testamento como los libros de los profetas. La ruptura parece irremediable en el momento en que Dios abandona a su pueblo al exilio y el templo a la destrucción.
En aquellos momentos surge la esperanza de la «nueva alianza», no basada ya en la fidelidad siempre frágil de la voluntad humana, sino grabada indestructiblemente en el corazón mismo (cf. Jr 31,33). En otras palabras, el nuevo pacto debe basarse en una obediencia que sea irrevocable e inviolable. Esta obediencia, fundada ahora en la raíz de la humanidad, es la obediencia del Hijo que se ha hecho siervo y asume en su obediencia hasta la muerte toda desobediencia humana, la sufre hasta el fondo y la vence.
Dios no puede simplemente ignorar toda la desobediencia de los hombres, todo el mal de la historia, no puede tratarlo como algo irrelevante e insignificante. Esta especie de «misericordia» y «perdón incondicional» sería esa «gracia a bajo precio» contra la que protestó con razón Dietrich Bonhoeffer ante el abismo del mal de su tiempo. La injusticia, el mal como realidad concreta, no se puede ignorar sin más, dejarlo estar. Se debe acabar con él, vencerlo. Sólo esto es verdadera misericordia. Y que ahora lo haga Dios, puesto que los hombres no son capaces de hacerlo, muestra la bondad «incondicional» divina, una bondad que no puede estar en contradicción con la verdad y la correspondiente justicia. «Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo», escribe Pablo a Timoteo (2 Tm 2,13).
Esta fidelidad suya consiste en que Él no sólo actúa como Dios respecto a los hombres, sino también como hombre respecto a Dios, fundando así la alianza de modo irrevocablemente estable. Por eso, la figura del siervo de Dios que carga con el pecado de muchos (cf. Is 53,12),va unida a la promesa de la nueva alianza fundada de manera indestructible. Este injerto ya inconmovible de la alianza en el corazón del hombre, de la humanidad misma, tiene lugar en el sufrimiento vicario del Hijo que se ha hecho siervo. Desde entonces, a toda la marea sucia del mal se contrapone la obediencia del Hijo, en el cual Dios mismo ha sufrido y cuya obediencia es, por tanto, siempre infinitamente mayor que la masa creciente del mal (cf. Rm 5,16-20).
La sangre de los animales no podía ni «expiar» el pecado ni unir a los hombres con Dios. Sólo podía ser un signo de la esperanza y de la perspectiva de una obediencia más grande y verdaderamente salvadora. En las palabras de Jesús sobre el cáliz, todo esto se ha reasumido y convertido en realidad: Él da la «nueva alianza sellada con su sangre». «Su sangre», es decir, el don total de sí mismo en que El sufre todos los males de la humanidad hasta el fondo, elimina toda traición asumiéndola en su fidelidad incondicional. Éste es el culto nuevo, que Él instituyó en la Última Cena: atraer a la humanidad a su obediencia vicaria. Participar en el cuerpo y la sangre de Cristo significa que Él responde «por muchos» —por nosotros— y, en el Sacramento, nos acoge entre estos «muchos».
Queda por explicar ahora una expresión en las palabras de la institución que ha suscitado recientemente muchas discusiones. Según Marcos y Mateo, Jesús dice que su sangre fue derramada «por muchos», aludiendo con ello precisamente a Isaías53, mientras en Pablo y Lucas se habla de darla o derramarla «por vosotros».
La teología reciente ha destacado con razón la palabra «por», común a los cuatro relatos; una palabra que puede ser considerada palabra clave no sólo de la narración de la Última Cena, sino de la figura misma de Jesús. Su significado general se define como «pro-existencia»: no un ser para sí mismo, sino para los demás; y esto no sólo como una dimensión cualquiera de esta existencia, sino como aquello que constituye su aspecto más íntimo e integral. Su ser es, en cuanto ser, un «ser para». Si alcanzamos a entender esto, entonces estaremos muy cercanos al misterio de Jesús y sabremos también lo que significa seguir a Jesús.
Pero ¿qué significa «derramada por muchos»? En su obra fundamental, Die Abendmahls worte Jesu (1935), Joachim Jeremías ha tratado de mostrar que, en los relatos sobre la institución, la palabra «muchos» sería un semitismo y que, por tanto, no ha de leerse partiendo del significado de la palabra griega, sino según los textos correspondientes del Antiguo Testamento. Trata de probar que la palabra «muchos» significa en el Antiguo Testamento «la totalidad» y, por tanto, se debería traducir por «todos». Esta tesis se impuso rápidamente por entonces y se ha convertido en una convicción teológica común. Basándose en ella, en las palabras de la consagración, el «muchos» se ha traducido en distintas lenguas por «todos». «Derramada por vosotros y por todos». Así oyen hoy los fieles en muchos países las palabras de Jesús durante la celebración eucarística.
Con el tiempo, sin embargo, el consenso entre los exegetas se ha roto de nuevo. La opinión predominante tiende hoy a explicar el «muchos» de Isaías 53, y también de otros lugares, en el sentido de que, si bien significa una totalidad, no puede simplemente equipararse al «todos». Ahora, teniendo en cuenta también el lenguaje de Qumrán, se supone predominantemente que «muchos», en Isaías y en Jesús, se refiere a la «totalidad de Israel» (cf. Pesch, Abendmahl, p. 99s; Wilckens, I, 2, p. 84). Sólo con la llegada del Evangelio a los paganos se habría puesto de manifiesto el horizonte universal de la muerte de Jesús y su expiación, que abarca tanto a los judíos como a los paganos.
Últimamente, el jesuita vienés Norbert Baumert, junto con María Irma Seewann, ha presentado una interpretación del «por muchos» que en líneas generales había desarrollado ya Joseph Pascher en sulibro Eucharistia de 1947.El núcleo de la tesis es el siguiente: según la estructura lingüística del texto, el «ser derramado» no se refiere a la sangre, sino al cáliz; «se trataría, pues, de un “derramar” efectivamente la sangre del cáliz, un gesto en el que la vida divina misma se da en abundancia, sin hacer referencia alguna a la acción de los verdugos»(Gregorianum 89, p. 507). Así, las palabras sobre el cáliz no aludirían al acontecimiento de la muerte en la cruz y sus consecuencias, sino a la acción sacramental. De este modo se clarificaría también la palabra «muchos»: mientras que la muerte de Jesús vale «para todos», el alcance del Sacramento es más limitado. Llega a muchos, pero no a todos (cf. especialmente p. 511).
Desde el punto de vista estrictamente filológico, esta solución puede ser verdadera en el texto de Marcos 14,24. Si no se atribuye originalidad alguna al texto de Mateo respecto a Marcos, la solución sobre las palabras de la Ultima Cena podría considerarse convincente. El énfasis en la distinción entre el ámbito de la Eucaristía y el alcance universal de la muerte de Jesús en la cruz es válido, en cualquier caso, y permite proseguir la investigación. Pero con ello el problema de la palabra «muchos» queda explicado sólo en parte.
En efecto, falta la interpretación fundamental que da Jesús de su misión en Marcos 10,45,donde también aparece la palabra «muchos». «El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos». Aquí se habla claramente de la entrega de la vida en cuanto tal, y queda claro con ello que Jesús retoma la profecía sobre el siervo de Dios de Isaías 53, y la pone en relación con la misión del Hijo del hombre que, consiguientemente, adquiere así un nuevo significado.
Así pues, ¿qué podemos decir? Me parece presuntuoso, y al mismo tiempo insensato, querer indagar en la conciencia de Jesús e intentar explicarla basándonos en lo que él pudo o no pudo haber pensado, según nuestro conocimiento de aquellos tiempos y de sus concepciones teológicas. Sólo podemos decir que Él sabía que en su persona se cumplía la misión del siervo de Dios y la del Hijo del hombre, por lo que la conexión entre los dos motivos comporta al mismo tiempo la superación de la limitación de la misión del siervo de Dios, una universalización que indica una nueva amplitud y profundidad.
Podemos observar también cómo crece lenta y simultáneamente la comprensión de la misión de Jesús en el camino de la Iglesia naciente, y cómo el «recordar» de los discípulos bajo la guía del Espíritu de Dios (cf. Jn 14,26) comienza poco a poco a percibir todo el misterio escondido tras las palabras de Jesús. 1 Tm 2,6 habla de Jesús como el único mediador entre Dios y los hombres, «que se entregó en rescate por todos». El significado salvífico universal de la muerte de Jesús se manifiesta aquí con claridad cristalina.
Podemos encontrar además respuestas históricamente diferenciadas, pero totalmente concordes en lo esencial, a la cuestión sobre el alcance de la obra salvífica de Jesús —respuestas indirectas al problema «muchos-todos»—, tanto en Pablo como en Juan. Pablo escribe a los Romanos que los paganos deben alcanzar la salvación «en su totalidad» (pléróma), y que, entonces, todo Israel se salvará (cf. 11,25s). Juan dice que Jesús murió «por el pueblo» (judío), pero «no solamente por el pueblo, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (11,50ss). La muerte de Jesús vale para judíos y paganos, para la humanidad en su conjunto.
Si en Isaías «muchos» podía significar esencialmente la totalidad de Israel, en la respuesta creyente que da la Iglesia al nuevo uso de la palabra por parte de Jesús queda cada vez más claro que El, de hecho, murió por todos.
El teólogo protestante Ferdinand Kattenbusch trató de demostrar en 1921 que las palabras de Jesús en la Última Cena serían el acto fundacional propiamente dicho de la Iglesia. Jesús habría dado con ello a sus discípulos la novedad que los unía y hacía de ellos una comunidad. Kattenbusch tenía razón: con la Eucaristía quedó instituida la Iglesia misma. Se convierte en una unidad, llega a ser ella misma a partir del cuerpo de Cristo y, desde su muerte, queda abierta a la vez a la inmensidad del mundo y de la historia.
La Eucaristía es el acontecimiento visible de reunión que —en un lugar y más allá de todos los lugares— es un entrar en comunión con el Dios vivo, que acerca desde dentro a los hombres unos a otros. La Iglesia nace de la Eucaristía. De ella recibe su unidad y su misión. La Iglesia proviene de la Última Cena, pero precisamente por eso se deriva de la muerte y resurrección de Cristo, anticipadas por Él en el don de su cuerpo y su sangre.
(Ratzinger, J. – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 150 – 165)
San Juan Pablo II
1. “Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).
Estas palabras, recogidas en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, subrayan muy bien el clima del Jueves Santo. Nos permiten intuir los sentimientos que experimentó Cristo “la noche en que iba a ser entregado” (1 Co 11, 23) y nos estimulan a participar con intensa e íntima gratitud en el solemne rito que estamos realizando. Esta tarde entramos en la Pascua de Cristo, que constituye el momento dramático y conclusivo, durante mucho tiempo preparado y esperado, de la existencia terrena del Verbo de Dios. Jesús vino a nosotros no para ser servido, sino para servir, y tomó sobre sí los dramas y las esperanzas de los hombres de todos los tiempos. Anticipando místicamente el sacrificio de la cruz, en el Cenáculo quiso quedarse con nosotros bajo las especies del pan y del vino, y encomendó a los Apóstoles y a sus sucesores la misión y el poder de perpetuar la memoria viva y eficaz del rito eucarístico.
Por consiguiente, esta celebración nos implica místicamente a todos y nos introduce en el Triduo sacro, durante el cual también nosotros aprenderemos del único “Maestro y Señor” a “tender las manos” para ir a donde nos llama el cumplimiento de la voluntad del Padre celestial.
2. “Haced esto en conmemoración mía” (1 Co 11, 24-25). Con este mandato, que nos compromete a repetir su gesto, Jesús concluye la institución del Sacramento del altar. También al terminar el lavatorio de los pies, nos invita a imitarlo: “Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros” (Jn 13, 15). De este modo establece una íntima correlación entre la Eucaristía, sacramento del don de su sacrificio, y el mandamiento del amor, que nos compromete a acoger y a servir a nuestros hermanos. No se puede separar la participación en la mesa del Señor del deber de amar al prójimo. Cada vez que participamos en la Eucaristía, también nosotros pronunciamos nuestro “Amén” ante el Cuerpo y la Sangre del Señor. Así nos comprometemos a hacer lo que Cristo hizo, “lavar los pies” de nuestros hermanos, transformándonos en imagen concreta y transparente de Aquel que “se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo” (Flp 2, 7).
El amor es la herencia más valiosa que él deja a los que llama a su seguimiento. Su amor, compartido por sus discípulos, es lo que esta tarde se ofrece a la humanidad entera.
3. “Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propio castigo” (1 Co 11, 29). La Eucaristía es un gran don, pero también una gran responsabilidad para quien la recibe. Jesús, ante Pedro que se resiste a dejarse lavar los pies, insiste en la necesidad de estar limpios para participar en el banquete y sacrificio de la Eucaristía. La tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve el vínculo existente entre la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación. Quise reafirmarlo también yo en la Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo de este año, invitando ante todo a los presbíteros a considerar con renovado asombro la belleza del sacramento del perdón. Sólo así podrán luego ayudar a descubrirlo a los fieles encomendados a su solicitud pastoral. El sacramento de la Penitencia devuelve a los bautizados la gracia divina perdida con el pecado mortal, y los dispone a recibir dignamente la Eucaristía. Además, en el coloquio directo que implica su celebración ordinaria, el Sacramento puede responder a la exigencia de comunicación personal, que hoy resulta cada vez más difícil a causa del ritmo frenético de la sociedad tecnológica. Con su labor iluminada y paciente, el confesor puede introducir al penitente en la comunión profunda con Cristo que el Sacramento devuelve y la Eucaristía lleva a plenitud.
Ojalá que el redescubrimiento del sacramento de la Reconciliación ayude a todos los creyentes a acercarse con respeto y devoción a la mesa del Cuerpo y la Sangre del Señor.
4. “Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Volvemos espiritualmente al Cenáculo. Nos reunimos con fe en torno al altar del Señor, haciendo memoria de la última Cena. Repitiendo los gestos de Cristo, proclamamos que su muerte ha redimido del pecado a la humanidad, y sigue abriendo la esperanza de un futuro de salvación para los hombres de todas las épocas.
A los sacerdotes corresponde perpetuar el rito que, bajo las especies del pan y del vino, hace presente el sacrificio de Cristo de un modo verdadero, real y sustancial, hasta el fin de los tiempos. Todos los cristianos están llamados a servir con humildad y solicitud a sus hermanos para colaborar en su salvación. Todo creyente tiene el deber de proclamar con su vida que el Hijo de Dios ha amado a los suyos “hasta el extremo”. Esta tarde, en un silencio lleno de misterio, se alimenta nuestra fe.
En unión con toda la Iglesia, anunciamos tu muerte, Señor. Llenos de gratitud, gustamos ya la alegría de tu resurrección. Rebosantes de confianza, nos comprometemos a vivir en la espera de tu vuelta gloriosa.
Hoy y siempre, oh Cristo, nuestro Redentor. Amén.
Homilía de San Juan Pablo II el jueves, 28 de marzo de 2002
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos con un lenguaje especialmente solemne, casi litúrgico. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Ha llegado la «hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar.
San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso (metabainein, metabasis) y amor (agape). Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como «paso» a la gloria de Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es como si Jesús, después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los hombres.
Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con la expresión «hasta el extremo» san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: todo se ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19, 30). Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios.
En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida se convierte en «paso», en transformación. Así recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra existencia.
En el lavatorio de los pies este proceso esencial de la hora de Jesús está representado en una especie de acto profético simbólico. En él Jesús pone de relieve con un gesto concreto precisamente lo que el gran himno cristológico de la carta a los Filipenses describe como el contenido del misterio de Cristo. Jesús se despoja de las vestiduras de su gloria, se ciñe el «vestido» de la humanidad y se hace esclavo. Lava los pies sucios de los discípulos y así los capacita para acceder al banquete divino al que los invita.
En lugar de las purificaciones cultuales y externas, que purifican al hombre ritualmente, pero dejándolo tal como está, se realiza un baño nuevo: Cristo nos purifica mediante su palabra y su amor, mediante el don de sí mismo. «Vosotros ya estáis limpios gracias a la palabra que os he anunciado», dirá a los discípulos en el discurso sobre la vid (Jn 15, 3). Nos lava siempre con su palabra. Sí, las palabras de Jesús, si las acogemos con una actitud de meditación, de oración y de fe, desarrollan en nosotros su fuerza purificadora. Día tras día nos cubrimos de muchas clases de suciedad, de palabras vacías, de prejuicios, de sabiduría reducida y alterada; una múltiple semi-falsedad o falsedad abierta se infiltra continuamente en nuestro interior. Todo ello ofusca y contamina nuestra alma, nos amenaza con la incapacidad para la verdad y para el bien.
Las palabras de Jesús, si las acogemos con corazón atento, realizan un auténtico lavado, una purificación del alma, del hombre interior. El evangelio del lavatorio de los pies nos invita a dejarnos lavar continuamente por esta agua pura, a dejarnos capacitar para participar en el banquete con Dios y con los hermanos. Pero, después del golpe de la lanza del soldado, del costado de Jesús no sólo salió agua, sino también sangre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8).
Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó palabras. Se entrega a sí mismo. Nos lava con la fuerza sagrada de su sangre, es decir, con su entrega «hasta el extremo», hasta la cruz. Su palabra es algo más que un simple hablar; es carne y sangre «para la vida del mundo» (Jn 6, 51). En los santos sacramentos, el Señor se arrodilla siempre ante nuestros pies y nos purifica. Pidámosle que el baño sagrado de su amor verdaderamente nos penetre y nos purifique cada vez más.
Si escuchamos el evangelio con atención, podemos descubrir en el episodio del lavatorio de los pies dos aspectos diversos. El lavatorio de los pies de los discípulos es, ante todo, simplemente una acción de Jesús, en la que les da el don de la pureza, de la «capacidad para Dios». Pero el don se transforma después en un ejemplo, en la tarea de hacer lo mismo unos con otros.
Para referirse a estos dos aspectos del lavatorio de los pies, los santos Padres utilizaron las palabras sacramentum y exemplum. En este contexto, sacramentum no significa uno de los siete sacramentos, sino el misterio de Cristo en su conjunto, desde la encarnación hasta la cruz y la resurrección. Este conjunto es la fuerza sanadora y santificadora, la fuerza transformadora para los hombres, es nuestra metabasis, nuestra transformación en una nueva forma de ser, en la apertura a Dios y en la comunión con él.
Pero este nuevo ser que él nos da simplemente, sin mérito nuestro, después en nosotros debe transformarse en la dinámica de una nueva vida. El binomio don y ejemplo, que encontramos en el pasaje del lavatorio de los pies, es característico para la naturaleza del cristianismo en general. El cristianismo no es una especie de moralismo, un simple sistema ético. Lo primero no es nuestro obrar, nuestra capacidad moral. El cristianismo es ante todo don: Dios se da a nosotros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tiene lugar al inicio, en el momento de nuestra conversión. Dios sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece continuamente sus dones. Nos precede siempre. Por eso, el acto central del ser cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber recibido sus dones, la alegría por la vida nueva que él nos da.
Con todo, no debemos ser sólo destinatarios pasivos de la bondad divina. Dios nos ofrece sus dones como a interlocutores personales y vivos. El amor que nos da es la dinámica del «amar juntos», quiere ser en nosotros vida nueva a partir de Dios. Así comprendemos las palabras que dice Jesús a sus discípulos, y a todos nosotros, al final del relato del lavatorio de los pies: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). El «mandamiento nuevo» no consiste en una norma nueva y difícil, que hasta entonces no existía. Lo nuevo es el don que nos introduce en la mentalidad de Cristo.
Si tenemos eso en cuenta, percibimos cuán lejos estamos a menudo con nuestra vida de esta novedad del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la humanidad el ejemplo de amar en comunión con su amor. Así no le damos la prueba de credibilidad de la verdad cristiana, que se demuestra con el amor. Precisamente por eso, queremos pedirle con más insistencia al Señor que, mediante su purificación, nos haga maduros para el mandamiento nuevo.
En el pasaje evangélico del lavatorio de los pies, la conversación de Jesús con Pedro presenta otro aspecto de la práctica de la vida cristiana, en el que quiero centrar, por último, la atención. En un primer momento, Pedro no quería dejarse lavar los pies por el Señor. Esta inversión del orden, es decir, que el maestro, Jesús, lavara los pies, que el amo realizara la tarea del esclavo, contrastaba totalmente con su temor reverencial hacia Jesús, con su concepto de relación entre maestro y discípulo. «No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 8), dice a Jesús con su acostumbrada vehemencia. Su concepto de Mesías implicaba una imagen de majestad, de grandeza divina. Debía aprender continuamente que la grandeza de Dios es diversa de nuestra idea de grandeza; que consiste precisamente en abajarse, en la humildad del servicio, en la radicalidad del amor hasta el despojamiento total de sí mismo. Y también nosotros debemos aprenderlo sin cesar, porque sistemáticamente deseamos un Dios de éxito y no de pasión; porque no somos capaces de caer en la cuenta de que el Pastor viene como Cordero que se entrega y nos lleva así a los pastos verdaderos.
Cuando el Señor dice a Pedro que si no le lava los pies no tendrá parte con él, Pedro inmediatamente pide con ímpetu que no sólo le lave los pies, sino también la cabeza y las manos. Jesús entonces pronuncia unas palabras misteriosas: «El que se ha bañado, no necesita lavarse excepto los pies» (Jn 13, 10). Jesús alude a un baño que los discípulos ya habían hecho; para participar en el banquete sólo les hacía falta lavarse los pies.
Pero, naturalmente, esas palabras encierran un sentido muy profundo. ¿A qué aluden? No lo sabemos con certeza. En cualquier caso, tengamos presente que el lavatorio de los pies, según el sentido de todo el capítulo, no indica un sacramento concreto, sino el sacramentum Christi en su conjunto, su servicio de salvación, su abajamiento hasta la cruz, su amor hasta el extremo, que nos purifica y nos hace capaces de Dios.
Con todo, aquí, con la distinción entre baño y lavatorio de los pies, se puede descubrir también una alusión a la vida en la comunidad de los discípulos, a la vida de la Iglesia. Parece claro que el baño que nos purifica definitivamente y no debe repetirse es el bautismo, por el que somos sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo, un hecho que cambia profundamente nuestra vida, dándonos una nueva identidad que permanece, si no la arrojamos como hizo Judas.
Pero también en la permanencia de esta nueva identidad, dada por el bautismo, para la comunión con Jesús en el banquete, necesitamos el «lavatorio de los pies». ¿De qué se trata? Me parece que la primera carta de san Juan nos da la clave para comprenderlo. En ella se lee: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos —si confesamos— nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn 1, 8-9).
Necesitamos el «lavatorio de los pies», necesitamos ser lavados de los pecados de cada día; por eso, necesitamos la confesión de los pecados, de la que habla san Juan en esta carta. Debemos reconocer que incluso en nuestra nueva identidad de bautizados pecamos. Necesitamos la confesión tal como ha tomado forma en el sacramento de la Reconciliación. En él el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la mesa con él.
Pero de este modo también asumen un sentido nuevo las palabras con las que el Señor ensancha el sacramentum convirtiéndolo en un exemplum, en un don, en un servicio al hermano: «Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14). Debemos lavarnos los pies unos a otros en el mutuo servicio diario del amor. Pero debemos lavarnos los pies también en el sentido de que nos perdonamos continuamente unos a otros.
La deuda que el Señor nos ha condonado, siempre es infinitamente más grande que todas las deudas que los demás puedan tener con respecto a nosotros (cf. Mt 18, 21-35). El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios.
El Jueves Santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho.
Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor. Amén.
Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica de San Juan de Letrán el Jueves Santo 20 de marzo de 2008
Benedicto XVI
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19).
Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas?
Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta.
Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena: «eucharistesas» y «eulogesas» -«agradecer» y «bendecir». El movimiento ascendente del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.
Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración durante la Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas que contienen al mismo tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y de todos los tiempos.
Quisiera en este momento referirme sólo una súplica que, según Juan, Jesús repitió cuatro veces en su oración sacerdotal. ¡Cuánta angustia debió sentir en su interior! Esta oración sigue siendo de continuo su oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente que esta súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces presentes, sino que apunta a todos los que creerán en él (cf. Jn 17, 20). Pide que todos sean uno «como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con él son esenciales. Esta unidad no es algo solamente interior, místico. Se ha de hacer visible, tan visible que constituya para el mundo la prueba de la misión de Jesús por parte del Padre. Por eso, esa súplica tiene un sentido eucarístico escondido, que Pablo ha resaltado con claridad en la Primera carta a los Corintios: «El pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Co 10, 16s).
La Iglesia nace con la Eucaristía. Todos nosotros comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo del Señor y eso significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos hace uno entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión visible entre todos. La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta el misterio trinitario, y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo de nuevo: ella es el encuentro personalísimo con el Señor y, sin embargo, nunca es un mero acto de devoción individual. La celebramos necesariamente juntos. En cada comunidad está el Señor en su totalidad. Pero es el mismo en todas las comunidades. Por eso, forman parte necesariamente de la Oración eucarística de la Iglesia las palabras: «una cum Papa nostro et cum Episcoponostro». Esto no es un añadido exterior a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria de la realidad eucarística misma. Y nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la unidad, se convierte en signo para el mundo y establece para nosotros mismos un criterio concreto.
San Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la oración de Jesús por la unidad: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31s). Hoy comprobamos de nuevo con dolor que a Satanás se le ha concedido cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el mundo. Y sabemos que Jesús ora por la fe de Pedro y de sus sucesores. Sabemos que Pedro, que va al encuentro del Señor a través de las aguas agitadas de la historia y está en peligro de hundirse, está siempre sostenido por la mano del Señor y es guiado sobre las aguas. Pero después sigue un anuncio y un encargo. Tú, cuando te hayas convertido: Todos los seres humanos, excepto María, tienen necesidad de convertirse continuamente. Jesús predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De qué ha tenido que convertirse Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por el poder divino del Señor y por su propia miseria, Pedro había dicho: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). En la presencia del Señor, él reconoce su insuficiencia. Así es llamado precisamente en la humildad de quien se sabe pecador y debe siempre, continuamente, encontrar esta humildad. En Cesarea de Filipo, Pedro no había querido aceptar que Jesús tuviera que sufrir y ser crucificado. Esto no era compatible con su imagen de Dios y del Mesías. En el Cenáculo no quiso aceptar que Jesús le lavase los pies: eso no se ajustaba a su imagen de la dignidad del Maestro. En el Huerto de los Olivos blandió la espada. Quería demostrar su valentía. Sin embargo, delante de la sierva afirmó que no conocía a Jesús. En aquel momento, eso le parecía una pequeña mentira para poder permanecer cerca de Jesús. Su heroísmo se derrumbó en un juego mezquino por un puesto en el centro de los acontecimientos. Todos debemos aprender siempre a aceptar a Dios y a Jesucristo como él es, y no como nos gustaría que fuese.
También nosotros tenemos dificultad en aceptar que él se haya unido a las limitaciones de su Iglesia y de sus ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar que él no tenga poder en el mundo. También nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando nuestro pertenecer a él se hace muy costoso o muy peligroso. Todos tenemos necesidad de una conversión que acoja a Jesús en su ser-Dios y ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del discípulo que cumple la voluntad del Maestro. En este momento queremos pedirle que nos mire también a nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus ojos benévolos, y que nos convierta.
Pedro, el convertido, fue llamado a confirmar a sus hermanos. No es un dato exterior que este cometido se le haya confiado en el Cenáculo. El servicio de la unidad tiene su lugar visible en la celebración de la santa Eucaristía.
Queridos amigos, es un gran consuelo para el Papa saber que en cada celebración eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se une a la oración del Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y de la Iglesia, el Papa puede corresponder a su misión de confirmar a los hermanos, de apacentar el rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad que se hace testimonio visible de la misión de Jesús de parte del Padre.
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros». Señor, tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en la santa Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también en nosotros el deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén
Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica de San Juan de Letrán el Jueves Santo 21 de abril de 2011
San Agustín
El lavatorio de los pies
1. Ya hemos expuesto, como pudimos, con la ayuda de Dios, a la consideración de Vuestra Caridad las palabras dichas por el Señor cuando lavaba los pies a sus discípulos: Quien está lavado, sólo necesita lavar los pies y queda -todo limpio. Veamos ahora las siguientes: Y vosotros estáis limpios, pero no todos. Saliendo al paso de nuestras preguntas, el mismo evangelista nos lo aclaró, diciendo: Porque sabía quién era el que le había de entregar, por eso dijo: No todos estáis limpios. Nada más claro. Pasemos adelante.
2. Después que les lavó los pies y volvió a tomar sus vestidos, habiéndose recostado de nuevo, díjoles: ¿Sabéis lo que yo he hecho con vosotros? Ahora va a cumplir la promesa hecha al bienaventurado Pedro; la había diferido cuando a su asombro ya sus palabras: No me lavarás los pies jamás, respondió: Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; después lo comprenderás. Ese después es ahora; ya llegó el tiempo de decir lo que había diferido. Acordándose, pues, el Señor de que había prometido el conocimiento de aquella su obra tan impensada, tan admirable, tan espantable, y que, de no ser por sus vehementes amenazas, no hubiera sido permitida, como Maestro, no sólo de ellos, sino también de los ángeles, y como Señor suyo y de todas las cosas, lavó los pies a sus discípulos y siervos, y comienza ahora a explicar el significado de obra tan admirable, el cual había prometido cuando dijo: Después lo sabrás.
3. Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Decís bien, porque decís la verdad: soy lo que decís. Del hombre está escrito: No te alabe tu lengua, sino la lengua de tu vecino. Quien debe huir de la soberbia, tiene peligro de complacerse en sí mismo. Pero quien está sobre todas las cosas, por mucho que se alabe, no sube más alto que está, ni puede con razón llamarse a Dios arrogante. No a Él, sino a nosotros nos es útil conocerle; y a El nadie le puede conocer, si El, que se conoce, no se nos manifiesta. Y si, por evitar la arrogancia, Él no se alabase, nos quitaría a nosotros la posibilidad de conocerle. Además, nadie reprende a un hombre, conocido como puro hombre, por llamarse maestro; pues confiesa que es lo que en ciertas artes profesan los hombres sin humos de arrogancia, llamándose profesores. En cuanto a llamarse Señor de sus discípulos, siendo ellos libres aún según el mundo, ¿quién toleraría esto en un hombre? Pero lo dice Dios. No hay en esto elevación alguna de tan alta Majestad, ninguna tergiversación de la verdad. Útiles para nosotros estar sujetos a tanta grandeza, servir a la Verdad. Llamarse Señor no es en El un vicio, y para nosotros es un beneficio. Son muy encomiadas las palabras de un autor profano, que dijo: “Toda jactancia es odiosa, más la jactancia de la elocuencia y del ingenio es molestísima”; y, no obstante, hablando de su propia elocuencia, dice el autor: “La llamaría perfectas por tal la tuviese, sin temor a ser tachado de arrogante por decir la verdad”. Si, pues, ese hombre elocuentísimo no temía ser arrogante diciendo la verdad, ¿cómo ha de temerlo la misma Verdad? Llámese Señor quien es Señor; diga la verdad quien Esla Verdad, para que yo no deje de aprender lo que me es útil saber, si Él no dice lo que Él es. Y el santísimo Pablo, que ciertamente no era el unigénito Hijo de Dios, sino un siervo y apóstol del Hijo unigénito de Dios; que no era verdad, sino participante de la verdad, dice con libertad y con fortaleza: Si quisiera gloriarme, no sería un necio, porque digo la verdad. Nos gloriaría de sí mismo, sino con verdad y humildemente se gloriaría en la verdad, que es superior a él, según el precepto de él mismo: Quien se gloría, gloríese en el Señor. De modo que no teme parecer necio un amante de la sabiduría gloriándose en ella, ¿y habría de parecerlo la misma Sabiduría en su gloria? No temió parecer arrogante aquel que dijo: En el Señor será glorificada mi alma, y ¿habría de temerlo en su propia gloria el poder del Señor, por el cual es glorificada el alma del siervo? Vosotros, dice, me llamáis Señor y Maestro, y decís bien, pues lo soy. Y porque lo soy, por eso decís bien; más, si no fuese lo que decís, no diríais bien, aun cuando redundase en mi alabanza. ¿Cómo había de negar la Verdad lo que dicen los discípulos de la verdad? ¿Cómo Aquel de quien aprendieron había de negar lo que dicen quienes eso aprendieron? ¿Cómo ha denegar la fuente lo que manifiesta el que de ella bebe? ¿Cómo ha de ocultar la luz lo que el vidente anuncia?
4. “Si, pues, yo, dice, que soy vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Ejemplo os he dado para que vosotros hagáis lo que yo he hecho con vosotros”. Esto es lo que tú, bienaventurado Pedro, no sabías cuando te resistías a que Él lo hiciera. Esto es lo que prometió que sabrías después, cuando para vencer tu resistencia té amenazó tu Señor y Maestro al lavarte los pies. De arriba, hermanos, hemos aprendido estas lecciones de humildad. Nosotros, despreciables, hagamos lo que humildemente hizo el Excelso. Divina es esta lección de humildad. También hacen esto visiblemente los hermanos que mutuamente se dan hospitalidad. Entre muchos existe la costumbre de ejercitar esta humildad, hasta el punto de ponerla por obra. Por eso el Apóstol, recomendando los méritos de una viuda santa, dice: Si dio hospitalidad, si lavó los pies de los santos. Y los fieles, entre quienes no existe la costumbre de hacerlo con sus manos, lo hacen con el corazón, si son del número de aquellos a los cuales se dice en el Cántico de los tres Varones: Bendecid al Señor todos los santos humildes de corazón. Pero es mucho mejor y más conforme a la verdad si se ejecuta con las manos. No se desdeñe el cristiano de hacer lo que hizo Cristo. Cuando se inclina el cuerpo los pies del hermano, se excita en el corazón, o, si ya estaba dentro, se robustece el amor a la humildad.
5. Pero, aparte de esta significación moral, recuerdo que, al recomendaros la excelencia de esta acción del Señor lavándolos pies de los discípulos, ya lavados y limpios, os hablaba de que el Señor lo había hecho refiriéndose a los afectos humanos de quienes andamos por esta tierra, a fin de que sepamos que, por mucho que hayamos progresado en la justicia, no estamos exentos de pecado, del cual nos limpia después con su valimiento, cuando pedimos al Padre, que está en los cielos, que nos perdone nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Pero ¿cómo se aviene con este modo de entender esta acción la enseñanza que nos dio al explicar los motivos que le movieron a ejecutarla, diciendo: “Si, pues, yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo que yo he hecho con vosotros”. ¿Podremos decir que un hermano puede lavar a otro de pecado? Aún más, nosotros mismos debemos sentirnos amonestados con esta obra excelsa del Señor, para que, confesándonos mutuamente nuestros pecados, oremos por nosotros, como Cristo intercede en favor nuestro. Clarísimamente nos lo manda el apóstol Santiago cuando dice: Confesaos mutuamente vuestros delitos y orad por vosotros. Este es el ejemplo que nos ha dejado el Señor. Y si aquel que no tiene, ni tuvo, ni puede tener pecado alguno, ora por nuestros pecados, ¿cuánto más nosotros debemos orar mutuamente por los nuestros? Y si nos perdona aquel a quien nada tenemos que perdonar, ¿cuánto más nos debemos perdonar mutuamente nosotros, que no podemos vivir aquí sin pecado? Pues ¿qué otra cosa parece dar a entender el Señor en este hecho tan excelente, cuando dice: “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo que yo he hecho con vosotros”, sino lo que claramente dice el Apóstol: “Perdonándoos mutuamente si alguno tiene queja contra otro; así como el Señor os ha perdonado, ¿así lo habéis de hacer también vosotros?” Perdonémonos, pues, unos a otros nuestros delitos y oremos mutuamente por nuestros pecados, y así, en cierta manera, lavemos nuestros pies los unos a los otros. Es deber nuestro ejercitar con su ayuda este ministerio de caridad y de humildad; y de su cuenta queda escucharnos limpiarnos de todo contagio pecaminoso por Cristo y en Cristo, para que lo que perdonamos a otros, es decir, para que lo que desatamos en la tierra sea desatado en el cielo.
SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan (t. XIV), Tratado 58, 1-5, BAC Madrid 19652, 265-70
Guion Jueves Santo – Misa de la Cena del Señor – Ciclo A
6 de abril 2023
Entrada:
Con esta celebración entramos en el Sagrado Triduo Pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Hoy Jesús nos deja el gran misterio de su amor, el sacrificio redentor de la Eucaristía y la presencia de su cuerpo, sangre, alma y divinidad hasta el fin del mundo. Participemos de esta Santa Misa con el corazón lleno de admiración y gratitud.
Liturgia de la Palabra
1º Lectura: Éxodo 12, 1- 8. 11- 14
El cumplimiento de la Pascua judía se realiza en la Nueva Alianza: Cristo es el Cordero Pascual, el que nos liberó de la esclavitud del pecado.
Salmo Responsorial: 115
2º Lectura: 1 Corintios 11, 23- 26
San Pablo nos narra cómo la institución de la Eucaristía fue realizada por Jesús, la noche en que iba a ser entregado.
Evangelio: Juan 13, 1- 15
El Señor manifiesta su infinito amor en la entrega que hace de sí mismo y como preámbulo de esta entrega, lava los pies a sus discípulos.
Preces: Jueves Santo
Hermanos, oremos a Cristo, sumo y eterno Sacerdote que en este día nos entrega la Eucaristía, el Sacerdocio y el mandamiento nuevo del Amor.
A cada intención respondemos cantando…
- Cristo, Pastor Supremo, pedimos que atiendas a las oraciones del Santo Padre por todos los obispos y sacerdotes, para que permanezcan fieles al gran don del sacerdocio perpetuando y prolongando tu amor sacerdotal hacia los hombres. Oremos.
- Cristo, Sacerdote Eterno, haz que todos los cristianos valoren la vocación de ser pueblo sacerdotal y se transformen cada día en ofrenda permanente para la salvación de todo el mundo. Oremos.
- Cristo, Sacerdote y Víctima, te pedimos en virtud del Amor que nos mostraste en la Institución del Sacramento de la Unidad, por el avance del diálogo ecuménico, para que amanezca el día en que se cumpla tu deseo de que todos seamos uno. Oremos.
- Cristo hecho Eucaristía, mira complacido a todos nuestros sacerdotes, a nuestros seminarios, formadores y seminaristas para que tu Espíritu los moldee en el Sacrificio de Cristo y sean apóstoles incansables del misterio de la Eucaristía. Oremos.
- Cristo, Verbo Encarnado, te pedimos por el Padre Buela, nuestro fundador, para que sepamos vivir el carisma que él recibió del Espíritu Santo y lo sepamos traducir en palabras y obras y con la santidad de nuestras vidas para el bien de toda la Iglesia. Oremos.
- Por todos los sacerdotes que están solos en sus parroquias, en lugares difíciles de misión, y sufren la hostilidad del mundo, la persecución y la soledad para que sepan encontrar su fortaleza en tu Sagrado corazón. Oremos
Te pedimos, Señor, que estas súplicas lleguen a tu presencia y nos concedas amar a todos los hombres como Tú nos amaste, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofrendas:
Al Dios Omnipotente que ha creado el universo a causa de su Amor, le entregamos todo nuestro ser y nos unimos así a la oblación de su Hijo, y presentamos:
– Cirios y nuestras vidas como prolongación de la luz de Cristo que se irradia desde la Eucaristía;
– Pan y vino, para que sean transformados en alimento y bebida espiritual por medio de Jesucristo.
Comunión:
Acerquémonos con amor ferviente a recibir el sacramento del Amor, sacramento que brotó del Corazón de Jesús con el agua y la sangre de su costado.
Después de la Oración Post- Comunión:
Adoremos con amoroso silencio al Hijo de María que permanece oculto en la Eucaristía como lo estuvo en su seno inmaculado.
Acompañamos al Santísimo Sacramento hasta el Monumento…
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)