PRIMERA LECTURA
Él fue traspasado por nuestras rebeldías
Lectura del libro de Isaías 52, 13-53, 12
Sí, mi Servidor triunfará:
será exaltado y elevado a una altura muy grande.
Así como muchos quedaron horrorizados a causa de él,
porque estaba tan desfigurado
que su aspecto no era el de un hombre
y su apariencia no era más la de un ser humano,
así también él asombrará a muchas naciones,
y ante él los reyes cenarán la boca,
porque verán lo que nunca se les había contado
y comprenderán algo que nunca habían oído.
¿Quién creyó lo que nosotros hemos oído
y a quién se le reveló el brazo Del Señor?
El creció como un retoño en su presencia,
como una raíz que brota de una tierra árida,
sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas,
sin un aspecto que pudiera agradamos.
Despreciado, desechado por los hombres,
abrumado de dolores y habituado al sufrimiento,
como alguien ante quien se aparta el rostro,
tan despreciado, que lo tuvimos por nada.
Pero él soportaba nuestros sufrimientos
y cargaba con nuestras dolencias,
y nosotros lo considerábamos golpeado,
herido por Dios y humillado.
Él fue traspasado por nuestras rebeldías
y triturado por nuestras iniquidades.
El castigo que nos da la paz recayó sobre él
y por sus heridas fuimos sanados.
Todos andábamos errantes como ovejas,
siguiendo cada uno su propio camino,
y el Señor hizo recaer sobre él
las iniquidades de todos nosotros.
Al ser maltratado, se humillaba
y ni siquiera abría su boca:
como un cordero llevado al matadero,
como una oveja muda ante el que la esquila,
él no abría su boca.
Fue detenido y juzgado injustamente,
y ¿quién se preocupó de su suerte?
Porque fue arrancado de la tierra de los vivientes
y golpeado por las rebeldías de mi pueblo.
Se le dio un sepulcro con los malhechores
y una tumba con los impíos,
aunque no había cometido violencia
ni había engaño en su boca.
El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento.
Si ofrece su vida en sacrificio de reparación,
verá su descendencia, prolongará sus días,
y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él.
A causa de tantas fatigas, él verá la luz
y, al saberlo, quedará saciado.
Mi Servidor justo justificará a muchos
y cargará sobre sí las faltas de ellos.
Por eso le daré una parte entre los grandes
y él repartirá el botín junto con los poderosos.
Porque expuso su vida a la muerte
y fue contado entre los culpables,
siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en favor de los culpables.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 30, 2-6.12-13.15-17.25
R. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu
Yo me refugio en ti, Señor,
¡que nunca me vea defraudado!
Yo pongo mi vida en tus manos:
Tú me rescatarás, Señor, Dios fiel. R.
Soy la burla de todos mis enemigos
y la irrisión de mis propios vecinos;
para mis amigos soy motivo de espanto,
los que me ven por la calle huyen, de mí.
Como un muerto, he caído en el olvido,
me he convertido en una cosa inútil. R.
Pero yo confío en ti, Señor,
y te digo: «Tú eres mi Dios,
mi destino está en tus manos».
Líbrame del poder de mis enemigos
y de aquéllos que me persiguen. R.
Que brille tu rostro sobre tu servidor,
sálvame por tu misericordia.
Sean fuertes y valerosos,
todos los que esperan en el Señor. R.
SEGUNDA LECTURA
Aprendió qué significa obedecer y llegó a ser causa
de salvación eterna para lodos los que le obedecen
Lectura de la carta a los Hebreos 4, 14-16; 5, 7-9
Hermanos:
Ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un Sumo Sacerdote insigne que penetró en el cielo, permanezcamos firmes en la confesión de nuestra fe. Porque no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario Él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado.
Vayamos, entonces, confiadamente al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio oportuno.
Cristo dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a Aquél que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, Él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.
Palabra de Dios.
Aclamación Flp 8-9
Cristo se humilló por nosotros
hasta aceptar por obediencia la muerte,
y muerte de cruz.
Por eso, Dios lo exaltó
y le dio el Nombre que está sobre todo nombre.
EVANGELIO
¿A quién buscan?
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 18, 1-19, 42
C. Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar un huerto y allí entró con ellos. Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia. Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó:
+ «¿A quién buscan?»
C. Le respondieron:
S. «A Jesús, el Nazareno».
C. Él les dijo:
+ «Soy Yo».
C. Judas, el que lo entregaba estaba con ellos. Cuando Jesús les dijo: «Soy yo», ellos retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó nuevamente:
+..«¿A quién buscan?»
C. Le dijeron:
S. «A Jesús, el Nazareno».
C. Jesús repitió:
+..«Ya les dije que soy Yo. Si es a mí a quien buscan, dejen que estos se vayan».
C. Así debía cumplirse la palabra que Él había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me confiaste». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco. Jesús dijo a Simón Pedro:
+..«Envaina tu espada. ¿Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?»
C. El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron. Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: «Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo».
¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?
C. Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice, mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La portera dijo entonces a Pedro:
S. «¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?»
C. Él le respondió:
S. «No lo soy».
C. Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego. El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza. Jesús le respondió:
+ «He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he dicho».
C. Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole:
S. «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?»
C. Jesús le respondió:
+ «Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»
C. Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás. Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron:
S. «¿No eres tú también uno de sus discípulos?»
C. Él lo negó y dijo:
S. «No lo soy».
C. Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquél al que Pedro había cortado la oreja, insistió:
S. «¿Acaso no te vi con Él en la huerta?»
C. Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo.
Mi realeza no es de este mundo
C. Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la comida de Pascua. Pilato salió adonde estaban ellos y les preguntó:
S. «¿Qué acusación traen contra este hombre?»
C. Ellos respondieron:
S. «Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado».
C. Pilato les dijo:
S. «Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la ley que tienen».
C. Los judíos le dijeron:
S. «A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie».
C. Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir. Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó:
S. «¿Eres Tú el rey de los judíos?»
C. Jesús le respondió:
+ «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?»
C. Pilato replicó:
S. «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?»
C. Jesús respondió:
+ «Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que Yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí».
C. Pilato le dijo:
S. «¿Entonces Tú eres rey?»
C. Jesús respondió:
+ «Tú lo dices: Yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo:
para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz».
C. Pilato le preguntó:
S. «¿Qué es la verdad?»
C. Al decir esto, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo:
S. «Yo no encuentro en Él ningún motivo para condenarlo. Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?»
C. Ellos comenzaron a gritar, diciendo:
S. «¡A Él no, a Barrabás!»
C. Barrabás era un bandido.
¡Salud, rey de los judíos!
C. Entonces Pilato tomó a Jesús y lo azotó. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto púrpura, y acercándose, le decían:
S. «¡Salud, rey de los judíos!»
C. Y lo abofeteaban. Pilato volvió a salir y les dijo:
S. «Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en El ningún motivo de condena».
C. Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto púrpura. Pilato les dijo:
S. «¡Aquí tienen al hombre!»
C. Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron:
S. «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!»
C. Pilato les dijo:
S. «Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en Él ningún motivo para condenarlo».
C. Los judíos respondieron:
S. «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque Él pretende ser Hijo de Dios».
C. Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía. Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús:
S. «¿De dónde eres Tú?»
C. Pero Jesús no le respondió nada. Pilato le dijo:
S. «¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y también para crucificarte?»
C. Jesús le respondió:
+ «Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si esta ocasión no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido un pecado más grave».
¡Sácalo! ¡Sácalo! ¡Crucifícalo!
C. Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban:
S. «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César».
C. Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el lugar llamado «el Empedrado», en hebreo. «Gábata».
Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato dijo a los judíos:
S. «Aquí tienen a su rey».
C. Ellos vociferaban:
S. «¡Sácalo! ¡Sácalo! ¡Crucifícalo!»
C. Pilato les dijo:
S. «¿Voy a crucificar a su rey?»
C. Los sumos sacerdotes respondieron:
S. «No tenemos otro rey que el César».
C. Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y se lo llevaron.
Lo crucificaron, y con Él a otros dos
C. Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado «del Cráneo», en hebreo «Gólgota». Allí lo crucificaron; y con Él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio. Pilato redactó una inscripción que decía: «Jesús el Nazareno, rey de los judíos», y la colocó sobre la cruz.
Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:
S. «No escribas: “El rey de los judíos”, sino: “Este ha dicho: soy el rey de los judíos”».
C. Pilato respondió:
S. «Lo escrito, escrito está».
Se repartieron mis vestiduras
C. Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo, se dijeron entre sí:
S. «No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca».
C. Así se cumplió la Escritura que dice:
«Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica».
Esto fue lo que hicieron los soldados.
¡Aquí tienes a tu hijo! ¡Aquí tienes a tu madre!
C. Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien Él amaba, Jesús le dijo:
+ «Mujer, aquí tienes a tu hijo».
C. Luego dijo al discípulo:
+ «Aquí tienes a tu madre».
C. Y desde aquella Hora, el discípulo la recibió como suya.
Todo se ha cumplido
C. Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo:
+ «Tengo sed».
C. Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Después de beber el vinagre, dijo Jesús:
+ «Todo se ha cumplido».
C. E inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
(Aquí todos se arrodillan, y se hace un breve silencio de adoración.)
En seguida brotó sangre y agua
C. Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne. Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando llegaron a Él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua.
El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice:
«No le quebrarán ninguno de sus huesos».
Y otro pasaje de la Escritura, dice:
«Verán al que ellos mismos traspasaron».
Envolvieron con vendas el cuerpo de Jesús,
agregándole la mezcla de perfumes
C. Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús —pero secretamente, por temor a los judíos— pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo.
Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos.
En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado. Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
Palabra del Señor.
José María Solé – Roma, C. F. M.
ISAÍAS 52, 13-53, 1-12:
En el poema del «Siervo de Yahvé» el pasaje que leemos hoy forma el Canto cuarto:
— Nos presenta al «Siervo» en su hora más trascendental: Pasión y Muerte. Dado que se trata de un «Justo» del todo inocente, su pasión y muerte nos es presentada como «Expiación» por los pecados de la muchedumbre. Pasión, por otra parte, que supera en sufrimientos físicos y morales toda medida (52, 13; 53, 1-3). Esta yuxtaposición de un sufrimiento sumo y de una suma inocencia, nos entra en el carácter «expiatorio» y «vicario» que tiene la Pasión del «Siervo». Él sufre por nuestros pecados. En nombre nuestro y a favor nuestro (4-6). Y su sacrificio es acepto a Dios, el cual retorna a vida al «Siervo» (11). En virtud del Sacrificio del Siervo, la muchedumbre pecadora queda justificada y el plan divino plenamente realizado (10-12).
— A la verdad, el Profeta alcanza en este poema la cima más alta de toda la revelación del A. T. La «Redención» será un «Sacrificio». Sacrificio no ritual, sino personal: El Mesías mismo será la Víctima. Siempre Jesús entendió así su misión y su función. Siempre el Mesianismo que Él vivió queda orientado hacia el Sacrificio Redentor: «El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a ‘servir’ (=Siervo de Yahvé); y a dar su vida en redención de la muchedumbre» (Mc 10, 45). Jesús con su ciencia y conciencia Mesiánica penetra como nadie este sentido de las Escrituras. El misterio de su Pasión gana más nuestro amor. Es una Pasión prevista, aceptada, amada. Pasión sin evasión posible en el «Siervo» obediente. Pasión sin ningún alivio.
— Por tanto, «Jesús es aquel ‘Varón de dolores’ (Is 53, 3) que conoce el dolor en toda su amplitud, en toda su intensidad, en toda su crueldad. Y esto es suficiente para hacerle hermano de todo hombre que llora y sufre; hermano mayor. Él conserva un primado que atrae hacia Sí la simpatía, la solidaridad, la comunión de todo hombre que sufre. Su dolor consciente, inocente, sufrido por amor, nos redime y salva» (Paulo VI: 27-IV-1970).
HEBREOS 4, 14-16; 5, 7-9:
Este pasaje de la Carta a los Hebreos ilumina la profecía del «Siervo de Yahvé» y la presenta realizada plenamente en Jesús.
— Jesús Sacerdote y Redentor: Hijo de Dios, el dolor no podía alcanzarle; pero Sacerdote-Redentor, acepta ser en todo igual a nosotros (15). Este rasgo de nuestro Redentor le torna inmensamente más amable a nuestros ojos y acrece sin medida nuestra confianza.
— Jesús Sacerdote y Víctima: Toda la vida de Jesús en la tierra fue pasión e inmolación. La Encarnación iba ordenada a la Pasión. En quien tenía de ello conciencia clara y cierta quedaba todo impregnado de dolor; dolor que hace de su vida una Pasión Hijo de Dios Encarnado para una vida de obediencia (= Siervo), aprende en su absoluta sumisión al plan Redentor de Dios, cuánto dolor y cuántas lágrimas, y cuánta sangre exige la redención de los hombres (5, 8). «Cristo necesita darse voluntariamente, gratuitamente, incluso dolorosamente, por nuestro bien, por la redención de la humanidad» (Paulo VI: ib.). El mismo amor que le impulsó a hacerse nuestro Sacerdote, sacerdote en todo semejante a los hombres (4, 15), le impulsó a hacerse Víctima por nosotros. Nos redimirá al precio de su propia vida.
— Jesús Sacerdote y Salvador: Ni cabía Sacerdote más excelso ni Víctima más valiosa. Es el Hijo de Dios quien para Redención nuestra se ofrece a ser Sacerdote y Víctima a favor nuestro. De ahí la confianza máxima que alienta a todos los redimidos: «Lleguémonos, pues, con segura confianza al Trono de la Gracia» (4, 16). El «Trono de la Gracia» es el Trono de Dios, desde que en él se sienta Sacerdote-Glorificado nuestro Hermano Jesús. «Y Glorificado, ha venido a ser para cuantos en Él creen autor de eterna salvación» (5, 9). En la Liturgia del Viernes Santo todos los ojos de todos los redimidos se elevan a este Trono de Gracia. Todos tenemos en Cristo la Redención y la Salvación: Per Filium tuum Jesum Cristum, Spiritus Sancti operante virtute vivificas et sanctificas universa, et populum tuum tibi congregare non desinis ut ab ortu solis usque ad occasum oblatio manda offeratur nomini tua (Prez Euc III).
JUAN 18-19, 42:
Juan narra la historia de la Pasión de Jesús a la luz de las profecías y de Pentecostés:
— Acentúa y subraya la voluntariedad, generosidad y serenidad con que Jesús se ofrece en sacrificio por amor nuestro. En todo guarda Él la iniciativa. Su muerte no es un asesinato. Es un Sacrificio. Sacrificio al que voluntariamente se ofrece la Víctima. Podrá decir la Liturgia: Amor Sacerdos immolat: A esta Víctima la inmola el Amor. De Getsemaní a la Cruz todo es llamarada de amor.
— Subraya cómo va cumpliendo todas las profecías, singularmente las del «Siervo de Yahvé», que nos hablan de un Justo condenado injustamente y que carga con la iniquidad de todos los pecadores para expiar por todos. La última palabra del Crucificado es: « ¡Todo cumplido!» (30). El «Siervo»-Hijo muere de Amor; pero muere en un supremo holocausto de Obediencia.
— No podemos, ser insensibles a tan inmenso Amor que se inmola para redimirnos. No podemos seguir en la línea del Adán rebelde. La fe y el amor nos injertan y nos integran en el Hijo hecho «Siervo» para aprender y paladear el sabor de la más dolorosa obediencia: «Leamos atentamente la Pasión del Señor. ¡Qué rica ganancia nos resultará de ello! Tu corazón de piedra se volverá blando cual cera… ¡Oh, mi Jesús; más que de los muertos que resucitaste me enorgullezco de los sufrimientos, injurias y burlas que por mí sufriste!» (Crisost. in Mt 85, 1; 87, 1).
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 101-104
Benedicto XVI
«Tengo sed»
Al inicio de la crucifixión, como era costumbre, se ofreció a Jesús una bebida calmante para atenuar los dolores insoportables. Jesús la rechazó. Quiso soportar totalmente consciente su sufrimiento (cf. Mc 15,23). Al término de la Pasión, bajo el sol abrasador del mediodía, colgado en la cruz, Jesús gritó: «Tengo sed» Un 19,28). Como solía hacerse, se le ofreció un vino agriado, muy común entre los pobres, que también se podía considerar vinagre; se la tenía como una bebida para calmar la sed.
Aquí encontramos de nuevo esa compenetración entre palabra bíblica y acontecimiento sobre la que hemos reflexionado a comienzos de este capítulo. Por un lado, la escena es del todo realista: la sed del Crucificado y la bebida agria que los soldados solían dar en aquellos casos. Por otro, oímos enseguida en el trasfondo el Salmo 69, aplicable a la Pasión, en el que el sufriente exclama: «En la sed me dieron vinagre» (v. 22). Jesús es el justo que sufre. En Él se cumple la Pasión del justo descrita por la Escritura en las grandes experiencias de los orantes afligidos.
Pero, con esto, ¿cómo no pensar también en el canto de la viña del capítulo 5 del profeta Isaías, ese canto sobre el que hemos reflexionado en el contexto de la parábola de la viña? (cf. primera parte, pp. 302-306). En ella, Dios presentó su queja a Israel. Dios había plantado una viña en una fértil colina, y la cuidó con mimo. «Esperaba que diera uvas, pero produjo agraces» (Is 5,2). La viña de Israel no lleva a Dios el fruto noble de la justicia, que se funda en el amor. Da los granos agrios del hombre que se preocupa solamente de sí mismo. Produce vinagre en vez de vino. El lamento de Dios, que oímos en el canto profético, se concreta en esta hora en que al Redentor sediento se le ofrece vinagre.
Así como el canto de Isaías manifiesta el sufrimiento de Dios por su pueblo, más allá de su momento histórico, así también la escena de la cruz sobrepasa la hora de la muerte de Jesús. No sólo Israel, sino también la Iglesia, nosotros, respondemos una y otra vez al amor solícito de Dios con vinagre, con un corazón agrio que no quiere hacer caso del amor de Dios. «Tengo sed»: este grito de Jesús se dirige a cada uno de nosotros.
Las mujeres junto a la cruz– la Madre de Jesús
Los cuatro evangelistas nos hablan —cada uno a su modo— de mujeres junto a la cruz. Marcos nos dice: «Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, que, cuando estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (15,40s). Aunque los evangelistas no dicen nada directamente, en el simple hecho de que se mencione su presencia se puede percibir el desconcierto y la aflicción de estas mujeres ante lo ocurrido.
Juan cita al final de su relato de la crucifixión unas palabras del profeta Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (19,37; cf. Za 2,10). Al principio del Apocalipsis, estas palabras que aquí esclarecen la escena ante la cruz se aplicarán de manera profética al tiempo final: al momento del retorno del Señor, cuando todos mirarán al que viene con las nubes —el Traspasado— y sedarán golpes de pecho (cf. Ap 1,7).
Las mujeres miran al Traspasado. Podemos pensar también en las otras palabras del profeta Zacarías: «Harán llanto como el llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito» (12,10). Mientras que hasta la muerte de Jesús sólo había habido escarnio y crueldad en torno al Señor, los Evangelios presentan ahora un epílogo reparador que lleva a supuesta en el sepulcro y a la resurrección. Las mujeres que le habían sido fieles están presentes. Su compasión y su amor son para el Redentor muerto.
Podemos, pues, añadir también tranquilamente la conclusión del texto de Zacarías: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza» (13,1). El mirar al Traspasado y el compadecerse se convierten ya de por sí en fuente de purificación. Da comienzo la fuerza transformadora de la Pasión de Jesús.
Juan no sólo nos dice que las mujeres estaban junto a la cruz —«su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María la Magdalena» (19,25)—, sino que prosigue: «Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (19,26s). Ésta es la última disposición, casi un acto de adopción. Él es el único hijo de su madre, la cual, tras su muerte, quedaría sola en el mundo. Ahora pone a su lado al discípulo amado, lo pone, por decirlo así, en lugar suyo, como su propio hijo, y desde aquel momento él se hace cargo de ella, la acoge consigo. La traducción literal es aún más fuerte; se podría expresar más o menos así: la acogió entre sus propias cosas, la acogió en su más íntimo contexto de vida. Así pues, esto es ante todo un gesto totalmente humano del Redentor que está a punto de morir. No deja sola a su madre, la confía a los cuidados del discípulo que le había sido tan cercano. De este modo se da también al discípulo un nuevo hogar: la madre que cuida de él y de la que él se hace cargo.
Cuando Juan habla de hechos humanos como éste, quiere recordar ciertamente acontecimientos ocurridos. Sin embargo, lo que le interesa es siempre algo más que los hechos concretos del pasado. El acontecimiento se proyecta más allá de sí mismo hacia lo que permanece. Así pues, ¿qué quiere decirnos con esto?
Un primer aspecto nos lo ofrece con la forma de llamar «mujer» a su madre. Es el mismo término que Jesús había usado en la boda de Caná (cf. Jn 2,4). Las dos escenas quedan así relacionadas una con otra. Caná había sido una anticipación de la boda definitiva, del vino nuevo que el Señor quería ofrecer. Sólo ahora se hace realidad lo que entonces era únicamente un signo precursor de lo que estaba por venir.
El término «mujer» recuerda al mismo tiempo el relato de la creación, en el cual el Creador presenta la mujer a Adán. Adán reacciona ante esta nueva criatura diciendo: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer» (Gn 2,23). San Pablo ha presentado a Jesús en sus cartas como el nuevo Adán, con el cual la humanidad recomienza de un modo nuevo. Juan nos dice que al nuevo Adán le corresponde nuevamente «la mujer», que él nos presenta en la figura de María. En el Evangelio eso queda como una alusión callada de lo que se desarrollará después poco a poco en la fe de la Iglesia.
El Apocalipsis habla de la señal grandiosa de la mujer que aparece en el cielo, abrazando allí a todo Israel, o mejor, a la Iglesia entera. La Iglesia debe dar a luz a Cristo continuamente con dolor (cf. 12,1-6). Otro paso en la maduración de la misma idea lo encontramos en la Carta a los Efesios, que aplica a Cristo y a la Iglesia la imagen del hombre que deja a su padre y a su madre y se hace una sola carne con la mujer (cf. 5,31s). La Iglesia antigua, basándose en el modelo de la «personalidad corporativa» —según el modo de pensar de la Biblia—, no ha tenido dificultad alguna para reconocer en la mujer, por un lado, a María en sentido del todo personal y, por otro, para ver en ella, abarcando todos los tiempos, a la Iglesia esposa y Madre, en la cual el misterio de María se prolonga en la historia.
Como María, la mujer, también el discípulo predilecto es a la vez una figura concreta y un modelo del discipulado que siempre habrá y siempre debe haber. Al discípulo, que es verdaderamente discípulo en la comunión de amor con el Señor, se le confía la mujer: María –la Iglesia.
La palabra de Jesús en la cruz permanece abierta a muchas realizaciones concretas. Una y otra vez se dirige tanto a la madre como al discípulo, y a cada uno se le confía la tarea de ponerla en práctica en la propia vida, tal como está previsto en el plan de Dios. Al discípulo se le pide siempre que acoja en su propia existencia personal a María como persona y como Iglesia, cumpliendo así la última voluntad de Jesús.
Jesús muere en la cruz
Según la narración de los evangelistas, Jesús murió orando en la hora nona, es decir, a las tres de la tarde. En Lucas, su última plegaria está tomada del Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; cf. Sal 31,6). Para Juan, la última palabra de Jesús fue: «Está cumplido» (19,30). En el texto griego, esta palabra (tetélestai) remite hacia atrás, al principio de la Pasión, a la hora del lavatorio de los pies, cuyo relato introduce el evangelista subrayando que Jesús amó a los suyos «hasta el extremo (télos)» (13,1). Este «fin», este extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo.
En el capítulo 6, al hablar de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, hemos conocido también otro significado de la misma palabra (teleioün), basándonos en Hebreos 5,9: en la Torá significa «iniciación», consagración en orden a la dignidad sacerdotal, es decir, el traspaso total a la propiedad de Dios. Pienso que, haciendo referencia a la oración sacerdotal de Jesús, también aquí podemos sobrentender este sentido. Jesús ha cumplido hasta el final el acto de consagración, la entrega sacerdotal de sí mismo y del mundo a Dios (cf. Jn 17,19). Así resplandece en esta palabra el gran misterio de la cruz. Se ha cumplido la nueva liturgia cósmica. En lugar de todos los otros actos cultuales se presenta ahora la cruz de Jesús corno la única verdadera glorificación de Dios, en la que Dios se glorifica a sí mismo mediante Aquel en el que nos entrega su amor, y así nos eleva hacia Él.
Los Evangelios sinópticos describen explícitamente la muerte en la cruz como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan.
Pero hay un proceso de fe más importante aún que los signos cósmicos: el centurión —comandante del pelotón de ejecución—, conmovido por todo lo que ve, reconoce a Jesús como Hijo de Dios: «Realmente éste era el Hijo de Dios» (Mc15,39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre reconocen al Dios verdadero.
Mientras los romanos, como intimidación, dejaban intencionadamente que los crucificados colgaran del instrumento de tortura después de morir, según el derecho judío debían ser enterrados el mismo día (cf. Dt 21,22s). Por eso el pelotón de ejecución tenía el cometido de acelerar la muerte rompiéndoles las piernas. También se hace así en el caso de los crucificados en el Gólgota. A los dos «bandidos» se les quiebran las piernas. Luego, los soldados ven que Jesús está ya muerto, por lo que renuncian a hacer lo mismo con él. En lugar de eso, uno de ellos traspasa el costado —el corazón— de Jesús, «y al punto salió sangre y agua» Jn 19,34).Es la hora en que se sacrificaban los corderos pascuales. Estaba prescrito que no se les debía partir ningún hueso (cf. Ex 12,46). Jesús aparece aquí como el verdadero Cordero pascual que es puro y perfecto.
Podemos por tanto vislumbrar también en estas palabras una tácita referencia al comienzo de la obra de Jesús, a aquella hora en que el Bautista había dicho: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo que entonces debió ser incomprensible —era solamente una alusión misteriosa a algo futuro— ahora se hace realidad. Jesús es el Cordero elegido por Dios mismo. En la cruz, Él carga con el pecado del mundo y nos libera de él.
Pero resuena al mismo tiempo también el Salmo 34, donde se lee: «Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará» (v. 20s). El Señor, el Justo, ha sufrido mucho, ha sufrido todo y, sin embargo, Dios lo ha guardado: no le han roto ni un solo hueso.
Del corazón traspasado de Jesús brotó sangre y agua. La Iglesia, teniendo en cuenta las palabras de Zacarías, ha mirado en el transcurso de los siglos a este corazón traspasado, reconociendo en él la fuente de bendición indicada anticipadamente en la sangre y el agua. Las palabras de Zacarías impulsan además a buscar una comprensión más honda de lo que allí ha ocurrido.
Un primer grado de este proceso de comprensión lo encontramos en la Primera Carta de Juan, que retoma con vigor la reflexión sobre el agua y la sangre que salen del costado de Jesús: «Este es el que vino con agua y con sangre, Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo» (5,6ss).
¿Qué quiere decir el autor con la afirmación insistente de que Jesús ha venido no sólo con el agua, sino también con la sangre? Se puede suponer que haga probablemente alusión a una corriente de pensamiento que daba valor únicamente al Bautismo, pero relegaba la cruz. Y eso significa quizás también que sólo se consideraba importante la palabra, la doctrina, el mensaje, pero no «la carne», el cuerpo vivo de Cristo, desangrado en la cruz; significa que se trató de crear un cristianismo del pensamiento y de las ideas del que se quería apartar la realidad de la carne: el sacrificio y el sacramento.
Los Padres han visto en este doble flujo de sangre y agua una imagen de los dos sacramentos fundamentales —la Eucaristía y el Bautismo—, que manan del costado traspasado del Señor, de su corazón. Ellos son el nuevo caudal que crea la Iglesia y renueva a los hombres. Pero los Padres, ante el costado abierto del Señor exánime en la cruz, en el sueño de la muerte, se han referido también a la creación de Eva del costado de Adán dormido, viendo así en el caudal de los sacramentos también el origen de la Iglesia: han visto la creación de la nueva mujer del costado del nuevo Adán.
La sepultura de Jesús
Los cuatro evangelistas nos relatan que un miembro acomodado del Sanedrín, José de Arimatea, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Marcos (15,43) y Lucas (23,51) añaden que José era uno «que aguardaba el Reino de Dios», mientras que Juan (cf. 19,38) lo considera un discípulo secreto de Jesús, un discípulo que hasta aquel momento no se había manifestado abiertamente como tal por temor a los círculos judíos dominantes. Juan menciona además la participación de Nicodemo (cf. 19,39), de cuyo coloquio nocturno con Jesús sobre el nacer y el volver a nacer de nuevo había hablado en el tercer capítulo (cf. vv. 1-8). Después del drama del proceso, en el cual todo parecía una conjura contra Jesús y ninguna voz parecía levantarse en su favor, venimos ahora a saber del otro Israel: personas que están a la espera. Personas que confían en las promesas de Dios y van en busca de su cumplimiento. Personas que en la palabra y en la obra de Jesús reconocen la irrupción del Reino de Dios, el inicio del cumplimiento de las promesas.
Habíamos encontrado en los Evangelios personas como éstas, sobre todo entre la gente sencilla: María y José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los discípulos; pero ninguno de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque provenían de distintos niveles culturales y diferentes corrientes de Israel. Ahora —tras la muerte de Jesús— salen a nuestro encuentro dos personajes destacados de la clase culta de Israel que, aun sin haber osado declarar su condición de discípulos, tenían sin embargo ese corazón sencillo que hace al hombre capaz de la verdad (cf. Mt 10,25s).
Mientras que los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la autoridad judicial precisamente para eso. En este sentido, la petición de José entra dentro de lo habitual en el derecho judío. Marcos dice que Pilato se asombró de que Jesús hubiera muerto ya, y que primero se cercioró por el centurión de la verdad de esta noticia. Una vez confirmada la muerte de Jesús, concedió su cuerpo al miembro del consejo (cf. 15,44s).
Sobre el entierro mismo, los evangelistas nos transmiten varias informaciones importantes. Ante todo, se subraya que José hace colocar el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie (cf. Mt 27,60; Lc 23,53; Jn 19,41). Esto manifiesta un respeto profundo por este difunto. Al igual que el «Domingo de Ramos» se había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11,2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo.
Es importante además la noticia según la cual José compró una sábana en la que envolvió al difunto. Mientras los Sinópticos hablan simplemente de una sábana, en singular, Juan habla de «vendas» de lino (cf. 19,40), en plural, como solían hacer los judíos en la sepultura. El relato dela resurrección vuelve sobre esto con más detalle. Aquí no entramos en la cuestión sobre la concordancia con el sudario de Turín; en todo caso, el aspecto de dicha reliquia es fundamentalmente conciliable con ambas versiones.
Finalmente, Juan nos dice que Nicodemo llevó una mixtura de mirra y áloe, «unas cien libras». Y prosigue: «Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según sea costumbra a enterrar entre los judíos» (19,39s). Pero la cantidad de aromas es extraordinaria y supera con mucho la medida habitual: es una sepultura regia. Si en el echar a suertes sus vestiduras hemos vislumbrado a Jesús como Sumo Sacerdote, ahora el tipo de sepultura lo muestra como Rey: en el instante en que todo parece acabado, emerge sin embargo de modo misterioso su gloria.
Los Evangelios sinópticos nos narran que algunas mujeres observaban el sepelio (cf. Mt 27,61; Mc 15,47), y Lucas puntualiza que eran las mujeres «que lo habían acompañado desde Galilea» (23,55). Y añade: «A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme a lo prescrito» (23,56). Tras el descanso sabático, el primer día de la semana por la mañana, vendrán para ungir el cuerpo de Jesús y así dejar lista la sepultura de manera definitiva. La unción es un intento de detener la muerte, de evitar la descomposición del cadáver. Pero es un esfuerzo inútil: la unción puede conservar al difunto como difunto, no puede restituirle la vida.
La mañana del primer día las mujeres verán que su solicitud por el difunto y su conservación ha sido una preocupación demasiado humana. Verán que Jesús no tiene que ser conservado en la muerte, sino que Él —y ahora de modo real— está de nuevo vivo. Verán que Dios, de un modo definitivo y que sólo Él puede hacer, lo ha rescatado de la corrupción y, con ello, del poder de la muerte. Con todo, en la premura y en el amor de las mujeres se anuncia ya la mañana de la Resurrección.
(Ratzinger, J. – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Segunda Parte, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 254 – 267)
San Luis Bertrán
La pasión del Salvador
7.- En la Pasión del Salvador son tres las cosas más importantes a considerar, según doctrina del glorioso y devoto San Bernardo. La primera es la Pasión en sí misma; la segunda la causa por la que el Salvador padeció; y la tercera, el modo como la padeció (San Bernardo, Sermón 4º para la Semana Santa”). Dicho de otra forma, lo que tenemos que considerar es el orden y la manera con que padeció. La primera consideración se refiere a la obra de la Pasión en sí misma. Y respecto de esto son tres cosas a notar. La primera es fijarnos en quien padece; la segunda es ver lo que padeció y sintió; y la tercera es examinar cuál fue la mano de la cual recibió tan grandes tormentos y tan amarga Pasión.
8.- El que padece es el Dios eterno, inefable, el Unigénito y muy amado Hijo del Padre, a quien adoran los ángeles, alaban los arcángeles, los principados, las virtudes, las dominaciones y todos los espíritus celestiales. A quien, por otra parte, obedecen la tierra y el mar, todos los elementos y todas las criaturas. Él es quien hizo todo el universo de la nada y sin el cual todo lo creado volvería a la nada. Este es el que padece, que, en cuanto hombre, es el más hermoso de todos los nacidos; el más tierno y delicado de todos los hombres; no engendrado con la secuela de la corrupción como todos nosotros, sino de una Madre, Virgen incorrupta, a cuyos pechos fue criado; cuya complexión supera a cuantos han existido; y a quien la simple punzada de una espina le causaba más daño que a otro una lanzada; el inocentísimo cordero, de quien dice San Pedro: Que no cometió pecado alguno, ni se halló dolo en su boca (1 P 2,22).
9.- Veamos ahora qué es lo que padeció. Y sin duda de ninguna clase hemos de afirmar que sufrió la muerte más cruel, más dolorosa y más afrentosa que ningún hombre padeció, ni padecerá jamás. Muy bien puede aplicársele a él aquello que dice Jeremías: ¡Oh vosotros, cuantos pasáis por este camino!, atended y considerad si hay dolor como el dolor mío (Lm 1,12). Y es que, a decir verdad, padeció todo lo que un hombre puede padecer. Padeció a causa de los amigos que le abandonaron. ¡Cuán grande debió ser su dolor al no ver a su lado a ninguno de sus amigos, cuando él se hallaba en tanto aprieto y necesidad! Como dice el Salmista: Pensativo miraba si se ponía alguno a mi derecha para defenderme; pero nadie dio a entender que me conocía (Sal 141,5). Ni siquiera ningún leproso, ni ninguno de los ciegos a los que había curado. ¡Cuánto se siente que os abandone vuestro amigo cuando más necesidad tenéis de él! Padeció en lo referente a sus bienes, porque hasta le quitaron sus vestiduras, y con ellas parte de la piel de su sagrada carne, y desnudo lo levantaron en la Cruz. Padeció en su fama, recibiendo las afrentas que sin cesar le dirigían llamándolo malhechor, endemoniado, alborotador del pueblo y engañador de la gente. Padeció en su honra, porque le hicieron muy grandes desacatos, mofándose de él, dándole bofetadas y pescozones, y diciéndole: “Adivina quién te dio”, vistiéndole de púrpura, poniéndole una caña en la mano en lugar de un cetro real, y en lugar de una corona regia un capacete de crueles espinas. También padeció en su alma una gran tristeza y una grandísima agonía, y no es de maravillar, porque pesaba sobre él todo el peso de nuestros pecados y de los de todo el mundo, como dice Isaías: El Señor ha cargado sobre sus espaldas la iniquidad de todos nosotros (Is 53,6). Además sufría de ver la agonía que sentía la Magdalena y mucho más la de su triste Madre, cuyo corazón estaba atravesado por la agudísima espada del dolor. En su cuerpo padeció cruelísimos azotes y llagas penosísimas en las partes más sensibles de su delicadísimo cuerpo, como eran las manos y los pies, y en la cabeza coronada de espinas, y en el rostro las bofetadas, y en las manos y los pies los duros clavos, y en todo su cuerpo abierto por los azotes. Padeció además el Salvador en todos los demás sentidos. En la vista sintió una grandísima pena al ver llorar a su Madre, a quien tanto amaba, y al discípulo predilecto, y a la Magdalena, atónita y abrevada en lágrimas y dolores; y al ver que su Madre le decía desde lo más íntimo de su corazón: “Hijo mío, muy amado y de mis entrañas, ¡cuánto sufro de ver así tu cabeza, tus manos, tu costado y todo tu cuerpo!”. Por el sentido del oído sintió las palabras tan desacatadas que le proferían los que blasfemaban diciendo: ¡Ea, tú que destruyes el Templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27,40). Si ha confiado en Dios, que ahora le libre, si le ama (ibíd. 43). En el sentido del olfato padeció el mal olor de los cuerpos muertos que estaban en aquel lugar, en aquel muladar del Calvario. En el sentido del gusto fue atormentado con la bebida de la hiel y el vinagre. En el sentido del tacto, con los crueles clavos que le atravesaron las manos y los pies. ¡Oh qué dolor tan crecido sintió en toda su persona! (NOTA. San Luis señala en una nota marginal que toda esta doctrina es de SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, III, q. 46, art. 5,6 y 7). En los demás sentidos debió templarse su dolor con alguna buena consideración; sin embargo es de creer que Cristo debió querer que el sufrimiento fuera puro, sin que su divinidad, ni la razón, atenuaran en nada el sentimiento que experimentaba su santísima humanidad. Ninguna vida fue, ni pudo ser, tan buena como la de Cristo; y, según esto, nadie pudo sentir tanto dolor como él, que veía cómo moría a manos de aquellos que más obligaciones tenían hacia él. Como dice el Salmista: Volviéronme mal por bien, y pagáronme con odio el amor que yo les tenía (Sal 108,5). Y el profeta Miqueas: Pueblo mío, ¿qué es lo que yo te he hecho, o en qué cosa te he agraviado? Respóndeme. ¿Acaso porque te saqué de la tierra de Egipto y te libré de la casa de la esclavitud, y envié delante de ti a Moisés, a Aarón y a María? (Mi 6,3-4). Y en el Deuteronomio se afirma: ¡Generación depravada y perversa! ¿Así correspondes al Señor, pueblo necio e insensato? ¿Por ventura no es él tu padre, que te rescató, que te hizo y te crió? (Dt 32,5). Y también debió sufrir al ver que moría por los pecados y que, no obstante, luego habría cristianos, muy grandes pecadores. Así lo expresa el Salmista, diciendo: Ellos maquinaron inutilizar el precio de mi redención; corrí como sediento; y ellos hablaban bien de mí con la boca, mas en su corazón me maldecían (Sal 61,5).
10.- Pero veamos ahora cuál fue la causa de la Pasión de Cristo. Isaías nos la indica claramente: Por causa de nuestras iniquidades fue él llagado, y despedazado por nuestras maldades; el castigo del que tenía que nacer nuestra paz con Dios descargó sobre él, y con sus cardenales fuimos nosotros curados (Is 53,5). Es decir, que para darnos vida espiritual quiso él padecer muerte temporal; y para apaciguarnos con Dios, sufrió él los golpes de la saña del Padre; por eso dice: El castigo del que tenía que nacer nuestra paz con Dios descargó sobre él. Se comportó como quien se mete a separar a dos que disputan, y al colocarse en medio, descargan sobre él los golpes, y los otros quedan en paz. Dios no halló otro medio mejor para librarnos de la muerte de la culpa, que el quitarle la vida a su Unigénito Hijo. No quiso que hubiese otra medicina para curar las llagas de nuestros pecados, que las llagas mortales del Hijo de la Virgen, como lo prefiguró el Espíritu Santo en el relato en el que se nos explica cómo el profeta Eliseo resucitó al hijo de la mujer de Sunam. Según el libro de los Reyes, este muchacho murió por haberle dado el sol en la cabeza, y por eso le dijo a su padre: La cabeza me duele, me duele la cabeza (4 R 4,19). Para resucitarlo, el profeta envió a su criado con su báculo, para que se lo pusiese encima, pero no fue suficiente. Fue menester que el propio profeta fuese en persona a su casa. Y entrando que hubo en el aposento donde el niño yacía muerto, cerró la puerta. Subió luego sobre la cama y echóse sobre el niño, poniendo la boca sobre la boca de él, y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre sus manos; y encorvado así sobre el niño, la carne del niño entró en calor (ibíd. 34). Es decir, que le devolvió el calor al cuerpo del muerto, pero de momento no revivió. Levantóse luego el profeta y andando de aquí para allá, tornó y subió de nuevo a la cama recostándose sobre el muerto, y el niño bostezó siete veces al mismo tiempo que el profeta le insuflaba su aliento; y a la séptima vez el niño abrió los ojos y se levantó sano y salvo (cfr. ibíd. 35). Maravillosamente nos enseña este relato, cómo fue necesario el que, para nuestro remedio, muriese el Hijo de Dios por nosotros. El niño representa al linaje humano que murió de dolor de cabeza; a saber, por el pecado de nuestro primer padre, a quien Dios constituyó como cabeza de todos. Para devolver la vida a este muerto, Dios envió primero a sus criados, es decir, a todo el ejército de patriarcas, profetas y justos antiguos, con el báculo de su ley. Pero con ello el niño no se levantó, porque ni la ley, ni los patriarcas, ni los profetas bastaron para justificar a los hombres. Y por eso se volvían hacia Dios y decían: En vano me he fatigado predicando a mi pueblo; sin motivo y en balde he consumido mis fuerzas (Is 49,4). Y así fue menester que viniese en persona el mismo Hijo de Dios, el cual vino a casa del doliente cuando se hizo hombre. Y estuvo con la puerta cerrada, dentro del aposento, mientras estuvo en las entrañas virginales de su Madre, que estuvieron cerradas por su integridad y porque este misterio fue muy secreto para los demás. Y estando allí se unió al muerto, es decir, juntó nuestra mortalidad con su naturaleza divina. Se encogió y se hizo a la medida del muerto, que es lo que el Apóstol afirma al decir: Se hizo semejante a los hombres y fue reducido a la condición de hombre (Flp 2,7). Puso sus ojos sobre los nuestros y sus manos sobre las nuestras, porque se acomodó y ajustó a todas nuestras necesidades, de manera que para todas ellas tuvo socorro. Y entonces, aunque el muerto seguía sin vida, comenzaron los preparativos para devolvérsela: La carne del niño entró en calor. En efecto, el linaje humano recibió algún calor con la presencia de Jesucristo en el mundo y con su conversación, pues en seguida comenzaron a reformarse nuestros pensamientos, palabras y obras. Y de esta forma, los hombres comenzaron a tener disposiciones para la vida; pero no la recobraron del todo hasta que, levantado el Señor y después de pasear de una parte a otra, esto es, después de haber dejado el silencio y encerramiento con que estuvo en casa de sus padres, salió afuera y se dio a conocer, enseñando y predicando; y hecho esto, subió al lecho de la Cruz.
11.- ¡Oh, qué cama tan áspera y tan dura! Pero al Señor le resultó muy agradable, si pensamos en el gran deseo que traía de remediarnos. Desde este lecho insufló su aliento sobre la humanidad, que son las siete palabras que pronunció desde la cruz, y a la séptima, cuando a él se le acabó la vida, la recobramos nosotros, y abrimos los ojos, quedando el linaje humano justificado, libre de sus pecados y sin el velo que nos estorbaba para ver y gozar de Dios cuando acabe esta miserable vida. Ahora bien, si Dios es todopoderoso, como lo es, bien pudiera reparar el linaje humano y librarnos de los pecados, sin que fuera a costa de su Unigénito Hijo. ¿A quién la hacía Dios agravio? ¿Quién le iba a tomar en cuenta, si absolvía a los hombres de los pecados cometidos contra su divina majestad? No cabe duda de que Dios disponía de muchos modos y caminos para llevarnos hacia él. Mas escogió éste, porque así lo había prometido por medio de los profetas, y lo había dibujado y representado a través de muchas figuras de la Sagrada Escritura. Esta es la razón que el Salvador le dio a San Pedro, cuando le dijo: ¿Cómo entonces se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así? (Mt 26,54) El Hijo del hombre se va, conforme a lo que estaba escrito de él (ibíd. 24). Era menester que la palabra de Dios se cumpliese. Esta es la razón que el Salvador le dio a San Pedro, cuando le dijo: ¿Cómo entonces se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así? (Mt 26,54) El Hijo del hombre se va, conforme a lo que estaba escrito de él (ibíd. 24). En suma, que era menester que la palabra de Dios se cumpliese.
12.- Pero cabe preguntarse: Antes de que Dios diese su palabra, ¿no había otra manera de remediarnos? ¿Por qué escogió ésta, tan trabajosa para su Unigénito Hijo, y tan dolorosa y angustiosa para su triste Madre, habiendo muchos hombres que le querían bien? Los santos doctores señalan muchas razones. Una de ellas es porque así, todo lo que nosotros le debíamos a Dios por nuestros pecados quedaba enteramente satisfecho y pagado. Y es que a todo el linaje humano le era imposible ofrecer a Dios una recompensa proporcionada a la injuria recibida, ya que carecíamos del caudal suficiente para pagar una deuda tan grande; y aunque tuviéramos alguna hacienda, se la debíamos por otros títulos; con lo cual resultaba que no teníamos con qué pagar la deuda contraída. De donde se sigue que era necesario, para pagar a Dios lo debido, hallar algún hombre sin deuda alguna, y que al mismo tiempo fuese tan rico que le fuera posible pagar todo lo que debíamos a Dios; y éste no podía ser un simple o puro hombre (San Luis indica en una nota marginal: “Es doctrina común de los teólogos recogida por SANTO TOMÁS DE AQUINO en la Suma de Teología, III, q. 1, a. 2 y q.48). ¿Y cómo explicar que Dios, por una parte, se muestre tan riguroso al querer que le paguemos por entero la deuda que con él tenemos contraída, y por otra, se muestra tan liberal y misericordioso al darnos a su propio Hijo Unigénito? Pues, porque sólo si Dios se hacía hombre podría pagar por nosotros. En efecto, en cuanto Dios, posee una riqueza y una hacienda infinitas, y sus actos un valor sin medida para poder pagar al Padre. Y es que la hacienda que posee no se la debe a nadie, y puede merecernos la reconciliación con Dios, su gracia y su gloria, y aún le quedan bienes sobrados, pues la paga fue mucho mayor que la deuda. Por eso Job, hablando en su lugar, decía: ¡Pluguiese a Dios que mis pecados, por los que he merecido la ira, se pesaran en una balanza, con la calamidad que padezco! (Jb 6,2). Y David, por su parte, exclama: No queden corridos por causa mía los que van en pos de ti, Dios de Israel. Pues por amor de ti he sufrido los ultrajes y se ve cubierto de confusión mi rostro. Mis propios hermanos, los hijos de mi misma madre, me han desconocido y tenido por extraño. Porque el celo de tu casa me devoró, y los baldones de los que te denostaban recayeron sobre mí (Sal 68,7-10). Es decir: No sean, Señor, confundidos ni frustrados los que os buscan por medio de mí, pues sabéis que por cumplir vuestra voluntad y reconciliar a los hombres con vos, he sufrido yo grandes afrentas y deshonras. Todos los denuestos y desvergüenzas que los hombres habían cometido contra vos, los he cargado sobre mí y yo he pagado por ellos. Por tanto, justo es que queden ellos libres y sin deuda, mayormente cuando vos sois el que mejor conoce las afrentas que yo he recibido de los hombres y el acatamiento y reconocimiento que se me debe: Bien ves los oprobios que sufro, y mi confusión y mi ignominia (ibíd. 20). Por todo lo dicho comprenderéis, hermanos, cómo la causa de la Pasión de Cristo fueron nuestros pecados, y que no había otra medicina para curarlos que su muerte, ni hubo otro precio para satisfacer por ellos, sino su sangre.
13.- No es razonable que pasemos de ligero por esta consideración, sino que conviene que nos paremos a reflexionar sobre el soberano amor que Dios nos muestra en este hecho. En efecto, es cosa de admirar el que, en su propio reino y por expresa voluntad y acuerdo de su propio Padre, sea condenado el inocentísimo Cordero y muy amado Hijo, por la salud y remedio del desacatado siervo y traidor. Como dice San Juan: Dios amó al mundo de tal manera que entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16). Mas, ¿cómo es posible que el Padre entregara a su Hijo a la muerte, para que el traidor y descomedido esclavo, que era el linaje humano, viera que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros? (Rm 8,32) ¿Quién considera esto con detención y no exclama con el espíritu inflamado aquello de San Gregorio: ¡Oh admirable dignación de tu piedad hacia nosotros! ¡Oh inapreciable amor de caridad que para redimir al esclavo entregaste a tu Hijo! ¿Quién oyó jamás cosa semejante?5. ¿Quién vio jamás que uno se lanzase a hacer bien a otro por las traiciones y deméritos cometidos por éste contra el propio bienhechor? Por los servicios y buenas obras prestadas suelen moverse los hombres a recompensar a quienes se los han hecho, y eso a base sólo de recompensas que no redunden en mal del que los hace. Pero, ¡Dios mío!, en esto venció vuestra bondad a nuestra malicia, pues vuestro gesto fue tan heroico, que no sólo no os detuvieron nuestros males a amarnos de esta manera, sino que incluso nos concediste mayores beneficios que si no hubiéramos pecado; y fueron, además, tan costosos, que le costaron la vida a vuestro Hijo Unigénito. ¡Oh duros, endurecidos y empedernidos hijos de Adán, que no llega a enterneceros un amor tan grande, ni os ablanda ni calienta el gran fuego de la caridad que Dios os muestra al ofrecer un tan grande y aventajado precio por una mercancía tan vil y desaprovechada, como somos todos los hombres! Por eso, hermanos, que no se os pase por alto la consideración del amor tan grande que Dios manifestó en este hecho, porque, si bien lo pensáis, de ninguna otra manera se hubiera podido descubrir mejor ese amor. Y es que, si lo recordáis a menudo, siempre se os pegará algo y prenderá en vosotros ese mismo amor. Dice San Pablo: Lo que más hace brillar la caridad de Dios hacia nosotros es que, entonces mismo, cuando éramos aún pecadores, fue cuando al tiempo señalado, murió Cristo por nosotros. Luego es claro que ahora mucho más, estando justificados por su sangre, nos salvaremos por él de la ira de Dios (Rm 5,8-9). Si Dios hubiera redimido al hombre de otro modo, a éste no le constaría cuánto le amaba Dios; pero habiéndole remediado con su sangre y con su vida, ¿qué más podía hacer para obligarnos a que le amásemos? Si os aficionáis simplemente al que os hace buena cara, ¿cuánto más a Dios?… Dios quiso además repararnos por este camino, para que viendo cómo castiga nuestros pecados en su propio Hijo, nos guardemos de ofenderle, y así evitemos que nos castigue más terriblemente en el infierno. Dice Isaías: El cíngulo de sus lomos será la justicia; y la fe el cinturón con que se ceñirá su cuerpo (Is 11,5).
San Luis Bertrán, Obras y sermones, vol. I, pp.487-500.
San Luis Bertrán
Los dolores de la Virgen
1.- En este sermón de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo, los predicadores suelen omitir la salutación a la Virgen, nuestra Señora y Madre de quien hoy tenemos ante nuestros ojos, tal como nos lo representa la Iglesia, clavado en un madero y con la mayor afrenta e ignominia que hombre alguno haya sufrido ni sufrirá jamás. Y la razón que aducen es que la Virgen estaba hoy muy ocupada por la tristeza y el sentimiento que le producía la muerte tan dolorosa y afrentosa que padecía su benditísimo Hijo. A tales predicadores les parece que hoy no es día de andar de negocios con ella, ni de pedirle favores. No se puede negar que el dolor que sintió aquella Paloma sin hiel y triste Madre de nuestro Redentor por la Pasión de su Hijo, fue el mayor dolor que pudo experimentar nunca criatura alguna. Dice San Juan Crisóstomo: Que todas las criaturas se compadecieron al ver morir a Cristo2. En efecto, el sol se obscureció, los ángeles lloraron, la tierra tembló, el velo del Templo se rasgó y las piedras se quebrantaron. Si la Pasión del Señor dejó tal huella en las piedras, hasta el punto que se rompieron y partieron, ¿cuán grande llaga, dolor y tristeza debió causar en el blando y tierno corazón de la Madre que lo parió? Si un ladrón obstinado en los males que había cometido, y cuyo corazón era más duro que las piedras y que el yunque de los herreros, viendo padecer sin culpa alguna al Salvador, y con tormentos tan amargos, se enterneció, y dijo a su compañero: Nosotros recibimos lo merecido por nuestras culpas, pero éste no ha hecho nada malo (Lc 23,41), ¿qué haría la que tan tiernamente le amó siempre? ¿Qué sentiría en esos momentos la Madre que lo parió, la que lo crió a sus pechos y la que le sirvió hasta aquella hora?
2.- El profeta Isaías viendo de muy lejos, como quinientos años antes, la Pasión del Señor, escribía: Lo hemos visto y no es de aspecto bello, ni esplendoroso; nada hay que atraiga nuestros ojos, ni llame nuestra atención hacia él; despreciado y el desecho de los hombres, varón de dolores y que sabe lo que es padecer; y su rostro como cubierto de vergüenza y afrentado, por lo que no hicimos ningún caso de él (Is 53,2-3). ¡Qué trocado y desmejorado lo vio el profeta! Salió de las entrañas de su Madre como el más hermoso y agraciado de los hijos de los hombres, cual sol que amanece; y ahora está en la Cruz cargado de dolores, angustias y tormentos. Está tan desfigurado que no hay quien lo reconozca: Por lo que no hicimos ningún caso de él. Si tanto se enterneció Isaías, viéndole de tan lejos, ¿cuál sería el sentimiento de la Madre que lo parió, teniéndole ahora tan cerca? Según San Lucas, cuando el Señor entró en Jerusalén con todo el triunfo del mundo, al mirar los muros de la ciudad y sus edificios, pensó en el estrago que luego harían sobre ellos los romanos, y sintió un gran dolor y lloró amargamente (cfr. Lc 19,41). Pues, ¿cuán grande sería el dolor de la Virgen, y cuán amargas sus lágrimas, al ver al Dios de Jerusalén tan afrentado y maltratado, y muriendo sobre una Cruz por la malicia de los judíos? Si es verdad, bendita Señora, que cuando el Salvador era niño y envolvíais su cuerpo, llorabas ya amargamente al contemplar aquella sagrada cabeza que sería coronada de espinas, y decíais: ¡Oh bendita cabeza, en la cual está encerrada toda la sabiduría de Dios!; ¡oh cabeza, cómo tengo que verte agujereada toda de espinas!; ¡oh rostro, que alegras a los ángeles del cielo, cómo tengo que verte abofeteado, escupido y afeado!; ¡oh ojos, más claros que el sol, cómo tengo que veros eclipsados!; ¡oh manos, que formasteis los cielos, cómo tengo que veros desgarradas!; ¡oh pies, a los cuales todo lo creado está sujeto, cómo tengo que veros atravesados de parte a parte!; ¡oh sagrado pecho, y cuán cruelmente has de ser abierto!; ¡oh cuerpo bendito, y cómo estarás temblando, colgado de un madero, azotado y desollado!; ¡oh boca dulcísima, y cómo has de ser abrevada con hiel y vinagre!; ¡oh Hijo de mi corazón, que ahora te tengo en mis brazos, y has de dejar los míos para estar en los de la Cruz!; ¡oh lumbre de mis ojos, que te puse en el pesebre entre dos animales, cómo estarás en el monte Calvario entre dos ladrones!; si con sólo contemplar e imaginarse todo esto el dolor de la Virgen fue tan crecido, que lo admirable es que pudiera soportarlo, ¿cuánto mayor será ese dolor ahora, cuando con sus propios ojos, y de tan cerca, ve a todo su bien padecer?
3.- Por cierto, si el dolor se corresponde a la medida del amor, puesto que la Virgen amó a su Unigénito Hijo más que criatura alguna, e incluso más que a sí misma, cabe pensar que su dolor debió ser mayor que el que nadie haya podido sufrir, y mayor incluso del que ella pudiera padecer por su persona. Yo creo que ella pudo decir con mayor razón que David: ¡Hijo mío, quién me diera que yo muriera por ti! (2 R 18,33). En el libro primero de los Reyes leemos que la mujer de Finees, cercana al parto, al oír la noticia del cautiverio del Arca de Dios y de la muerte de su suegro y de su marido, sorprendida repentinamente por los dolores, inclinóse y parió (1 R 4,19). Es decir, que el dolor del alma redundó de tal manera en su cuerpo que parió. Y añade el texto que, estando ya que se le salía el alma y a punto de expirar, le dijeron: ¡No desmayéis, señora, que habéis parido un hijo! Pero ella no respondió otra cosa que: ¡Acabóse la gloria de Israel, porque ha sido cogida el Arca de Dios! (ibíd. 21). Pues, si por sólo saber que el Arca estaba en manos de los filisteos y con ello perdía Israel su gloria, esta mujer sentía tanto dolor, ¿cuánto más crecido debió ser el dolor de la Virgen cuando vio a su Hijo, prefigurado por el Arca, en manos de sus enemigos, y que, por ello, el pueblo de Israel perdía su gloria, y había de ser, como lo es hoy, el más abatido de todos los pueblos del mundo?
4.- No cabe duda de que el dolor de nuestra Señora en el día de hoy fue el más crecido del mundo; pero, por otra parte, estoy convencido de que ese dolor no entorpece de tal manera su caridad, que le impida encargarse de nuestras miserias, pues precisamente hoy ve que, para sacarnos de ellas, su Hijo bendito se carga con la pesada carga que lo llevó a la muerte. Ni tampoco se ha de creer que su dolor, con ser tan grande, se saliese de los límites de la razón y que le hiciese perder el juicio, como algunos opinan, pues es injurioso para la Virgen sin mancilla el pensar que pasión alguna llegara a sobrepujarla tanto, que le venciese la razón. Es más, el evangelista San Juan parece indicar lo contrario, cuando dice: Estaba junto a la Cruz la madre de Jesús (Jn 19,25). Pues cabe pensar que ella debió aprovechar aquellos momentos para hacerse una serie de consideraciones que la aliviasen del profundo dolor que la aquejaba. Sin duda debió considerar que su Hijo no moría contra su voluntad, sino por cumplir la voluntad de su Padre, que le quería más que ella, y que moría para dar vida a todos los hombres y para ofrecer un remedio universal al linaje humano. También debió pensar que en breve lo volvería a ver resucitado y rodeado de una gran gloria. Con estas consideraciones debió procurar la prudentísima Virgen resistir a su dolor, de suerte que le quedase lugar para atender al remedio de nuestras necesidades. Más aún, viendo a su Hijo encargado de las causas de los hombres, sin duda deseó ella también ocuparse de ellas, para ayudarle a soportar sus trabajos. Por esta razón, debemos saludarla hoy nosotros también y pedirle su favor. Es más, haciéndolo así, cooperaremos también nosotros con algo por nuestra parte, que le sirva de alivio en los padecimientos de este día, como es invocarla en nuestro favor recordándole aquel primer gozo que recibió con la embajada del Arcángel Gabriel. Es decir, que ahora que siente el dolor por la muerte de su Hijo, es bueno recordarle el gozo que experimentó al concebirlo; y hoy que le profieren tantos denuestos los hombres, será bueno que le entonemos nosotros los loores que le cantaron los ángeles al nacer. Por eso, hoy que no halla gracia en los hombres, vayamos a ella para que se compadezca de nosotros y nos alcance esa gracia, diciéndole: Ave María.
San Luis Bertrán, Obras y sermones, vol. I, pp.487-500.
San Agustín
La pasión del Señor.
1. La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es para nosotros un ejemplo de paciencia, a la vez que seguridad de alcanzar la gloria. ¿Qué cosa no pueden esperar de la gracia de Dios los corazones de los fieles? Por bien de ellos, el Hijo único de Dios y coeterno con el Padre tuvo en poco el nacer como hombre y, por tanto, de hombre, sino que hasta sufrió la muerte de manos de quienes fueron creados por él. Gran cosa es lo que se nos promete para el futuro, pero mucho mayores lo que recordamos que se hizo ya por nosotros. ¿Dónde estaban los santos o qué eran ellos cuando Cristo murió por los impíos? ¿Quién dudará de que él ha de donarles su vida, si les donó incluso su muerte? ¿Por qué duda la fragilidad humana en creer que será una realidad el que los hombres vivan algún día en compañía de Dios? Mucho más increíble es lo que ya ha tenido lugar: que Dios haya muerto por los hombres. ¿Quién es Cristo sino la Palabra que existía en el principio, la Palabra que existía junto a Dios y la Palabra que era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. No hubiera tenido en sí mismo donde morir por nosotros si no hubiese tomado nuestra carne mortal. De esta manera pudo morir el inmortal y quiso donar la vida a los mortales: haciendo partícipes de sí mismo en el futuro a aquellos de quienes él se había hecho partícipe antes. Pues ni nosotros teníamos en nuestro ser de dónde conseguir la vida ni él en el suyo en dónde sufrir la muerte. Realizó, pues, con nosotros un admirable comercio en base a una mutua participación: el dónde morir era nuestro, el don de vivir será suyo. Pero la carne que tomó de nosotros para morir, él mismo la otorgó, puesto que es el creador; la vida, en cambio, gracias a la cual viviremos en él y con él, no la recibió de nosotros. En consecuencia, si consideramos nuestra naturaleza, la que nos hace hombres, no murió en su ser, sino en el nuestro, puesto que de ninguna manera puede morir en su naturaleza propia, por la que es Dios. Si, en cambio, consideramos que es creatura suya, que él lo hizo en cuanto Dios, murió también en su ser, puesto que él es autor también de la carne en que murió.
2. Así, pues, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios, sino más bien poner en ella toda nuestra confianza y nuestra gloria. En efecto, recibiendo en lo que tomó de nosotros la muerte que encontró en nosotros, hizo una promesa fidedigna de que nos ha de dar la vida en él; vida que no podemos obtener por nosotros. Quien nos amó tanto que, sin tener pecado, sufrió lo que los pecadores habíamos merecido por el pecado, ¿cómo no va a darnos quien nos hace justos lo que merecimos por la justicia? ¿Cómo no va a cumplir su promesa de dar el galardón a los santos quien promete sinceramente, quien sin cometer maldad alguna sufrió el castigo que merecían los malvados? Llenos de coraje, confesemos, o más bien profesemos, hermanos, que Cristo fue crucificado por nosotros; digámoslo llenos de gozo, no de temor; gloriándonos, no avergonzándonos. Lo vio el apóstol Pablo, y lo recomendó como título de gloria. Muchas cosas grandiosas y divinas tenía para mencionar a propósito de Cristo; no obstante, no dijo que se gloriaba en las maravillas obradas por él, que, siendo Dios junto al Padre, creó el mundo, y, siendo hombre como nosotros, dio órdenes al mundo; sino: Lejos de miel gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Estaba contemplando quién, por quiénes y de dónde había pendido, y presumía de tan grande humildad de Dios y de la divina excelsitud. Esto el Apóstol.
3. Pero quienes nos insultan porque adoramos al Señor crucificado, cuanto más piensan que saben, tanto más irremediablemente han perdido la razón, pues no entienden en absoluto lo que creemos o decimos. En efecto, nosotros no decimos que murió en Cristo su ser divino, sino su ser humano. Si, por ejemplo, cuando muere un hombre cualquiera no súfrela muerte, en compañía del cuerpo, aquello que ante todo le constituye como hombre, es decir, lo que le distingue de las bestias, lo que faculta el entender, lo que discierne entre lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno, lo falso y lo verdadero, en definitiva, el alma racional, sino que, muerto el cuerpo, ella se separa con vida y, no obstante, se dice: «Ha muerto un hombre», ¿por qué no decir también: «Murió Dios», sin entender por ello que pudo morir el ser divino, sino la parte mortal que había recibido en favor de los mortales? Cuando muere un hombre, no muere su alma que mora en la carne; de idéntica manera, cuando murió Cristo, no murió su divinidad presente en la carne. «Pero, dicen, Dios no pudo mezclarse con el hombre y hacerse, juntamente con él, el único Cristo.» Según esta opinión carnal y vana y cualesquiera otras opiniones humanas, más difícil debería sernos el creer en la posibilidad de la mezcla entre el espíritu y la carne que entre Dios y el hombre, y, a pesar de todo, ningún hombre sería hombre si el espíritu del hombre no estuviese mezclado a un cuerpo humano.
¡Cuánto más difícil y extraña no será la mezcla entre espíritu y cuerpo que entre espíritu y espíritu! Si, pues, para constituir un hombre se han mezclado el espíritu del hombre, que no es cuerpo, y el cuerpo del hombre, que no es espíritu, Dios, que es espíritu, ¿no pudo, con mucha más razón, mezclarse, gracias a una participación espiritual, no ya a un cuerpo desvinculado del espíritu, sino a un hombre poseedor de espíritu, para constituir de ambos un único Cristo?
4. Gloriémonos, pues, también nosotros en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo. Cruz que hemos colocado en la misma frente, es decir, en la sede del pudor, paraqué no nos avergoncemos. Y si nos esforzamos por explicar cuál es la enseñanza de paciencia que se encierra en esta cruz o cuan saludable es, ¿encontraremos palabras adecuadas a los contenidos tiempo adecuado a las palabras? ¿Qué hombre que crea con toda verdad e intensidad en Cristo se atreverá a enorgullecerse, cuando es Dios quien enseña la humildad no sólo con la palabra, sino también con su ejemplo? La utilidad de esta enseñanza la recuerda en pocas palabras aquella frase de la Sagrada Escritura: Antes de la caída se exalta el corazón y antes de la gloria se humilla. Lo mismo afirman estas otras palabras: Dios resiste a los soberbios, y a los humildes, en cambio, les da su gracia; e igualmente: Quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado. Por consiguiente, ante la exhortación del Apóstol a que no seamos altivos, sino que tengamos sentimientos humildes, el hombre ha de pensar, si le es posible, a qué gran precipicio es empujado si no comparte la humildad de Dios y cuan pernicioso es que el hombre encuentre dificultad en soportar lo que quiera el Dios justo, si Dios sufrió pacientemente lo que quiso el injusto enemigo.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4), Sermón 218 C, 1-4, BAC Madrid 1983, XXIV, pág. 219-23
Celebración del Viernes Santo – Ciclo A
7 de Abril de 2023
Entrada:
La agonía de Jesús en la Cruz nos introduce en la hora santa de la redención del mundo. La hora de la misericordia en que el corazón de Cristo se abre de par en par para acoger a todos los hombres y bañarlos con su Sangre Divina.
Liturgia de la Palabra:
Primera Lectura: Isaías 52, 13- 53, 12
La descripción del siervo sufriente profetizado por Isaías nos representa los dolores físicos y espirituales de Nuestro Redentor.
Salmo Responsorial: 30
Segunda Lectura: Hebreos 4, 14- 16; 5, 7- 9
Cristo aprendió sufriendo lo que significa obedecer inmolando totalmente su voluntad al Padre.
Evangelio: Juan 18, 1- 19, 42
Juan, el apóstol del Corazón de Cristo nos relata la pasión del cordero de Dios, del verdadero Siervo Sufriente.
Oración Universal:
Subamos espiritualmente al Calvario y a los pies de Cristo crucificado hagamos nuestra oración universal: elevemos súplicas por los hombres de todo el mundo y por sus necesidades.
Adoración de la Cruz:
¡Oh árbol glorioso y esplendente, adornado con la púrpura del Rey! En tus brazos estuvo suspendido el precio de nuestra redención. Al adorar la Cruz adoramos los inescrutables designios de la Voluntad de Dios.
Sagrada Comunión:
Recibimos a Cristo comulgando con sus padecimientos y haciéndonos partícipes de su Amor.
Terminada la oración sobre el pueblo, el celebrante sale. Todos en silencio.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
¿DÓNDE ESTA DIOS CUANDO MÁS LO NECESITAMOS?
Susana saltó de su asiento cuando vio salir al cirujano. Le pregunto: ¿Cómo está mi pequeño?, ¿va a ponerse bien?, ¿cuándo lo podré ver?
El cirujano dijo: Lo siento, hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance.
Susana dijo consternada. ¿Porqué a los niños le da cáncer?.
¿Es que acaso Dios ya no se preocupa por ellos?.
¿DIOS dónde estabas cuando mi hijo te necesitaba?.
El cirujano dijo: una de las enfermeras saldrá en unos momentos para dejarte pasar unos minutos con los restos de tu hijo antes de que sean llevados a la Universidad.
Susana pidió a la enfermera que la acompañara mientras se despedía de su hijo.
Recorrió con su mano su cabello rojizo. La enfermera le pregunto si quería conservar unos de los rizos, Susana asintió.
La enfermera corto el rizo, lo coloco en una bolsita de plástico y se la dio a Susana.
Susana dijo: Fue idea de Carlitos donar su cuerpo a la universidad para ser estudiado. Dijo que podría ayudar a alguien más. Eso es lo que él deseaba. Yo al principio me negué, pero él me dijo, Mami, no lo usaré después de que me muera, y tal vez ayudará a que un niño disfrute un día más junto a su mamá. Mi Carlitos tenía un corazón de oro, siempre pensaba en los demás y deseaba ayudarlos como pudiera.
Susana salió del Hospital infantil, por última vez, después de haber permanecido allí la mayor parte de los últimos seis meses.
Coloco la maleta con las pertenencias de Carlitos en el asiento del auto, junto a ella. Fue difícil manejar de regreso a casa, y más difícil aún entrar en una casa vacía. Llevó la maleta a la habitación de Carlitos y coloco los autos miniaturas y todas las demás cosas justo como él las tenía. Se acostó en la cama y lloró hasta quedarse dormida, abrazando la pequeña almohada de Carlitos.
Despertó cerca de la medianoche y junto a ella había una hoja de papel doblado, abrió la carta que decía:
Querida mami: Sé que vas a echarme de menos, pero no pienses que te he olvidado, o he dejado de amarte sólo porque ya no estoy ahí para decirte TE AMO.
Pensaré en ti cada día, mamita, y cada día te amare aún más. Algún día nos volveremos a ver.
Si deseas adoptar un niño para que no estés tan solita, podrá estar en mi habitación y podrá jugar con todas mis cosas.
Si deseas que sea una niña, probablemente no le gustaran las mismas cosas que a los niños y tendrás que comprarle muñecas y esas cosas.
No te pongas triste cuando pienses en mí, este lugar es grandioso. Los abuelos vinieron a recibirme cuando llegue y me han mostrado algo de acá, pero tomara algo de tiempo verlo todo.
Los ángeles son muy amistosos y me encanta verlos volar.
Jesús no se parece a todas las imágenes que vi de Él, pero supe que era él tan pronto lo vi, Jesús me llevo a ver a DIOS! …Y qué crees mami? Me senté en su regazo y le hablé como si yo fuera alguien importante, le dije a Dios que quería escribirte una carta para despedirme y todo eso, aunque sabía que no estaba permitido.
Dios me dio papel y su pluma personal para escribirte esta carta. Creo que se llama Gabriel el ángel que te la dejara caer.
Dios me dijo que te respondiera a lo que le preguntaste. ¿Dónde estaba el cuándo yo lo necesitaba?.
Dios dijo: En el mismo lugar que cuando Jesús estaba en la cruz. Estaba justo ahí, como lo está con todos sus hijos. Esta noche estaré a la mesa con Jesús para la cena. Sé que la comida será fabulosa.
Casi olvido decirte… Ya no tengo ningún dolor, el cáncer se ha ido. Me alegra, pues ya no podía resistir tanto dolor y Dios no podía resistir verme sufrir de ese modo, así que envío al ángel de la misericordia para llevarme.
¡El Ángel me dijo que Yo era una entrega especial!.
Firmado con amor de: Dios, Jesús y Yo.