MISA DEL DÍA
PRIMERA LECTURA
Comimos y bebimos con Él, después de su resurrección
Lectura de los Hechos de los Apóstoles 10, 34a. 37-4
Pedro, tomando la palabra, dijo: «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazareno con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo ebien y sanando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con Él.
Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de lo judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de ante mano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con Él, después de su resurrección.
Y nos envió a predicar al pueblo, y a atestiguar que Él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de Él, declarando que los que creen en Él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre».
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 117, 1-2. 16-17. 22-23
R. Éste es el día que hizo el Señor:
alegrémonos y regocijémonos en él.
O bien:
R. Aleluia, aleluia, aleluia.
¡Den gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
Que lo diga el pueblo de Israel:
¡es eterno su amor! R.
La mano del Señor es sublime,
la mano del Señor hace proezas.
No, no moriré:
viviré para publicar lo que hizo el Señor. R.
La piedra que desecharon los constructores
es ahora la piedra angular.
Esto ha sido hecho por el Señor
y es admirable a nuestros ojos. R.
SEGUNDA LECTURA
Busquen los bienes del cielo, donde está Cristo
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Colosas 3, 1-4
Hermanos:
Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Porque ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es la vida de ustedes, entonces ustedes también aparecerán con Él, llenos de gloria.
Palabra de Dios.
O bien:
Despójense de la vieja levadura,
para ser una nueva masa
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los cristianos de Corinto 5, 6b-8
Hermanos:
¿No saben que «un poco de levadura hace fermentar toda la masa»? Despójense de la vieja levadura, para ser una nueva masa, ya que ustedes mismos son como el pan sin levadura. Porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.
Celebremos, entonces, nuestra Pascua, no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad, sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad.
Palabra de Dios.
SECUENCIA
(Debe decirse hoy; en los días de la octava, es optativa.)
Cristianos,
Ofrezcamos al Cordero pascual
Nuestro sacrificio de alabanza.
El Cordero ha redimido a las ovejas:
Cristo el inocente,
Reconcilió a los pecadores con el Padre.
La muerte y la vida se enfrentaron
en un duelo admirable:
el Rey de la vida estuvo muerto,
y ahora vive.
Dinos, María Magdalena,
¿qué viste en el camino?
He visto el sepulcro del Cristo viviente
y la gloria del Señor resucitado.
He visto a los ángeles,
testigos del milagro,
he visto el sudario y las vestiduras.
Ha resucitado Cristo, mi esperanza,
y precederá a los discípulos en Galilea.
Sabemos que Cristo resucitó realmente;
Tú, Rey victorioso,
ten piedad de nosotros.
EVANGELIO
Aleluia 1 Cor 5, 7b-8a
Aleluia.
Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.
Celebremos, entonces, nuestra Pascua.
Aleluia.
Él debía resucitar de entre los muertos
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: El también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor.
En lugar de este Evangelio se puede leer el Evangelio de la vigilia del año que corresponda (A-B-C)
Donde se celebre Misa vespertina, también puede leerse el siguiente Evangelio:
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 24, 13-35
El primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.
Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?»
Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!»
«¿Qué cosa?», les preguntó.
Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera Él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas.Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que Él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a Él no lo vieron».
Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a El.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba».
Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero Él había desaparecido de su vista.
Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!»
Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Palabra del Señor.
José María Solé Roma, C.M.F.
Sobre la Primera Lectura (Hechos 10, 34 a. 37-43).
La Resurrección de Cristo es en la Historia de la Salvación el acontecimiento básico. Lo es para Cristo, ya que su Resurrección ilumina su mensaje, garantiza su misión y da sentido a su Vida, a su Pasión y a su Muerte. Y lo es para nosotros. Es la virtud y el poder del Resucitado el que nos hace nacer a la nueva vida, nos inunda de Espíritu Santo y prepara y asegura nuestra resurrección y glorificación.
– De ahí que en el Kerigma o predicación apostólica el punto central es la Resurrección de Cristo. Así lo constatamos en este discurso de Pedro (v 40) igual que en los restantes esquemas del sermonario Petrino que Lucas nos ha conservado: Hechos 2, 14; 3, 12; 4, 9; 5, 29. Ser Apóstol es, ante todo, para dar testimonio de la Resurrección como testigo ocular y cualificado (Hechos 1, 22).
– En el presente discurso Pedro interpreta la vida de Jesús a la luz de su Resurrección: Aquella su primera Epifanía Mesiánica del Jordán (Lc 3, 22), en la que Jesús fue ungido de Espíritu Santo, es un anticipo y prenuncio de la Unción gloriosa de la Resurrección. En ésta, ungido de Espíritu Santo y de poder, queda constituido: Mesías (Ungido)-Señor. Es decir, el Mesías-Redentor es a través de la Resurrección Mesías-Señor. San Pablo desarrolla el mismo pensamiento cuando escribe a los Romanos: El Hijo de Dios nacido de David según la carne, a raíz de la Resurrección fue constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu (Rom 1, 4).
– A raíz de la Resurrección inicia Jesús un nuevo estadio de vida y de actuación: el de Señor (Hch 2, 36), Jefe y Salvador (5, 31), Juez y Salvador de vivos y muertos (10, 42), Señor en gloria o Hijo de Dios en poder, que dirá San Pablo (Fip 2, 11; Rom 1, 4), o Espíritu Vivificante, (1 Cort 15, 45). Por tanto, la Resurrección de Cristo es para todos una llamada apremiante a la fe, a la conversión, al amor. El Centurión que es, incircunciso, recibe el Espíritu Santo, solo para la fe en el Resucitado, es prueba fehaciente de que Cristo es el Salvador de todos. Y por eso, exultantes de gozo pascual, ofrecemos, Señor, el Sacrificio por el que tu Iglesia es maravillosamente regenerada y vigorizada.
Sobre la Segunda Lectura (Colosenses 3, 1-4).
San Pablo, a la luz de la Resurrección de Cristo, ilumina la esencia y las exigencias de la vida cristiana:
– El Bautismo, con sus ritos de inmersión y emersión, significa nuestro morir con Cristo al pecado y nuestro resucitar con Cristo a nueva vida. El hombre viejo, o sea la herencia de Adán, queda sepultado en las aguas bautismales. Renacemos a la vida de gracia; la que recibimos del Resucitado. El bautizado está en comunión con la vida celeste de Cristo.
– El Bautismo debe marcar con su sello (imprime carácter) todo el ser y todo el vivir del cristiano son bienes para él no los caducos y efímeros, sino los que Cristo le ha ganado con la Pasión y le regala con la Resurrección. En su virtud somos ya ciudadanos del cielo, donde sentado a la derecha del Padre está Cristo (v l),quien, como precursor, entró a favor nuestro para prepararnos el lugar (Heb 6,20; Jn 14, 2).
– Todo al presente se desarrolla en fe: Vida escondida con Cristo en Dios (v 3). Cuando llegue la Parusía gloriosa de Cristo también nosotros entraremos a participar en cuerpo y alma en la gloria del Resucitado: cuando Cristo, vida nuestra, se manifieste, también vosotros os manifestaréis juntamente con El, revestidos de gloria (v 4).Y transfigurara nuestro cuerpo deleznable, conformándolo al Cuerpo suyo glorioso, con aquella su eficiente virtud que es poderosa para someter a Sí el universo (FIp 3, 21). Ipse enim verus est Agnus qui abstulit peccata mundi; qui mortem nostram moriendo destruxit et vitam resurgendo reparavit (Pref.).
Sobre el Evangelio (Juan 20, 1-9).
Pedro y Juan, tras explorar el Sepulcro vacío, comprenden lo que a lo largo de la vida mortal de Jesús jamás habían entendido: Jesús es la Vida. Con su muerte ha vencido a la Muerte. El Sepulcro vacío es testigo de la victoria del Resucitado: Quapropter, profusispaschalibusgaudiis, totus in orbe terrarummundusexultat (Pref.).
– Es el primer día de la semana (v 1). Por este hecho será siempre más el Día del Señor, el Domingo cristiano (Ap 1, 10), en el cual para siempre se rememorará, se revivirá, se actualizará la Pascua: la Muerte y Resurrección de Cristo. Nosotros, los cristianos de hoy, la celebramos con igual júbilo que Pedro y Juan. La Iglesia peregrina, en su Eucaristía, conmemora la Redención, la actualiza, y se prepara para el retorno glorioso del Señor. Vive en Pascua perenne: Sin fermento de pecado, porque nuestra Pascua es Cristo (1Cor 5, 8).
– Vieron los lienzos en el suelo, sudario plegado… Estos datos hacen imposible la explicación de un robo. El muerto no ha sido robado. El se ha huido del poder de la muerte. Queda la mortaja como testigo. Pedro y Juan ven y creen: El sepulcro vacío les abre los ojos para entender lo que tantas veces les había profetizado Jesús, de que al tercer día resucitaría. Luego, en las apariciones que les otorgará el Resucitado, les hará ver cómo las Profecías Mesiánicas hablan de un Mesías Redentor que morirá para nuestro rescate y resucitará para nuestra justificación; el Mesías que a través de la muerte es nuestra Vida, Adán Nuevo, Espíritu Vivificante.
(SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo B, Herder, Barcelona, 1979)
Xavier Leon – Dufour
Resurrección
La idea bíblica de resurrección no se puede en modo alguno comparar con la idea griega de inmortalidad. Según la concepción griega, el alma del hombre, incorruptible por naturaleza, entra en la inmortalidad divina tan luego la muerte la ha liberado de los lazos del cuerpo. Según la concepción bíblica, la persona humana entera está destinada por su condición presente a caer en poder de la *muerte: el *alma será prisionera del seol mientras que el *cuerpo se pudrirá en la tumba; pero esto sólo será un estado transitorio del que el hombre resurgirá vivo por una gracia divina, como se reincorpora uno levantándose de la tierra en que yacía, como vuelve uno a despertar del sueño en que había caído. La idea, formulada ya en el AT, ha venido a ser el centro de la fe y de la esperanza cristianas desde que Cristo mismo volvió a la vida en calidad de “primogénito de entre los muertos”.
AT I. EL SEÑOR DE LA VIDA. Los cultos naturistas del antiguo Oriente asignaban un lugar importante al mito del Dios muerto y resucitado, traducción dramática de una experiencia humana común: la del resurgir primaveral de la vida después de su sopor invernal. Osiris en Egipto, Tammuz en Mesopotamia, Baal en Canaán (convertido en Adonis en baja época) eran dioses de este género. Su drama, acaecido en el *tiempo primordial, se repetía indefinidamente en los ciclos de la naturaleza; actualizándolo en una representación sagrada contribuían los ritos -así se creía – a renovar su eficacia, tan importante para poblaciones pastoriles y agrícolas.
Ahora bien, desde los comienzos, la revelación del AT rompe absolutamente con esta mitología y con los rituales que la acompañan. El *Dios único es también el único señor de la vida y de la muerte: “él da la muerte y da la vida, hace bajar al seol y subir de él” (1Sa 2,6; Dt 32,39), pues tiene poder sobre el seol mismo (Am 9,2; Sal 139,8). También la resurrección primaveral de la naturaleza es efecto de su *palabra y de su *Espíritu (cf. Gén 1,11s.22. 28; 8,22; Sal 104,29s). Con más razón tratándose de los hombres: él es quien rescata su alma de la fosa (Sal 103,4) y les devuelve la vida (Sal 41,3; 80,19); no abandona en el .seol el alma de sus amigos ni les dejó ver la corrupción (Sal I6,10s).
Estas expresiones se entienden sin duda en forma hiperbólica para significar una preservación temporal de la muerte. Pero los milagros de resurrección operados por Elías y Eliseo (1Re 17,17-23; 2Re 4,33ss; 13, 21) muestran que Yahveh puede vivificar a los muertos mismos sacándolos del seol, al que habían descendido. Estos retornos a la vida no tienen evidentemente ya nada que ver con la resurrección mítica de los dioses muertos, a no ser esta representación espacial que hace de ellas una subida del abismo infernal a la tierra de los vivos.
II. LA RESURRECCIÓN DEL PUEBLO DE DIOS. En una primera serie de textos se emplea esta imagen de la resurrección para traducir la *esperanza colectiva del pueblo de Israel. Éste, herido por los *castigos divinos, se puede comparar con un enfermo acechado por la muerte (cf. Is 1,5s) y hasta con un cadáver al que la muerte ha convertido en su presa. Pero si se convierte, ¿no lo volverá Yahveh a la vida? “Venid, volvamos a Yahveh… A los dos días nos devolverá la vida; al tercer día nos levantará y viviremos delante de él” (Os 6,Is).
No es esto un mero voto de los hombres, pues no faltan promesas proféticas que atestiguan expresamente que sucederá así. Después de la prueba del *exilio resucitará Dios a su pueblo como se vuelven a la vida osamentas ya áridas (Ez 37,1-14). Despertará a *Jerusalén y hará que se levante del polvo donde yacía como muerta (Is 51,17; 60,1). Devolverá la vida a los muertos, hará que se levanten sus cadáveres, que se despierten los que están acostados sobre el polvo (Is 26,19). (…). Dios triunfa, pues, de la muerte en beneficio de su pueblo.
Incluso la parte fiel de Israel pudo caer por un tiempo en poder de los infiernos, como el *Siervo de Yahveh, muerto y sepultado con los malvados (Is 53,8s.12). Pero día vendrá en que, también como el Siervo, este *resto justo prolongue sus días, vea la *luz y comparta los trofeos de la *victoria (Is 53,10ss). Primer esbozo, todavía misterioso, de una promesa de resurrección, gracias a la cual los justos que sufren verán al fin surgir a su defensor y tomar su causa en su mano (cf. Job 19,25s, reinterpretado por la Vulgata).
III. LA RESURRECCIÓN INDIVIDUAL. La revelación da un paso adelante con ocasión de la crisis macabea. La persecución de Antíoco y la experiencia del martirio plantean entonces en forma aguda el problema de la *retribución individual. Es una certeza fundamental que haya que aguardar el reinado de Dios y el triunfo final del pueblo de los santos del Altísimo, anunciados desde muy atrás por los oráculos proféticos: (Dan 7,13s.27; cf. 2,44). Pero ¿qué será de los *santos muertos por la fe? El apocalipsis de Daniel responde: “Gran número de los que duermen en el país del polvo despertarán; éstos son para la vida eterna; los otros, para el oprobio, para el horror eterno” (Dan 12,2). La imagen de resurrección empleada por Ezequiel e Is 26 se debe, pues, entender en forma realista: Dios hará que los muertos vuelvan a subir del seol para que tengan participación en el *reino. Sin embargo, la nueva *vida en que entren no será ya semejante a la vida del mundo presente: será una vida transfigurada (Dan 12,3). Tal es la esperanza que sostiene a los *mártires en medio de su *prueba: se les puede arrancar la vida corpórea; el Dios que crea es también el que resucita (2Mac 7,9. 11.22; 14,46); al paso que para los malos no habrá resurrección a la vida (2Mac 7,14).
A partir de este momento la doctrina de la resurrección se convierte en patrimonio común del judaísmo. Si la secta saducea, por prurito de arcaísmo, no la admite (cf. Act 23,8) y hasta se burla de ella planteando a propósito de la misma cuestiones ridículas (Mt 22,23-28 p), los fariseos la profesan, así como la secta de la que proviene el libro de Henoc (probablemente el antiguo esenismo). (…)
NT. I. EL PRIMOGÉNITO DE ENTRE LOS MUERTOS. 1. Preludios. Jesús no cree sólo en la resurrección de los justos el último día. Sabe que el misterio de la resurrección debe ser inaugurado por él, a quien Dios ha dado el dominio de la *vida y de la *muerte. Manifiesta este poder que ha recibido de Dios volviendo a la vida a varios difuntos por los que habían venido a suplicarle: la hija de Jairo (Mc 5,21-42 p), el hijo de la viuda de Naím (Lc 7,11-17), su amigo Lázaro (Jn 11). Estas resurrecciones que recuerdan los milagros proféticos son ya el anuncio velado de la suya, que será de un orden muy diferente.
Jesús añade predicciones claras: el Hijo del hombre debe morir y resucitar al tercer día (Mc 8.31; 9, 31; 10,34 p). Es, según Mt, el “signo de Jonás”: el Hijo del hombreestará tres días y tres noches en el seno de la tierra (Mt 12,40)). Es el signo del *templo: “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días…”; ahora bien, “hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,19ss; cf. Mt 26,61 p). Este anuncio de una resurrección de los muertos se hace incomprensible aun a los mismos doce (cf. Mc 9,10); con más razón a los enemigos de Jesús, que toman pretexto de él para poner guardias en su sepulcro (Mt 27,63s).
2. La experiencia pascual. Los doce no habían, pues, comprendido que el anuncio de la resurrección en las Escrituras concernía en primer lugar a Jesús mismo (In 20,9); por eso su muerte y su sepultura los habían desesperado (cf. Me 16,14; Lc 24,21-24.37; Jn 20,19). Para inducirlos a creer se requiere nada menos que la experiencia pascual. La del sepulcro vacío no es suficiente para convencerlos, pues podría explicarse por un sencillo rapto del cadáver (Le 24,11s; Jn 20,2): sólo Juan cree en seguida (Jn 20,8).
Pero luego comienzan las apariciones del Resucitado. (…) Jesús aparece “durante muchos días” (Act 13,31); en otro lugar se precisa: “durante cuarenta días” (1,3), hasta la escena significativa de la ascensión. Los relatos subrayan el carácter concreto de estas manifestaciones: el que aparece es ciertamente Jesús de Nazaret; los apóstoles lo ven y lo tocan (Lc 24, 36-40; Jn 20, 19-29), comen con él (Lc 24,29s.41s; Jn 21,9-13; Act 10, 41). Está presente, no como un fantasma, sino con su propio cuerpo (Mt 28,9; Lc 24,37ss; Jn 20,20.27ss). Sin embargo, este cuerpo está sustraído a las condiciones habituales de la vida terrenal (Jn20,19; cf. 20, 17). Jesús repite, sí, los gestos que realizaba durante su vida pública, lo cual permite reconocerle (Lc 24,30s; Jn 21,6.12); pero ahora se halla en el estado de *gloria que describían los apocalipsis judíos.
El pueblo, en cambio, no es espectador de estas apariciones como lo había sido de la pasión y de la muerte. Jesús reserva sus manifestaciones a los *testigos que él se ha escogido (Act 2,32; 10,41; 13.31), siendo el último Pablo en el camino de Damasco (lCor 15,8): de los testigos hace sus *apóstoles. Se les muestra a ellos “y no al mundo” (Jn 14,22), pues el *mundo está cerrado a la fe. Incluso los guardias del sepulcro, aterrorizados por la teofanía misteriosa (Mt 28,4), no veían a Cristo mismo. Igualmente el hecho de la resurrección, el momento en que Jesús resurge de la muerte, es imposible de describir. Mateo se limita a evocarlo en un lenguaje convencional tomado de las Escrituras (Mt 28, 2s): temblor de tierra, claridad deslumbradora, aparición del *ángel del Señor… Entramos aquí en una esfera trascendente que sólo pueden traducir las expresiones preparadas por el AT, aun cuando la realidad a que se aplican es en sí misma inefable.
3. El evangelio de la resurrección en la predicación apostólica. Desde el día de *pentecostés se convierte la resurrección en el centro de la predicación apostólica, porque en ella se revela el objeto fundamental de la fe cristiana (Act 2,22-35). Este *evangelio de pascua es ante todo el testimonio tributado a un hecho: Jesús fue crucificado y murió; pero Dios lo resucitó y por él aporta a los hombres la salvación. Tal es la catequesis de Pedro a los judíos (3,14s) y su confesión ante el sanedrín (4, 10), la enseñanza de Felipe al eunuco etiópico (8,35), la de Pablo a los judíos (13.33; 17,3) y a los paganos (17,31) y su confesión delante de sus jueces (23,6…). No es otra cosa que el contenido mismo de la experiencia pascual.
Un punto importante se hace notar siempre a propósito de esta experiencia: su conformidad con las Escrituras (cf. lCor 15,3s). Por una parte la resurrección de Jesús realiza las promesas proféticas: promesa de la exaltación gloriosa del *Mesías a la diestra de Dios (Act 2,34; 13,32s), de la glorificación del *Siervo de Yahveh (Act 4,30; Flp 2,7ss), de la entronización del *Hijo del hombre (Act 7,56; cf. Mt 26,64 p). Por otra parte, para traducir este misterio que se sitúa más allá de la experiencia histórica común, los textos escriturarios suministran un arsenal de expresiones que esbozan sus diversos aspectos: Jesús es el *santo, al que Dios libra de la corrupción del Hades (Act 2,25-32; 13,35ss; cf. Sal 16,8-11); es el nuevo *Adán, a cuyos pies ha puesto Dios todo (lCor 15,27; Heb 1,5-13; cf. Sal 8); es la *piedra desechada por los constructores y convertida en piedra angular (Act 4, 11; cf. Sal 118,22)… Cristo glorificado aparece de esta manera como la clave de toda la Escritura, que anticipadamente se refería a él (cf. Lc 24,27.44ss).
4. Sentido y alcance de la resurrección. A medida que la predicación apostólica confronta la resurrección y las Escrituras, elabora una interpretación teológica del hecho. La resurrección, siendo la glorificación del Hijo por el Padre (Act 2,22ss; Rom 8,11; cf. Jn 17,1ss), pone el *sello de Dios sobre el acto de *redención inaugurado por la encarnación y consumado por la *cruz. Por ella es constituido Jesús “Hijo de Dios en su poder” (Rom 1,4; cf. Act 13,33; Heb 1,5; 5,5; Sal 2,7), “*Señor y Cristo” (Act 2,36), (cabeza y salvador” (Act 5,31), “juez y Señor de los vivos y de los muertos” (Act 10,42; Rom 14,9; 2Tim 4,1). Habiendo retornado al Padre (Jn 20,17), puede ahora dar a los hombres el *Espíritu prometido (Jn 20,22; Act 2,33). Así se revela plenamente el sentido profundo de su vida terrenal: ésta era la manifestación de Dios acá en la tierra, de su amor, de su gracia (2 Tim 1,10; Tit 2,11; 3,4). Manifestación velada, en la que la *gloria sólo era perceptible bajo signos (Jn 1, 11) o durante breves momentos, como el de la *transfiguración (Le 9,32. 35 p; cf. Jn 1,14). Ahora que Jesús ha entrado definitivamente en la gloria, la manifestación continúa en la Iglesia, por sus *milagros (Act 3,16) y por el don del Espíritu a los hombres que creen (Act 2,38s; 10,44s).
De este modo Jesús, “primogénito de entre los muertos” (Act 26,23; Col 1,18; Ap 1,5) ha entrado el primero en este mundo *nuevo (cf. Is 65, 17…) que es el universo rescatado. Siendo el “señor de la gloria” (ICor 2,8; cf. Sant 2,1; F1p 2,11), es para los hombres el autor de la salvación (Act 3,6…). Fuerte con el poder divino, se crea un pueblo santo (lPe 2, 9s), al que arrastra en pos de sí.
II. EL PODER DE LA RESURRECCIÓN. La resurrección de Jesús resuelve el problema de la *salvación tal como se nos plantea a cada uno de nosotros. Objeto primero de nuestra fe, es también la base de nuestra esperanza, cuyo alcance determina. Jesús resucitó “como *primicias de los que duermen” (lCor 15,20); esto funda nuestra espera de la resurrección el último día. Más aún: él es en persona “la resurrección y la vida : quien crea en él, aunque hubiese muerto, vivirá” (Jn 11,25); esto funda nuestra certeza de participar desde ahora en el misterio de la vida nueva, que Cristo nos hace accesible a través de los signos sacramentales.
1. La resurrección el último día. La fe judía en la resurrección de los cuerpos fue avalada por Jesús, con sus perspectivas de integridad corporal recobrada (Lc 14,14) y de radical transformación (Mt 22,30ss p); (…) Sin embargo, esta fe no adquiere su significado definitivo sino después de la resurrección personal de Jesús. La comunidad primitiva tiene conciencia de mantenerse en este punto fiel a la fe judía (Act 23,6; 24,15; 26,6ss); pero la resurrección de Jesús le da ahora ya una base objetiva. Resucitaremos todos porque Jesús ha resucitado: “El que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11; cf. lTes 4,14; lCor 6,14; 15,12-22; 2 Cor 4,14).
En el evangelio de Mateo el relato de la resurrección de Jesús subraya ya este punto en forma concreta: en el momento en que Jesús, descendido a los infiernos, vuelve de ellos *vencedor, los justos que aguardaban allí su acceso al gozo celestial surgen para hacerle un cortejo nupcial (Mt 27,52s). (…) Es una anticipación de lo que sucederá el último día. (…)
San Pablo desarrolla mucho más la escenificación de la resurrección general: voz del ángel, trompeta para reunir a los elegidos, *nubes de la parusía, procesión de los elegidos… (lTes 4,15ss; 2Tes 1,7s; lCor 15,52). Este marco convencional es clásico en los apocalipsis judíos; pero el hecho fundamental es más importante que estas modalidades. Contrariamente a las concepciones griegas, en las que el alma liberada de los lazos del cuerpo va sola hacia la inmortalidad, la esperanza cristiana implica una restauración integral de la persona; supone al mismo tiempo una total transformación del *cuerpo, hecho espiritual, incorruptible e inmortal (ICor 15,35-53). Por lo demás Pablo, en la perspectiva en que se sitúa no aborda el problema ‘de las resurrecciones de los malos; sólo piensa en la de los justos, participación en la entrada de Jesús en la gloria (cf. ICor 15,12…). La espera de esta “redención del cuerpo” (Rom 8,23) es tal que para expresarla el lenguaje cristiano confiere a la resurrección una especie de inminencia perpetua (cf. ITes 4,17). Sin embargo. la impaciencia de la *esperanza cristiana (cf. 2Cor 5,1-10) no debe conducir a’ vanas especulaciones sobre la fecha del *día del Señor.
El Apocalipsis traza un cuadro impresionante de la resurrección de los muertos (Ap 20,11-15). La muerte y el Hades los restituyen a todos para que comparezcan ante el juez, tanto a los malos como a los buenos. Mientras que los malos se hunden en la “muerte segunda”, los elegidos entran en una vida nueva, en el seno de un universo transformado que se identifica con el *paraíso primitivo y con la *Jerusalén celestial (Ap 21-22). ¿Cómo expresar de otra manera sino bajo la forma de símbolos una realidad indecible que la experiencia humana no puede alcanzar? Este fresco no está reproducido en el cuarto evangelio. Pero constituye el trasfondo de dos breves alusiones que subrayan sobre todo el papel asignado al Hijo del hombre: los muertos surgirán a su llamada (Jn 5, 28; 6,40.44), los unos para la vida eterna, los otros para la condenación (Jn 5,29).
2. La vida cristiana, resurrección anticipada. Si Juan desarrolla tan poco el cuadro de la resurrección final, es que lo ve realizado anticipadamente desde el tiempo presente. Lázaro saliendo de la tumba representa concretamente a los fieles arrancados a la muerte por la voz de Jesús (cf. Jn 11,25s). También el sermón sobre la obra de vivificación del Hijo del hombre contiene afirmaciones explícitas: “Llega la *hora, y ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la hayan oído vivirán” (Jn 5,25). Esta declaración inequívoca coincide con la experiencia cristiana tal como la expresa la primera epístola de san Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida…” (1Jn 3,14). Quienquiera que posea esta vida no caerá nunca en poder de la muerte (Jn 6,50; 11.26; cf. Rom 5,8s). Esta certeza no suprime la espera de la resurrección final; pero desde ahora transforma una vida que ha entrado en relación con Cristo.
San Pablo decía ya lo mismo subrayando el carácter pascual de la vida cristiana, participación real en la vida de Cristo resucitado. Sepultados con él en el *bautismo, hemos resucitado también con él, porque hemos creído en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos (Col 2,12; Rom 6,4ss). La vida *nueva en que entonces entramos no es otra cosa que su vida de resucitado (Ef 2,5s). En efecto, en aquel momento se nos dijo: “¡Despierta, tú que duermes! Levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará” (Ef 5,14). Esta certeza fundamental rige toda la existencia cristiana. Domina la moral que ahora ya se impone al *hombre nuevo *nacido en Cristo: “Resucitados con Cristo buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1ss). Esta certeza es también la fuente de su *esperanza. En efecto, si el cristiano aguarda con impaciencia la transformación final de su cuerpo de miseria en cuerpo de gloria (Rom 8,22s; Flp 3,1Os.20s), es que ya posee las arras de este estado futuro (Rom 8,23; 2Cor 5,5). Su resurrección final no hará sino manifestar claramente lo que ya es en la realidad secreta del misterio (Col 3,4).
LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001
Vigilia Pascual
San Juan Pablo II
Vigilia Pascual
1. “Y dijo Dios: Que exista la luz. Y la luz existió” (Gn 1, 3).
Una explosión de luz, que la palabra de Dios sacó de la nada, rompió la primera noche, la noche de la creación. Como dice el apóstol Juan: “Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5). Dios no ha creado la oscuridad, sino la luz. Y el libro de la Sabiduría, revelando claramente que la obra de Dios tiene siempre una finalidad positiva, se expresa de la siguiente manera: “Él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Hades sobre la tierra” (Sab 1, 14). En aquella primera noche de la creación hunde sus raíces el misterio pascual que, tras el drama del pecado, representa la restauración y la culminación de aquel comienzo primero.
La Palabra divina ha llamado a la existencia a todas las cosas y, en Jesús, se ha hecho carne para salvarnos. Y, si el destino del primer Adán fue volver a la tierra de la que había sido hecho (cf. Gn 3, 19), el último Adán ha bajado del cielo para volver a él victorioso, primicia de la nueva humanidad (cf. Jn 3, 13; 1 Co 15, 47).
2. Hay otra noche como acontecimiento fundamental de la historia de Israel: la salida prodigiosa de Egipto, cuyo relato se lee cada año en la solemne Vigilia pascual. “El Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del este que secó el mar y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientras que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda” (Ex 14, 21-22). El pueblo de Dios ha nacido de este “bautismo” en el Mar Rojo, cuando experimentó la mano poderosa del Señor que lo rescataba de la esclavitud para conducirlo a la anhelada tierra de la libertad, de la justicia y de la paz. Esta es la segunda noche, la noche del éxodo.
La profecía del libro del Éxodo se cumple hoy también en nosotros, que somos israelitas según el espíritu, descendientes de Abraham por la fe (cf. Rm 4, 16). Como el nuevo Moisés, Cristo nos ha hecho pasar en su Pascua de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. Muertos con Jesús, resucitamos con Él a una vida nueva, por la fuerza del Espíritu Santo. Su Bautismo se ha convertido en el nuestro.
3. “En esta noche de gracia”, en la que Cristo ha resucitado de entre los muertos, se realiza en vosotros un “éxodo” espiritual: dejáis atrás la vieja existencia y entráis en la “tierra de los vivos”. Esta es la tercera noche, la noche de la resurrección.
4. “¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos”. Así se ha cantado en el Pregón pascual, al comienzo de esta Vigilia solemne, madre de todas las Vigilias. Después de la noche trágica del Viernes Santo, cuando el “poder de las tinieblas” (cf. Lc 22, 53) parecía prevalecer sobre Aquel que es “la luz del mundo” (Jn 8, 12), después del gran silencio del Sábado Santo, en el cual Cristo, cumplida su misión en la tierra, encontró reposo en el misterio del Padre y llevó su mensaje de vida a los abismos de la muerte, ha llegado finalmente la noche que precede el “tercer día”, en el que, según las Escrituras, el Señor habría de resucitar, como Él mismo había preanunciado varias veces a sus discípulos. “¡Qué noche tan dichosa en que une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino!” (Pregón pascual).
5. Esta es la noche por excelencia de la fe y de la esperanza. Mientras todo está sumido en la oscuridad, Dios – la Luz – vela. Con Él velan todos los que confían y esperan en Él. ¡Oh María!, esta es por excelencia tu noche. Mientras se apagan las últimas luces del sábado y el fruto de tu vientre reposa en la tierra, tu corazón también vela. Tu fe y tu esperanza miran hacia delante. Vislumbran ya detrás de la pesada losa la tumba vacía; más allá del velo denso de las tinieblas, atisban el alba de la resurrección. Madre, haz que también velemos en el silencio de la noche, creyendo y esperando en la palabra del Señor. Así encontraremos, en la plenitud de la luz y de la vida, a Cristo, primicia de los resucitados, que reina con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. ¡Aleluya!
Homilía de San Juan Pablo II el Sábado, 30 de marzo de 2002
San Juan Pablo II
“¿Buscáis a Jesús crucificado?” (Mt 28,5).
Es la pregunta que oirán las mujeres cuando, “al alborear el primer día de la semana” (ib 28,1), lleguen al sepulcro.
Antes del sábado fue condenado a muerte y expiró en la cruz clamando: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23,46).
Colocaron, pues, a Jesús en un sepulcro, en el que nadie había sido enterrado todavía, en un sepulcro prestado por un amigo, y se alejaron. Se alejaron todos, con prisa, para cumplir la norma de la ley religiosa. Efectivamente, debían comenzar la fiesta, la Pascua de los judíos, el recuerdo del éxodo de la esclavitud de Egipto: la noche antes del sábado.
Luego, pasó el sábado pascual y comenzó la segunda noche.
¿Por qué habéis venido ahora? ¿Buscáis a Jesús el crucificado?
Sí. Buscamos a Jesús crucificado. Lo buscamos esta noche después del sábado, que precedió a la llegada de las mujeres al sepulcro, cuando ellas con gran estupor vieron y oyeron: “No está aquí…” (Mt 28,6).
Escuchamos las lecturas sagradas que comparan esta noche única con el día de la Creación, y sobre todo con la noche del éxodo, durante la cual, la sangre del cordero salvó a los hijos primogénitos de Israel de la muerte y los hizo salir de la esclavitud de Egipto. Y, luego, en el momento en el que se renovaba la amenaza, el Señor los condujo por medio del mar a pie enjuto.
Velamos, pues, en esta noche única junto a la tumba sellada de Jesús de Nazaret, conscientes de que todo lo que ha sido anunciado por la Palabra de Dios en el curso de las generaciones se cumplirá esta noche, y que la obra de la redención del hombre llegará esta noche a su cenit.
Velamos, pues, y aun cuando la noche es profunda y el sepulcro está sellado, confesamos que ya se ha encendido en ella la luz y avanza a través de las tinieblas de la noche y de la oscuridad de la muerte. Es la luz de Cristo: Lumen Christi.
Hemos venido para sumergirnos en su muerte.
Proclamamos la alabanza del agua bautismal, a la cual, por obra de la muerte de Cristo, descendió la potencia del Espíritu Santo: la potencia de la vida nueva que salta hasta la eternidad, hasta la vida eterna (Jn 4,14).
“Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Él, para que…no seamos más esclavos del pecado…” (Rm 6,6), porque nosotros nos consideramos “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Ib. 6,11); efectivamente: “Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios” (ib. 6,10); porque: “Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (ib. 6,4); Porque “si nuestra existencia está unida a Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante” (ib. 6,5); porque creemos que “si hemos muerto con Cristo…, también viviremos con Él” (ib. 6,8); y porque creemos que “sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él” (ib. 6,9).
Precisamente por eso estamos aquí. Por eso velamos junto a su tumba. Vela la Iglesia. Y vela el mundo.
La hora de la victoria de Cristo sobre la muerte es la hora más grande de la historia.
Homilía del beato Juan Pablo II en la Vigilia Pascual del sábado 18 de abril de 1981
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Dos grandes signos caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia pascual.
En primer lugar, el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual, que en la procesión a través de la iglesia envuelta en la oscuridad de la noche se propaga en una multitud de luces, nos habla de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas.
El segundo signo es el agua. Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo, la profundidad y la muerte, el misterio de la Cruz. Pero se presenta después como agua de manantial, como elemento que da vida en la aridez. Se hace así imagen del Sacramento del Bautismo, que nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Sin embargo, no sólo forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual los grandes signos de la creación, como la luz y el agua. Característica esencial de la Vigilia es también el que ésta nos conduce a un encuentro profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes de la reforma litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias y dos neotestamentarias. Las del Nuevo Testamento han permanecido. El número de las lecturas del Antiguo Testamento se ha fijado en siete, pero, de según las circunstancias locales, pueden reducirse a tres. La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión panorámica por el camino de la historia de la salvación, desde la creación, pasando por la elección y la liberación de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica, todas estas lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente anuncios de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así, nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la verdadera Luz.
En la Vigilia Pascual, el camino a través de las sendas de la Sagrada Escritura comienza con el relato de la creación. De esta manera, la liturgia nos indica que también el relato de la creación es una profecía. No es una información sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien conscientes de ello. No entendían dicho relato como una narración del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo esencial, al verdadero principio y fin de nuestro ser. Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se podría empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas palabras: “Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”. Si omitimos este comienzo del Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida y estrecha. La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas de los hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación. No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador. Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida. La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos o quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la gratitud por la creación y la responsabilidad respecto a ella van juntas. El mensaje central del relato de la creación se puede precisar todavía más.
San Juan, en las primeras palabras de su Evangelio, ha sintetizado el significado esencial de dicho relato con una sola frase: “En el principio existía el Verbo”. En efecto, el relato de la creación que hemos escuchado antes se caracteriza por la expresión que aparece con frecuencia: “Dijo Dios…”. El mundo es un producto de la Palabra, del Logos, como dice Juan utilizando un vocablo central de la lengua griega. “Logos” significa “razón”, “sentido”, “palabra”. No es solamente razón, sino Razón creadora que habla y se comunica a sí misma. Razón que es sentido y ella misma crea sentido. El relato de la creación nos dice, por tanto, que el mundo es un producto de la Razón creadora. Y con eso nos dice que en el origen de todas las cosas estaba no lo que carece de razón o libertad, sino que el principio de todas las cosas es la Razón creadora, es el amor, es la libertad. Nos encontramos aquí frente a la alternativa última que está en juego en la discusión entre fe e incredulidad: ¿Es la irracionalidad, la ausencia de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser es más bien razón, libertad, amor? ¿Corresponde el primado a la irracionalidad o a la razón? En último término, ésta es la pregunta crucial. Como creyentes respondemos con el relato de la creación y con san Juan: en el origen está la razón. En el origen está la libertad. Por esto es bueno ser una persona humana. No es que en el universo en expansión, al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos se formara por casualidad una especie de ser viviente, capaz de razonar y de tratar de encontrar en la creación una razón o dársela. Si el hombre fuese solamente un producto casual de la evolución en algún lugar al margen del universo, su vida estaría privada de sentido o sería incluso una molestia de la naturaleza. Pero no es así: la Razón estaba en el principio, la Razón creadora, divina. Y puesto que es Razón, ha creado también la libertad; y como de la libertad se puede hacer un uso inadecuado, existe también aquello que es contrario a la creación.
Por eso, una gruesa línea oscura se extiende, por decirlo así, a través de la estructura del universo y a través de la naturaleza humana. Pero no obstante esta contradicción, la creación como tal sigue siendo buena, la vida sigue siendo buena, porque en el origen está la Razón buena, el amor creador de Dios. Por eso el mundo puede ser salvado. Por eso podemos y debemos ponernos de parte de la razón, de la libertad y del amor; de parte de Dios que nos ama tanto que ha sufrido por nosotros, para que de su muerte surgiera una vida nueva, definitiva, saludable.
El relato veterotestamentario de la creación, que hemos escuchado, indica claramente este orden de la realidad. Pero nos permite dar un paso más. Ha estructurado el proceso de la creación en el marco de una semana que se dirige hacia el Sábado, encontrando en él su plenitud. Para Israel, el Sábado era el día en que todos podían participar del reposo de Dios, en que los hombres y animales, amos y esclavos, grandes y pequeños se unían a la libertad de Dios. Así, el Sábado era expresión de la alianza entre Dios y el hombre y la creación. De este modo, la comunión entre Dios y el hombre no aparece como algo añadido, instaurado posteriormente en un mundo cuya creación ya había terminado. La alianza, la comunión entre Dios y el hombre, está ya prefigurada en lo más profundo de la creación. Sí, la alianza es la razón intrínseca de la creación así como la creación es el presupuesto exterior de la alianza.
Dios ha hecho el mundo para que exista un lugar donde pueda comunicar su amor y desde el que la respuesta de amor regrese a Él. Ante Dios, el corazón del hombre que le responde es más grande y más importante que todo el inmenso cosmos material, el cual nos deja, ciertamente, vislumbrar algo de la grandeza de Dios.
En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro. La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica natural. Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del relato de la creación: “Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno” (Gen 1, 31). Amén
Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica Vaticana el Sábado Santo 23 de abril de 2011
Domingo de Resurrección
San Luis Bertrán
“Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí”
Marcos 16,6
1.- Supliquemos a la Virgen gloriosa, que tan alegre y regocijada está el día de hoy que nos alcance la gracia, diciéndole: Ave Maria.
2.-Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí. Estas palabras son las que un ángel, enviado por Dios a dar testimonio de la resurrección de Cristo, dirigió a unas mujeres que habían ido al sepulcro a buscar al Salvador difunto. Y quiso decirles que no buscasen entre los muertos, al que ya vivía para siempre, pues había resucitado.
3.- Este misterio de la resurrección de Cristo es importantísimo para que vivamos bien como gente que espera otra vida; produce al mismo tiempo una grandísima alegría, porque como os decía esta mañana2, con él se nos confirman todas las misericordias del Señor; pero es igualmente dificultosísimo para ser creído. Los filósofos de Atenas que escuchaban de muy buena gana a San Pablo predicar, cuando vino a hablarles de que Cristo había resucitado de entre los muertos, no le dejaron pasar adelante, porque consideraron este hecho como imposible (cfr. Hch 17,32). Y aunque después de diligentísima inquisición algunos filósofos alcanzaron a entender que el alma es inmortal y que existen razones naturales que persuaden de ello, sin embargo el que un muerto resucite a una vida inmortal, lo han considerado siempre imposible, naturalmente hablando, porque según sus principios filosóficos es imposible que lo que se ha corrompido una vez luego vuelva a tener el mismo ser. Ahora bien, toda nuestra fe depende de creer esta verdad, según lo que enseña San Pablo: Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe, pues todavía estáis en vuestros pecados. Por consiguiente, aun los que murieron creyendo en Cristo, están perdidos sin remedio. Si nosotros sólo tenemos esperanza en Cristo mientras dura nuestra vida, somos los más desdichados de todos los hombres (1 Co 15,17-19). De donde se sigue que el Salvador del mundo tuvo mucho cuidado en manifestar su resurrección a os Apóstoles, para que ellos nos la predicasen a nosotros después.
4.- En esto se ocupó no sólo el día de la resurrección, sino durante lo cuarenta días que transcurrieron hasta su Ascensión, tal como nos lo refiere San Lucas: A los Apóstoles se les manifestó también después de su Pasión, dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el espacio de cuarenta días, y hablándoles de las cosas tocantes al Reino de Dios (Hch 1,3). Es decir, que les dio muchas señales por las que pudiesen entender que, quien había muerto tan cruelmente, era el mismo que ahora había resucitado gloriosamente. Entre los argumentos que les dio, dos son los principales.
Uno, el testimonio de los ángeles; el otro, el testimonio de las Escrituras con las cuales probó Cristo a sus discípulos este misterio, como veremos mañana.
5.- Hoy nos presenta el Evangelio el testimonio de los ángeles. ¿Y por qué ninguno de nuestra
Señora? ¿Cuál es la causa por la que ella nada dice acerca de este misterio? No cabe duda de que la primera en ver a Cristo resucitado fue María Santísima. ¿Por qué, entonces, no nos dice ella nada sobre ello? Es sabido que el testimonio de las madres en lo que toca a la honra de sus hijos, aunque sea verdadero, es tenido por sospechoso. De ahí el que, aunque ella fue la primera en conocerlo y con más certeza que nadie, los evangelistas no mencionen para nada su testimonio.
6.- Como decíamos, hoy San Marcos nos presenta el testimonio de los ángeles. Y dice el evangelista que, pasado el sábado, esto es, el día en que no era lícito a los judíos emplearse en ningún ministerio corporal, y pasada la fiesta, la cual se acababa al anochecer, las tres Marías, la Magdalena, como capitana, y la madre de Santiago el menor y la madre de San Juan, compraron aromas para ir al sepulcro y ungir el cuerpo de su dulcísimo Maestro. Se levantaron antes del amanecer, y tengo para mí que no necesitaron que nadie las despertara, sobre todo la Magdalena, a la cual cada momento le parecía un año, para irse a prestar ese servicio a su Maestro, ya finado, y consolarse llorando a sus pies.
Llegaron al monumento cuando el sol estaba amaneciendo y las tinieblas de la noche no se habían despedido del todo. E iban por el camino con grande ansia, preguntándose: ¿Quién nos rodará la piedra de la puerta del sepulcro? (Mc 16,3).
7.- Muchos y grandes misterios han advertido y declarado los santos padres en esta historia. A mí me basta ponderar el amor y la devoción de estas santas mujeres para confusión de mi tibieza y flojedad. Compraron especias aromáticas y ungüentos preciosos para ungir a Jesús. ¡Oh benditas mujeres!, pero ¿no sabéis que Nicodemo vino con José de Arimatea a sepultar el cuerpo de vuestro
Maestro, y trajeron como cien libras de especias aromáticas para embalsamarlo?¿No sabéis que lo envolvieron en una sábana limpísima y lo ataron muy bien, y así lo pusieron en el sepulcro? ¿Por qué de nuevo le traéis perfumes para ungirlo? ¿A qué viene esa diligencia? ¿Por ventura fue por no estar en casa e ir por las calles destrenzadas como las valencianas? Perdonad, señoras, que aunque me parece muy mal la costumbre que tenéis, no debía mencionarla hoy, pues estas mujeres del Evangelio fueron motivo de vergüenza para los hombres con la diligencia y cuidado que pusieron en visitar el sepulcro, y por eso merecieron ser las primeras en recibir la noticia de que Jesucristo había resucitado. La diligencia de la Magdalena y de sus compañeras no nació de liviandad, sino del grandísimo amor y de la grandísima caridad, pues la persona que de veras ama a otra, no puede reposar si no se emplea con sus propias manos en servir a quien quiere. No queda satisfecha ni contenta si no se señala en su servicio y da muestras en el exterior del amor que arde en su pecho. Por donde podéis entender muy bien, cuán pocos son los que de veras aman a Dios, pues son muy raros los que sienten ansias por señalarse en su servicio.
8.- Fueron, pues, las santas mujeres a ungir de nuevo el cuerpo de su Maestro porque pensaron que quizás no estaba bien ungido; y la causa es porque el Viernes Santo, cuando bajaron a Cristo de la Cruz era muy tarde, y además su Madre lo detuvo mucho entre sus brazos besando las llagas de aquel sacratísimo cuerpo y lavándolas con las lágrimas de sus ojos. De tal suerte que hubo muy poco tiempo para ungirle antes de que sobreviniese la noche, en la cual, según la costumbre de los judíos, nadie podía ocuparse en semejantes obras. «No debe estar bien ungido nuestro Maestro, se decían las mujeres entre sí. Los hombres no lo harían tan cumplidamente como lo haremos nosotras. Por eso, vayamos, y unjámoslo de nuevo». ¡Oh gloriosas Marías! ¿Y no tenéis miedo de ver y tocar con vuestras manos a un cuerpo muerto y tan desfigurado, como quedó el de vuestro Maestro? Muchas veces, los hombres tienen miedo de entrar en un cementerio y se les despeluznan los cabellos cuando ven el cuerpo de un difunto, aunque sea su hijo. ¿Y vosotras, siendo mujeres, no teméis de ir al sepulcro a reconocer al crucificado, y de tocar con vuestras manos su cuerpo?
9.- ¡Oh amor, y cuánta fortaleza y esfuerzo das a los que posees! El amor todo lo hace fácil, todo lo puede, todo lo vence. Estas mujeres amaron tanto a Cristo mientras estaba vivo, que no creían que pudiera causarles horror después de muerto. Se dirigen al sepulcro con toda diligencia. San Marcos precisa que vinieron al monumento al salir el sol (Mc 16,2). San Juan, por su parte, señala que el sepulcro estaba cerca de Jerusalén (cfr. Jn 19,42). ¿Y cómo es posible, señoras, que llegarais tan tarde al sepulcro?… ¿Y cómo queréis que no tardasen en llegar? Era imposible dejar de detenerse por el camino. Fueron por donde el Señor había pasado, y no pudieron menos de detenerse en cada estación, llorando de nuevo al recordar lo que el Señor allí había padecido. «¡Oh, dice la Magdalena, que se me rompen las entrañas, porque aquí mi dulce Maestro topó con su Madre, y tanto ella como él sintieron un intenso dolor». «Aquí cayó con la Cruz nuestro Maestro», decía la otra, y no podían pasar de allí sin lamentarse y sentirlo de nuevo. Aquí se volvió a las hijas de Jerusalén, y les dijo: No lloréis por mí, más bien llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos (Lc 23,28). Y como iban recorriendo las distintas estaciones, y lamentándose a cada paso, fue preciso que se detuvieran. ¿Y quién podrá contar las lágrimas que derramaron, los suspiros que dieron y los lamentos que expresaron al llegar adonde estaba la Cruz? Esta es la razón por la que se retrasaron y llegaron al sepulcro cuando ya esclarecía el día. Y cuando se acercaban al sepulcro, decían entre sí: ¿Quién nos rodará la piedra de la puerta del monumento? (Mc 16,3). ¡Oh santas mujeres! ¡Qué espantado me hacéis estar! Sabéis que la boca de la sepultura estaba cerrada con una piedra tan grande que diez de vosotras no podrían mover. Sabéis allende de esto que la puerta del sepulcro está sellada y protegida por unos guardas que no permiten a nadie que ose acercarse a él. ¿Y vosotras compráis ungüentos y vais tan decididas a ungir al difunto?
¿Cómo es posible que alcancéis lo que pretendéis, habiendo tantos impedimentos?… Pues, señores que me escucháis, no pretendáis importunar a estas mujeres. No porfiéis en hacer entrar en razón a las que se rigen por el amor. Porque si mucho les preguntáis, yo sé que os responderán: «Si no hay manera de poderlo ungir, por lo menos podremos tocar el sepulcro y llorando haremos compañía al que está allí encerrado». ¿Cómo?… «¿Tan crueles han de ser los guardas que no nos dejen llorar sobre el sepulcro del difunto, a quien verán que amamos tanto?» Por eso, señores, no disputemos con ellas; sigámoslas más bien por ver lo que les acaece, porque a quien lleva tan buenos deseos es imposible que Dios no lo favorezca. «¡Oh, si viniese alguien, que nos abriese el sepulcro!», se decían ellas. Bien ven la dificultad, pero ésta no les hizo volver atrás. Tampoco vosotros, señores, volváis atrás por muchas dificultades que el demonio os ponga en el camino hacia Dios. Pues cuando a vosotros os falten las fuerzas, Dios suplirá. Abrid bien los ojos, porque Dios allanará todas las dificultades, como les acaeció a estas santas mujeres, que mirando hacia el sepulcro, vieron que la piedra que era muy grande, había sido rodada hacia un lado (Mc 16,4).
10.-¡Oh qué batalla se desató en sus corazones entre sus diferentes afectos al ver que la piedra estaba quitada! Se maravillaron al no saber quién la había corrido. Se alegraron de ver que había desaparecido el impedimento que les permitía realizar su deseo de ungir el cuerpo de Cristo. Y por otra parte temieron no se lo hubiesen llevado. Y es que no hay amor que no sienta el recelo de perder aquello que ama. Este recelo les hizo acelerar el paso y meterse por la boca del monumento de soslayo. Entonces, dice el evangelista San Marcos, que se encontraron con un joven que estaba sentado a la derecha del monumento, vestido de blanco, y ellas se pasmaron al verle (cfr. Mc 16,5). El joven les dijo: «No os espantéis. Buscáis a Jesús Nazareno; pues ha resucitado». Al parecer, este ángel, en cuanto resucitó el Señor, vino como un terremoto y quitó la piedra que cerraba el monumento, no para que el Señor tuviese por donde salir, pues cerrado el monumento pudo resucitar el que nació cerrado el vientre de su Madre. Y fue tan grande el espanto de los guardas, que cayeron en el suelo como muertos. Este ángel, que vino a darnos la noticia de la resurrección de Cristo, se apareció como un joven y con las demás particularidades que nos dice el evangelista, para darnos a entender el estado de la resurrección final que nos venía a revelar. Se apareció en forma de mozo alegre y en la edad florida de la vida, para denotar que la carne del Señor había florecido tal como lo había anunciado David: Floreció y resucitó mi carne, y así le alabaré con todo mi afecto (Sal 27,7); y también para darnos a entender que todos hemos de resucitar en el estado de la edad perfecta. No existirá ni la imperfección de la niñez, ni la de la vejez. Por otra parte, el ángel estaba sentado, para denotar el señorío que Cristo tiene sobre la muerte, y el señorío de su alma sobre el cuerpo, el cual todos lo obtendremos. Y estaba sentado a la derecha para darnos a entender que el que había resucitado era inmortal y poseía la vida eterna, de la misma manera que la tendremos todos cuando resucitemos. Y, finalmente, estaba vestido con vestiduras blancas y resplandecientes como la nieve, para darnos a entender la claridad del cuerpo de su Señor resucitado, conforme a la cual resucitarán también nuestros cuerpos.
11.- En cuanto lo vieron, como era una aparición del otro mundo, quedaron pasmadas, y más aún al ver que allí no estaba el cuerpo de su Maestro. Y al verlas el ángel en esta situación, las consoló en seguida diciéndoles: No temáis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí. Mirad el lugar donde le pusieron (Mc 16,6). ¡Oh dichosas mujeres! Y cuánta razón tenéis para alegraros pues habéis hallado mucho más de lo que buscabais y deseabais. Buscabais al Salvador muerto, y lo hallasteis resucitado. Así es, señores, que me escucháis. Buscad a Dios, que yo os aseguro que sentiréis más contento, no sólo en la otra vida sino en ésta, del que jamás pudisteis pretender. A algunos les parece que en el servicio de Dios todo es tristeza y desabrimiento. Eso hallaréis si servís al mundo y a vuestros apetitos, que os prometen descanso, y en cambio os enredan en grandes trabajos. Pensáis que en el servicio de Dios os hallaréis tristes y desconsolados. ¿Qué haré yo, decís, si dejo el juego, o si dejo aquella mujer? Y en realidad todo ocurre al revés. Nadie tuvo mayor consuelo que en servir a Dios. Por eso decía San Agustín: Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva. Tarde te amé 3.
12.-Ha resucitado; no está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron. ¡Oh ángel glorioso! ¿Y por qué no les decís a estas mujeres dónde está el Señor a quien buscan? ¿Qué tienen que ver ellas con el lugar en donde estuvo? Lo único que desean es saber el lugar donde ahora está, pues si vinieron al sepulcro, no fue por ver éste, sino al difunto. ¿Por qué diferís el decirles en dónde está el Señor? Sin duda que no lo hizo por respeto, sino para aumentar en ellas el deseo de verle y hacerlas más dignas de adorarle. Luego añadió: Id, pues, a decir a sus discípulos, y a Pedro, que os precederá en Galilea. Allí lo veréis, como os lo dijo (Mc 16,7). Por Galilea ha de entenderse aquí un lugar que está en el Monte Olivete.
13.- ¿Qué significa esto, ángel del cielo? ¿No hallasteis a otras personas, más que a estas mujeres, para que transmitieran la noticia de que Jesucristo había resucitado? ¿Es, acaso, porque ellas no sabrían callarse, pues son de tal condición que, si saben algo, revientan si no lo cuentan? ¿Es, acaso, porque son amigas de contar noticias y de oírlas?… Señoras, no es por nada de esto. Todo esto sería malicia. La razón fue para que recobrasen la honra que habían perdido. Mujer fue la que le trajo a Adán el manjar de la muerte; y por eso mujeres tenían que ser las que llevaran a los discípulos las nuevas de la vida. San Jerónimo afirma: Se les encarga a las mujeres que lo anuncien a los Apóstoles, porque por la mujer fue anunciada la muerte, y por la mujer tenía que anunciarse la resurrección a la vida4. Además, el ángel las envía a ellas y no a los hombres, porque no hubo hombre alguno que tuviese el ánimo y el valor que ellas tuvieron. Los amigos de Cristo estaban de tal manera encerrados que al menor ruido les parecía que todo el mundo se les echaba encima; y ellas, por el contrario, sin miedo a nada, muy de mañana salieron y se fueron al sepulcro. Y es que para Dios no hay hombre ni mujer. El que más le ama ése es el más favorecido y agradable a sus ojos.
14.-Id, pues, a decir a sus discípulos, y a Pedro, que os precederá en Galilea. ¿Y, por qué a San Pedro en particular?… Porque Pedro no osaba contarse entre los discípulos de Cristo, porque le había negado. Escribe San Jerónimo: Se encarga que se lo digan en especial a Pedro, porque éste se juzgaba indigno de ser su discípulo después de haber negado por tres veces a su Maestro. Pero los pecados pasados no dejan huella, si se los detesta5. Como si dijera: «Decidle a San Pedro que lo cuento entre mis discípulos, pues ha llorado su pecado». Por tanto, pecadores, no desconfiéis de alcanzar misericordia, si detestáis la culpa, pues no hay quien busque de verdad la misericordia y no la halle. Si este Señor, que hoy resucita, tuvo misericordia del ladrón el día que estaba en la Cruz, con mucha mayor razón la hallará el pecador el día de la gloria. Si estando muriendo pudo alcanzar el ladrón que le perdonase, también alcanzará lo mismo el cristiano el día de la resurrección. Hoy es un día de gracia; un día propio para que Dios nos otorgue mercedes. Sale el Señor glorioso del sepulcro, y no hay que dudar que le verán los que vayan a Galilea, los que estuvieren de paso, los que mudaron su mala vida y trataron de pasarse al servicio de Dios. El les dará aquí, sin duda, la gracia, y después la Gloria, a la cual nos conduzca nuestro Señor Jesucristo. Amén
San Luis Bertrán, Obras y sermones, vol. II, pp.14-18
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
«Et resurrexittertia die secundumScripturas», «Resucitó al tercer día según las Escrituras». Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir de este gran misterio, que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración eucarística.
Sin embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad central de la fe cristiana se propone a los fieles de un modo más intenso en su riqueza doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada vez más y la vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual. Cada año, en el «santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado», como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su sepultura. Luego, al «tercer día», la Iglesia revive su resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el que se realizan en plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, debemos renovar constantemente nuestra adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la certeza de nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los muertos no envejece y Jesús está siempre vivo; y también sigue vivo su Evangelio.
«La fe de los cristianos —afirma san Agustín— es la resurrección de Cristo». Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente: «Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos» (Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la muerte para demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado. ¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.
La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros; pero sólo su resurrección es «prueba segura», es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en la carta a los Romanos: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9).
Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan. El debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos.
¿No es la certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido valentía, audacia profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas? ¿No es el encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos hombres y mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen dejándolo todo para seguirlo y poniendo su vida al servicio del Evangelio? «Si Cristo no resucitó, —decía el apóstol san Pablo— es vana nuestra predicación y es vana también nuestra fe» (1Co 15, 14). Pero ¡resucitó!
El anuncio que en estos días volvemos a escuchar sin cesar es precisamente este: ¡Jesús ha resucitado! Es «el que vive» (Ap 1, 18), y nosotros podemos encontrarnos con él, como se encontraron con él las mujeres que, al alba del tercer día, el día siguiente al sábado, se habían dirigido al sepulcro; como se encontraron con él los discípulos, sorprendidos y desconcertados por lo que les habían referido las mujeres; y como se encontraron con él muchos otros testigos en los días que siguieron a su resurrección.
Incluso después de su Ascensión, Jesús siguió estando presente entre sus amigos, como por lo demás había prometido: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). El Señor está con nosotros, con su Iglesia, hasta el fin de los tiempos. Los miembros de la Iglesia primitiva, iluminados por el Espíritu Santo, comenzaron a proclamar el anuncio pascual abiertamente y sin miedo. Y este anuncio, transmitiéndose de generación en generación, ha llegado hasta nosotros y resuena cada año en Pascua con una fuerza siempre nueva.
De modo especial en la octava de Pascua, la liturgia nos invita a encontrarnos personalmente con el Resucitado y a reconocer su acción vivificadora en los acontecimientos de la historia y de nuestra vida diaria.
En todo el año litúrgico, y de modo especial en la Semana santa y en la semana de Pascua, el Señor está en camino con nosotros y nos explica las Escrituras (Lc 34, 32), nos hace comprender este misterio: todo habla de él. Esto también debería hacer arder nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos. El Señor está con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de Emaús lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. Y este partir el pan nos hace pensar precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la última Cena, donde Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos.
Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace presente con nosotros en la santa Eucaristía, se nos da a sí mismo y abre nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su Palabra, también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados.
Cada domingo la comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del Salvador su testamento de amor y de servicio fraterno.
Queridos hermanos y hermanas, que la alegría de estos días afiance aún más nuestra adhesión fiel a Cristo crucificado y resucitado. Sobre todo, dejémonos conquistar por la fascinación de su resurrección.
Que María nos ayude a ser mensajeros de la luz y de la alegría de la Pascua para muchos hermanos nuestros.
De nuevo os deseo a todos una feliz Pascua.
(Homilía del Papa Benedicto XVI en la Audiencia General 26 de marzo de 2008)
VIGILIA PASCUAL
San Agustín
La alegría pascual
1 – No hay día que no lo haya hecho el Señor; no solamente ha hecho los días, sino que continúa haciéndolos desde el momento en que hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos, y llueve sobre los justos y los injustos. En consecuencia, no ha de pensarse que se refiera a este día ordinario, común a buenos y malos, aquel texto en que hemos escuchado: Este es el día que hizo. Al decir: Este es el día que hizo el Señor, nos proclama un día más notable y hace que concentremos nuestra atención en él. ¿Qué día es este del que se dice: Alegrémonos y gocémonos en él? ¿Qué día sino un día bueno? ¿Qué día sino el apetecible, amable, deseable y deleitoso del que decía el santo Jeremías: ¿Tú sabes que no apetecí el día de los hombres? ¿Cuál es, pues, este día que hizo el Señor? Vivid bien y lo seréis vosotros. Cuando el Apóstol decía: Caminemos honestamente como de día, no se refería a este que inicia con la salida del sol y termina con su ocaso. El mismo dice también: Pues los que se embriagan, se embriagan de noche. Nadie ve a los hombres borrachos a la hora del almuerzo; pero sea la hora que sea, se trata siempre de la noche, no del día que hizo el Señor. Pues, así como son día los que viven piadosa, santa y devotamente, con templanza, justicia y sobriedad, así, por el contrario, son noche los que viven impía, lujuriosa, soberbia e irreligiosamente; para esta noche, la noche será, sin duda, como un ladrón. El día del Señor vendrá como ladrón en la noche, según está escrito. Pero, después de mencionar este testimonio, el Apóstol, dirigiéndose a quienes había dicho en otro lugar: Fuisteis en otro tiempo tinieblas; ahora, en cambio, sois luz en el Señor —ved aquí el día que hizo el Señor—; después de haber dicho dirigiéndose a ellos: Sabéis, hermanos, que el día del Señor vendrá como ladrón en la noche, añadió: Pero vosotros no estáis en las tinieblas para que aquel día os sorprenda como un ladrón. Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos de Dios; no lo somos de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, este nuestro cantar es un traer a la memoria la vida santa. Cuando decimos todos al unísono con espíritu alegre y corazón concorde: Este es el día que hizo el Señor, procuremos ir de acuerdo con nuestro sonido para que nuestra lengua no profiera un testimonio contra nosotros. Tú que vas a embriagarte hoy dices: Este es el día que hizo el Señor; ¿no temes que te responda: “Este día no lo hizo el Señor? ¿Se cree día bueno incluso aquel al que la lujuria y la maldad convirtieron en pésimo?»
2 – Ved qué alegría, hermanos míos; alegría por vuestra asistencia, alegría de cantar salmos e himnos, alegría de recordarla pasión y resurrección de Cristo, alegría de esperar la vida futura. Si el simple esperarla nos causa tanta alegría, ¿qué será el poseerla? Cuando estos días escuchamos el Aleluya ¡cómo se transforma el espíritu! ¿No es como si gustáramos un algo de aquella ciudad celestial? Si estos días nos producen tan grande alegría, ¿qué sucederá aquel en que se nos diga: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino; cuando todos los santos se encuentren reunidos, cuando se encuentren allí quienes no se conocían de antes, se reconozcan quienes se conocían; allí donde la compañía será tal que nunca se perderá un amigo ni se temerá un enemigo? Henos, pues, proclamando el Aleluya; es cosa buena y alegre, llena de gozo, de placer y de suavidad. Con todo, si estuviéramos diciéndolo siempre, nos cansaríamos; pero como va asociado a cierta época del año, ¡con qué placer llega, con qué ansia de que vuelva se va! ¿Habrá allí acaso idéntico gozo e idéntico cansancio? No lo habrá. Quizá diga alguien: «¿Cómo puede suceder que no engendre cansancio el repetir siempre lo mismo?» Si consigo mostrarte algo en esta vida que nunca llega a cansar, has de creer que allí todo será así. Se cansa uno de un alimento, de una bebida, de un espectáculo; se cansa uno de esto y aquello, pero nunca se cansó nadie de la salud. Así, pues, como aquí, en esta carne mortal y frágil, en medio del tedio originado por la pesantez del cuerpo, nunca ha podido darse que alguien se cansará de la salud, de idéntica manera tampoco allí producirá cansancio la caridad, la inmortalidad o la eternidad.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4), Sermón 229 B, 1-2, BAC Madrid 1983, XXIV, pág. 305-08
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
San Agustín
La Pascua, fiesta de cada día
1 – Siempre habéis de tener bien presente, hermanos, que Cristo fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación, sobre todo en estos días que nos han recordado gracia tan grande, días en que la celebración anual no nos permite olvidar ese acontecimiento que tuvo lugar una sola vez. Iluminados por la fe, fortalecidos por la esperanza e inflamados por la caridad, asistamos a las solemnidades temporales y suspiremos incesantemente por las eternas. Pues si Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no iba a darnos todo con él? Cristo sufrió la pasión; muramos al pecado; Cristo resucitó; vivamos para Dios; Cristo pasó de este mundo al Padre: no se apegue aquí nuestro corazón, antes bien sígale al cielo; nuestra cabeza pendió del madero: crucifiquemos la concupiscencia de la carne; yació en el sepulcro: sepultados con él, olvidemos el pasado; está sentado en el cielo; transfiramos nuestros deseos a las cosas sublimes; ha de venir como juez: no llevemos el mismo yugo que los infieles; ha de resucitar también los cadáveres de los muertos: merezcamos la transformación del cuerpo transformando la mente; pondrá a los malos a su izquierda y a los buenos a su derecha: elijamos nuestro lugar con las obras; su reino no tendrá fin: no temamos en absoluto el fin de esta vida. Toda la enseñanza para obtener nuestra paz está en aquel por cuyas llagas hemos sido sanados.
2 – Por tanto, amadísimos, celebremos diariamente la Pascua meditando asiduamente todas estas cosas. La importancia que concedemos a estos días no debe ser tal que nos lleve a descuidar el recuerdo de la pasión y resurrección del Señor cuando cada día nos alimentamos con su cuerpo y sangre; con todo, en esta festividad el recuerdo es más brillante; el estímulo, más intenso, y la renovación, más gozosa, porque cada año nos coloca, como ante los mismos ojos, el recuerdo del acontecimiento. Celebrad, pues, esta fiesta transitoria y pensad que el reino futuro ha de permanecer por siempre. Si tanto nos llenan de gozo estos días pasajeros en los que recordamos con devota solemnidad la pasión y resurrección de Cristo, ¡qué dichosos nos hará el día eterno en que le veremos a él y permaneceremos con él, día cuyo solo deseo y expectación presente ya nos produce alegría! ¡Qué gozo otorgará a su Iglesia, a la que, regenerada por Cristo, quita el prepucio —por hablar así— de su naturaleza carnal, es decir, el oprobio de su nacimiento! Por eso se dijo: Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y el prepucio de vuestra carne, os vivificó con él perdonándoos todos los pecados. Pues como todos mueren en Adán, así también serán todos vivificados en Cristo. Por lo cual en el bautismo de Cristo se manifiesta lo que estaba oculto bajo la sombra de la antigua circuncisión; y el mismo quitar la piel de la ignorancia carnal pertenece ya a esa circuncisión no efectuada por mano humana. Pero cuando te vuelvas al Señor, dijo, desaparecerá el velo.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4), Sermón 229 D, 1-2, BAC Madrid 1983, XXIV, pág. 310-12
Guión Vigilia Pascual
(El guión de entrada es reemplazado por la monición del Celebrante, en el Misal)
I. Lucernario
II. Cuando termina de cantar el último “Lumen Christi” se encienden las luces de la Capilla.
(Mientras se pone el Cirio sobre el pie y se encienden las luces, puede decir el guionista): El Cirio Pascual simboliza a Cristo, Luz verdadera que ilumina a todo hombre, Sol que ilumina esta Noche Santa, clara como el día, en que se une lo humano con lo divino.
***Pregón Pascual
Cuando finaliza el pregón pascual:
Guión: Apagamos nuestros cirios. Podemos tomar asiento.
III. Liturgia de la Palabra
El sacerdote introduce a las lecturas con una monición del Misal Romano.
(Después de cada salmo responsorial, hay que indicar: De pie).
Primera Lectura: Génesis 1, 1- 2, 2
Salmo: 103 o bien 32
Segunda Lectura: Génesis 22, 1- 18
Salmo: 15
Tercera Lectura: Éxodo 14, 15-15, 1
Salmo: Éxodo 1b- 2. 3- 4. 5-6. 17-1815
Cuarta Lectura: Isaías 54, 5-14
Salmo: 29
Quinta Lectura: Isaías 55, 1-11
Salmo: 12
Sexta Lectura: Baruc 3, 9-15, 32-4, 4
Salmo: 18
Séptima Lectura. Ezequiel 36, 16-28
Salmo: 41 o bien 50
Después de la lectura, salmo oración correspondiente se encienden los cirios del altar y se entona el Gloria mientras se tocan las campanas. Después del Gloria, el sacerdote dice la oración colecta.
Guión: Epístola de San Pablo Romanos 6, 3- 11
La Iglesia, animada por las palabras del Apóstol mira a Cristo resucitado. ¡Él ya no muere! Disipando las tinieblas de nuestros pecados, surge victorioso del abismo.
Guión: Nos ponemos de pie. (Se canta el Alleluia, y el salmo Salmo 117).
Y directamente el Evangelio sin guión.
Evangelio Año A: Mateo 28, 1- 10 (No va acompañado de cirios sino sólo del incienso)
Homilía
IV. Liturgia bautismal (después de la homilía)
Guión: (Si se realiza la Bendición del agua): La misericordia de Dios toma como instrumento el agua, signo de nuestra renovación espiritual obrada por la Redención de Cristo. (Nos ponemos de pie)
Guión: Renovamos las promesas bautismales. Encendemos nuestros cirios.
Preces:
En el rostro de Cristo la Iglesia, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. Por Cristo suba hasta el Padre en el Espíritu Santo, nuestra alabanza y el agradecimiento de todo el Pueblo de Dios.
A cada intención respondemos cantando:
– Por el Pueblo Santo de Dios, para que crezca en la certeza de que el sepulcro vacío es signo de la victoria definitiva, de la verdad sobre la mentira, del bien sobre el mal, de la misericordia sobre el pecado, de la vida sobre la muerte. Oremos.
– Por los miembros del Cuerpo Místico de Cristo que han sido incorporados por las aguas bautismales para que, fieles a sus promesas, se mantengan incólumes bajo la bandera Victoriosa de el Señor Resucitado. Oremos.
– Por todos los misioneros, para que no se cansen de transmitir al mundo esta verdad fundamental de nuestra fe: Cristo, muerto en la Cruz, ha resucitado de entre los muertos, primicia de todos los que han muerto. Oremos.
– Por los que sufren a causa de la enfermedad, la guerra, el desamparo y la muerte, para que Cristo Resucitado, alegría de los tristes, haga brillar la Luz Pascual en sus almas. Oremos.
-Por los aquí presentes, para que la Resurrección de Cristo encienda en nosotros un gran deseo del Cielo, y podamos llegar así con corazón limpio a las fiestas de la Eternidad. Oremos.
Dios nuestro, que en la triunfante victoria de tu Hijo sobre el pecado y la muerte has hecho renacer a tus hijos, acepta la alabanza que te dirigimos y transfórmanos en imágenes vivientes del Señor Resucitado. Por Cristo nuestro Señor.
Ofertorio:
Cristo eucarístico está glorioso en medio de nosotros para alentarnos y exhortarnos a vivir la Vida verdadera en una entrega sincera de toda nuestra vida.
– Traemos estos cirios por los catecúmenos que han recibido la Luz que es Cristo.
– Ofrecemos flores a María, compartiendo con ella la alegría de la resurrección de su Hijo.
– Eucaristía es ágape de amor, el pan y el vino serán presencia del Señor en nosotros.
Comunión:
¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Esta es la Noche en que has iluminado nuestro gozo!
Luego de la Bendición final.
El sacerdote saluda a la Santísima Virgen. Luego se canta el Regina Coeli.
Después el Padre dice: “Podéis ir en paz, alleluia”
Salida:
La Iglesia se alegra por el gozo de su Esposo victorioso, y anuncia con exultante alegría: ¡Cristo ha vencido, Él es el Señor! Resucitemos nosotros por medio de una íntima unión con Él.
Guión Domingo de Pascua de Resurrección – Misa del Día
9 de abril 2023
Entrada:
Hoy la liturgia entona el canto triunfal por la victoria de Cristo Redentor sobre el pecado, el demonio y la muerte. La Eucaristía que nos disponemos a celebrar es la actualización de la Muerte y Resurrección de Cristo. A través de esta Eucaristía unámonos íntimamente a Cristo resucitado.
Liturgia de la Palabra
1° Lectura: Hch 10, 34- 43
Los Apóstoles son testigos de la muerte y de la resurrección de Cristo para que nosotros, creyendo en Él según su anuncio, recibamos el perdón de los pecados.
Salmo Responsorial: 117
2° Lectura: 1 Cor 5, 6b- 8Como fieles que hemos recibido la vida por la resurrección de Cristo, busquemos los bienes del cielo.
Evangelio: (después de la Secuencia) Jn 20, 1- 9
El Sepulcro está vacío. La Vida pudo más que la muerte. ¡Ha resucitado el Señor!
Preces:
Hermanos, Dios ha resucitado a Jesucristo y nos mostró las maravillas de su amor; con confianza renovada presentémosle nuestra oración.
A cada intención respondemos cantando…
* Por el Santo Padre, los Obispos y sacerdotes, para que sean signo de esperanza por el feliz anuncio de la Resurrección del Señor. Oremos.
* Para que los cristianos profundicen y expresen plenamente su identidad misma de Cuerpo místico del Señor resucitado en cada liturgia dominical. Oremos.
* Por los enfermos y los que están solos o tristes, para que la celebración de la Pascua sea motivo auténtico de esperanza que oriente sus vidas hacia los bienes del cielo. Oremos.
* Por todos nosotros, para que el Misterio Pascual sea motivo de una profunda alegría, y sepamos experimentar diariamente la victoria que Cristo nos ha alcanzado sobre la muerte y el pecado. Oremos.
Dios y Padre Nuestro reanima a todos tu hijos por quienes hemos pedido la vida nueva de Cristo resucitado. Por el mismo Cristo Nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Ofrecemos nuestra vida redimida por la Sangre preciosa de Cristo, y presentamos:
* Inciensoque nos invita a orar, para que los hombres busquen los bienes del cielo.
* Cirios expresando la luz de nuestra fe en la resurrección.
* Las especies de pan y vinopara que se haga presente Cristo que dio su vida para recobrarla de nuevo.
Comunión:
Jesús está en el Sagrario en estado glorioso y así quiso permanecer para que el alma que lo reciba participe de la alegría que vence al mundo, y vivamos ya como resucitados.
Salida:
¡Salve Madre de Cristo! Alégrate porque tu Hijo ha combatido por nosotros, y ha salido victorioso de la muerte. Danos su gracia para corresponder a su Amor.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)