Domingo I Cuaresma (A)

Textos Litúrgicos

·         Lecturas de la Santa Misa

·         Guión para la Santa Misa

.         NOTA LITURGICA

Domingo I de Cuaresma (A)

(Domingo 5 de Marzo de 2017)

LECTURAS

La creación y el pecado de los primeros padres

Lectura del libro del Génesis     2, 7-9; 3, 1-7

El Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente.
El Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado. Y el Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles, que eran atrayentes para la vista y apetitosos para comer; hizo brotar el árbol de la vida en medio del jardín y el árbol del conocimiento del bien y del mal.
La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que el Señor Dios había hecho, y dijo a la mujer: «¿Así que Dios les ordenó que no comieran de ningún árbol del jardín?»
La mujer le respondió: «Podemos comer los frutos de todos los árboles del jardín. Pero respecto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: “No coman de él ni lo toquen, porque de lo contrario quedarán sujetos a la muerte.”»
La serpiente dijo a la mujer: «No, no morirán. Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal.»
Cuando la mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir discernimiento, tomó de su fruto y comió; luego se lo dio a su marido, que estaba con ella, y él también comió. Entonces se abrieron los ojos de los dos y descubrieron que estaban desnudos. Por eso se hicieron unos taparrabos, entretejiendo hojas de higuera.

Palabra de Dios.

SALMO     50, 3-6a. 12-14. 17

R. ¡Piedad, Señor, pecamos contra ti!.

¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado! R.

Porque yo reconozco mis faltas
y mi pecado está siempre ante mí.
Contra ti, contra ti solo pequé
e hice lo que es malo a tus ojos. R.

Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo espíritu. R.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga.
Abre mis labios, Señor,
y mi boca proclamará tu alabanza. R.

Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma     5, 12-19

Hermanos:
Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron.
En efecto, el pecado ya estaba en el mundo, antes de la Ley, pero cuando no hay Ley, el pecado no se tiene en cuenta. Sin embargo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso en aquellos que no habían pecado, cometiendo una transgresión semejante a la de Adán, que es figura del que debía venir.
Pero no hay proporción entre el don y la falta. Porque si la falta de uno solo provocó la muerte de todos, la gracia de Dios y el don conferido por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, fueron derramados mucho más abundantemente sobre todos. Tampoco se puede comparar ese don con las consecuencias del pecado cometido por un solo hombre, ya que el juicio de condenación vino por una sola falta, mientras que el don de la gracia lleva a la justificación después de muchas faltas.
En efecto, si por la falta de uno solo reinó la muerte, con mucha más razón, vivirán y reinarán por medio de un solo hombre, Jesucristo, aquellos que han recibido abundantemente la gracia y el don de la justicia.
Por consiguiente, así como la falta de uno solo causó la condenación de todos, también el acto de justicia de uno solo producirá para todos los hombres la justificación que conduce a la Vida. Y de la misma manera que por la desobediencia de un solo hombre, todos se convirtieron en pecadores, también por la obediencia de uno solo, todos se convertirán en justos.

Palabra de Dios.

O bien más breve:

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma     5, 12. 17-19

Hermanos:
Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron.
En efecto, si por la falta de uno solo reinó la muerte, con mucha más razón, vivirán y reinarán por medio de un solo hombre, Jesucristo, aquellos que han recibido abundantemente la gracia y el don de la justicia.
Por consiguiente, así como la falta de uno solo causó la condenación de todos, también el acto de justicia de uno solo producirá para todos los hombres la justificación que conduce a la Vida. Y de la misma manera que por la desobediencia de un solo hombre, todos se convirtieron en pecadores, también por la obediencia de uno solo, todos se convertirán en justos.

Palabra de Dios.

VERSÍCULO ANTES DEL EVANGELIO     Mt 4, 4b

El hombre no vive solamente de pan,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

EVANGELIO

Jesús ayuna durante cuarenta días y es tentado

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo     4, 1-11

Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. Y el tentador, acercándose, le dijo: «Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes.»
Jesús le respondió: «Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.»
Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: «Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra.»
Jesús le respondió: «También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios.»
El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: «Te daré todo esto, si te postras para adorarme.»
Jesús le respondió: «Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto.»
Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo.

Palabra del Señor.

Volver Textos Litúrgicos
GUION PARA LA MISA

Domingo  I de Cuaresma

Ciclo A

Entrada:

Celebramos hoy el primer domingo de Cuaresma. Damos así inicio a un itinerario de conversión y penitencia para llegar purificados al encuentro con Cristo glorificado en la Pascua. El Santo Sacrificio de la Misa es el lugar privilegiado para unirse a Cristo sufriente y así, luego, poder resucitar con Él.

1ºLectura:                          Génesis 2,7-9; 3,1-7

Escuchemos el relato del primer pecado del mundo, el pecado cometido por Adán y Eva, por el cual se introdujo la muerte en el mundo y todos los males.

2ºlectura:                       Romanos 5,12-19  o bien 5, 12.17-19          

San Pablo nos explica que, así como por la desobediencia de Adán vinieron todos los males al mundo, así también por la obediencia de Cristo la humanidad es restaurada.

Evangelio:                                 Mt. 4,1-11

Jesús fue tentado por  el demonio en el desierto,  pero con señorío y majestad venció las tentaciones.

Preces:

Oremos humildemente al Señor para que la Iglesia se vea libre de la servidumbre del pecado y se prepare a renacer  con Cristo a una vida nueva.

A cada intención respondemos…..

– Por el Santo Padre y todos los pastores de la Iglesia, que Dios ha elegido como ministros de su Evangelio, para que sean fieles y celosos dispensadores de sus misterios. Oremos.

-Para que en este tiempo cuaresmal, los cristianos descubran en su camino la llamada permanente a la conversión y a la penitencia. Oremos.

-Para que todos los consagrados sigan las huellas del Señor con determinación  y confianza, imitándolo durante su gloriosa Pasión. Oremos.

– Por los cristianos que son víctimas de la guerra y  de la violencia, para que, apoyados por la fuerza que da la contemplación de Cristo crucificado, no desfallezcan en el esfuerzo de vencer el mal con el bien. Oremos.

-Por todos los que se preparan para recibir el Santo Bautismo en la celebración de la Pascua, para que fortalecidos con la gracia sean testigos  fieles de Cristo. Oremos.

Señor, Tú que recibes al hombre arrepentido con misericordia paternal, escucha con  bondad nuestras súplicas. Por Jesucristo nuestro Señor.

Ofertorio:

–          Ofrecemos cirios, junto con nuestra adhesión a la fe en el misterio de la salvación.

–          Ofrecemos pan y vino para perpetuar el holocausto de Cristo, Hostia inmolada en el Calvario.

Comunión:

Jesús, Buen Pastor, Tú que nos alimentas en este mundo, conviértenos en tus comensales del cielo, en coherederos junto con todos los ángeles

Salida:

Después de haber celebrado el Santo Sacrificio de la Misa, salgamos al mundo y a nuestros propios ambientes con la decisión profunda de vivir intensamente esta Cuaresma a través del ayuno, la limosna y la oración.

(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)

NOTA SOBRE LAS LECTURAS DE CUARESMA

Ordenación de las lecturas para el Tiempo de Cuaresma

Traemos aquí dos textos magisteriales que pensamos pueden ser de gran ayuda para la preparación de las homilías de Cuaresma. El primero es un texto de los Prenotanda del Leccionario para el tiempo de Cuaresma. Dos indicaciones valiosas de este texto: 1. Los tres últimos domingos del Ciclo A (el actual) tienen un marcado carácter de preparación o de recuerdo del Bautismo (nº 97). 2. La segunda lectura, la lectura de San Pablo, está pensada para que haga de nexo entre la lectura del AT (algún hecho de la historia de salvación) y el evangelio (nº 97). Por lo tanto, la utilización de la segunda lectura para la preparación de la homilía será siempre necesaria.

El segundo texto pertenece a la Constitución Sacrosantum Concilium del Concilio Vaticano II sobre la Sagrada Liturgia, el nº 109, donde da indicaciones acerca de la renovación de la liturgia de la Cuaresma. En este número se resaltan las dos características fundamentales de la Cuaresma: 1. Vivencia del catecumenado hacia el Bautismo o recuerdo del Bautismo. 2. Penitencia por los pecados, que son ofensa a Dios.

1. Prenotanda del Leccionario, nº 97 y 98

“3. Tiempo de Cuaresma

“a) Domingos

“97. Las lecturas del Evangelio están distribuidas de la siguiente manera: En los domingos primero y segundo se conservan las narraciones de las tentaciones y de la transfiguración del Señor, aunque leídas según los tres sinópticos. En los tres domingos siguientes se han recuperado, para el año A, los evangelios de la samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro; estos evangelios, como son de gran importancia, en relación con la iniciación cristiana, pueden leerse también en los años B y C, sobre todo cuando hay catecúmenos.

“Sin embargo, en los años B y C hay también otros textos, a saber: en el año B, unos textos de san Juan sobre la futura glorificación de Cristo por su cruz y resurrección; en el año C, unos textos de san Lucas sobre la conversión. En el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor, para la procesión se han escogido los textos que se refieren a la solemne entrada del Señor en Jerusalén, tomados de los tres Evangelios sinópticos; en la Misa se lee el relato de la pasión del Señor.

“Las lecturas del Antiguo Testamento se refieren a la historia de la salvación, que es uno de los temas propios de la catequesis cuaresmal. Cada año hay una serie de textos que presentan los principales elementos de esta historia, desde el principio hasta la promesa de la nueva alianza. Las lecturas del Apóstol se han escogido de manera que tengan relación con las lecturas del Evangelio y del Antiguo Testamento y haya, en lo posible, una adecuada conexión entre las mismas

“b) Ferias

“98. Las lecturas del Evangelio y del Antiguo Testamento se han escogido de manera que tengan una mutua relación, y tratan diversos temas propios de la catequesis cuaresmal, acomodados al significado espiritual de este tiempo. Desde el lunes de la cuarta semana, se ofrece una lectura semi-continua del Evangelio de san Juan, en la cual tienen cabida aquellos textos de este Evangelio que mejor responden a las características de la Cuaresma. Como las lecturas de la samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro ahora se leen los domingos, pero sólo el año A (y los otros años sólo a voluntad), se ha previsto que puedan leerse también en las ferias; por ello, al comienzo de las semanas tercera, cuarta y quinta se han añadido unas “Misas opcionales” que contienen estos textos; estas Misas pueden emplearse en cualquier feria de la semana correspondiente, en lugar de las lecturas del día. Los primeros días de la Semana Santa, las lecturas consideran el misterio de la pasión. En la Misa crismal, las lecturas ponen de relieve la función mesiánica de Cristo y su continuación en la Iglesia, por medio de los sacramentos”.

2. Sacrosantum Concilium, nº 109:

“109. Puesto que el tiempo de la Cuaresma prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la palabra de Dios y a la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del Bautismo y mediante la penitencia, se ha de dar un particular relieve, en la liturgia y en una más amplia catequesis litúrgica, al doble carácter de dicho tiempo. Por consiguiente:

“a) Se empleen, más abundantemente, los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal; y, según las circunstancias, se restauren ciertos elementos de anterior tradición;

“b) Dígase lo mismo de los elementos penitenciales. Y en cuanto a la catequesis, se inculque a los fieles, junto con las consecuencias sociales del pecado, la naturaleza propia de la penitencia, que lo detesta por ser ofensa de Dios; no se olvide tampoco la participación de la Iglesia en la acción penitencial y se intensifique la oración por los pecadores”.

Agregamos un comentario que pensamos que puede ser útil al predicador. En el Ciclo A, concentrado todo él en el camino de iniciación cristiana en función del Bautismo, se leen los evangelios de la samaritana (Jn 4), del ciego de nacimiento (Jn 9) y de la resurrección de Lázaro (Jn 11). De esta manera, en el Ciclo A, estos tres domingos pueden recibir un título: el domingo III es el Domingo del Agua; el domingo IV es el Domingo de la Luz; el domingo V es el Domingo de la Vida.

Volver Textos Litúrgicos

Inicio

 Exégesis 

·         W. Trilling

Tentación en el desierto

(Mt 4,1-11)

1 Entonces fue llevado Jesús por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo. 2 y después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre. 3 El tentador se le acercó y le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. 4 Pero él le contestó: Escrito está: No de solo pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.

En seguida se muestra cómo obra en él la gran fuerza del Espíritu, que lo llena: Fue llevado por el Espíritu al desierto. Juan ya vivía allí, ahora también Jesús es llevado al desierto. Lo que ahora sigue, también fue querido por Dios. Lo que parece determinar de modo característico, como una ley, los caminos de Dios es que la salvación viene del desierto. Es el lugar de la pura adoración de Dios, en la peregrinación del pueblo por el desierto, en el regreso de la cautividad, en Juan, en Jesús… Aquí el desierto se ha convertido en la zona de la decisión: en favor o en contra de Dios. Una decisión que no se toma para poner en claro la misión personal, sino en favor de la salvación de todos los hombres y del mundo o contra ella. La primera frase va orientada a nombrar el objetivo de esta estancia en el desierto: para ser tentado por el diablo. Otro poder aparece en escena: junto al hombre de Dios (Juan), al Mesías, al Espíritu Santo y a la voz del Padre ahora se presenta el gran antagonista. La Sagrada Escritura le llama el «diablo», es decir el antagonista que desune y enemista al hombre y a Dios. La historia de Israel a través de todo su transcurso muestra que hubo poderosas fuerzas, que constantemente se oponían al establecimiento del reino de Dios, fuerzas que se exteriorizaban en una brutal violencia o en un refinamiento enmascarado, y se servían de los recursos externos del poder de los grandes Estados o de la debilidad de ciertas personas. Las formas son muy variadas, pero el objetivo siempre permanece el mismo: Dios no puede ser Señor, su voluntad no puede tener validez, su plan no puede realizarse. En los últimos siglos antes de Cristo en Israel se tiene una vista más perspicaz, y se reconoce un poder personal tras todas estas diferentes formas. Hay algo así como un antidiós, un ser maligno, que quiere servirse de todos los recursos para combatir contra Dios. En el Nuevo Testamento y especialmente aquí, en este pasaje, todo esto se ilumina con el fulgor del relámpago. En el primer instante en que debe hacerse la obra de Dios, allí también está el antagonista. En cuanto se levanta el telón de un escenario, aparecen en él frente a frente Dios y Satán sin fingimiento y con dureza. Se nota cuánto pesa la palabra «tentar». No es una de nuestras cotidianas tentaciones, de las que se habla en el confesonario, sino que es una tentación grande y única: desde Dios a Satán. Es la tentación a la caída, a la muerte, a la nada…

Jesús ha ayunado en el desierto cuarenta días y cuarenta noches, como hicieron antes de él Moisés en el Sinaí (Exo_34:28) y Elías (1Re_19:8). Cuando Jesús se encontraba en un estado de hambre acuciadora y de enervamiento corporal, se le dirige el tentador invitándole a convertir estas piedras en panes. Para el Hijo de Dios evidentemente es cosa fácil y, al mismo tiempo, es conveniente. ¿Es una tentación cándida de corto alcance? Jesús la rechaza con una frase de la Escritura, que está tomada del Deuteronomio. En un discurso Moisés recuerda al pueblo lo que, a pesar de la penuria y del hambre, Dios ha logrado en el desierto de una manera prodigiosa: «Te afligió con hambre, y te dio el maná, manjar que no conocías tú ni tus padres, para mostrarte que el hombre no vive de solo pan, sino de cualquier cosa que Dios dispusiere» (Deu_8:3). Esta fue una experiencia importante para los padres cn el desierto: Dios les ha conservado la vida de manera prodigiosa, incluso cuando la necesidad apremiaba, su vitalizante palabra ha preparado una nueva nutrición: el maná y las codornices. Pero los padres tenían que dar crédito a Moisés, y confiar en que Dios los conservaría. Ellos han hecho las dos cosas creyendo en la palabra de Dios y alimentándose del manjar para el cuerpo. ¿No tiene también que suceder así en el Mesías, a saber que él no pueda confiar en su propio poder, sino solamente en Dios? Si Dios le ha conducido al desierto, ¿no le conservará la vida? También en esto Jesús cumple «toda justicia», para servir de modelo intachable a todos los que le seguirán: Dios cuida de los suyos, si éstos le miran primero a él. Es verdad que su palabra omnipotente podría convertir estas piedras en panes. Pero todavía con mucha mayor solicitud Dios recompensa la confianza: los ángeles se acercan para servirle (Deu_4:11). Así también la confianza ha salido airosa en nuestra vida de distintas maneras, y este éxito se confirmará incesantemente.

5 Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone sobre el alero del templo 6 y le dice: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo; pues escrito está: Mandará en tu favor a sus ángeles, y te tomarán en sus manos, no sea que tropiece tu pie con una piedra. 7 Jesús le respondió: También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios.

La segunda tentación le conduce a la ciudad santa, es decir, Jerusalén, que sólo san Mateo nombra respetuosamente con este título. Los dos están en el alero del tejado del templo. El diablo le invita a tirarse abajo confiando en las palabras del salmo, según las cuales Dios mandará a sus ángeles para que nada dañe a su devoto (Sal_90:11 s). ¡Cuánto más valdrá esta promesa para el Hijo de Dios! En la primera tentación ha salido airosa con brillantez la confianza de Jesús en Dios. Con todo es fácil poner a prueba una vez más esta confianza que se acaba de manifestar. Demuestra con una acción valerosa lo que acaba de declarar. Si esta confianza es tan incondicional y vigorosa, entonces mi proposición no puede ser considerada como temeraria. Jesús también contesta al seductor versado en la Escritura, con un texto bíblico que rasga la tela esmeradamente urdida por el diablo: No tentarás al Señor, tu Dios (Deu_6:16). Si yo hiciera lo que tú esperas, así habla Jesús, mi conducta no sería una prueba de mi confianza, sino lo contrario: peirasmos, la gran tentación de la discordia y la apostasía. Dios nunca se deja forzar. Sigue siendo el Señor que gobierna sin restricción. No tolera que le manden ayudar ni que los hombres lo tomen a su servicio. Su intervención siempre es una gracia libremente otorgada. El Mesías también está esperando ante Dios de una manera tan incondicional, que Dios se lo entrega todo. Ciertamente su confianza es ilimitada, pero también es ilimitada en el sentido de que él «nada puede hacer por sí mismo, como no lo vea hacer al Padre» (Jua_5:19). Dios tiene que ser Señor por completo y en todo…

8 De nuevo lo lleva el diablo a un monte elevadísimo, le muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor, 9 y le dice: Todo esto te daré, si postrándote me adoras. 10 Entonces le responde Jesús: Retírate, Satán; porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto. 11 Entonces lo deja el diablo, y unos ángeles se acercaron para servirle.

El diablo se atreve a una tercera tentativa. Conduce a Jesús a un monte elevadísimo y le muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor. Le ofrece la posesión de todos ellos al precio del homenaje de la adoración. Aquí por primera vez el espíritu maligno habla con franqueza. Ahora aparece clarísimo lo que antes permanecía velado: se trata del poder o de la impotencia, del reino o de la esclavitud, de ser o de no ser. No hemos de cavilar averiguando cómo el diablo puede haber producido la ilusión y cómo podemos imaginarnos esta escena con sus pormenores. Lo que interesa es el sentido de los sucesos. Satán se siente señor del mundo, «príncipe de este mundo», como dice san Juan en su evangelio (Jua_12:31). Incluso cree que está en condiciones de transferir este dominio. Pero también ha de manifestar que es subido el precio de esta transferencia. Solamente puede ser señor del mundo el que se doblega ante Satán y le reconoce como señor. ¡Qué contradicción tan grotesca! Eso sería un dominio aparente, que en realidad es una esclavitud, y Satán, a pesar de todo, seguiría siendo el señor del mundo. En esta última agravación Jesús también contesta con una frase de la Escritura, pero antes da una orden: Retírate, Satán. Aquí ya se muestra que él tiene un poder superior y que puede mandar al que se cree en posesión del mundo. Basta una orden sencilla y clara para vencer a Satán. Jesús aparentemente esto lo hace en nombre propio, con la plenitud del propio poder, y sin hacer pausa dice: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo darás culto. Jesús tiene el poder, pero no es su propio poder. Hace marchar de allí al tentador, pero no en su nombre. También aquí sólo se trata de Dios. él es el único que puede exigir homenaje y servicio. Y unos ángeles se acercaron para servirle. ¡Qué cambio tan notable de la escena!

Jesús acaba de rechazar cualquier afán de dominio y acaba de patentizar su confianza en Dios, se acaba de someter por completo a la providencia del Padre, entonces recibe el servicio complaciente de seres celestiales. Aquí sucede de una forma semejante a lo que antes ocurrió en el relato del bautismo. Jesús primeramente se enajena diciendo cumplir dócilmente toda justicia, entonces Dios muestra su predilección por él como su «Hijo amado». Aquí Jesús reconoce sin reservas el señorío de Dios, entonces Dios le envía los mensajeros celestes para que le sirvan.

Una frase hace penetrar todavía más profundamente en la inteligencia de este fragmento singular. Satán promete todos los reinos de la tierra y su esplendor. En la predicación de Jesús encontraremos constantemente la expresión reino de Dios o, como se dice siempre en san Mateo, reino de los cielos. Siempre se alude a la introducción y establecimiento del señorío de Dios, de su reino. Es la finalidad más profunda de Jesús y de su misión. En labios del antagonista esto ya se indica de antemano: por lo visto sabe que no solamente se trata de Jesús como persona, de su misión mesiánica y de su filiación divina (Jua_4:3.6), sino de algo todavía mayor: del reino de Dios. Jesús procura convencer con la misma idea del reino, y procura ponerla a su servicio. Se ha rechazado el gran ataque, la tentaci6n de la apostasía. Desde esta hora en adelante el verdadero reino toma el curso de su victoria, sin que sea posible detenerlo. Ahora ya no puede cambiar nada Satán, que tuvo que abandonar vencido el campo. Jesús lanzará demonios, vencerá el mal y con su propia muerte sellará la derrota de Satán. En todas partes, cuando -unidos con Jesús- confiamos sólo y radicalmente en Dios, sucede lo mismo: se despedaza el poder de Satán y se establece el verdadero reino.

(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)

Volver Exégesis

Inicio

Comentario Teológico

·        San Juan Pablo II

El Espíritu Santo en la experiencia del desierto

1. Al “comienzo” de la misión mesiánica de Jesús vemos otro hecho interesante y sugestivo, narrado por los evangelistas, que lo hacen depender de la acción del Espíritu Santo: se trata de la experiencia del desierto. Leemos en el evangelio según san Marcos: “A continuación (del bautismo), el Espíritu le empuja al desierto” (Mc 1, 12). Además, Mateo (4, 1) y Lucas (4, 1) afirman que Jesús “fue conducido por el Espíritu al desierto”. Estos textos ofrecen puntos de reflexión que nos llevan a una ulterior investigación sobre el misterio de la íntima unión de Jesús-Mesías con el Espíritu Santo, ya desde el inicio de la obra de la redención.

En primer lugar, una observación de carácter lingüístico: los verbos usados por los evangelistas (“fue conducido” por Mateo y Lucas; “le empuja”, por Marcos) expresan una iniciativa especialmente enérgica por parte del Espíritu Santo, iniciativa que se inserta en la lógica de la vida espiritual y en la misma psicología de Jesús: acaba de recibir de Juan un “bautismo de penitencia”, y por ello siente la necesidad de un período de reflexión y de austeridad (aunque personalmente no tenía necesidad de penitencia, dado que estaba “lleno de gracia” y era “santo” desde el momento de su concepción: (cf. Jn 1, 14; Lc 1, 35): como preparación para su ministerio mesiánico.

Su misión le exige también vivir en medio de los hombres-pecadores, a quienes ha sido enviado a evangelizar y salvar (cf. santo Tomás, Summa Theol., III, q. 40, a. 1), en lucha contra el poder del demonio. De aquí la conveniencia de esta pausa en el desierto “para ser tentado por el diablo”. Por lo tanto, Jesús sigue el impulso interior y se dirige adonde le sugiere el Espíritu Santo.

2. El desierto, además de ser lugar de encuentro con Dios, es también lugar de tentación y de lucha espiritual. Durante la peregrinación a través del desierto, que se prolongó durante cuarenta años, el pueblo de Israel había sufrido muchas tentaciones y había cedido (cf. Ex 32, 1-6; Nm 14, 1-4; 21, 4-5; 25, 1-3; Sal 78, 17; 1 Co 10, 7-10). Jesús va al desierto, casi remitiéndose a la experiencia histórica de su pueblo. Pero, a diferencia del comportamiento de Israel, en el momento de inaugurar su actividad mesiánica, es sobre todo dócil a la acción del Espíritu Santo, que le pide desde el interior aquella definitiva preparación para el cumplimiento de su misión. Es un período de soledad y de prueba espiritual, que supera con la ayuda de la palabra de Dios y con la oración.

En el espíritu de la tradición bíblica, y en la línea con la psicología israelita, aquel número de “cuarenta días” podía relacionarse fácilmente con otros acontecimientos históricos, llenos de significado para la historia de la salvación: los cuarenta días del diluvio (cf. Gn 7, 4. 17); los cuarenta días de permanencia de Moisés en el monte (cf. Ex 24, 18); los cuarenta días de camino de Elías, alimentado con el pan prodigioso que le había dado nueva fuerza (cf. 1 R 19, 8). Según los evangelistas, Jesús, bajo la moción del Espíritu Santo, se acomoda, en lo que se refiere a la permanencia en el desierto, a este número tradicional y casi sagrado (cf. Mt 4, 1; Lc 4, 1). Lo mismo hará también en el período de las apariciones a los Apóstoles tras la resurrección y la ascensión al cielo (cf. Hch 1, 3).

3. Jesús, por tanto, es conducido al desierto con el fin de afrontar las tentaciones de Satanás y para que pueda tener, a la vez, un contacto más libre e íntimo con el Padre. Aquí conviene tener presente que los evangelistas suelen presentarnos el desierto como el lugar donde reside Satanás: baste recordar el pasaje de Lucas sobre el “espíritu inmundo” que “cuando sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo…” (Lc 11, 24); y en el pasaje que nos narra el episodio del endemoniado de Gerasa que “era empujado por el demonio al desierto” (Lc 8, 29).

En el caso de las tentaciones de Jesús, el ir al desierto es obra del Espíritu Santo, y ante todo significa el inicio de una demostración ―se podría decir, incluso, de una nueva toma de conciencia― de la lucha que deberá mantener hasta el final de su vida contra Satanás, artífice del pecado. Venciendo sus tentaciones, manifiesta su propio poder salvífico sobre el pecado y la llegada del reino de Dios, como dirá un día: “Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12, 28).

También en este poder de Cristo sobre el mal y sobre Satanás, también en esta “llegada del reino de Dios” por obra de Cristo, se da la revelación del Espíritu Santo.

4. Si observamos bien, en las tentaciones sufridas y vencidas por Jesús durante la “experiencia del desierto” se nota la oposición de Satanás contra la llegada del reino de Dios al mundo humano, directa o indirectamente expresada en los textos de los evangelistas. Las respuestas que da Jesús al tentador desenmascaran las intenciones esenciales del “padre de la mentira” (Jn 8, 44), que trata de servirse, de modo perverso, de las palabras de la Escritura para alcanzar sus objetivos. Pero Jesús lo refuta apoyándose en la misma palabra de Dios, aplicada correctamente. La narración de los evangelistas incluye, tal vez, alguna reminiscencia y establece un paralelismo tanto con las análogas tentaciones del pueblo de Israel en los cuarenta años de peregrinación por el desierto (la búsqueda de alimento: cf. Dt 8, 3; Ex 16; la pretensión de la protección divina para satisfacerse a sí mismos: cf. Dt 6, 16; Ex 17, 1-7; la idolatría: cf. Dt 6, 13; Ex 32, 1-6), como con diversos momentos de la vida de Moisés. Pero se podría decir que el episodio entra específicamente en la historia de Jesús por su lógica biográfica y teológica. Aún estando libre de pecado, Jesús pudo conocer las seducciones externas del mal (cf. Mt 16, 23): y era conveniente que fuese tentado para llegar a ser el Nuevo Adán, nuestro guía, nuestro redentor clemente (cf. Mt 26, 36-46; Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 2. 7-9).

En el fondo de todas las tentaciones estaba la perspectiva de un mesianismo político y glorioso, como se había difundido y había penetrado en el alma del pueblo de Israel. El diablo trata de inducir a Jesús a acoger esta falsa perspectiva, porque es el enemigo del plan de Dios, de su ley, de su economía de salvación, y por tanto de Cristo, como aparece claro por el evangelio y los demás escritos del Nuevo Testamento (cf. Mt 13, 39; Jn 8, 44; 13, 2; Hch 10, 38; Ef 6, 11; 1 Jn 3, 8, etc.). Si también Cristo cayese, el imperio de Satanás, que se gloría de ser el amo del mundo (Lc 4, 5-6), obtendría la victoria definitiva en la historia. Aquel momento de la lucha en el desierto es, por consiguiente, decisivo.

5. Jesús es consciente de ser enviado por el Padre para hacer presente el reino de Dios entre los hombres. Con ese fin acepta la tentación, tomando su lugar entre los pecadores, como había hecho ya en el Jordán, para servirles a todos de ejemplo (cf. San Agustín, De Trinitate, 4, 13). Pero, por otra parte, en virtud de la “unción” del Espíritu Santo, llega a las mismas raíces del pecado y derrota al “padre de la mentira” (Jn 8, 44). Por eso, va voluntariamente al encuentro de la tentación desde el comienzo de su ministerio, siguiendo el impulso del Espíritu Santo (cf. San Agustín, De Trinitate, 13, 13).

Un día, dando cumplimiento a su obra, podrá proclamar: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Jn 12, 31). Y la víspera de su pasión repetirá una vez más: “Llega el príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder” (Jn 14, 30); es más, “el príncipe de este mundo está (ya) juzgado” (Jn 16, 11); “¡Ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La lucha contra el “padre de la mentira”, que es el “principe de este mundo”, iniciada en el desierto, alcanzará su culmen en el Gólgota: la victoria se alcanzará por medio de la cruz del Redentor.

6. Estamos, por tanto, llamados a reconocer el valor integral del desierto como lugar de una particular experiencia de Dios, como sucedió con Moisés (cf. Ex 24, 18), con Elías (1 R 19, 8), y sobre todo con Jesús que, “conducido” por el Espíritu Santo, acepta realizar la misma experiencia: el contacto con Dios Padre (cf. Os 2, 16) en lucha contra las potencias opuestas a Dios. Su experiencia es ejemplar, y nos puede servir también como lección sobre la necesidad de la penitencia, no para Jesús que estaba libre de pecado, sino para todos nosotros. Jesús mismo un día alertará a sus discípulos sobre la necesidad de la oración y del ayuno para echar a los “espíritus inmundos” (cf. Mc 9, 29) y, en la tensión de la solitaria oración de Getsemaní, recomendará a los Apóstoles presentes: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14, 38). Seamos conscientes de que, amoldándonos a Cristo victorioso en la experiencia del desierto, también nosotros tendremos un divino confortador: el Espíritu Santo Paráclito, pues el mismo Cristo ha prometido que “recibirá de lo suyo” y nos lo dará (cf. Jn 16, 14): Él, que condujo al Mesías al desierto no sólo “para ser tentado” sino también para que diera la primera demostración de su poderosa victoria sobre el diablo y sobre su reino, tomará de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre Satanás, su primer artífice, para hacer partícipe de ella a todo el que sea tentado.

(S. Juan Pablo II, El Espíritu Santo en la experiencia del desierto, Audiencia General del día miércoles 21 de julio de 1990)

Volver Comentario Teológico

Inicio

Santos Padres

·        San Gregorio Magno

Las tentaciones y el ayuno en el desierto

1. Suelen algunos dudar sobre qué espíritu fue el que llevó a Jesús al desierto, a causa de que luego se añade: Le transportó el diablo a la ciudad santa, y después: Le subió el diablo a un monte muy encumbrado; pero en realidad, y sin cuestión alguna, común­mente se conviene en creer que fue llevado al desierto por el Espí­ritu Santo; de manera que su Espíritu le llevaría allí donde le ha­llaría el espíritu maligno para tentarle.

Mas he aquí que la mente se resiste a creer y los oídos humanos se asombran cuando oyen decir que Dios Hombre fue transportado por el diablo, ora a un monte muy encumbrado, ora a la ciudad santa. Cosas, no obstante, que conocemos no ser increíbles si re­flexionamos sobre ello y sobre otros sucesos.

Es cierto que el diablo es cabeza de todos los inicuos y que todos los inicuos son miembros de tal cabeza. Pues qué, ¿no fue miembro del diablo Pilatos? ¿No fueron miembros del diablo los judíos que persiguieron a Cristo y los soldados que lo crucificaron? ¿Qué extraño es, por tanto, que permitiera ser transportado al monte por aquel a cuyos miembros permitió también que le cru­cificaran?

No es, pues, indigno de nuestro Redentor, que había venido a que le dieran muerte, el querer ser tentado; antes bien, justo era que, como había venido a vencer nuestra muerte con la suya, así venciera con sus tentaciones las nuestras.

Debemos, pues, saber que la tentación se produce de tres ma­neras: por sugestión, por delectación y por consentimiento. Nos­otros, cuando somos tentados, comúnmente nos deslizamos en la delectación y también hasta el consentimiento, porque, engendrados en el pecado, llevamos además con nosotros el campo donde sopor­tar los combates. Pero Dios, que, hecho carne en el seno de la Vir­gen, había venido al mundo sin pecado, nada contrario soportaba en sí mismo. Pudo, por tanto, ser tentado por sugestión, pero la delectación del pecado ni rozó siquiera su alma; y así, toda aquella tentación diabólica fue exterior, no de dentro.

2. Ahora bien, mirando atentos al orden en que procede en El la tentación, debemos ponderar lo grande que es el salir nos­otros ilesos de la tentación.

El antiguo enemigo se dirigió altivo contra el primer hombre, nuestro padre, con tres tentaciones; pues le tentó con la gula, con la vanagloria y con la avaricia;, y tentándole le venció, porque él se sometió con el consentimiento. En efecto, le tentó con la gula cuando le mostró el fruto del árbol prohibido y le aconsejó comerle. Le tentó con la vanagloria cuando dijo: Seréis como dioses. Y le tentó con la avaricia cuando dijo: Sabedores del bien y del mal; pues hay avaricia no sólo de dinero, sino también de grandeza; porque propiamente se llama avaricia cuando se apetece una excesiva grandeza; pues, si no perteneciera a la avaricia la usurpación del honor, no diría San Pablo refiriéndose al Hijo unigénito de Dios (Flp 2, 6): No tuvo por usurpación el ser igual a Dios. Y con esto fue con lo que el diablo sedujo a nuestro padre a la soberbia, con estimularle a la avaricia de grandezas.

3. Pero por los mismos modos por los que derrocó al primer hombre, por esos mismos modos quedó el tentador vencido por el segundo hombre. En efecto, le tienta por la gula, diciendo: Di que esas piedras se conviertan en pan; le tentó por la vanagloria cuando dijo: Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo; y le tentó por la avaricia de la grandeza cuando, mostrándole todos los reinos del mundo, le dijo: Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adorares. Mas, por los mismos modos por los que se gloriaba de haber vencido al primer hombre, es él vencido por el segundo hombre, para que, por la misma puerta por la que se introdujo para dominarnos, por esa misma puerta saliera de nos­otros aprisionado.

Pero en esta tentación del Señor hay, hermanos carísimos, una cosa que nosotros debemos considerar, y es que el Señor, tentado por el diablo, responde alegando los preceptos de la divina palabra, y El, que con esa misma Palabra, que era El, el Verbo divino, podía sumergir al tentador en los abismos, no ostenta la fuerza de su poder, sino que sólo profirió los preceptos de la Divina Escritura para ofrecernos por delante el ejemplo de su paciencia, a fin de que, cuantas veces sufrimos algo de parte de los hombres malos, más bien que a la venganza, nos estimulemos a practicar la doctrina.

Ponderad, os ruego, cuán grande es la paciencia de Dios y cuán grande es nuestra impaciencia. Nosotros, cuando somos provoca­dos con injurias o con algún daño, excitados por el furor, o nos vengamos cuanto podemos, o amenazamos lo que no podemos. Ved cómo el Señor soportó la contrariedad del diablo y nada le respondió sino palabras de mansedumbre: soporta lo que podía castigar, para que redundase en mayor alabanza suya el que vencía a su enemigo, sufriéndole por entonces y no aniquilándole.

4. Es de notar lo que sigue: que, habiéndose retirado el diablo, los ángeles le servían (a Jesús). ¿Qué otra cosa se declara aquí sino las dos naturalezas de una sola persona, puesto que simultánea­mente es hombre, a quien el diablo tienta, y el mismo es Dios, a quien los ángeles sirven? Reconozcamos, pues, en El nuestra naturaleza, puesto que, si el diablo no hubiera visto en El al hombre, no le tentara; y adoremos en El su divinidad, porque, si ante todo no fuera Dios, tampoco los ángeles en modo alguno le servirían.

5. Ahora bien, como la lección coincide en estos días en que hemos oído referir el ayuno de nuestro Redentor por espacio de cuarenta días, ya que también nosotros incoamos el tiempo de Cuaresma, debemos examinar por qué esta abstinencia se guarda durante cuarenta días. Y hallamos que Moisés, para recibir la Ley la segunda vez, ayunó cuarenta días; Elías ayunó en el desierto cuarenta días; el mismo Creador de los hombres, cuando vino a los hombres, durante cuarenta días no tomó en absoluto alimento al­guno. Procuremos también nosotros, en cuanto nos sea posible, mortificar nuestra carne por la abstinencia durante el tiempo cuaresmal de cada año.

¿Por qué también se observa el número cuarenta sino porque la virtud del Decálogo se completa por los cuatro libros del santo Evangelio? Pues como el número diez, multiplicado por cuatro, suma cuarenta, así, cuando observamos los cuatro evangelios, en­tonces cumplimos perfectamente los preceptos del Decálogo.

También esto puede entenderse en otro sentido: este cuerpo mortal está compuesto de cuatro elementos, y por las concupis­cencias de este mismo cuerpo nos oponemos a los preceptos del Señor, y los preceptos del Señor están consignados en el Decálogo; luego, ya que por las concupiscencias de la carne hemos despreciando los preceptos del Decálogo, justo es que mortifiquemos esa misma carne cuatro veces diez veces.

Aunque también esto del tiempo cuaresmal puede entenderse de otro modo. Desde el día de hoy hasta la solemnidad pascual pasan seis semanas, que son cuarenta y dos días, de los cuales, como se substraen a la abstinencia los seis días del Señor, no quedan para la abstinencia más que treinta y seis días; ahora bien, como, de los trescientos sesenta y cinco días que tiene el año, nosotros nos castigamos durante treinta y seis días, resulta como que damos al Señor las décimas de nuestro año; de manera que nosotros, que vivimos para nosotros mismos el año recibido, en las décimas de él nos mortificamos con la abstinencia en obsequio de nuestro Crea­dor. Por tanto, hermanos carísimos, así como en la Ley se manda ofrecer los diezmos de las cosas, esforzaos de igual modo en ofre­cerle también los diezmos de los días.

Cada cual, conforme sus fuerzas lo consientan, atormente su carne y mortifique los apetitos de ella y dé muerte a las concupis­cencias torpes para hacerse, como dice San Pablo, hostia viva. Porque la hostia se ofrece y está viva cuando el hombre ha renunciado a las cosas de esta vida y, no obstante, se siente importunado por los deseos carnales. La carne nos llevó a la culpa; tornémosla, pues, afligida, al perdón. El autor de nuestra muerte, comiendo el fruto del árbol prohibido, traspasó los preceptos de la vida; por consi­guiente, los que por la comida perdimos los gozos del paraíso, levantémonos a ellos, en cuanto nos es posible, por la abstinencia.

6. Mas nadie crea que puede bastarle la sola abstinencia, puesto que el Señor dice por el profeta (Is 58, 6): ¿Acaso el ayuno que yo estimo no consiste más bien en esto? ; y agrega (v.7): Que partas tu pan con el hambriento; y que a los pobres y a los que no tienen hogar los acojas en tu casa, y vistas al que veas desnudo, y no desprecies a tu propia carne. Luego el ayuno que Dios aprueba es el que le ofrece una mano limosnera, el que se hace por amor del prójimo, el que está condimentado con la piedad. Da, pues, al prójimo aquello de que tú te privas, de modo que, de donde tu carne se mortifica, se alivie la carne del prójimo necesitado; que por eso dice el Señor por el profeta (Za 7, 5): Cuando ayunabais y plañíais…, ¿acaso ayunasteis por respeto mío? Y cuando comíais y bebíais, ¿acaso no lo hacíais mirando por vosotros mismos? Come, pues, y bebe para sí quien toma para sí, sin atender a los indigentes, los alimentos cor­porales, que son dones comunes del Creador; y cada cual ayuna para sí cuando lo de que por algún tiempo se priva no lo da a los pobres, sino que lo reserva para ofrecerlo después a su cuerpo. De ahí lo que se dice por Joel: Santificad el ayuno; porque santificar el ayuno es ofrecer a Dios una digna abstinencia de la carne junto con otras obras buenas. Cese la ira; apláquense las disensiones, pues en vano se atormenta la carne si el alma no se reprime en sus malos deseos, puesto que el Señor dice por el profeta (Is. 58,3-5): Es porque en el día de vuestro ayuno hacéis todo cuanto se os antoja, y ayunáis para seguir los pleitos y contiendas y herir con puñadas a otro sin piedad, y apremiáis a todos vuestros deudores.

Cierto que quien reclama de su deudor lo que le dio, nada injusto hace; pero digno es que quien se mortifica con la penitencia se prive también de lo que justamente le corresponde. Así, así es como a nosotros, afligidos y penitentes, perdona Dios lo que injus­tamente hemos hecho, si, por amor a Él, perdonamos lo que justa­mente nos corresponde.

SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre el Evangelio, Homilía XVI, 1-6, BAC Madrid 1958, p. 596-600

Volver Santos Padres

Inicio

 

Aplicación

·        P. Joé A. Marcone, I.V.E.

·        San Juan Pablo II

·        S.S. Francisco p.p.

·        P. Gustavo Pascual, I.V.E.

.        S.S. Benedicto XVI

.        P. Jorge Loring, S.J.

P. José A. Marcone, I.V.E.

 

Las tentaciones de Cristo

(Mt 4,1-11)

            Introducción

La institución de la Cuaresma cristiana tiene tres fuentes principales: en primer lugar, el deseo de ayunar para poder buscar y encontrar a Dios; en segundo lugar, el catecumenado cristiano en cuanto camino al Bautismo; en tercer lugar, la penitencia pública que debían hacer los cristianos adultos que habían pecado después del Bautismo.

Las dos últimas razones desaparecieron con el tiempo. La institución del catecumenado desapareció a causa de la costumbre de bautizar a los niños recién nacidos. Y la penitencia pública desapareció a causa de la nueva praxis de la Iglesia al impartir la penitencia dentro del sacramento de la Reconciliación.

Sin embargo, el Concilio Vaticano II, en su intención de volver siempre a las fuentes del cristianismo, quiso que se restauraran esas dos últimas fuentes que dieron origen a la Cuaresma: el sentido bautismal y el sentido de penitencia pública. Esto lo hizo en el nº 109 de la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Divina Liturgia.

Respecto al aspecto social del pecado y la necesidad de reparación pública dice: “Se inculque a los fieles, junto con las consecuencias sociales del pecado, la naturaleza propia de la penitencia, que lo detesta por ser ofensa de Dios; no se olvide tampoco la participación de la Iglesia en la acción penitencial y se intensifique la oración por los pecadores”.

Respecto a la Cuaresma como preparación al Bautismo dice: “El tiempo de Cuaresma prepara a los fieles para que celebren el misterio pascual mediante el recuerdo o la preparación del Bautismo”. Y por eso pide que “se empleen, más abundantemente, los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal; y, según las circunstancias, se restauren ciertos elementos de anterior tradición”. Si bien el Bautismo se administra a niños pequeños, sin embargo, siempre la Cuaresma debe tener para todo cristiano con uso de razón un sentido de recuerdo del propio Bautismo.

Por esta razón es que restituyó para el Ciclo A de lecturas los evangelios de la Samaritana (Jn 4), del ciego de nacimiento (Jn 9) y de la resurrección de Lázaro (Jn 11) para los tres últimos domingos de cuaresma, que, en la ordenación actual, pueden leerse en los tres ciclos. Estos tres evangelios, según los Santos Padres, tienen un profundo sentido bautismal e integraban la liturgia del último paso del catecumenado, el así llamado “Tiempo de Purificación e Iluminación”, reservado para las tres últimas semanas de cuaresma. Este tiempo es llamado también ‘segundo grado de la iniciación cristiana’. El ‘primer grado’ era el catecumenado en sí mismo.

Por lo tanto, la Cuaresma tal como se presenta hoy está estructurada en dos conjuntos*1: primero, los dos primeros domingos de Cuaresma, orientados a expresar la necesidad de la penitencia para encontrarse con Dios; segundo, los tres últimos domingos de Cuaresma, orientados a preparar al catecúmeno para el Bautismo o para que el ya bautizado recuerde su Bautismo.

El evangelio de hoy, las tentaciones de Cristo en el desierto, está ordenado, entonces, a que comprendamos la necesidad de purificación de nuestras concupiscencias y la necesidad de la lucha contra el maligno, para salir al encuentro de Cristo glorificado en la Pascua, al cual debemos unirnos. Esto lo hacemos siguiendo la doctrina (Mt 6,16-18; Mt 6,1-6) y las huellas del mismo Maestro, como así también el ejemplo de toda la tradición del AT.

1. La razón principal del ayuno y las tentaciones de Cristo

La ida de Jesús al desierto de Judea para ayunar, para hacer oración y ser tentado por el diablo durante cuarenta días tiene un origen teológico, es decir, tiene su origen en la misma voluntad del Padre. Lo dice claramente el evangelio de hoy: “Jesús fue conducido por el Espíritu (hypò toû Pneúmatos) hacia el desierto” (Mt 4,1a). Jesús va al desierto no por voluntad propia sino por voluntad de Dios*2. Pero además San Mateo expresa la finalidad por la cual es conducido al desierto: “Para ser tentado por el diablo” (Mt 4,1b).

En esta segunda parte del versículo de Mt 4,1 se encuentra la finalidad teológica por la cual el Espíritu empuja a Jesucristo al desierto: “para ser tentado por el diablo”. Esta pequeña frase encierra en sí la razón principal por la cual Dios quiso que Jesús fuera al desierto, ayunara, orara y fuera tentado por el diablo. Esa razón principal es que Jesús quiere recapitular en sí toda la historia del ser humano y redimirla desde su misma raíz. Jesús quiere recalcar que Él representa un nuevo inicio de la humanidad y por eso quiere empezar como empezaron Adán y Eva: combatiendo con el diablo. Pero con la gran diferencia que el Nuevo Adán vence al diablo, mientras que el viejo Adán había sucumbido a la tentación de querer ser como Dios. Dice el Catecismo de la Iglesia Católica refiriéndose a las tentaciones de Jesús en el desierto: “Jesús rechaza estos ataques de satanás que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso (…). Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación” (CEC, 538. 539).

El evangelio de San Marcos trae una clara referencia textual que nos remite al paraíso: “Estaba entre las fieras salvajes y los ángeles le servían” (Mc 1,13). Respecto a esto dice Benedicto XVI: “En su breve relato de las tentaciones, Marcos (cf. 1,13) pone de relieve un paralelismo con Adán, con la aceptación sufrida del drama humano como tal: Jesús ‘vivía entre fieras salvajes, y los ángeles le servían’. El desierto –imagen opuesta al Edén- se convierte en lugar de la reconciliación y de la salvación; las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el Paraíso. Se restablece la paz que Isaías anuncia para los tiempos del Mesías: ‘Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito…’ (Is 11,6)”*3.

Esta es la razón por la cual la Iglesia ha querido poner en la segunda lectura de hoy el trozo de Rm 5,12-19. En ese trozo de San Pablo se hace el paralelismo perfecto y detallado entre el viejo Adán y el Nuevo Adán. El viejo Adán es la primera cabeza que pecó y fue causa de corrupción para todo el género humano. El Nuevo Adán es Jesucristo, la verdadera Cabeza del género humano que vence al diablo y es causa de restauración de todo el género humano.

Precisamente en esto consiste el culmen de la teología de San Pablo: Jesucristo, por ser verdadero Dios y verdadero hombre, por unir en su Persona Divina a la naturaleza humana, de alguna manera absorbe a todos los hombres, resume a toda la humanidad. En Cristo (expresión favorita de San Pablo) estamos todos, tanto cuando Él realiza la redención en la cruz como cuando resucita de entre los muertos. Esta es la razón última y más profunda de la posibilidad de nuestra justificación. El Concilio Vaticano II lo ha expresado de una manera maravillosa: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et Spes, nº 22).

El derecho que satanás había adquirido por su triunfo sobre la cabeza del género humano (el primer Adán), lo perderá ahora por su derrota ante Aquel que es la Cabeza por excelencia de todo el género humano, el Nuevo Adán, Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

Es esta la razón principal del ayuno y de las tentaciones de Cristo. Así como en la cruz todos hemos muerto con Cristo, así como en la resurrección todos hemos resucitado con Cristo, así también en las tentaciones todos hemos vencido con Cristo. Comienza una nueva humanidad.

Junto a esta razón principal Jesucristo agrega otra razón muy importante: su rol de Mesías y de redentor no tiene nada que ver con el que le asignaban los corruptos fariseos y todos aquellos que tenían y tienen un concepto humano y mundano del Mesías. El Mesías Salvador salvará al mundo a través de los sufrimientos, no a través de un éxito espectacular en los órdenes humanos. El Salvador sufrirá mansamente los embates del diablo y los vencerá con la Palabra de Dios. Enfrentando y venciendo las tentaciones del maligno Jesús se presenta como el Siervo Sufriente de Isaías, y no como el super-hombre que vence a todos a través de la fuerza, como lo presenta, por ejemplo, Nietzche, poniéndose decididamente en la línea de los fariseos. Por eso dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres (cf Mt 16, 21-23) le quieren atribuir”. Es por eso por lo que Cristo venció al Tentador a favor nuestro: “Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Heb 4,15) (CEC, 540). El texto de Mt 16,21-23 que cita el Catecismo se refiere a la reprensión que le hace Pedro cuando Jesús anuncia sus sufrimientos y su muerte, y la consiguiente contra-reprensión de Jesús: “¡Apártate de mí, satanás!”.

Por consiguiente, Jesucristo se está poniendo como modelo para todo cristiano que quiere salir al encuentro de Dios. Y por eso es el modelo que la Iglesia presenta para esta cuaresma, en camino hacia la Pascua, hacia la resurrección de Cristo.

El pueblo de Israel estuvo cuarenta años en el desierto buscando la tierra prometida. Allí sufrió la prueba de la tentación, sucumbiendo muchas veces a ella. Pero también sintió la protección de Dios en la nube durante el día, y en la columna de fuego durante la noche. Y finalmente entró en la tierra prometida. “Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cf. Sal 95, 10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha “atado al hombre fuerte” para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre” (CEC, 539).

Moisés ayunó cuarenta días y cuarenta noches para entrar en contacto con Dios en el Monte Sinaí y recibir las tablas de la Ley (Éx 24,18). Elías caminó cuarenta días y cuarenta noches con un solo alimento al inicio para poder ver a Yahveh en la brisa suave (1Re 19,8). Jesucristo va a recoger esta tradición bíblica y Él mismo ayunará cuarenta días y cuarenta noches en el desierto antes de revelar al mundo que Él es el Mesías Rey, ungido con Espíritu Santo.

Ante el acontecimiento pascual de la resurrección de Cristo, ante el encuentro con Cristo glorificado, la Iglesia obedece e imita a su Maestro y se prepara convenientemente a ese suceso. Este es el sentido de la Cuaresma.

2. Las tentaciones en sí mismas

Lo dicho en el punto anterior se refleja incluso en el modo en que el Maligno tienta a Cristo en el desierto. Lo hace siguiendo el modo en que había tentado al viejo Adán. Santo Tomás de Aquino establece un paralelo perfecto entre las tentaciones hechas a Adán y Eva y las hechas a Cristo*4.

Hay tres presupuestos importantes que hay que saber para entender las tentaciones que el diablo hace a Cristo. En primer lugar, el diablo no sabía con certeza que Cristo era Dios*5.

En segundo lugar, Cristo se deja tentar como hombre y vence las tentaciones como hombre, no con la autoridad potestativa que tiene en cuanto Dios*6.

En tercer lugar, el diablo tienta a Cristo como a varón espiritual, y no como a hombre ordinario. Lo hace por la envidia que el diablo siente ante la perfección que él debiera haber alcanzado. Por eso, ninguna de las tentaciones está orientada a faltas graves o gruesas o groseras, sino a cosas finísimas y que apuntan a los defectos espirituales de los hombres espirituales*7. De esto concluimos que las tres tentaciones son tentaciones que miran a objetos espirituales. Este punto es muy importante. Por eso dice Castelllani: “El diablo sabía que Cristo era un varón religioso –lo había visto prepararse para su misión religiosa con el ayuno de Moisés, lo había visto arder como una gran fogata en oración continua–; y lo tentó como a un hombre religioso: en el plano religioso, no en el plano carnal. Una nota del Evangelio traducido por Straubinger dice: ‘la primera fue una tentación de sensualidad…’ Es un error. Las tres fueron tentaciones de soberbia. El diablo tienta de soberbia, no de sensualidad, a los que hacen Cuaresmas tan rigurosas como Cristo”*8.

En Cristo, la primera tentación parte del hambre de Cristo, pero la tentación propiamente dicha es la de hacer un milagro innecesario para adquirir el alimento*9. Es la tentación de hacer por vanidad, sin causa, un milagro*10. Concluyendo, podemos decir con Castellani: “La primera tentación es ésta: por medio de lo religioso procurarse cosas materiales –como si dijéramos cambiar milagros por pan– la cual puede llegar a un extremo que se llama simonía, o venta de lo sagrado”*11. Es por eso que, esta primera tentación, consiste fundamentalmente en algo espiritual que es usar de los poderes espirituales y religiosos para procurarse un bien material en el propio interés.

La segunda tentación parte de aquello que también es natural a todo hombre, que es el honor y la buena fama debidos. Pero el diablo busca sacarlo de su quicio, desordenarlos. Por eso trata de seducir a Cristo de que se arroje de lo más alto del Templo, delante de una multitud, exigiendo a Dios que haga un milagro espectacular para salvarlo, logrando así un éxito que le dará mucha fama. Es el gravísimo pecado de tentar a Dios para adquirir el propio prestigio*12. Por eso podemos decir que “la segunda tentación es por medio de la religión procurarse prestigio, poder, pomposidades y ‘la gloria que dan los hombres’”*13.

La tercera tentación parte de algo que está ínsito en la naturaleza del hombre: transformar y dominar el mundo. Dios dijo al hombre cuando lo creó: “Dominad la tierra” (Gén 1,28). Pero el pecado que el diablo induce es el máximo pecado: el rechazo de Dios y la adoración de satanás. Dice Santo Tomás: “Apetecer las riquezas y los honores es pecado cuando se los desea desordenadamente. Esto es evidente sobre todo cuando el hombre comete algo deshonesto para conseguirlos. Y por esto el diablo no se contentó con invitarle a la codicia de las riquezas y los honores, sino que trató de inducir a Cristo a que, por el logro de esos bienes, le adorase, lo que es mayor crimen y va contra Dios”*14. “La tercera tentación es desembozadamente satánica; postrarse ante el diablo a fin de dominar al mundo”*15.

3. Las tentaciones de Cristo y el cristiano bautizado

El simple cristiano bautizado no es el Mesías o el Ungido con mayúsculas. Sin embargo, el bautizado también ha sido ungido y participa realmente de la triple unción de Cristo. También el simple cristiano bautizado es sacerdote, profeta y rey. Tanto en el Bautismo como en la Confirmación fuimos ungidos con el óleo santo.

Por lo tanto, su misión en el mundo se parece a la de Cristo y, por lo tanto, debe llevarse a cabo al modo de Cristo. La misión del cristiano en el mundo está íntimamente relacionada con la lucha en contra del demonio, tanto con las armas defensivas para resistir los ataques como con las armas ofensivas que derrocan al demonio, es decir, lo abaten de la roca alta en la que él cree estar*16. La misión del ungido con minúsculas debe estar estrechamente unida a los sufrimientos y a la cruz como lo estuvo la del Ungido con mayúsculas. Y precisamente éste es el sentido de la Cuaresma que hoy iniciamos.

En el Padre Nuestro rezamos: “Líbranos del mal”. La palabra griega ponerós puede traducirse como un sustantivo abstracto y significar ‘el mal’ en general. Pero este uso en el NT no es frecuente. La gran mayoría de las veces ponerós es un adjetivo que se refiere a una persona que es malvada, maligna, perversa. Y todos los mejores traductores, tanto los antiguos (San Jerónimo, por ejemplo) como los modernos (Tuggy y Swanson, por ejemplo) entienden que ponerós en Mt 6,13, es decir, en el Padre Nuestro, se refiere al diablo. Por eso, la mejor traducción sería: “Líbranos del Malo” o “Líbranos del Maligno”.

El Catecismo de la Iglesia Católica no deja dudas respecto a este particular. Dice textualmente respecto a la última petición del Padre Nuestro: “La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: ‘No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno’ (Jn 17,15) (…) En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El ‘diablo’ [‘dia-bolos’] es aquél que ‘se atraviesa’ en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo” (CEC, 2850. 2851).

La Cuaresma es el tiempo en el que el cristiano lucha contra su principal enemigo, el diablo, que busca seducirlo para que desobedezca a Dios.

Pero el diablo no es el único enemigo del cristiano contra el cual debe luchar en la Cuaresma a través del ayuno y de la oración. El mismo cristiano guarda en sí, como reliquias del pecado original, una fuerza que lo inclina hacia el mal. Es lo que San Juan llama las concupiscencias: “Todo lo que hay en el mundo – la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida- no viene del Padre, sino del mundo” (1Jn 2,16). El ayuno, la oración y la limosna durante la Cuaresma son un medio para purificarse del mal y poder buscar y encontrar a Jesucristo glorificado en la Pascua. Precisamente, cada una de esas tres obras de penitencia apuntan a una de las concupiscencias. El ayuno combate la concupiscencia de la carne; la limosna combate la concupiscencia de los ojos, que es la concupiscencia del poseer; y la oración, que es la sumisión a Dios, combate la soberbia.

Conclusión

Las tentaciones de Cristo en el desierto de Judea guardan una finalidad teológica muy precisa: recapitular todo en Él en cuanto Verbo Encarnado, Cabeza de la nueva creación. Pero, al mismo tiempo, son modelo para el cristiano de cómo afrontar la búsqueda de Dios: a través de la negación de sí mismo. Esta negación de sí mismo se expresa en esas tres obras de penitencia exterior: el ayuno, la limosna y la oración. Son obras de penitencia exterior que en sí mismas no tendrían ningún sentido si no logran su objetivo. Ese objetivo es la penitencia interior, es decir, el arrepentimiento y la confesión de los pecados. De ese modo el cristiano llega adecuadamente preparado para resucitar con Cristo la noche pascual.

*1- Cf. Regan, P., Dall’ Avvento alla Pentecoste, Edizioni Dehoniane Bologna, Bologna, 2013, p. 110.
*2- San Lucas resalta todavía más la función del Espíritu: “Jesús, lleno del Espíritu Santo (pléres Pneúmatos Hagíou), se volvió del Jordán, y fue conducido por el Espíritu (en tô Pneúmati) hacia el desierto” (Lc 4,1). Es el Espíritu el que empuja y es la docilidad de Cristo la que se deja empujar y secunda la acción del Espíritu. No es por voluntad propia.
*3- Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazareth (I), Editorial Planeta, Santiago de Chile, 2007, p. 51.
*4- Cf. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 41, a.4 c.
*5- Cf. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 41, a. 1, ad 1.  Cf. también Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 164.
*6- Cf. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 41, a. 1, ad 2.
*7- Cf. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 41, a. 2 c; III, q. 41, a. 4 c.
*8- Castellani, L., El Evangelio…, p. 166.
*9- Cf. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 41, a. 4 ad 1.
*10- Cf. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 41, a. 4 ad 3.
*11- Castellani, L., El Evangelio…, p. 168.
*12- Cf. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 41, a. 4 ad 3.
*13- Castellani, L., El Evangelio…, p. 168.
*14- S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 41, a. 4 ad 3.
*15- Castellani, L., El Evangelio…, p. 168. Cf. CEC, 2119.
*16- Cf. San Ignacio de Loyola, Libro de los Ejercicios Espirituales, nº 13.

Volver Aplicación



San Juan Pablo II

 

1. “Misericordia, Señor: hemos pecado”. La invocación del Salmo responsorial, que acaba de resonar en nuestra asamblea, expresa de manera significativa el sentimiento que nos anima en este primer domingo de Cuaresma. Estamos al comienzo de un singular itinerario de penitencia y conversión. Nos damos cuenta de que se trata de una ocasión favorable para reconocer el pecado, que ofusca nuestra relación con Dios y con los hermanos: “Yo reconozco mi culpa – proclama el salmista-, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 50, 5-6).

La página del libro del Génesis, que acabamos de escuchar (cf. Gn 3, 1-7), indica bien qué es el pecado y las consecuencias que produce en la vida del hombre. Nuestros antepasados cedieron a las lisonjas del tentador, interrumpiendo bruscamente el diálogo de confianza y de amor que tenían con Dios. El mal, el sufrimiento y la muerte entran así en el mundo, y habrá que esperar al Salvador prometido para restablecer, de modo incluso más admirable, el plan originario del Creador (cf. Gn 3, 8-24).

2. A la acción insidiosa del Maligno tampoco escapa el Mesías, como narra san Mateo en la página evangélica de hoy: “Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo” (Mt 4, 1). En el desierto es sometido a una triple tentación por parte de Satanás, a la que resiste con decisión. Jesús reitera con firmeza que no es lícito poner a prueba a Dios; no está permitido rendir culto a otro dios; nadie puede decidir por sí mismo su propio destino. La referencia última de todo creyente es la Palabra que sale de la boca del Señor.

En estas pocas líneas se bosqueja el programa de nuestro camino cuaresmal. También nosotros estamos llamados a atravesar el desierto de la cotidianidad, afrontando la tentación recurrente de alejarnos de Dios. Estamos invitados a imitar la actitud del Señor, que obedece con decisión la palabra del Padre celestial y, de este modo, restablece la jerarquía de los valores según el proyecto divino originario.

5. “Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos” (Rm 5, 19). Estas consoladoras palabras del apóstol san Pablo a los Romanos nos confortan en nuestro camino espiritual. En el mundo, dominado a menudo por el mal y el pecado, resplandece victoriosa la luz de Cristo. Él, con su pasión y resurrección, ha derrotado el pecado y la muerte, abriendo a los creyentes las puertas de la salvación eterna. Este es el mensaje alentador que nos transmite la liturgia de hoy.

Sin embargo, para participar plenamente en la victoria de Cristo es preciso comprometerse a cambiar el propio modo de pensar y de actuar, a la luz de la palabra de Dios.

“Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Sal 50, 12). Hagamos nuestra esta invocación del salmista. Es una súplica muy oportuna en el tiempo de Cuaresma.

Señor, ¡crea en nosotros un corazón nuevo! Renuévanos en tu amor. Obtennos tú, Virgen María, un corazón nuevo y un espíritu firme. Así llegaremos a celebrar la Pascua, renovados y reconciliados con Dios y con los hermanos.

(Homilía en la Parroquia Romana de San Enrique, domingo 17 de febrero de 2002)

Volver Aplicación
S.S. Francisco, p.p.

 

El Evangelio del primer domingo de Cuaresma presenta cada año el episodio de las tentaciones de Jesús, cuando el Espíritu Santo, que descendió sobre Él después del bautismo en el Jordán, lo llevó a afrontar abiertamente a Satanás en el desierto, durante cuarenta días, antes de iniciar su misión pública.

El tentador busca apartar a Jesús del proyecto del Padre, o sea, de la senda del sacrificio, del amor que se ofrece a sí mismo en expiación, para hacerle seguir un camino fácil, de éxito y de poder. El duelo entre Jesús y Satanás tiene lugar a golpes de citas de la Sagrada Escritura. El diablo, en efecto, para apartar a Jesús del camino de la cruz, le hace presente las falsas esperanzas mesiánicas: el bienestar económico, indicado por la posibilidad de convertir las piedras en pan; el estilo espectacular y milagrero, con la idea de tirarse desde el punto más alto del templo de Jerusalén y hacer que los ángeles le salven; y, por último, el atajo del poder y del dominio, a cambio de un acto de adoración a Satanás. Son los tres grupos de tentaciones: también nosotros los conocemos bien.

Jesús rechaza decididamente todas estas tentaciones y ratifica la firme voluntad de seguir la senda establecida por el Padre, sin compromiso alguno con el pecado y con la lógica del mundo. Mirad bien cómo responde Jesús. Él no dialoga con Satanás, como había hecho Eva en el paraíso terrenal. Jesús sabe bien que con Satanás no se puede dialogar, porque es muy astuto. Por ello, Jesús, en lugar de dialogar como había hecho Eva, elige refugiarse en la Palabra de Dios y responde con la fuerza de esta Palabra. Acordémonos de esto: en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones, nada de diálogo con Satanás, sino siempre defendidos por la Palabra de Dios. Y esto nos salvará. En sus respuestas a Satanás, el Señor, usando la Palabra de Dios, nos recuerda, ante todo, que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3); y esto nos da fuerza, nos sostiene en la lucha contra la mentalidad mundana que abaja al hombre al nivel de las necesidades primarias, haciéndole perder el hambre de lo que es verdadero, bueno y bello, el hambre de Dios y de su amor. Recuerda, además, que «está escrito también: “No tentarás al Señor, tu Dios”» (v. 7), porque el camino de la fe pasa también a través de la oscuridad, la duda, y se alimenta de paciencia y de espera perseverante. Jesús recuerda, por último, que «está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto”» (v. 10); o sea, debemos deshacernos de los ídolos, de las cosas vanas, y construir nuestra vida sobre lo esencial.

Estas palabras de Jesús encontrarán luego confirmación concreta en sus acciones. Su fidelidad absoluta al designio de amor del Padre lo conducirá, después de casi tres años, a la rendición final de cuentas con el «príncipe de este mundo» (Jn 16, 11), en la hora de la pasión y de la cruz, y allí Jesús reconducirá su victoria definitiva, la victoria del amor.

Queridos hermanos, el tiempo de Cuaresma es ocasión propicia para todos nosotros de realizar un camino de conversión, confrontándonos sinceramente con esta página del Evangelio. Renovemos las promesas de nuestro Bautismo: renunciemos a Satanás y a todas su obras y seducciones —porque él es un seductor—, para caminar por las sendas de Dios y llegar a la Pascua en la alegría del Espíritu (cf. Oración colecta del IV Domingo de Cuaresma, Año A).

(Basílica Vaticana, domingo 9 de marzo de 2014)

Volver Aplicación
P. Gustavo Pascual, I.V.E.

Las tentaciones de Cristo

(Mt 4,1-11)

El libro del Deuteronomio presenta los cuarenta años que estuvo el pueblo de Israel en el desierto como una gran tentación*1. Jesús también es llevado por el Espíritu al desierto y después de cuarenta días de ayuno es tentado por el diablo.

A la luz de la interpretación tradicional judía las tentaciones de Israel en el desierto son tentaciones contra el amor de Dios que preceptuaba la Ley:

“Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”*2.

+ No amar a Dios “con todo el corazón”, esto es, no someter a Dios tus deseos interiores, revelarse contra el alimento divino el maná.

+ No amar a Dios “con toda tu alma”, esto es, con tu vida, con tu cuerpo físico, hasta el extremo del martirio si es preciso.

+ No amar a Dios “con todas tus fuerzas”, esto es, con tus riquezas, lo que se posee, los bienes exteriores.

Al final, Jesús se muestra como uno que ama a Dios perfectamente*3.

Cristo vence las tres tentaciones con el arma de las Escrituras. Las respuestas a las tentaciones son del Deuteronomio 6-8

+ A la primera tentación Jesús responde: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” y es tomada de Deuteronomio 8, 3 *4: “Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahveh”.

+ A la segunda tentación Jesús responde: “No tentarás al Señor tu Dios” y es tomada de Deuteronomio 6, 16: “No tentaréis a Yahveh vuestro Dios, como le habéis tentado en Massá”.

+ A la tercera tentación Jesús responde: “Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto” y es tomada de Deuteronomio 6, 13: “A Yahveh tu Dios temerás, a él le servirás, por su nombre jurarás”.

Las tentaciones del diablo son bajo especie de bien, tomada alguna también de las Sagradas Escrituras, porque hay que saber que el demonio es muy astuto y tienta como ángel de luz*5.

Le propone a Jesús cosas aparentemente buenas. El diablo aparece con gran poder cuando tienta a Cristo, así lo muestra el Evangelio, pero es un poder vano porque se puede vencer de palabra, con la palabra de Dios. Las tentaciones del diablo son la mayoría de las veces con falsas razones*6.

+ La primera: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”

+ La segunda: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna” y es tomada del Salmo 90, 11-12: “Que él dará orden sobre ti a sus ángeles de guardarte en todos tus caminos. Te llevarán ellos en sus manos, para que en piedra no tropiece tu pie”.

+ La tercera: Después de mostrarle todos los reinos del mundo y su gloria le dice: “Todo esto te daré si postrándote me adoras”.

Las respuestas de Cristo son tajantes. No dan pie al diálogo.

Notamos en el procedimiento de Satanás lo siguiente: quiere arrebatar alguna parte de nuestro ser para que no amemos a Dios completamente.

O el corazón, es decir la vida interior, cuando nuestros pensamientos son contra el amor a Dios. Acaso el Amor no nos dará todo lo que necesitamos ¿Por qué pensamos mal?

O el alma, es decir las obras, testimonio externo de nuestro amor a Dios. “Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo”*7. No tentar a Dios, pero si Dios pide el sacrificio de nuestro cuerpo, estar dispuesto a darlo.

O las fuerzas, las cosas externas que muchas veces las amamos más que a Dios. “No podéis servir a Dios y al Dinero”*8. No podemos tener dos señores. El diablo tienta por la codicia de riquezas a la mayoría de los hombres.

Cristo se presenta como ejemplo de amor a Dios. Lo ama con todo su ser. Todo lo suyo pertenece a Dios.

Este debe ser el propósito de la Cuaresma, tratar de entregar a Dios lo que nos falta entregar.

*1- Dt 8, 2.4; Nm 14, 34
*2- Dt 6, 5
*3- Jsalén. a Mt 4.
*4- También ver Sb 16, 26
*5- Cf. San Ignacio de Loyola, Libro de los Ejercicios Espirituales nº 332. En adelante E.E.
*6- E.E. nº 315. Cf. E.E. nº 325-327.
*7- 1 Co 6, 20
*8- Mt 6, 24

Volver Aplicación
Benedicto XVI

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, el tiempo litúrgico de cuarenta días que constituye en la Iglesia un camino espiritual de preparación para la Pascua. Se trata, en definitiva, de seguir a Jesús, que se dirige decididamente hacia la cruz, culmen de su misión de salvación. Si nos preguntamos: ¿por qué la Cuaresma? ¿Por qué la cruz? La respuesta, en términos radicales, es esta: porque existe el mal, más aún, el pecado, que según las Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero esta afirmación no es algo que se puede dar por descontado, y muchos rechazan la misma palabra «pecado», pues supone una visión religiosa del mundo y del hombre. Y es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se oculta el sol desaparecen las sombras —la sombra sólo aparece cuando hay sol—, del mismo modo el eclipse de Dios conlleva necesariamente el eclipse del pecado. Por eso, el sentido del pecado —que no es lo mismo que el «sentido de culpa», como lo entiende la psicología—, se alcanza redescubriendo el sentido de Dios. Lo expresa el Salmo Miserere, atribuido al rey David con ocasión de su doble pecado de adulterio y homicidio: «Contra ti —dice David, dirigiéndose a Dios—, contra ti sólo pequé» (Sal 51, 6).

Ante el mal moral, la actitud de Dios es la de oponerse al pecado y salvar al pecador. Dios no tolera el mal, porque es amor, justicia, fidelidad; y precisamente por esto no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Para salvar a la humanidad, Dios interviene: lo vemos en toda la historia del pueblo judío, desde la liberación de Egipto. Dios está decidido a liberar a sus hijos de la esclavitud para conducirlos a la libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente la del pecado. Por esto, Dios envió a su Hijo al mundo: para liberar a los hombres del dominio de Satanás, «origen y causa de todo pecado». Lo envió a nuestra carne mortal para que se convirtiera en víctima de expiación, muriendo por nosotros en la cruz. Contra este plan de salvación definitivo y universal, el Diablo se ha opuesto con todas sus fuerzas, como lo demuestra en particular el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que se proclama cada año en el primer domingo de Cuaresma. De hecho, entrar en este tiempo litúrgico significa ponerse cada vez del lado de Cristo contra el pecado, afrontar —sea como individuos sea como Iglesia— el combate espiritual contra el espíritu del mal (Miércoles de Ceniza, oración colecta).

Por eso, invocamos la ayuda maternal de María santísima para el camino cuaresmal que acaba de comenzar, a fin de que abunde en frutos de conversión.

(Ángelus, Plaza de San Pedro, domingo 13 de marzo de 2011)

Volver Aplicación


P. Jorge Loring, S.J.

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, el tiempo litúrgico de cuarenta días que constituye en la Iglesia un camino espiritual de preparación para la Pascua. Se trata, en definitiva, de seguir a Jesús, que se dirige decididamente hacia la cruz, culmen de su misión de salvación. Si nos preguntamos: ¿por qué la Cuaresma? ¿Por qué la cruz? La respuesta, en términos radicales, es esta: porque existe el mal, más aún, el pecado, que según las Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero esta afirmación no es algo que se puede dar por descontado, y muchos rechazan la misma palabra «pecado», pues supone una visión religiosa del mundo y del hombre. Y es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se oculta el sol desaparecen las sombras —la sombra sólo aparece cuando hay sol—, del mismo modo el eclipse de Dios conlleva necesariamente el eclipse del pecado. Por eso, el sentido del pecado —que no es lo mismo que el «sentido de culpa», como lo entiende la psicología—, se alcanza redescubriendo el sentido de Dios. Lo expresa el Salmo Miserere, atribuido al rey David con ocasión de su doble pecado de adulterio y homicidio: «Contra ti —dice David, dirigiéndose a Dios—, contra ti sólo pequé» (Sal 51, 6).

Ante el mal moral, la actitud de Dios es la de oponerse al pecado y salvar al pecador. Dios no tolera el mal, porque es amor, justicia, fidelidad; y precisamente por esto no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Para salvar a la humanidad, Dios interviene: lo vemos en toda la historia del pueblo judío, desde la liberación de Egipto. Dios está decidido a liberar a sus hijos de la esclavitud para conducirlos a la libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente la del pecado. Por esto, Dios envió a su Hijo al mundo: para liberar a los hombres del dominio de Satanás, «origen y causa de todo pecado». Lo envió a nuestra carne mortal para que se convirtiera en víctima de expiación, muriendo por nosotros en la cruz. Contra este plan de salvación definitivo y universal, el Diablo se ha opuesto con todas sus fuerzas, como lo demuestra en particular el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que se proclama cada año en el primer domingo de Cuaresma. De hecho, entrar en este tiempo litúrgico significa ponerse cada vez del lado de Cristo contra el pecado, afrontar —sea como individuos sea como Iglesia— el combate espiritual contra el espíritu del mal (Miércoles de Ceniza, oración colecta).

Por eso, invocamos la ayuda maternal de María santísima para el camino cuaresmal que acaba de comenzar, a fin de que abunde en frutos de conversión.

(Ángelus, Plaza de San Pedro, domingo 13 de marzo de 2011)

Volver Aplicación

Inicio

Directorio Homilético

Primer domingo de Cuaresma

CEC 394, 538-540, 2119: la tentación de Jesús

CEC 2846-2949: “No nos dejes caer en la tentación”

CEC 385-390, 396-400: la Caída

CEC 359, 402-411, 615: Adán, el Pecado Original; Cristo el nuevo Adán

394    La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama “homicida desde el principio” (Jn 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mt 4,1-11). “El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo” (1 Jn 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.

Las Tentaciones de Jesús

538    Los Evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan: “Impulsado por el Espíritu” al desierto, Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le servían (cf. Mc 1, 12-13). Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de él “hasta el tiempo determinado” (Lc 4, 13).

539    Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cf. Sal 95, 10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha “atado al hombre fuerte” para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

540      La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres (cf Mt 16, 21-23) le quieren atribuir. Es por eso por lo que Cristo venció al Tentador a favor nuestro: “Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15). La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.

2119  La acción de tentar a Dios consiste en poner a prueba de palabra o de obra, su bondad y su omnipotencia. Así es como Satán quería conseguir de Jesús que se arrojara del templo y obligase a Dios, mediante este gesto, a actuar (cf Lc 4,9). Jesús le opone las palabras de Dios: “No tentarás al Señor tu Dios” (Dt 6,16). El reto que contiene este tentar a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro Criador y Señor. Incluye siempre una duda respecto a su amor, su providencia y su poder (cf 1 Co 10.9; Ex 17,2-7; Sal 95,9).

VI     NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACION

2846  Esta petición llega a la raíz de la anterior, porque nuestros pecados son los frutos del consentimiento a la tentación. Pedimos a nuestro Padre que no nos “deje caer” en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa “no permitas entrar en” (cf Mt 26, 41), “no nos dejes sucumbir a la tentación”. “Dios ni es tentado por el mal ni tienta a nadie” (St 1, 13), al contrario, quiere librarnos del mal. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el Espíritu”. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.

2847  El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior (cf Lc 8, 13-15; Hch 14, 22; 2 Tm 3, 12) en orden a una “virtud probada” (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte (cf St 1, 14-15). También debemos distinguir entre “ser tentado” y “consentir” en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es “bueno, seductor a la vista, deseable” (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.

Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres … En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado (Orígenes, or. 29).

2848  “No entrar en la tentación” implica una decisión del corazón: “Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón … Nadie puede servir a dos señores” (Mt 6, 21-24). “Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Ga 5, 25). El Padre nos da la fuerza para este “dejarnos conducir” por el Espíritu Santo. “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Co 10, 13).

2849  Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cf Mt 4, 11) y en el último combate de su agonía (cf Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya (cf Mc 13, 9. 23. 33-37; 14, 38; Lc 12, 35-40). La vigilancia es “guarda del corazón”, y Jesús pide al Padre que “nos guarde en su Nombre” (Jn 17, 11). El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia (cf 1 Co 16, 13; Col 4, 2; 1 Ts 5, 6; 1 P 5, 8). Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela” (Ap 16, 15).

LA CAIDA

385    Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza -que aparecen como ligados a los límites propios de las criaturas-, y sobre todo a la cuestión del mal moral. ¿De dónde viene el mal? “Quaerebam unde malum et non erat exitus” (“Buscaba el origen del mal y no encontraba solución”) dice S. Agustín (conf. 7,7.11), y su propia búsqueda dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque “el misterio de la iniquidad” (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del “Misterio de la piedad” (1 Tm 3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia (cf. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor (cf. Lc 11,21-22; Jn 16,11; 1 Jn 3,8).

I        DONDE ABUNDO EL PECADO, SOBREABUNDO

          LA GRACIA

          La realidad del pecado

386    El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

387    La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad sicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente.

          El pecado original – una verdad esencial de la fe

388    Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la Muerte y de la Resurrección de Jesucristo (cf. Rm 5,12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino “a convencer al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor.

389    La doctrina del pecado original es, por así decirlo, “el reverso” de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.

          Para leer el relato de la caída

390    El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar  al comienzo de la historia del hombre  (cf. GS 13,1). La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres (cf. Cc. de Trento: DS 1513; Pío XII: DS 3897; Pablo VI, discurso 11 Julio 1966).

III     EL PECADO ORIGINAL

          La prueba de la libertad

396    Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, “porque el día que comieres de él, morirás” (Gn 2,17). “El árbol del conocimiento del bien y del mal” evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto criatura debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad.

          El primer pecado del hombre

397    El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.

398    En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente “divinizado” por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso “ser como Dios” (cf. Gn 3,5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (S. Máximo Confesor, ambig.).

399    La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original (cf. Rm 3,23). Tienen miedo del Dios (cf. Gn 3,9-10) de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas (cf. Gn 3,5).

400    La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida “a la servidumbre de la corrupción” (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue formado” (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12).

401    Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pec ado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta, entre los cristianos, de múltiples maneras (cf. 1 Co 1-6; Ap 2-3). La Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre:

Lo que la revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas (GS 13,1).

          Consecuencias del pecado de Adán para la humanidad

402    Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. S. Pablo lo afirma: “Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores” (Rm 5,19): “Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron…” (Rm 5,12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el Apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: “Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida” (Rm 5,18).

403    Siguiendo a S. Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es “muerte del alma” (Cc. de Trento: DS 1512). Por esta certeza de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los pecados incluso a los niños que no han cometido pecado personal (Cc. de Trento: DS 1514).

404    ¿Cómo el pecado de Adán vino a ser el pecado de todos sus descendientes? Todo el género humano es en Adán “sicut unum corpus unius hominis” (“Como el cuerpo único de un único hombre”) (S. Tomás de A., mal. 4,1). Por esta “unidad del género humano”, todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están implicados en la justicia de Cristo. Sin embargo, la transmisión del pecado original es un misterio que no podemos comprender plenamente. Pero sabemos por la Revelación que Adán había recibido la santidad y la justicia originales no para él solo sino para toda la naturaleza humana: cediendo al tentador, Adán y Eva cometen un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en un estado caído (cf. Cc. de Trento: DS 1511-12). Es un pecado que será transmitido por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado “pecado” de manera análoga: es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un acto.

405    Aunque propio de cada uno (cf. Cc. de Trento: DS 1513), el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada “concupiscencia”). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.

406    La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión del pecado original fue precisada sobre todo en el siglo V, en particular bajo el impulso de la reflexión de S. Agustín contra el pelagianismo, y en el siglo XVI, en oposición a la Reforma protestante. Pelagio sostenía que el hombre podía, por la fuerza natural de su voluntad libre, sin la ayuda necesaria de la gracia de Dios, llevar una vida moralmente buena: así reducía la influencia de la falta de Adán a la de un mal ejemplo. Los primeros reformadores protestantes, por el contrario, enseñaban que el hombre estaba radicalmente pervertido y su libertad anulada por el pecado de los orígenes; identificaban el pecado heredado por cada hombre con la tendencia al mal (“concupiscentia”), que sería insuperable. La Iglesia se pronunció especialmente sobre el sentido del dato revelado respecto al pecado original en el II Concilio de Orange en el año 529 (cf. DS 371-72) y en el Concilio de Trento, en el año 1546 (cf. DS 1510-1516).

          Un duro combate…

407    La doctrina sobre el pecado original -vinculada a la de la Redención de Cristo- proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo” (Cc. de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres.

408    Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de S. Juan: “el pecado del mundo” (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. RP 16).

409    Esta situación dramática del mundo que “todo entero yace en poder del maligno” (1 Jn 5,19; cf. 1 P 5,8), hace de la vida del hombre un combate:

A través de toda la historia del hombre se extiend e una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo (GS 37,2).

IV     “NO LO ABANDONASTE AL PODER DE LA MUERTE”

410    Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (cf. Gn 3,9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (cf. Gn 3,15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado “Protoevangelio”, por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.

411    La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del “nuevo Adán” (cf. 1 Co 15,21-22.45) que, por su “obediencia hasta la muerte en la Cruz” (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la descendencia de Adán (cf. Rm 5,19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el “protoevangelio” la madre de Cristo, María, como “nueva Eva”. Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Cc. de Trento: DS 1573).

359    “Realmente, el el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22,1):

San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo…El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida. Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir… El segundo Adán es aquel que, cuando creó al primero, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, el primero, como él mismo afirma: “Yo soy el primero y yo soy el último”. (S. Pedro Crisólogo, serm. 117).

Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia

615      “Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que “se dio a sí mismo en expiación”, “cuando llevó el pecado de muchos”, a quienes “justificará y cuyas culpas soportará” (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados (cf. Cc de Trento: DS 1529).