PRIMERA LECTURA
Ése es un santo hombre de
Dios
Lectura del segundo libro de los Reyes 4, 8-11. 14-16a
Un día,
Eliseo pasó por Sunám. Había allí una mujer pudiente, que le insistió
para que se quedara a comer. Desde entonces, cada vez que pasaba, él iba a comer allí. Ella
dijo a su marido: «Mira, me he dado cuenta de que ese que pasa siempre por nuestra casa es un santo
hombre de Dios. Vamos a construirle una pequeña habitación en la terraza; le pondremos
allí una cama, una mesa, una silla y una lámpara, y así, cuando él venga,
tendrá donde alojarse».
Un día Eliseo llegó por allí, se
retiró a la habitación de arriba y se acostó. Pero Eliseo insistió:
«Entonces, ¿qué se puede hacer por ella?» Guejazí respondió:
«Lamentablemente, no tiene un hijo y su marido es viejo». «Llámala», dijo
Eliseo. Cuando la llamó, ella se quedó junto a la puerta, y Eliseo le dijo: «El
año próximo, para esta misma época, tendrás un hijo en tus
brazos».
Palabra de Dios.
SALMO Sal 88, 2-3. 16-17. 18-19 (R.: 2a)
R. Cantaré eternamente el amor del
Señor.
Cantaré eternamente el amor del Señor,
proclamaré tu fidelidad por todas las generaciones.
Porque tú has dicho: «Mi
amor se mantendrá eternamente,
mi fidelidad está afianzada en el cielo».
R.
¡Feliz el
pueblo que sabe aclamarte!
Ellos caminarán a la luz de tu rostro;
se alegrarán
sin cesar en tu Nombre,
serán exaltados a causa de tu justicia. R.
Porque Tú eres su
gloria y su fuerza;
con tu favor, acrecientas nuestro poder.
Sí, el Señor es
nuestro escudo,
el Santo de Israel es realmente nuestro rey. R.
SEGUNDA LECTURA
Por el bautismo, sepultados con
él
llevemos una vida nueva
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de
Roma 6, 3-4, 8-11
Hermanos:
¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo
Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la
muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros
llevemos una Vida nueva.
Pero si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con
Él. Sabemos que Cristo, después de resucitar, no muere más, porque la muerte ya no
tiene poder sobre Él. Al morir, él murió al pecado, una vez por todas; y ahora que
vive, vive para Dios. Así también ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para
Dios en Cristo Jesús.
Palabra de Dios.
ALELUIA 1Ped 2, 9
Aleluia.
Ustedes, son una raza elegida, un sacerdocio real,
una nación santa,
un pueblo adquirido
para anunciar las maravillas de Aquél
que los llamó de las
tinieblas a su admirable luz.
Aleluia.
EVANGELIO
El que no toma su cruz no es digno de
mí.
El que los recibe a ustedes me recibe a mí.
Evangelio de nuestro Señor
Jesucristo según san Mateo 10, 37-42
Dijo Jesús a sus apóstoles:
El
que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su
hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no toma su cruz y me
sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida
por mí, la encontrará.
El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me
recibe, recibe a Aquél que me envió.
El que recibe a un profeta por ser profeta,
tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la
recompensa de un justo.
Les aseguro que cualquiera que dé a beber, aunque sólo sea un
vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin
recompensa».
Palabra del Señor.
W. Trilling
Decisión en favor de Jesús
(Mt
10,34-39)
34 No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a
traer paz, sino espada.
En conmovida queja el profeta Miqueas había descrito la perdición
de su pueblo: se quebrantaban las disposiciones del derecho, los ministros de la justicia se habían
convertido en seres corruptibles, un desconcierto general había destruido los vínculos
familiares. Cada hombre es el enemigo de su prójimo. Éste podría ser el título de
la queja de Miqueas (/Mi/07/01-07). En este cuadro ve el profeta una actuación anticipada del tribunal
de Dios. Los hombres llegan a conocer, en su propio cuerpo, las consecuencias de su apostasía de
Yahveh.
Jesús tiene presentes las palabras del profeta. El juicio de Dios, cuyas
consecuencias había visto Miqueas, ha llegado a su momento crítico, por efecto de la venida de
Jesús, enviado para traer el mensaje del reino de Dios. Más aún: el reino llega con
Jesús. Viene como separación, como espada. Es la espada del juicio, que separa lo malo de lo
bueno, los creyentes de los que rehúsan creer, también es la espada de la decisión, ante
la que se pone al hombre. Esto es lo primero que dice Jesús. Lo contrario de esta separación es
la paz. Solamente puede ser una paz opuesta a este juicio de la decisión. Y sería una paz
corrompida, que lo deja todo tal como estaba, que hace desaparecer los frentes, tapa y encubre la
oposición entre Dios y Satán, y por tanto sería en último término la paz
entre Dios y Satán, que nunca puede darse (Aquí Jesús no dice nada sobre la paz entre
Dios y los hombres ni sobre la paz de los hombres entre sí. De ello habla extensamente la Escritura en
otros pasajes, sobre todo en san Pablo, que designa a Jesús como «nuestra
reconciliación», «nuestra paz»: cf. Rom 5,ll; 2Co_5:18 s; Efe_2:11-22).
35 Porque vine a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su
madre, a la nuera con su suegra; 36 y serán enemigos del hombre los de su propia casa.
La palabra de Jesús es más aguda que una espada, como dice de la
palabra de Dios en la carta a los Hebreos (/Hb/04/12). Penetra hasta los tuétanos y separa en nuestro
interior las falsas concupiscencias del verdadero temor de Dios. También puede meterse dentro de la
familia, y allí enfrentar a los padres y a los hijos, a la nuera y a la suegra. La frontera pasa
siempre por donde es preciso decidir en favor o en contra de Dios. Esta decisión puede traer como
consecuencia la separación de otros, incluso de los más queridos. Es una separación que
no puede significar que el discípulo de Jesús deba adoptar una actitud hostil o irreconciliable.
Pero el discípulo debe contar con que mediante su decisión también puede causar la
enemistad de sus propios parientes. Ésta es probablemente la experiencia más penosa en el
seguimiento. Nunca se puede abusar de estas palabras del Señor para falsear el mensaje de la paz, que
anuncia la Iglesia, o para justificar el incumplimiento de las propias obligaciones con la familia
incrédula.
37 El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no
es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de
mí; 38 y quien no toma su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí.
El que ha reflexionado bien sobre los precedentes versículos 34-36,
también puede entender estas palabras. En primer lugar está Dios y la decisión en favor
de Dios, pero aquí está el mismo Jesús, ante quien y por quien el discípulo tiene
que decidirse. Él es el camino, por el que sólo encontramos a Dios. Digámoslo de otra
manera: en la decisión en favor de Jesús se toma la decisión en favor de Dios. Ante esta
decisión tiene que retroceder cualquier otro compromiso terreno, incluso con el padre y la madre y los
propios hijos. No es que no deban amarse los padres o los hijos. Precisamente es a la inversa: el que sigue
decididamente a Cristo, también queda libre de nuevo para el amor a su prójimo y a sus
parientes. Pero es un amor nuevo, sobrenatural, que nos hace amar al prójimo en Dios y por amor de
Dios. Antes de que el discípulo sea capaz de este amor, tiene que decidirse totalmente por Cristo.
Quien no ha tomado esta decisión no es digno de Cristo. No se ha ganado nada con una decisión a
medias o con un corazón dividido. Entonces ni Dios logra lo que le corresponde, a saber la plena
entrega; ni Jesús logra lo que le corresponde, a saber la imitación incondicional; ni el
discípulo consigue la realización de su vida. Quien ha entregado su corazón, lo recupera
lleno de la fuerza del amor divino.
El siguiente versículo lo aclara todavía más: Y quien no
tome su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí. El desprendimiento de sí mismo y la
entrega a Dios tienen una medida extrema. Hay una frontera en la vida, en la cual se muestra con seguridad si
la entrega es querida enteramente. Esta frontera es la muerte. Se ha decidido radicalmente quien en la empresa
orientada hacia Dios también incluye la posible entrega de la vida terrenal. «Tomar su
cruz» es una expresión metafórica de la disposición para morir. Cuando se
está así dispuesto, se efectúa el movimiento «desde mí hacia Dios».
Sólo cuando el discípulo ha incluido en la cuenta aquel extremo, y lo ha afirmado
conscientemente, está de veras siguiendo a Jesús, y por tanto es digno del maestro.
No se pide a todos los discípulos que esta disposición
también pruebe su eficacia en el trance de la muerte. Señaladamente Dios sólo conduce a
algunos elegidos por este sendero. Pero cualquier entrega, si es tema de nuestra vida, tiene en sí algo
de esta muerte. Un distintivo infalible de la veracidad de nuestra intención es si estamos o no estamos
dispuestos a esta entrega.
39 El que haya encontrado su vida, la perderá; y el que haya
perdido su vida por mi causa, la encontrará.
Aquí no se habla del alma en oposición al cuerpo. Para el Antiguo
Testamento esta diferencia no tenía gran importancia. Tras la palabra vida está la unidad del
cuerpo y del alma. Para el judío la vida es el bien supremo y con esta palabra se expresa con la
máxima fuerza la última perfección. Se lleva a cabo el anhelo del judío, si tiene
toda la vida, duradera e indestructiblemente, con una riqueza fluyente y con una posesión dichosa. Este
profundo anhelo, que Dios ha dado al hombre, parece que lo niegue inesperadamente Jesús, cuando dice:
El que haya encontrado su vida, la perderá. Esto quiere decir que el hombre piensa haber llegado ya
aquí al descanso y gozar con la posesión de la vida. En el hombre se ha convertido el anhelo en
deseo egoísta y violento de posesión, no quiere nada fuera de sí y en último
término sólo se busca a sí mismo. El anhelo es él mismo, y su realización
aparentemente también, pero los caminos son enteramente opuestos. Ciertamente la vida debe ser
conquistada y a ello estamos llamados. Pero eso solamente tiene lugar cuando la perdemos. El que haya perdido
su vida por mi causa. Esta frase puede primeramente aludir al verdadero martirio en favor de Jesús.
Entonces se recibe el don de la vida eterna por la vida terrena que se ha entregado.
«Encontraremos» lo que realmente hemos buscado. Pero en la vida del discípulo que no es
llamado a la extrema verificación, también es una ley fundamental que todos tienen que renunciar
primero a su vida, no han de quererla conseguir para sí mismos con ambición egoísta. Es
preciso salir de sí mismo, tender más allá de sí mismo, pero no por así
decir para entrenarse, en el sentido de los métodos de «vaciamiento interno». Porque esta
tendencia en último término de nuevo sería un egoísmo, que busca la propia
independencia de las pasiones del día y de las tentaciones de los instintos, y con ello una forma
más elevada de perfección humana. Jesús alude a lo que siempre resonaba en el
sermón de la montaña: el hecho de que el hombre se pierda a sí mismo ha de tener lugar
con una orientación hacia Dios y dentro de Dios. Quien así se pierde, logra la plenitud de la
vida, en último término la vida propia de Dios. Esta frase no es lúgubre, sino luminosa.
Aquí ya se experimenta en gracia que cualquier individuo que se pierda a sí mismo
entregándose a Dios (prácticamente de ordinario entregándose al prójimo), aumenta
la vida. Esta vida es mucho más rica que cualquier vida terrena. Es la alegría, la paz interior,
el estado de seguridad en Dios, el amor. Por tanto, esta vida tiene un significado opuesto al de Fausto:
«Así me tambaleo de la concupiscencia al placer, y en el placer estoy a punto de desmayarme tras
la concupiscencia». Antes bien: así vamos de la muerte a la vida, y en la vida a una abundancia
siempre mayor mediante la muerte. Dice Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan
exuberante» (Jua_10:10).
Misión y recompensa
(Mt 10,40-42)
40 Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a
mí me recibe, recibe a aquel que me envió.
La primera frase despliega lo que los rabinos ya enseñaron como regla: el
enviado es como el que envía. Aquí no solamente se habla de un envío, sino de dos, que
actúan misteriosamente uno en otro. El mismo Jesús está enviado por el Padre, y
además envía los apóstoles. Es un movimiento que partiendo del Padre llega hasta los
mensajeros de Jesús. Su envío es un acontecimiento divino. Tal como los hombres acojan a los
mensajeros de Jesús -con la adhesión o el rechazamiento[1],
con la fe o la incredulidad-, así también le acogen a él y al Padre. No se puede apelar a
Dios o a Cristo contra los mensajeros. Dios se humilla hasta ponerse al nivel de los mensajeros, se encubre
con palabras y obras humanas. Cuando la fe ya no se escandalice con las formas quebradas de la actividad
humana, entonces es auténtica, dirigida con seguridad a Dios y hecha efectiva con la obediencia…
41 Quien recibe a un profeta como profeta, recompensa de profeta
tendrá, y quien recibe a un justo como justo, recompensa de justo tendrá. 42 Y quien da de
beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, sólo por ser discípulo, os
aseguro que no se quedará sin recompensa.
Tres grupos de miembros de la comunidad están aquí juntos. Los
profetas son hombres de Dios, que han sido inspirados por él, y que por propio conocimiento y
experiencia enseñan la fe, sin ser Apóstoles, ni discípulos de apóstol, ni
ancianos (presbyteros), ni guardianes (episkopoi) con un cargo de jerarquía. Los
justos son los que se han acreditado en la comunidad con su vida ejemplar, con su fe activa en el amor. No
tienen ningún cargo de jerarquía ni tampoco tienen como los profetas una misión
carismática para la enseñanza, sino un sentido ejemplar para la vida práctica. El tercer
grupo son los pequeños, o sea los sencillos discípulos de Jesús, que no tienen una
posición de primer orden en el cristianismo. En ellos el milagro de la fe es especialmente grande, ya
que en apariencia no aportan condiciones exteriormente favorables: formación, estado distinguido,
influencia y poder. Deben ser especialmente queridos por la comunidad, han de ser cuidados por ella con viva
solicitud (Cf. lo que se dice sobre los «pequeños» en la explicación de 18,6).
En los dos primeros casos se mide con precisión la recompensa. Es
difícil decir qué se ha de entender por recompensa de los profetas o de los justos. El
pensamiento fundamental del versículo 40 continúa siendo efectivo, de tal forma que se puede
decir: «El enviado es como el que envía» aquí significa que quien acoge
hospitalariamente en su casa al profeta itinerante, es por ello equiparado al profeta y obtendrá la
recompensa que corresponde al profeta. Lo mismo puede decirse del justo. La particular estima del
pequeño se expresa por el hecho de que no se extravía ni siquiera la más insignificante
obra que se hace por él. Porque el pequeño no viene a casa como un «pequeño»,
como un contemporáneo sin importancia, con el que no se requiere tratar durante largo tiempo, sino como
discípulo. Se le ayuda «sólo por ser discípulo», quizás sólo se
le da un vaso de agua. Puesto que tiene la alta dignidad de discípulo, el mismo Jesús viene con
él, y por tanto también viene la recompensa. Con tales palabras se explica que se aprecie tanto
en la Iglesia cristiana la hospitalidad: cuando viene a casa un hermano o un sacerdote, no lo recibamos
sólo por cortesía, sino con fe, como a Jesús. Estas palabras concluyen la
instrucción a los discípulos. En todo el fragmento didáctico se trata de la
vocación y del envío del discípulo al mundo. Aquí el discurso también en su
contenido llega a su apogeo. Todo lo precedente se ilumina una vez más con estas frases. Envío y
encargo. Enseñanza y hechos milagrosos, persecuciones y confesión, perseverancia y muerte: todo
eso hace al enviado como al que envía, al apóstol como a Jesús. Eso también
corresponde a la realidad de hoy, pero el envío de Jesús prosigue más allá de los
apóstoles, y llega a los obispos con el papa, a sus colaboradores, a todos los fieles. El que
envía siempre es el Señor: en el curso de la historia mediante la orden dada en otro tiempo (la
sucesión del papa y de los obispos) y con el llamamiento inmediato al individuo aquí y ahora.
Siempre está en vigor que «quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Luc_10:16).
(Trilling, W., El Evangelio según San Mateo, en
El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
[1] Sí existe en castellano la
palabra ‘rechazamiento’: rechazamiento. m. Acción y efecto de rechazar
(DRAE).
P. José A. Marcone, IVE
He venido a traer la espada
(Mt 10,37-42)
Introducción
El evangelio que hemos leído hoy está constituido por los
últimos seis versículos del capítulo 10 de San Mateo. La primera parte de este
capítulo la hemos leído el domingo pasado. El tema fundamental de todo este capítulo 10
es el envío que Jesús hace de sus apóstoles a predicar el Reino de Dios.
El envío es un acto oficial y teológico que hace Jesucristo, ya
que se trata del mismo envío que Jesucristo recibió del Padre (Jn 17,18). Todo bautizado es
enviado a predicar el Evangelio. Es un deber que está incluido en la aceptación del Bautismo.
Todos nosotros, no solamente los sacerdotes sino también los laicos, debemos decir junto con San
Pablo: “¡Ay de mí sino evangelizare!” (1Cor 9,16).
Pero Jesús nos advierte con gran claridad que la predicación del
Evangelio levanta la persecución del mundo. En algunos versículos anteriores a los que hemos
leído hoy, los versículos 14-25, Jesús nos anuncia con anticipación
quiénes y qué clase de hombres son los que perseguirán con odio al apóstol
cristiano que predica el Reino de Dios. Serán lobos que buscarán despedazar al apóstol
como a un cordero. Predicar el Evangelio será considerado un delito y será pasible de
cárcel y condenaciones. Hasta dentro de la misma familia el apóstol cristiano recibirá
rechazo y persecución. E, incluso, como lo hicieron con Jesucristo (Mt 12,24), considerarán al
apóstol cristiano un endemoniado.
Pero la gran exhortación es “¡No tengan miedo!”. Lo
repite tres veces Jesús en este capítulo (Mt 10,26.38.31). Y no sólo ‘no tengan
miedo’ sino, además, pasen al ataque, ganen las alturas de las azoteas y desde allí
prediquen el Evangelio a pleno día (Mt 10,27). Hacer esto es lo que el NT llama tener valentía
y audacia, actitudes que en griego se expresan con una sola palabra: parresía (cf. Jn 18,20;
Hech 4,29.31).
El evangelio de hoy retoma los dos temas principales del evangelio del domingo
pasado, es decir, la hostilidad que el mundo opone al apóstol cristiano y esa valentía y
audacia, o parresía, que el apóstol cristiano debe tener. De manera que con estos dos
temas entronca el evangelio de hoy, que no puede ser entendido sino le agregamos los tres versículos
anteriores y que el Leccionario no trae, los versículos 34-36.
- La espada, símbolo de guerra
“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a
traer paz, sino espada” (Mt 10,34). La espada es el símbolo de la guerra. Además, la
doble afirmación de Jesucristo de que no vino a traer la paz, confirma que Él usa la palabra
‘espada’ como una metáfora para significar la guerra. La guerra implica una gran
hostilidad. Esta hostilidad, ¿la ha creado el enemigo? No, esta hostilidad la ha creado el mismo
Dios. En efecto, en Gén 3,15 le dice Yahveh a la serpiente, es decir, al diablo: “Pondré
hostilidad entre ti y la mujer, entre tu vástago y el suyo; él (el vástago de la mujer)
te herirá la cabeza y tú le herirás a él el talón”[1]. La palabra que en español hemos vertido como ‘pondré’
responde al original hebreo ‘ashyt, futuro indicativo del verbo shyt, primera
persona del singular. Este verbo significa, sin lugar a dudas, ‘poner’. Exactamente la misma
forma se usa en Salmo 110,1 donde habla el mismo Dios y dice al Mesías: “Pondré
(‘ashyt) a tus enemigos como escabel de tus pies”. Por lo tanto, se ve que es una
acción potestativa de Dios, quien se hace responsable absolutamente de su obrar. Por lo tanto, no
cabe duda que cuando Dios dice a la serpiente: “Pondré hostilidad entre ti y la mujer”,
está creando una enemistad y, por lo tanto, una hostilidad. La mujer, sin duda, es la Virgen
María, y el vástago o linaje o descendencia de la mujer, es Cristo.
La hostilidad entre María y belial, entre Cristo y satanás, se
extiende a los discípulos de Cristo e hijos de María. Esta hostilidad del demonio contra
María, su hijo Jesús y los discípulos de Jesús será una constante a lo
largo de toda la historia de la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Esta hostilidad es tema principal del
capítulo 12 del Apocalipsis. El Dragón, símbolo del demonio, trata de tragar a la
Mujer, símbolo de la Iglesia y de su miembro más eminente, la Virgen María[2]. Pero no puede hacer nada ni contra la Mujer ni contra su Hijo. Y
dice el texto sagrado: “Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus
hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Apoc
12,17), es decir, a nosotros.
Por esta razón, las palabras de Jesús “vine a traer la
espada”, son casi un sinónimo de aquellas otras palabras pronunciadas por Yahveh al inicio de
la historia humana “pondré hostilidad”. Lo que agregan las palabras del evangelio es una
exhortación a tomar parte decidida en la lucha, empuñar la espada que nos ofrece Jesús
y usar todas las armas, “las de la mano derecha y las de la mano izquierda”, como dice San Pablo
(2Cor 6,7). Esto quiere decir que, en nuestro afán por predicar la Palabra de Dios, debemos blandir
tanto las armas que sirven para defenderse (las de la mano izquierda, donde se lleva el escudo), como las
armas que sirven para atacar (las de la mano derecha, donde se lleva la espada)[3].
San Luis María Grignion de Montfort traza, con palabras ardientes, el
perfil perfecto de esta lucha y también el perfil perfecto de aquellos que aceptan involucrarse de
lleno en esta lucha. Dice el santo: “Dios ha hecho y preparado una sola e irreconciliable hostilidad,
que durará y se intensificará hasta el fin. Y es entre María, su digna Madre, y el
diablo; entre los hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y secuaces de Lucifer.
(…) Dios no puso solamente una hostilidad, sino hostilidades, y no sólo entre María y
Lucifer, sino también entre la descendencia de la Virgen y la del demonio. Es decir, Dios puso
hostilidades, antipatías y odios secretos entre los verdaderos hijos y servidores de la
Santísima Virgen y los hijos y esclavos del diablo: no pueden amarse ni entenderse unos a
otros”[4]. Y los apóstoles que quieran predicar la Palabra
de Dios con valentía y guiados por la Virgen María serán para sus enemigos “fuego
encendido”, “flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos,
‘como saetas en manos de un guerrero’ (Sal 127,4)”[5]. Estos apóstoles irán a donde Dios los envíe “sin
asustarse ni inquietarse por nada”[6].
- La espada, tajo que divide
La metáfora de la espada aplicada al ámbito social es
símbolo de la guerra. La metáfora de la espada aplicada al ámbito individual es
símbolo del tajo que divide, separa y distingue. Cristo no sólo blandió el azote dos
veces sino que Él mismo se hizo azote; su cuerpo era nervio puro, como el nervio de un buey que se
convierte en látigo y con el que se fustiga las mentiras y los vicios de los hombres. De la misma
manera, Cristo no sólo blandió la espada sino que Él mismo se hizo espada tajante que
corta, desune y discierne.
Jesucristo es, Él mismo, espada, porque es aquel de quien de su boca
sale una espada de dos filos (cf. Apoc 1,16; 19,15.21). Por eso, las siguientes palabras de la carta a los
Hebreos se aplican, en primer lugar, a la persona de Jesucristo, que es la Palabra de Dios en persona:
“Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos
filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas;
y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Heb 4,12).
¿Por qué Jesús es espada que taja y separa? Porque
“el que no está conmigo, está contra mí” (Mt 12,30; Lc 11,23). Jesucristo
obliga a los hombres a una decisión: o con Cristo o contra Cristo. Ese es el segundo significado de
ser espada. Y los que están contra Cristo estarán también contra los discípulos
de Cristo. De allí lo que Jesús dice en este mismo capítulo 10 de San Mateo:
“Todos os odiarán a causa de mi Nombre” (Mt 10,22).
El ‘todos’ del versículo de Mt 10,22 incluye a los
familiares directos: padre, madre, hermanos, hijos, yernos y nueras. La opción a favor o en contra de
Jesucristo es una elección absolutamente libre que jamás está ligada a un parentesco de
sangre. El que optó contra Jesucristo dentro de su familia combatirá al que optó por
Jesucristo dentro de esa misma familia. Jesucristo es insoportable para aquel que no lo ha elegido.
Jesús se convierte en espada cortante también dentro de una misma familia. Y de esta manera
hemos entroncado con el evangelio leído hoy, que nos exhorta a amar a Jesucristo por sobre nuestro
padre, nuestra madre y nuestros hijos (Mt 10,37).
También San Lucas pone en boca de Jesús palabras en las que
Él se define como espada que divide incluso dentro de los íntimos lazos familiares: “He
venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!
Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!
¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino
división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra
dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre
contra la hija y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lc
12,49-53).
La espada, en cuanto divide y separa, es, propiamente, el instrumento del
juicio. En el griego del NT ‘juicio’ se dice krísis (Jn 3,19), o también
kríma (Jn 9,39). Ambas palabras provienen del verbo kríno, que significa, en
primer lugar ‘separar’. Luego, del significado-base ‘separar’, se siguen otros
significados derivados. En primero entre ellos, ‘distinguir’; luego, ‘escoger’;
luego, ‘decidir’ y, finalmente, ‘juzgar’ y ‘condenar’[7]. Jesucristo es la espada que separa al que ha optado por Él del que no ha
optado por Él. Incluso, Él mismo se define así: “Para un juicio he venido a este
mundo” (Jn 9,39), es decir, para una separación. Jesús, en cuanto espada que corta y
separa y en cuanto juez, está expresado en esta frase de San Juan Bautista: “Él tiene en
su mano el bieldo[8] y limpiará su era, y recogerá su
trigo en el granero; en cambio, quemará la paja con un fuego que no se apaga” (Mt 3,12).
Jesucristo es presentado como aquel que tiene la horquilla en la mano y con su acción separa los
granos de trigo de la paja del trigo. Jesucristo es un ‘cernidor’ que ‘dis-cierne’
entre el bien y el mal.
Ésta será una de las misiones más importantes de
Jesús, tanto que es proclamada ya a los pocos días de nacido, a través de las palabras
del anciano Simeón el día de la presentación de Jesús en el templo. Ese
día Simeón dice tres cosas de Jesús: 1. Que será ‘signo de
contradicción’, es decir, que a causa de Jesús se entablará una lucha,
habrá contradicción entre los hombres. 2. Que está puesto como ‘caída y
levantamiento’ de muchos. Caída significa ruina personal, es decir, la condenación
eterna. Levantamiento, significa la plena realización como personas, es decir, la salvación
eterna. 3. Que a causa de Jesús muchos hombres dejarán al descubierto la maldad que llevan en
lo recóndito de sus corazones. Y María será la víctima de esta lucha, pues sobre
su corazón recaerá la hostilidad que el mundo haga a su Hijo. Todo esto es lo que significa la
frase del anciano Simeón: “Simeón les bendijo y dijo a María, su madre:
‘Este está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para ser
señal de contradicción – ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! – a fin
de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones’” (Lc 2,34-35).
Es en este contexto donde deben ubicarse los versículos 38 y 39 del
evangelio de hoy, para poder entenderlos: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de
mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la
encontrará”. Estos versículos hacen referencia al testimonio que el apóstol debe
dar en el mundo al predicar el Evangelio, en el marco de la hostilidad del mundo a Cristo y a los
discípulos de Cristo. Así como María, que permaneció de pie al pie de la cruz,
vio atravesada su alma por una espada por ser fiel a su Señor, quien era ferozmente combatido,
así también el apóstol cristiano que predica el Evangelio debe prepararse para llevar
la cruz que la predicación le acarreará y estar dispuesto a perder la vida antes que callar la
predicación del Evangelio.
- La consolación del apóstol
La predicación del Evangelio levantará una gran hostilidad. Pero
la lucha contra los enemigos de la predicación del Evangelio no es un fin en sí mismo. Se
lucha contra los enemigos de la predicación con el fin de quitar los obstáculos que impiden
que el agua clara y limpia de la Palabra llegue al alma de aquellos que la aprovecharán. El fin de la
lucha no es el sentirse superiores porque hemos hecho morder el polvo de la derrota a los enemigos del
Evangelio. El fin último es que la Palabra sea recibida con un corazón dócil por muchas
almas. En el envío a predicar la Palabra no todo será enemistad y hostilidad: habrá
quienes aceptarán la Palabra y darán mucho fruto.
La palabra clave de los últimos tres versículos del evangelio de
hoy y del capítulo 10, es, en efecto, el verbo ‘recibir’. En dos versículos se
repite seis veces el verbo ‘recibir’ en el sentido de recibir la Palabra y al que anuncia la
Palabra. El verbo usado aquí por San Mateo es el verbo déjomai (= recibir), que es, a
su vez, el verbo que usa San Lucas para expresar el recibir la Palabra de Dios en la parábola del
sembrador (Lc 8,13). Por eso aquí no se trata de la hospitalidad sino de la aceptación de la
Palabra, es decir, de lo que San Pablo llama ‘la obediencia de la fe’ (Rm 1,5; 16,26).
Esto queda remarcado en la mención del profeta que es recibido como
profeta. La profecía en el NT no es entendida en el sentido de la visión previa de sucesos
futuros, sino que se entiende según la etimología de la palabra. Profeta viene del
verbo pro-femí. La preposición pro en griego significa, fundamentalmente,
‘en lugar de’ y ‘delante de’; femí significa ‘hablar’.
Por eso, profeta, en el NT, significa ‘el que habla en lugar de otro delante de los demás
hombres’. “Así, el profeta sería el portavoz o el heraldo de alguien, y el
término griego nos indicaría un predicador (forhthteller en alemán), uno que
predica, más bien que uno que predice (foreteller)”[9]. Ese ‘Otro’, ese ‘Alguien’ del cual es mensajero el
profeta es Dios. El profeta, entonces, es aquel que ha escuchado la Palabra de Dios y habla al pueblo en
nombre de Dios. En este sentido, todo apóstol es profeta, porque ha escuchado la Palabra de Dios en
la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia y trata de transmitirla al pueblo[10]. En el NT, recibir a un profeta en cuanto profeta significa aceptar el contenido
de la predicación (encarnación del Verbo, pasión, muerte y resurrección) y
sujetarse a ‘la obediencia de la fe’.
Si la oposición y hostilidad al predicador es mucha, también son
muchos los que recibirán la Palabra y la harán fructificar, “unos el 30 por uno, otros
el 60 por uno y otros el 100 por uno” (Mt 13,23). Los premios que Jesús promete para el que
recibe la Palabra son un aliciente tanto para los que escuchan como para los que predican.
En los Hechos de los Apóstoles se narra con mucha sencillez la
aceptación de la Palabra por parte de una mujer, aceptación que tendría repercusiones
inmensas. Al llegar San Pablo a la ciudad de Filipos, en la región de Macedonia, pisaba por primera
vez tierra europea. Una mujer, Lidia, recibe la Palabra y se bautiza con toda su familia (Hech 16,13-15). Es
la primera persona europea que, según el NT, recibe el Evangelio. Ese es el punto inicial. El punto
final fue la creación de la civilización cristiana occidental, sobre la cual todavía se
asienta el mundo actual, a pesar de su profunda crisis de fe.
Conclusión
La confianza en la fuerza transformadora del Evangelio debe llevar al enviado,
es decir, al apóstol cristiano a arrostrar todos los peligros y a arrollar todas las dificultades. La
parresía, es decir, la audacia y la valentía en la predicación de la Palabra
debe llevarlo a ser fuerte para resistir incluso los ataques que ponen en peligro su vida antes que callar
el mensaje completo del Evangelio. Si su predicación tiene el sello de la parresía
recibirá la consolación de ver cómo la Palabra llega a las almas dóciles y
transforma, no sólo a las personas individuales, sino también a las estructuras sociales que
brotan de la misma persona humana, es decir, a toda la realidad cultural.
Pidámosle a la Virgen María la gracia de predicar la Palabra sin
miedo, con gran valentía, con la confianza plena de que de esa predicación, sin ningún
lugar a dudas, se seguirá un gran fruto, lo veamos o no lo veamos: “Yo os he destinado para que
vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16).
[1] Traducción nuestra hecha
directamente del original hebreo. Hay dos cuestiones difíciles en este versículo. En primer
lugar, un error ancestral que proviene de la Vulgata, que no respeta el hú’ que
significa ‘él’ y que se refiere al ‘vástago’ o al ‘linaje’
de la mujer. La Vulgata traducía ‘ella’, cambiando el sentido. El que hiere la cabeza de
la serpiente es el vástago o el linaje de la mujer, no la mujer. En segundo lugar, el verbo que
nosotros hemos traducido como ‘herir’ (en hebreo, shuph) es el usado por el texto
hebreo tanto para expresar la acción del vástago sobre la cabeza de la serpiente como para
expresar la acción de la serpiente sobre el talón del vástago. El texto hebreo dice
así: “Él yeshupheká la cabeza, y tú teshuphénu el
talón”. Es el mismo verbo shuph. Dado que el verbo shuph significa
‘aplastar’ y también ‘herir’ (Holladay dice ‘comprimir hiriendo’,
Holladay, Hebrew and Aramaic Lexicon of the Old Testament), nos parece que
aquí es necesario elegir ‘herir’ ya que debe aplicarse a la acción de ambos,
mientras que aplastar puede sólo aplicarse a la acción del vástago sobre la cabeza de
la serpiente pero no a la acción de la serpiente sobre el talón del vástago. La Biblia
de las Américas está de acuerdo con nuestra traducción. Otras Biblias traducen:
“Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón”. La
traducción del verbo shuph como ‘acechar’ no tiene ningún asidero en el
vocabulario hebreo. De ninguna manera el verbo shuph puede significar ‘acechar’. Esta
traducción proviene de la poco feliz traducción de la LXX que traduce ambas acciones, la del
vástago como la de la serpiente, con el verbo teréo, que tiene, como uno de sus
significados posibles, el de ‘acechar’. Pero es claro el paralelismo que el Espíritu
Santo ha querido establecer en el original hebreo: la misma acción que el vástago hace sobre
la cabeza de la serpiente es la que hace la serpiente sobre el talón del vástago. En el fondo,
es una manifestación más de la idea principal: la hostilidad irreconciliable entre el diablo y
Dios, entre satanás y Jesucristo. Además, el hecho de que la serpiente quiera hacer la misma
acción que el vástago hace sobre su cabeza es expresión de la pretensión
demoníaca de ser como Dios. Pero, al mismo tiempo, manifiesta la infinita superioridad que hay entre
el vástago de la mujer y la serpiente, la misma que existe entre aquel que puede herir de muerte en
la cabeza y aquel que sólo puede herir el talón.
[2] Cf. San Juan pablo
II, Exhortación Apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa, nº
122-123.
[3] De hecho la Biblia del Pueblo de
Dios, traducción de los argentinos Levoratti y Trusso, traduce así 2Cor 6,7: “Usando las
armas ofensivas y defensivas”.
[4] San Luis María
Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción a la Virgen María,
nº 52.54.
[5] San Luis María
Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción…, nº 56.
[6] San Luis María
Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción…, nº 57. El P.
Carlos Miguel Buela, IVE, tiene una expresión muy atrevida para expresar la actitud de
parresía que debe tener el apóstol que se ha decidido a predicar el Evangelio; esta
expresión es: el apóstol que predica la Palabra de Dios tiene que ‘mojarle la oreja al
Anticristo’. ‘Mojar la oreja’ es un argentinismo que expresa el acto por el cual alguien
se moja un dedo de la mano con la propia saliva y con esa saliva moja la oreja de la otra persona. Con ese
gesto se expresa el desafío a pelear y la declaración de que no le tiene ningún miedo.
Esa debería ser la actitud de todo apóstol ante todo enemigo, incluso el mismo Anticristo en
persona. Las frases textuales del P. Buela son las siguientes. Hablando de los buenos apóstoles del
pasado, dice: “Ellos no sólo no han muerto mientras viva aunque sea uno sólo de sus
mesnadas, sino que están entre nosotros animándonos a mojarle la oreja al Anticristo”
(Buela, C., El Arte del Padre, IVE Press, New York, 2015, p. 750). Y de San Juan
Pablo II dice: “Le mojó la oreja al Anticristo” (Buela, C., Juan
Pablo Magno, IVE Press, New York, 2011, p. 653). Y también: “Esto es lo que hoy se
necesita, no buenistas sino ¡santos que le mojen la oreja al Anticristo!” (Buela,
C., Mysterium tremendum et fascinans, 10 de mayo de 2014).
[7] Diccionario Vox Griego –
Español.
[8] Bieldo: horca para aventar, mediante
la cual se arroja el grano al aire contra el viento, a fin de separarlo del tamo después de la
trilla. Tamo: Polvo o paja muy menuda de varias semillas trilladas, como el trigo, el lino, etc.
[9] Gelin, A. – Monloubou,
L., Los libros proféticos posteriores, en Cazelles, H.,
Introducción Crítica al Antiguo Testamento, Editorial Herder, Barcelona, 1981, p.
375.
[10] Éste es el sentido de
‘profeta’ en el NT. Así, por ejemplo, San Pablo dice: “El que profetiza habla a los
hombres para edificarlos, exhortarlos y reconfortarlos” (1Cor 14,3). En ese capítulo 14 de la
primera carta a los Corintios se expresa bien el sentido de profeta para el NT.
P. Gustavo Pascual, IVE
Ser discípulo de Jesús
Mt 10,
37-42
Si yo preguntase a esta asamblea: ¿quién quiere ser
discípulo de Cristo? Todos dirían yo. Y si preguntase: ¿quién
estaría dispuesto a renunciar a su madre, padre, mujer, hijos, vida… por Cristo y por el
Evangelio? Quizá los más jóvenes dirían sin titubear y en un arrojo de
generosidad yo, pero los mayores, con miedo o dudas o con titubeos quizá dirían
yo, o callarían.
Pero, en la práctica, en la vida cotidiana, ¿somos
discípulos de Jesús? Lo somos si renunciamos a lo que nos pide y si cargamos nuestra cruz de
cada día. ¿Lo hacemos? Es difícil. Nos cuesta mucho renunciar por Jesús a los
que amamos aunque nos separen de Él y más todavía a nosotros mismos aunque nos
separemos de Él.
“Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible
para Dios”[1]. Sólo la gracia puede obrar esta maravilla
pero conjugada con nuestra libertad. La gracia que trae el poder de Dios y nuestra libertad que se abandona
en el poder de la gracia aportando su pequeñez. La gracia que brota del amor de Dios y la libertad
del hombre que entrega lo mejor de sí por amor a Dios.
Disponerse a seguir a Cristo es aceptar la cruz. No sólo la cruz que
Dios nos tiene preparada al comenzar a marchar tras de Él sino también la cruz al comenzar su
seguimiento. Este comienzo implica, muchas veces, dejar padre, madre, olvidarse de sí mismo, amputar
cosas queridas y dejarlas en el camino.
Ser discípulo de Jesús no es cosa fácil. Serlo de verdad
porque serlo nominalmente es fácil.
Sin embargo, no podemos decir como los pioneros “caminante no hay
camino, se hace camino al andar”. Jesús ya ha hecho el camino. Él ha hecho el camino y
se ha hecho camino para nosotros “Yo soy el camino”[2]. Nos
dice “Sígueme”. Tengo que comer como Él, hablar como Él, rezar como
Él, trabajar como Él… para que siguiéndolo en la pena también lo siga en
la gloria[3].
Y en los momentos duros de la vida, cuando se desgarre el corazón por
tener que dejar por Cristo cosas que amamos, cuando se tienda en el horizonte una densa niebla o se haga la
noche en nuestra alma, cuando arrecie la tempestad de la tentación o cuando el cansancio esté
a punto de quebrarnos, Él nos dirá: “venid a mí todos los que estáis
fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso”[4] y nos
cargara sobre sus hombros como a la oveja errante porque es “manso y humilde de
corazón”[5].
¡Cuánto nos duele el corazón! ¡Cómo se queja
nuestra sensualidad cuando tenemos que decirle no a un ser querido por decirle sí a Jesús!
¡Cómo se resiste nuestro ser cuando tiene que arrancar un ojo, un brazo o una pierna para
alcanzar a Jesús! Y ¿por qué? Porque todavía no hemos ordenado en nosotros el
amor. Porque el amor a Jesús no ha llegado hasta el fondo de nuestras entrañas.
Cuando los santos hablan del amor a Dios no es que se equivoquen porque usan
términos del amor humano. Es que su amor a Dios ocupa todo su ser, desde su alma hasta el
último rincón de su sensibilidad[6].
Y ¿qué alimenta el amor a Jesús? Su conocimiento. Y
¿cómo conocemos a Jesús? Por la fe. La fe nos hace presente la revelación que es
una vida que nos llega escrita u oralmente. “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba
de las realidades que no se ven”[7]. Y es la esperanza la que nos
mantiene en tensión para seguir caminando tras de Cristo.
Hay que enamorarse de Jesús para que ocupe el primer lugar en nuestra
vida, en nuestro corazón y así debe ser. Partamos de esto. ¿Soy consciente que
Jesús debe ocupar el primer puesto en mi corazón? ¿Soy consciente que lo debo amar
sobre todas las cosas y más que a todas las cosas porque Él me ha creado y me ha redimido?
¿Soy consciente que debo amar todas las demás cosas por Él? Es lo primero que debo
tener claro. Es el principio.
Para enamorarme de Jesús tengo que conocerlo y tratarlo frecuentemente
porque en el trato frecuente se conocen las personas. ¿Cuántas veces al día me acuerdo
de Jesús? ¿Qué cosas le digo? ¿Cómo es mi diálogo con Él?
¿Es una oración formal o una charla de amigos? ¿Le hablo cosas amorosas? ¿Tengo
un trato con Él distante o cercano?
Jesús no debe ser en mi vida un fantasma o un genio que aparece cuando
froto la lámpara que llevo en el bolsillo o toco la medallita colgada al cuello. Jesús es por
quién vivo. “Es más interior que lo más íntimo mío”[8]. Está en mí, lo llevo conmigo a donde quiera que vaya.
Sólo basta voltear el pensamiento hacia Él para que Él me escuche o me hable. En esto
está la clave para ser verdadero discípulo de Jesús para que nos llame
“amigos”[9], en tener un trato íntimo y frecuente
con Él, un trato actual y vital con Él, un trato existencial con Él.
[1] Mc 10, 27
[2] Jn 14, 6
[3] Cf. San Ignacio de Loyola, Libro
de los Ejercicios Espirituales nº 95.
[4] Mt 11, 28
[5] Mt 11, 29
[6] “Cuando un ser humano ama con
TODA su alma (a Dios, incluso), ama también con sus pasiones y con sus instintos; pero los instintos
están transformados; son como el fogón que mueve la locomotora, pero primero se ha convertido
en vapor de agua” Castellani, Freud, Jauja Mendoza 1996, 70-71.
[7] Hb 11, 1
[8] San Agustín, Las
Confesiones, III, 6, 11, O. C. (II), BAC Madrid 19746, 142
[9] Jn 15, 15
San Juan Crisóstomo
AMOR SOBRE TODO AMOR
El que ama a su padre o a su madre por encima de mí, no, es
digno de mí. Y el que ama a su hijo o a su hija por encima de mí, no es
digno de, mí. Y el que no toma su cruz y viene en pos de mí, no es digno de
mí. Mirad la dignidad del Maestro. Mirad cómo se muestra a sí mismo hijo
legítimo del Padre, pues manda que todo se abandone y todo se posponga a su amor. Y ¿qué
digo—dice—, que no améis a amigos ni parientes por encima de mí? La propia vida que
antepongáis a mi amor, estáis ya lejos de ser mis discípulos. — ¿Pues
qué? ¿No está todo esto en contradicción con el Antiguo Testamento? —
¡De ninguna manera! Su concordia es absoluta. Allí, en efecto, no Sólo aborrece Dios
a los idólatras, sino que, manda que se los apedree; y en el Deuteronomio, admirando a los que
así obran, dice Moisés: El que dice a su padre y a su madre: No os he visto; el que
no conoce a sus hermanos y no sabe quiénes son sus hijos, ése es el que, guarda mis
mandamientos[1]. Y si es cierto que Pablo ordena
muchas cosas acerca de los padres y manda que se les obedezca en todo, no hay que maravillarse de ello, pues
sólo manda que se les obedezca en aquello que no va contra la piedad para con Dios. Y, a la verdad,
fuera de eso, cosa santa es que se les tribute todo honor. Más, cuando exijan algo más del honor
debido, no se les debe obedecer. De ahí que diga Lucas: El que viene a mí y no aborrece a su
padre, y a su madre, y a su mujer, y a sus hijos, y a sus hermanos, más aún, a
su propia vida, no puede ser mi discípulo[2]. Sin embargo, no nos manda el Señor que los
aborrezcamos de modo absoluto, pues ello sería sobremanera inicuo. Si quieren—dice- ser amados
por encima de mí, entonces, sí, aborrécelos en eso. Pues eso sería la
perdición tanto del que es amado como del que ama.
HAY QUE ABORRECER LA PROPIA VIDA
- Con este modo de hablar quería el Señor templar el valor de los hijos y amansar
también a los padres que tal vez hubieran de oponerse al llamamiento de sus hijos. Porque, viendo que
su fuerza y poder era tan grande que podía separar de ellos a sus hijos, desistieran de
oponérseles, como quienes intentaban una empresa imposible. Luego porque los padres mismos
no se irritaran ni protestaran, mirad cómo prosigue el Señor su razonamiento. Después
que dijo: El que no aborrece a su padre y a su madre,
añadió: Y hasta a su propia vida. ¿A qué me
hablas—dice—de padres y hermanos y hermanas y mujer? Nada hay más íntimo al hombre
que su propia vida. Pues bien, si aún a tu propia vida no aborreces, sufrirás todo lo
contrario del que ama, será como si no me amaras. Y no nos manda simplemente que la
aborrezcamos, sino que lleguemos hasta entregarla a la guerra, a las batallas, a la espada y a la
sangre. Porque el que no lleva—dice—su cruz y sigue en pos de mí, no
puede ser mi discípulo. Porque no dijo simplemente que hay que estar preparado para la muerte,
sino para la muerte violenta, y no sólo para la muerte violenta, sino también para la
ignominia. Nada, sin embargo, les dice todavía de su propia pasión, pues
quería que, bien afianzados antes en estas enseñanzas, se les hiciera luego más
fácil de aceptar lo que sobre ella había de decirles. Ahora bien, ¿no es cosa de
admirarse y pasmarse que, oyendo todo esto, no se les saliera a los apóstoles el alma de su
cuerpo? Porque lo duro por todas partes se les venía a las manos; el premio, empero, estaba todo en
esperanza. — ¿Cómo es, pues, que no se les salió? —Porque era mucha la
virtud del que hablaba y mucho también el amor de los que oían. De ahí que ellos, que
oían cosas más duras y molestas que las que se mandaron a aquellos grandes varones,
Moisés y Jeremías, permanecieron fieles al Señor y no le contradijeron.
EL QUE PIERDE SU VIDA, LA GANA
El que hallare—dice—su vida, la perderá, y el que
perdiere su vida por causa mía la encontrará. ¿Veis cuán grande es
el daño de los que aman de modo inconveniente? ¿Veis cuán grande la ganancia de los
que aborrecen? Realmente, los mandatos del Señor eran duros. Les mandaba declarar la guerra a padres,
hijos, naturaleza, parentesco, a la tierra entera y hasta a la propia vida. De ahí que tiene que
ponerles delante el provecho de tal guerra, que es máximo. Porque no sólo—viene a
decirles—no os ha de venir daño alguno de ahí, sino más bien provecho muy
grande. Lo contrario, empero, sí que os dañaría. Es el procedimiento ordinario del
Señor: por lo mismo que deseamos, nos lleva a lo que no pretende. ¿Por qué no quieres
despreciar tu vida? Sin duda porque la quieres mucho. Pues por eso mismo debes despreciarla, ya que así
le harás el mayor bien y le mostrarás el verdadero amor. Y considerad aquí la inefable
sabiduría del Señor. No habla sólo a sus discípulos de los padres, ni sólo
de los hijos, sino de lo que más íntimamente nos pertenece, que es la propia vida, y de lo uno
resulta indubitable lo otro. Es decir, que quiere que se den cuenta cómo odiándolos les
harán el mayor bien que pueden hacerles, pues así acontece también con tu vida, que es lo
más necesario que tenemos.
PREMIOS A LA HOSPITALIDAD CON LOS ENVIADOS DEL SEÑOR
Todo esto, ciertamente, eran motivos suficientes para persuadir a ejercitar
la hospitalidad con quienes venían a traer la salud a los mismos que los acogieran. Porque
¿quién no había de recibir con la mejor voluntad a tan generosos y valientes
luchadores, a los que recorrían la tierra entera como leones, a quienes todo lo suyo
desdeñaban a trueque de llevar la salud a los demás? Sin embargo, aun pone el Señor otra
recompensa, haciendo ver que en esto se preocupa Él más de los que reciben que de quienes
son recibidos. Y ante todo les concede el más alto honor, diciendo: El que a vosotros os
recibe, a Mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha
enviado. ¿Puede haber honor mayor que recibir juntamente al Padre y al Hijo? Pues aún
promete el Señor otra recompensa juntamente con la dicha: Porque el que
recibe—dice—a un profeta en nombre de profeta, recibirá galardón de profeta; y el
que recibe a un justo en nombre de justo, recibirá galardón de justo. Antes había
amenazado con el castigo a quienes les negaran hospitalidad; ahora señala los bienes que les ha de
conceder. Y porque os deis cuenta que se preocupa más de quienes reciben que de sus propios
apóstoles, notad que no dijo simplemente: El que recibe a un profeta; o el que recibe a un
justo, sino que añadió: En nombre de profeta, o: En nombre de justo. Es
decir, si no le recibe por alguna preeminencia mundana ni por otro motivo perecedero, sino porque es profeta o
justo, recibirá galardón de profeta o galardón de justo. Lo que se ha de entender o que
recibirá galardón de quien reciba a un profeta y a un justo, o el que corresponde al mismo
profeta o justo. Es exactamente lo que decía Pablo: Que vuestra abundancia ayude a la necesidad de
ellos, a fin de que también la abundancia de ellos ayude a vuestra necesidad[3].
Luego, porque nadie pudiera alegar su pobreza, prosigue el Señor: El
que diere un simple vaso de agua fría a uno de estos pequeños míos sólo porque
son mis discípulos, yo os aseguro que no perderá su
galardón. Un simple vaso de agua fría que des, que nada ha de costarte, aun de tan
sencilla obra tienes señalada recompensa. Porque por vosotros, que acogéis a mis enviados, yo
estoy dispuesto a hacerlo todo.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio
de San Mateo (I), homilía 35, 1-2, BAC Madrid 1955, 700-705
[1] Dt 33, 9
[2] Lc 14, 26
[3] 2 Co 8, 14
Guion Domingo XIII Tiempo Ordinario – Ciclo A
2 de Julio
2023
Entrada: Que esta Santa Eucaristía disponga nuestras
almas para comprender la verdad de la radicalidad evangélica y encienda nuestros corazones en el amor a
Dios y al prójimo.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: 2 Reyes 4, 8- 11. 14- 16a
La obra de caridad hecha al santo profeta lleva su recompensa con
creces.
Salmo Responsorial: 88
Segunda Lectura: Romanos 6, 3- 4. 8- 11
Sepultados con Cristo en el bautismo debemos llevar una vida santa.
Evangelio: Mateo 10, 37- 42
Jesucristo nos exhorta a ser valientes predicadores del Evangelio y a no
recortar el mensaje de Cristo ni siquiera ante las amenazas de aquellos que se oponen al Reino de Dios.
Preces: XIII T. O
Imploremos, hermanos, la Misericordia de Dios Padre todopoderoso,
de quien procede todo bien.
A cada intención respondemos
cantando:……………
*Te pedimos Señor por las intenciones del Santo Padre, especialmente la
que él nos propone para este mes de Julio: que pidamos por los hermanos alejados de la fe cristiana,
para que vuelvan a ella por nuestra oración y testimonio de vida. Oremos…
*Para que toda la comunidad cristiana se sienta cerca de quienes viven la
dolorosa condición de la pobreza material, de la enfermedad o de la vejez en soledad o abandonada y les
ayude con todos los medios a su alcance y con el consuelo que viene de Cristo. Oremos…
*Pidamos con fervor el don de la fe para que comprendamos que seguir a Cristo
significa llevar su Cruz para que siguiéndole en la pena alcancemos con El compartir después su
gloria. Oremos…
*Por todos nosotros para que crezcamos en la comprensión del misterio
pascual de Cristo y así vivamos mejor cada santa misa dominical y cada comunión
eucarística. Oremos…
Padre nuestro que conoces las necesidades de tus hijos, escucha los
deseos de los que te suplicamos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Liturgia Eucarística
Llevamos al Altar:
*el pan y el vino para que sean convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo
Salvador nuestro.
Comunión: La Eucaristía es la victoria del amor
de Cristo resucitado que se prolonga en mi por la comunión con su Vida.
Salida:
Después de haber celebrado los sagrados misterios somos enviados por
Jesucristo al mundo para predicar con valentía la Palabra de Dios y recoger los frutos de
conversión que esta predicación traerá.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _
San Rafael _ Argentina)