PRIMERA LECTURA
Su vestidura era blanca como la nieve
Lectura de la profecía de Daniel 7, 9-10. 13-14
Yo estuve mirando hasta que fueron colocados unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura era blanca como la nieve y los cabellos de su cabeza como la lana pura; su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego brotaba y corría delante de él. Miles de millares lo servían, y centenares de miles estaban de pie en su presencia. El tribunal se sentó y fueron abiertos unos libros.
Yo estaba mirando, en las visiones nocturnas, y vi que venía sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre; él avanzó hacia el Anciano y lo hicieron acercar hasta él. Y le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 96, 1-2. 5-6. 9 (R.: Cf. 1a y 9a)
R. El Señor reina, altísimo por encima de toda la tierra.
¡El Señor reina! Alégrese la tierra,
regocíjense las islas incontables.
Nubes y Tinieblas lo rodean,
la Justicia y el Derecho son la base de su trono. R.
Las montañas se derriten como cera
delante del Señor, que es el dueño de toda la tierra.
Los cielos proclaman su justicia
y todos los pueblos contemplan su gloria. R.
Porque tú, Señor, eres el Altísimo:
estás por encima de toda la tierra,
mucho más alto que todos los dioses. R.
SEGUNDA LECTURA
Oímos esta voz que venía del cielo
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro 1, 16-19
Queridos hermanos:
No les hicimos conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas ingeniosamente inventadas, sino como testigos oculares de su grandeza.
En efecto, él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando la Gloria llena de majestad le dirigió esta palabra: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección.» Nosotros oímos esta voz que venía del cielo, mientras estábamos con él en la montaña santa.
Así hemos visto confirmada la palabra de los profetas, y ustedes hacen bien en prestar atención a ella, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y aparezca el lucero de la mañana en sus corazones.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Su rostro resplandecía como el sol
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 17, 1-9
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.»
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo.»
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Palabra del Señor.
W. Trilling
Transfiguración de Jesús
(Mt 17,1-9)
1 Seis días después, toma Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los conduce a un monte alto, aparte. 2 Y allí se transfiguró delante de ellos: su rostro resplandeció como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 3 En aquel momento se les aparecieron Moisés y Elías, que conversaban con él. 4 Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: ¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
De nuevo en la vida de Jesús se habla de un monte, el lugar de la proximidad de Dios y del encuentro con Dios. Jesús toma consigo a tres de los primeros apóstoles que fueron llamados. Esta vez quiere tener testigos, a diferencia del coloquio nocturno entre el Padre y el Hijo (14,23). En la obscuridad de la noche se transfigura ante ellos. La palabra griega (metamorphei) designa una transformación, un cambio de la apariencia visible. Los apóstoles perciben otra figura de su Maestro, de una forma semejante como sucederá más tarde después de la resurrección. Su rostro brilla como el sol y los vestidos son blancos como la luz. La gloria de Dios resplandece en él y luce a través de él. “Porque es Dios que dijo: De entre las tinieblas brille la luz, él es quien hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo” (2Co_4:6). La gloria refulgente de Dios que dio origen a la luz de la creación, irradia en el rostro de Jesucristo. En él se reconoce la gloria de Dios. Cuando Moisés después del encuentro con Dios bajó de la montaña, brillaba su semblante, de tal forma que los hijos de Israel no lo podían mirar, no podían soportar el fulgor luminoso y tenían miedo (Exo_34:29 s). El semblante de Moisés reflejaba la gloria de Dios. Aquí la gloria de Dios es sumamente intensa y brillante, ya que en ninguna parte Dios está tan próximo, más aún, corporalmente presente como en Jesús. La gloria de Dios no solamente hace que el rostro resplandezca sino que atraviesa con sus rayos todo el cuerpo, de tal forma que éste aparece sumergido en la gloria de Dios y absorbido por ella. ¿No es una respuesta a la confesión de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente” (Exo_16:16)? “La gloria que me has dado, yo se la he dado a ellos” (Jua_17:22a). En el reino del Padre los justos también “resplandecerán como el sol” (Mt_13:43) y los rayos de la gloria se transparentarán en ellos como en Jesús en este monte. Además se hacen visibles Moisés y Elías, el primer legislador y el primer profeta. Están al lado de Jesús como dos testigos. Moisés ha dado la ley que el Mesías ha llevado a la última perfección. Elías ha renovado la verdadera adoración de Dios, que Jesús perfecciona. Los dos “conversan” con Jesús. No hay ninguna grieta entre la antigua alianza y la nueva, no hay solución de continuidad con el gran tiempo pasado.
5 Todavía estaba él hablando, cuando una nube luminosa los envolvió y de la nube salió una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle. 6 Al oír esto los discípulos, cayeron rostro en tierra y quedaron sobrecogidos de espanto. 7 Entonces se acercó Jesús, los tocó y les dijo: Levantaos y no tengáis miedo 8 y cuando ellos alzaron los ojos, no vieron a nadie, sino a él, a Jesús solo. 9 Y mientras iban bajando del monte, les mandó Jesús: No digáis a nadie esta visión, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.
Sobre el monte desciende una nube luminosa, la nube de la presencia divina. Se puso sobre el Sinaí, como se dice en el libro del éxodo: cuando “Moisés subió al monte, lo cubrió luego una nube. Y la gloria del Señor se manifestó en el Sinaí, cubriéndolo con la nube por seis días…” (Exo_24:15 s). La gloria de Dios llena el templo: “Al salir los sacerdotes del santuario, una niebla llenó la casa del Señor; de manera que los sacerdotes no podían estar allí para ejercer su ministerio por causa de la niebla; porque la gloria del Señor llenaba la casa del Señor” (1Re_8:10 s). La nube indica y al mismo tiempo encubre. Dios permanece en escondido y encubierto. Desde la nube resuena una voz que dice lo mismo que en el bautismo del Jordán: Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido. Ahora el mismo Padre testifica lo que Pedro había confesado por divina revelación (Mt_16:17). El camino hacia Jerusalén ya está tomado y el objetivo de la muerte ya está ante la mirada. Sobre este camino resuena la voz del Padre. Al Hijo ha dado el Padre su gloria, que no se destruye ni extingue en la muerte. Irradiará con el más intenso fulgor en la más profunda obscuridad. Y así Jesús puede decir en el Evangelio de san Juan que “tiene que ser levantado” (Jua_3:14). La más profunda humillación en realidad será el más alto ensalzamiento. Los enemigos injurian a Jesús y blasfeman contra él incluso en las horas de la pasión, en las que se le golpea, se hace burla de él y se le humilla. En toda circunstancia descansará sobre él la complacencia de Dios. Jesús es el siervo obediente, que recorre el camino de la pasión y de la expiación vicaria. Esta obediencia y esta humillación voluntaria son muy agradables a Dios. La unidad y el amor entre el Padre y el Hijo no se alteran, sino que se profundizan. Como conclusión, la voz exhorta: Escuchadle.
Cuando Jesús anunció la pasión, encontró oídos sordos y corazones embotados (Mt_16:23). Los pensamientos de Dios todavía son extraños y están cerrados para los pensamientos de los hombres, ¿Logrará Jesús formar a los hombres y hacerles penetrar en los pensamientos divinos? La voz del cielo confirma la doctrina del Mesías, sobre todo la necesidad de padecer la pasión (Mt_16:21), e invita a rechazar la tentación satánica salida de labios de Pedro (Mt_16:23). Lo que dirá Jesús, otra vez lleva el sello de la confirmación divina. Jesús había exhortado a “oir” (Mt_13:9) y “escuchar” (Mt_13:18); ahora Dios interviene, y manda escuchar con autoridad todavía superior. Los discípulos caen atemorizados rostro en tierra y tienen que ser alentados por Jesús: “Levantaos y no tengáis miedo.” Cuando se ponen en pie, solamente está Jesús. Han desaparecido los dos testigos, la nube y el fulgor luminoso de la figura de Jesús. Parece haber sido un sueño y sin embargo fue una realidad. El velo del mundo de Dios se dejó por un momento a un lado, y los testigos contemplaron la gloria descubierta. Dios se revela por medio de la palabra y de la figura. Da testimonio de sí a nuestros principales sentidos, el oído y la vista.
El camino normal de Dios es el camino que conduce a nuestro oído y, mediante el oído, a la obediencia del corazón. Pero a algunos elegidos Dios también se ofrece por medio de la visión. En el reino consumado la visión cabrá en suerte a todos: “Y nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando de gloria en gloria…” (2Co_3:18). “Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es” (1Jn_3:2)… Al descender del monte Jesús ordena a los testigos que a nadie digan nada de la visión, antes que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos (Mt_17:9). Así como deben mantener oculta la mesianidad de Jesús (Mt_16:20), así también han de mantener oculto lo que acaban de ver. La razón es la misma. Los hombres deben obtener la salvación escuchando y obedeciendo, por medio del conocimiento de las señales y de la inteligencia creyente, y no por medio de noticias sensacionales. Sólo cuando Dios haya hablado definitiva y públicamente, y la mesianidad haya triunfado, en la resurrección de entre los muertos, se puede hablar de estos acontecimientos. Entonces la obra de Jesús queda concluida, y el alma creyente podrá descubrir y clasificar en Jesús los caminos de Dios. Así lo han hecho para nuestra fe los evangelistas en sus libros.
(Trilling, W., Evangelio según San Mateo, en El Nuevo Testamento y su mensaje, Herder, Barcelona, 1969)
Benedicto XVI
La Transfiguración
En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después…» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra.
(…)
Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9, 2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel.
De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia.
En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona.
«Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo.
Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí… no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz.
Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Ec 15, 22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz.
Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación—de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas.
Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría.
En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica la Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías.
Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio durante la persecución; a su regreso… también él debe sufrir la muerte» (Pesch, Markusevangelium II, p. 80).
De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado.
Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «… no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5).
Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la «ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. (…)
(…)
Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nuevo al relato de la transfiguración. «Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11).
Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo».
Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: «Y añadió: “Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios”» (9, 1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa?
Rudolf Pesch (II 2, p, 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos —los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dýnamis) del reino que llega en Cristo.
Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús tienen que aprender lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos en la Primera Carta a los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos—, poder (dýnamis) de Dios y sabiduría de Dios» (1, 23s) Este «poder» (dýnamis) del reino futuro se les muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la «necesidad» de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24, 26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco a poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.
(Joseph Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret (Primera Parte), Editorial Planeta, Santiago de Chile, 2007, p. 356-70)
P. José A. Marcone, IVE
La Transfiguración
(Mt 17,1-19)
Introducción
La vida pública de Jesucristo se divide en tres etapas bien marcadas. La primera dura aproximadamente 12 meses y se desarrolla en general en la zona de Judea (el Jordán cerca del Mar Muerto y Jerusalén). Esta es una etapa preparatoria donde va preparando el pasaje del AT al NT. La segunda dura aproximadamente 21 meses y se desarrolla en Galilea. Es la etapa central y más importante, donde Él expone toda su doctrina y donde forma la Iglesia. La tercera dura aproximadamente 7 meses y está expresada, sobre todo en San Lucas, como una única subida a Jerusalén para sufrir su muerte.
En el horizonte entre la segunda y la tercera etapa de la vida pública de Jesús se encuentra la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo. Ella es culmen y colofón de la segunda etapa y el inicio de la tercera. Ella está íntimamente ligada a los últimos sucesos de la segunda etapa y es preparación próxima para la tercera etapa, que consiste en la subida de Jesús a Jerusalén para sufrir la cruz[1].
Que está íntimamente ligada a los sucesos últimos de la segunda etapa lo demuestra el modo en que inicia la narración de la Transfiguración en los tres sinópticos. Los tres comienzan diciendo “seis días después…”[2]. Es muy rara esta indicación temporal en los sinópticos. Esta indicación conecta la Transfiguración con lo sucedido seis días antes. ¿Y qué es lo que había sucedido seis días antes? La confesión de Pedro, la institución de Pedro como piedra fundamental de la Iglesia y la predicción de la pasión[3]. De esta manera el Espíritu Santo nos indica que la confesión de Pedro, la institución de Pedro como piedra fundamental de la Iglesia, el anuncio de la muerte de Jesús, la protesta de Pedro contra Jesús cuando éste anunció su muerte, la enseñanza del seguimiento en el camino de la cruz y la Transfiguración están íntimamente ligados.
En Cesaréa de Filipo Jesús pregunta: “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro va responder con seguridad: “Tu eres el Mesías y eres Dios hecho hombre”. A esto Jesús responde haciéndolo piedra fundamental de la Iglesia. E inmediatamente les declara qué tipo de Mesías es: un Mesías venido para salvar a los hombres de sus pecados a través del sufrimiento y de la muerte en cruz. Pedro se rebela ante esta idea y protesta fieramente. Jesucristo rechaza abierta y duramente su actitud y les enseña que el único camino de un discípulo es el camino de la cruz. Y en este momento viene la Transfiguración.
Por eso dice San Juan Pablo II: “El episodio de la Transfiguración marca un momento decisivo en el ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación que consolida la fe en el corazón de los discípulos, les prepara al drama de la Cruz y anticipa la gloria de la resurrección”[4]. Consolida la fe de los discípulos porque les confirma la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo; los prepara para la cruz, porque serán los tres Apóstoles que estarán con Él en la agonía del Monte de los Olivos; anticipa la gloria de su resurrección porque les mostró algo de la gloria de su persona divina redundando sobre su cuerpo.
Los tres evangelistas sinópticos, Mateo, Marcos y Lucas, narran la Transfiguración. Y los tres la traen precedida del anuncio que Jesús hace de su pasión, muerte y resurrección. Jesús anuncia con toda claridad que sufrirá mucho y finalmente será asesinado. En seguida después de este anuncio, Jesús sube a un monte a orar. La tradición siempre ha señalado que ese monte es el Monte Tabor, que se encuentra en Galilea, en medio de la llanura del Esdrelón y Yizreel[5]. Va allí con tres de sus apóstoles: Pedro, Juan y Santiago, que serán los mismos tres que estarán presentes en la gran desolación de Jesús en el Huerto de los Olivos. Estando Jesús orando, su rostro se iluminó como el sol y sus vestidos se volvieron resplandecientes como la nieve. Dice Santo Tomás de Aquino que esa claridad del cuerpo de Jesús era la claridad de su gloria, la claridad de su divinidad[6]. Junto a Cristo aparecieron Moisés y Elías, también resplandecientes, y San Lucas dice que conversaban con Jesús acerca de su partida (éxodos, en griego) que iba a suceder en Jerusalén, es decir, acerca de su pasión y muerte.
- Manifestación de su divinidad
La Transfiguración es sobre todo y en primer lugar la manifestación de la divinidad de Jesucristo a través de la luminosidad de su cuerpo. “Aquella claridad que Cristo asumió en la Transfiguración, fue la claridad de la gloria en cuanto a su esencia, no sin embargo en cuanto a su modo de ser. Pues la claridad del cuerpo glorioso se deriva de la claridad del alma (…). Y de manera similar la claridad del cuerpo de Cristo en la Transfiguración se deriva de su divinidad y de la gloria de su alma. Pues el hecho que desde el principio de la concepción de Cristo la gloria del alma no redundara en el cuerpo, fue hecho por cierta dispensación divina, para que en un cuerpo pasible se pudieran cumplir los misterios de nuestra redención. Sin embargo, no por esto fue quitada a Cristo la potestad de derivar la gloria de su alma al cuerpo”[7]. Por lo tanto, de la persona divina del Verbo se derivaba al alma una gloria de la cual Cristo siempre gozó, pero que no redundaba en su cuerpo por un milagro, por una dispensa divina, para que pudiera sufrir y salvarnos a través del sufrimiento. Ahora, en la Transfiguración, se deja libre a esa gloria de la cual gozaba siempre el alma para que redunde momentáneamente sobre el cuerpo de Cristo y resplandezca como resplandece un cuerpo cuya alma está unida a la divinidad hipostáticamente, es decir, personalmente. Por lo tanto, como dijimos, la Transfiguración es la revelación de la divinidad de Cristo.
Esto que acabamos de afirmar, que la Transfiguración es la revelación de la divinidad de Cristo, es el sentido literal del texto evangélico donde se narra el hecho. Los exégetas racionalistas modernos y el llamado progresismo cristiano se esfuerzan por negar el Evangelio y el Nuevo Testamento en general afirmen con claridad la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso es conveniente citar a un gran exégeta contemporáneo, el P. Klemens Stock quien afirma con claridad que la Transfiguración es revelación de la divinidad de Jesucristo: “Los tres discípulos reciben aquí la más alta y perfecta revelación sobre la identidad de Jesús, que será definitivamente confirmada a través de su resurrección. No será cambiada nunca más, sólo será profundizada. Encontramos en esta parte del ministerio de Jesús, al inicio de su camino hacia Jerusalén, una concentración de las más relevantes revelaciones. Pedro, preparado y provocado por Jesús, confiesa al Cristo, define el rol de Jesús para con el pueblo de Dios. Jesús dice abiertamente cuál será, según la voluntad de Dios, su ulterior camino. Finalmente, Dios mismo revela el hecho fundamental, la relación de Jesús con Él, la filiación divina de Jesús, su perfecta paridad y unión con Dios”[8].
Jesucristo les manda que no digan nada hasta después de su resurrección. Pero este mandato encierra también el mandato de que, después de la resurrección, anuncien este hecho a todos los hombres, “hasta los confines del mundo” (Hech 1,8). La revelación de la divinidad de Cristo realizada en la Transfiguración a tres de sus discípulos está destinada a todos a través del testimonio de estos tres. Así lo hace San Pedro en su segunda carta cuando dice: “Él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la suprema gloria le dirigió esta voz: “Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias”. Y esta voz venida del cielo la oímos nosotros estando con él en el monte santo” (2Pe 1,17-18).
La voz del Padre que viene desde la nube no hace sino confirmar que se trata de una revelación de la divinidad de Jesucristo. El Padre lo denomina ‘Hijo’, igual a Él.
- El éxodo de Jesús
Es importantísima la aclaración que hace San Lucas cuando narra la Transfiguración: “Y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén” (Lc 9,30-31). La palabra que usa en griego San Lucas para decir ‘partida’ es la palabra éxodos y se refiere a su muerte y partida de este mundo, aunque también implica su resurrección y ascensión al cielo. ‘Que iba a cumplir en Jerusalén’ está expresado con necesidad teológica. Encontramos el mismo instrumento lingüístico que usa Jesucristo cuando anuncia su muerte, es decir, el pasivo teológico para expresar que se trata de una voluntad absoluta de Dios y debe cumplirse. De esta manera vemos que también la Transfiguración es una revelación de la muerte de Cristo y está orientada a una revelación completa de la identidad de Jesucristo y de su misión en esta tierra: es Dios hecho hombre, es Mesías, Rey y Pastor de su pueblo, que morirá en la cruz para salvar a los hombres de los pecados y evitar que vayan al infierno, y llevarlos al cielo. Todo esto está revelado en esta iluminación del rostro y de los vestidos de Jesús, y en las palabras que los tres, Jesús, Moisés y Elías hablan entre sí, es decir, acerca de la muerte de Cristo, acerca de la partida de Cristo de este mundo.
- Caduca el Antiguo y comienza el Nuevo Testamento
Hay algo más que es importante en este hecho de la Transfiguración: con la voz del Padre que pide que el Hijo sea escuchado, pronunciada ante la presencia de Moisés y Elías, se está dando por terminado el Antiguo Testamento e iniciado solemnemente el Nuevo, de una manera análoga al hecho del Bautismo de Jesús pero de una manera mucho más explícita. “Moisés y Elías y todos los profetas eran siervos de Dios (cf. 2Re 17,23). Pero en Jesús vino el Hijo de Dios. Y cuando Dios lo revela, precisamente en presencia de Moisés y Elías, agrega inmediatamente: ‘¡Escúchenlo!’. Esto es de una relevancia fundamental para la relación entre la revelación de Dios a través de Moisés y Elías (la Ley y los Profetas; el Antiguo Testamento) y su revelación mediante su Hijo Jesús (el Nuevo Testamento). De ahora en más se debe escuchar a Jesús. Moisés y Elías (las revelaciones y las disposiciones del Antiguo Testamento) no deben ser nunca más escuchadas directamente, sino solo a través del Hijo, en cuanto son confirmadas e interpretadas por Jesús. Un ejemplo de esta interpretación es su enseñanza sobre el matrimonio (Mc 10,2-12; cf. Mt 5,21-48; Gal 4,4-7)”[9].
Conclusión
Por lo tanto, esta revelación hecha por Jesús a Pedro, Santiago y Juan cambia sensiblemente el conocimiento que ellos tenían de Jesús. Ahora Jesús les mostró, por decir así, su divinidad. Lo que ya creían ahora lo ven confirmado de un modo nuevo, uniendo a esta revelación de su divinidad la confirmación de su muerte en cruz. El anonadamiento que significará su cruz se ve iluminado por la gloria futura de su resurrección. El anuncio de su pasión y muerte también incluía el anuncio de su resurrección. El escándalo experimentado por Pedro cuando Jesucristo le habló de su cruz, ahora se ve atenuado por la revelación de su divinidad y de su gloria. Pedro, y con él todos los discípulos, deben comprender que Jesús es Dios que se hizo hombre para sufrir por nuestros pecados y luego resucitar para siempre. El contenido de esta revelación, la revelación de sus sufrimientos y su muerte en cruz, es algo tan fuerte y tan impresionante que debe ser confirmado con la manifestación explícita de su divinidad. Pedro y los discípulos deben mantener unidas tres cosas que son aparentemente contradictorias: la divinidad de Jesucristo, su mesianidad y su muerte en cruz. Deben evitar a toda costa lo que San Pablo llama ‘el escándalo de la cruz’: “Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Cor 1,22-24). A Pedro y los discípulos les cuesta mucho adquirir y abrazar esta ‘sabiduría de Dios’ que les es revelada en la Transfiguración.
Este conocimiento nuevo que adquieren los discípulos acerca de la divinidad de Jesús condiciona de una manera nueva todas las enseñanzas y hechos anteriores y posteriores del ministerio de Jesús. Cada uno de los hechos sucedidos anteriormente es iluminado con una luz nueva, la misma luz de la Transfiguración, es decir, con la luz que proviene de la revelación de su divinidad. Sin embargo, no debemos pensar que se habían apartado de la mente de los discípulos todas las tinieblas. Solamente con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés la fe plena y perfecta iluminará sus inteligencias de modo de alejar toda duda y cobardía. Que las tinieblas todavía oscurecerían sus mentes hasta Pentecostés queda de manifiesto en lo que dice San Lucas con motivo del tercer anuncio de su pasión: “Ellos nada de esto comprendieron; estas palabras les quedaban ocultas y no entendían lo que decía” (Lc 18,34). De todas maneras, a partir de la Transfiguración el modo de comprender la identidad de Jesús, su misión y sus enseñanzas por parte de sus discípulos cambió totalmente.
[1] Respecto a esto dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús “fue manifestado el misterio de la primera regeneración”: nuestro bautismo; la Transfiguración “es el sacramento de la segunda regeneración”: nuestra propia resurrección (Santo Tomás, s.th. 3, 45, 4, ad 2)” (CEC, 556)
[2] Lucas dice: “Alrededor (hoseí, en griego) de ocho días después…”. La concordancia entre los tres evangelios se logra fácilmente al considerar ese ‘alrededor’, y también si se cuentan el primero y el último día como parte de la cantidad de días.
[3] Dice Klemens Stock: “Entre el bloque de los eventos antecedentes: confesión mesiánica, primera predicción de la suerte de Jesús, protesta de Pedro, instrucción de la multitud y de los discípulos sobre el seguimiento (Mc 8,27-9,1), y la subida sobre el monte de la Transfiguración (Mc 9,2-9) pasan seis días. Esta indicación distingue, pero también conecta las dos unidades. Respecto a este intervalo de seis días el evangelista no refiere nada. Aparece como un tiempo extrañamente vacío, casi como una pausa de reflexión. Aquello que precede, desde la confesión mesiánica hasta la instrucción sobre el seguimiento, es de tal manera nuevo, relevante e impresionante (sconvolgente) que se necesita un intervalo tranquilo, sin nuevas impresiones, para poderlo aceptar y asimilar. Los misteriosos seis días parecen ser ese tal intervalo” (Stock, K., Vangelo secondo Marco, Edizioni Messaggero Padova, Padova, 2002, p. 146; traducción nuestra).
[4] San Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Vita Consecrata, 1996, nº 15.
[5] Tabor significa ‘ombligo’ y hace mención al hecho que se presenta como el ombligo en medio de esa fértil llanura.
[6] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 45, a. 2.
[7] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 45, a. 2 c.
[8] Stock, K., Vangelo secondo Marco…, p. 154; traducción nuestra. Y dice el P. Stock un poco más adelante, haciendo mención a la divinidad de Cristo revelada en la Transfiguración: “También hoy, ya sea implícitamente en las discusiones, ya sea explícitamente en los modos de vivir, hay tantas controversias sobre la persona de Jesús. Los escritos del Nuevo Testamento y la tradición eclesial nos presentan un testimonio y una fe unánime sobre la igualdad de Jesús con Dios Padre. Indicamos solo algunos ejemplos. El prólogo del evangelio de Juan dice al inicio: ‘En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios’. Y confirma al final: ‘El único Hijo, que es Dios y está en el seno del Padre, es Él quien lo ha revelado’ (Jn 1,1.18). San Pablo dice: Cristo Jesús ‘aun siendo de condición divina, no consideró su bien exclusivo el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo’ (Fil 2,6-7). En la segunda gran visión del Apocalipsis encontramos de una parte a Dios y al Cordero (que es Jesús crucificado y resucitado) juntos, y por otra parte, a todas las creaturas que los adoran (5,13-14). No hay ninguna duda sobre el testimonio del Nuevo Testamento” (Stock, K., Vangelo secondo Marco…, p. 155-156).
[9] Stock, K., Vangelo secondo Marco…, p. 153.
P. Gustavo Pascual, IVE
LA TRANSFIGURACIÓN
Lc 9, 28-36 (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-10)
La transfiguración es, de alguna manera, una anticipación del Reino definitivo de Jesús, de la Jerusalén celeste, de la santidad.
Muchos elementos hablan de este Reino: Jesús transfigurado con su cuerpo glorioso “su rostro se transformó y su vestido se volvió blanco y resplandeciente”, sus interlocutores, Moisés y Elías que “aparecieron gloriosos”. Vieron “su gloria” dice el Evangelio.
Tuvieron una visión que tenía por fin confortarlos para la pronta pasión y cruz. Ya Jesús había puesto el fundamento de su Reino en la persona de Pedro y tenía que unirlo al del cielo pasando por su muerte y resurrección. Jesús une en esta visión los dos aspectos del misterio pascual. La cruz de la que hablaban Moisés y Elías, la ley y los profetas, y la resurrección dada en esa visión a los apóstoles. Es necesaria la cruz para la gloria y Jesús lo enseña con palabras y con su ejemplo. La voz que escuchan confirma lo que les había enseñado y lo que les iba a enseñar “escuchad a mi Hijo amado”, dice el Padre.
“Este es mi Hijo amado, escuchadle”
El relato de la transfiguración tiene un paralelismo con la revelación que tuvo Moisés en el Monte Horeb y muchos elementos son comunes. Dios por medio de Moisés dio su ley al pueblo de Israel y lo primero que dice al pueblo es “escucha”[1]. En el monte Tabor el Padre señala al nuevo Moisés, Jesús, el nuevo legislador y dice escuchadle. San Ambrosio[2] comentando el pasaje del Deuteronomio (6, 4) dice que lo primero que pide Dios es que se lo escuche. También Moisés habla del profeta que surgirá del pueblo y hará su oficio de legislador y al cual hay que escuchar (Dt 18, 15)[3].
Como la revelación bíblica es esencialmente palabra de Dios al hombre, el hombre debe escuchar a Dios. La respuesta del hombre a la revelación es la fe pero la fe requiere escuchar la voz de Dios. La fe nace de la audición[4].
Todos los profetas del Antiguo Testamento enseñan que el creyente debe escuchar a Dios[5] y también el sabio[6]. Los judíos tenían como norma la Semá para no olvidarse de la enseñanza de Dios[7]. También Jesús quiere que escuchen[8].
Según el sentido hebraico de la palabra Semá, escuchar es no sólo prestar atención sino también abrir el corazón[9] y poner en práctica lo escuchado[10], es obedecer. Tal es la obediencia de la fe que requiere la predicación oída (Rm 1, 5; 10, 14 s)[11].
Vivimos es un mundo que poco escucha. Se oye mucho pero se escucha poco. Muchas veces, la multitud de sonidos no nos permite escuchar.
Escuchar es un acto de humildad. El que escucha se pone en actitud de discípulo respecto al que habla.
Escuchar es propiedad de la sabiduría[12]. Escuchar ayuda a crecer en la caridad.
Si estas características de escuchar son útiles al hombre respecto del hombre, ¡cuanto más escuchar a Jesús!
Muchas veces, no nos disponemos a escuchar a Jesús. Escuchar a Jesús requiere silencio a los demás sonidos. Silencio interior. Escuchar y retener. No como oyente olvidadizo que dice el apóstol Santiago[13]. Escuchar, retener y poner por obra[14].
Jesús es la Sabiduría encarnada. Escucharlo nos lleva a adquirir la verdadera sabiduría. Jesús es ejemplo de discípulo porque siempre escucha la voz del Padre[15] y nos ama infinitamente revelándonos la verdad que ha conocido del Padre[16].
Dios escucha a los sencillos, a los simples[17], a los que hacen su voluntad[18] y piden según su voluntad[19]. Escucha a los que piden por medio de su Hijo[20] porque siempre lo escucha[21].
Sólo Dios puede abrir el oído de su discípulo[22], profundizárselo para que obedezca[23].
Jesús curó al sordomudo para que oyese[24] y al siervo del sumo sacerdote (Lc 22, 50s)[25].
Es muy importante escuchar al Hijo amado del Padre. En los Evangelios se relata lo que hizo y habló Jesús. Escuchemos lo que nos dice. Hagamos silencio a los demás sonidos, tanto externos como internos. Meditemos lo que escuchamos y pongámoslo por obra[26]. Cuando no entendamos recurramos al mismo Jesús y Él a solas nos explicará todo.
Aprendamos a escuchar también a nuestros hermanos. Escuchar nos ayuda a comprendernos mejor. Nos ayuda a aliviar las penas. Nos ayuda a solucionar problemas. Nos ayuda a superar el egoísmo.
La transfiguración tiene por fin confortar a los apóstoles, más bien, animarlos a imitar a Jesús. La visión busca que los tres apóstoles amen la cruz. Jesús deja desbordar el desenlace de su vida, la cual ocultaba humorísticamente en su humanidad. La gloria, la resurrección es el fin de la carrera pero el medio es la cruz y la muerte. El Reino de Jesús se funda y se mantiene con el amor, pero no hay mayor amor que dar la vida por el amado. La pasión es un exceso de dolor y amor, como lo es la santidad.
Pedro inspirado por el Espíritu Santo había visto en su Maestro al Hijo de Dios hecho hombre, al Mesías y ese don del Espíritu llevó consigo otro don: ser el fundamento de la Iglesia de Jesús. (…)
No es extraño que diga Pedro “que bien estamos aquí”. La meta conocida da fuerza para caminar. El gozo del reposo es buen lente para mirar y comprender el dolor y la cruz, que así mirado, también se hace, él mismo, gozo.
[1] Dt 6, 4
[2] Cf. San Ambrosio, Sobre los misterios, 1, 2, 7. Cit. en La Biblia Comentada por los Padres de la Iglesia. Antiguo Testamento (3), Ciudad Nueva Madrid 2003, 372.
[3] Cf. Jsalén. al pasaje de la Transfiguración.
[4] Cf. Rm 10, 17
[5] Am 3, 1; Jr 7, 2
[6] Pr 1, 8
[7] Dt 6, 4; Mc 12, 29
[8] Mc 4, 3.9
[9] Hch 16, 14
[10] Mt 7, 24ss.
[11] Cf. Vocabulario de Teología Bíblica, Herder Barcelona 200219, 289-290.
[12] Cf. Pr 10, 19; 15, 31.32; 18, 15; 22, 17; 23, 12, etc.
[13] St 1, 25
[14] St 1, 22-23
[15] Jn 8, 28
[16] Jn 15, 15
[17] Mt 11, 25ss
[18] 1 P 3, 12
[19] 1 Jn 5, 14ss
[20] Jn 15, 7.16
[21] Jn 11, 41-42
[22] Is 50, 5; Cf. 1 S 9, 15; Jb 36, 10
[23] Cf. Sal 39, 7ss
[24] Mc 7, 33ss
[25] Cf. Diccionario de la Biblia, Herder Barcelona 200010, 1359.
[26] Mt 7, 24-26
San Agustín
La transfiguración
(Mt 17,1-9)
- Hermanos amadísimos, debemos contemplar y comentar esta visión que el Señor hizo manifiesta en la montaña. En efecto, a ella se refería al decir: En verdad os digo que hay aquí algunos de los presentes que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre en su reino. Con estas palabras comenzó la lectura que ha sido proclamada. Después de seis días, mientras decía esto, tomó a tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña. Estos tres eran de los que había dicho hay aquí algunos que no gustarán la muerte hasta que no vean al Hijo del hombre en su reino. No es una cuestión sencilla. Pues no ha de tomarse la montaña como si fuese el reino. ¿Qué es una montaña para quien posee el cielo? Esto no solamente lo leemos, sino que en cierto modo lo vemos con los ojos del corazón. Llama reino suyo a lo que en muchos pasajes denomina reino de los cielos. El reino de los cielos es el reino de los santos. Los cielos, en efecto, proclaman la gloria de Dios. De esos cielos se dice a continuación en el salmo: No hay discurso ni palabra de ellos que no se oiga. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los confines de la tierra su lenguaje. ¿De quiénes, sino de los cielos? Por tanto, de los apóstoles y de todos los fieles predicadores de la palabra de Dios. Reinarán los cielos con aquel que hizo los cielos. Ved lo que hizo para manifestar esto.
- El mismo Señor Jesús resplandeció como el sol; sus vestidos se volvieron blancos como la nieve y hablaban con él Moisés y Elias. El mismo Jesús resplandeció como el sol, para significar que él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Lo que es este sol para los ojos de la carne, es aquél para los del corazón; y lo que es éste para la carne, lo es aquél para el corazón. Sus vestidos, en cambio, son su Iglesia. Los vestidos, si no tienen dentro a quienes los llevan, caen. Pablo fue como la última orla de estos vestidos. El mismo dice: Yo, ciertamente, soy el más pequeño de los Apóstoles, y en otro lugar: Yo soy el último de los Apóstoles. La orla es la parte última y más baja de un vestido. Por eso, como aquella mujer que padecía flujo de sangre y al tocar la orla del Señor quedó salvada, así la Iglesia procedente de los gentiles se salvó por la predicación de Pablo. ¿Qué tiene de extraño señalar a la Iglesia en los vestidos blancos, oyendo al profeta Isaías que dice: Y si vuestros pecados fueran como escarlata, los blanquearé como nieve? ¿Qué valen Moisés y Elias, es decir, la ley y los profetas, si no hablan con el Señor? Si no da testimonio del Señor, ¿quién leerá la ley? ¿Quién los profetas? Ved cuan brevemente dice el Apóstol: Por la ley, pues, el conocimiento del pecado; pero ahora sin la ley se manifestó la justicia de Dios: he aquí el sol. Atestiguada por la ley y los profetas: he aquí su resplandor.
- Ve esto Pedro y, juzgando de lo humano a lo humano, dice: Señor, es bueno estarnos aquí. Sufría el tedio de la turba, había encontrado la soledad de la montaña. Allí tenía a Cristo, pan del alma. ¿Para qué salir de allí hacia las fatigas y los dolores, teniendo los santos amores de Dios y, por tanto, las buenas costumbres? Quería que le fuera bien, por lo que añadió: Si quieres, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elias. Nada respondió a esto el Señor, pero Pedro recibió, sí, una respuesta. Pues mientras decía esto, vino una nube refulgente y los cubrió. El buscaba tres tiendas. La respuesta del cielo manifestó que para nosotros es una sola cosa lo que el sentido humano quería dividir. Cristo es el Verbo de Dios, Verbo de Dios en la ley, Verbo de Dios en los profetas. ¿Por qué quieres dividir, Pedro? Más te conviene unir. Busca tres, pero comprende también la unidad.
- Al cubrirlos a todos la nube y hacer en cierto modo una sola tienda, sonó desde ella una voz que decía: Este es mi Hijo amado. Allí estaba Moisés, allí Elias. No se dijo: «Estos son mis hijos amados». Una cosa es, en efecto, el Único, y otra los adoptados. Se recomendaba a aquél de donde procedía la gloria a la ley y los profetas. Este es, dice, mi hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle, puesto que en los profetas a él escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde no le oísteis a él? Oído esto, cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En ella está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley en Moisés, la profecía en Elias, en condición de servidores, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban.
- El Señor extendió su mano y levantó a los caídos. A continuación no vieron a nadie más que a Jesús solo. ¿Qué significa esto? Oísteis, cuando se leía al Apóstol, que ahora vemos en un espejo, en misterio, pero entonces veremos cara a cara. Hasta las lenguas desaparecerán cuando venga lo que ahora esperamos y creemos. En el caer a tierra simbolizaron la mortalidad, puesto que se dijo a la carne: Eres tierra y a la tierra irás. Y cuando el Señor los levantó, indicaba la resurrección. Después de ésta, ¿para qué la ley, para qué la profecía? Por esto no aparecen ya ni Elias ni Moisés. Te queda el que en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Te queda el que Dios es todo en todo. Allí estará Moisés, pero no ya la ley. Veremos allí a Elias, pero no ya al profeta. La ley y los profetas dieron testimonio de Cristo, de que convenía que padeciese, resucitase al tercer día de entre los muertos y entrase en su gloria. Allí se realiza lo que Dios prometió a los que lo aman: El que me ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré. Y como si le preguntase: «Dado que le amas, ¿qué le vas a dar?» Y me mostraré a él. ¡Gran don y gran promesa! El premio que Dios te reserva no es algo suyo, sino él mismo. ¿Por qué no te basta, ¡oh avaro!, lo que Cristo prometió? Te crees rico; pero si no tienes a Dios, ¿qué tienes? Otro puede ser pobre, pero si tiene a Dios, ¿qué no tiene?
- Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña, pero desciende, predica la palabra, insta oportuna e importunamente, arguye, exhorta, increpa con toda longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, sufre algunos tormentos para poseer en la caridad, por el candor y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor. Cuando se lee al Apóstol, oímos en elogio de la caridad: No busca lo propio. No busca lo propio, porque entrega lo que tiene. Y en otro lugar dijo algo que, si no lo entiendes bien, puede ser peligroso; siempre con referencia a la caridad, el Apóstol ordena a los fieles miembros de Cristo: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno. Oído esto, la avaricia, como buscando lo ajeno a modo de negoció, maquina fraudes para embaucar a alguien y conseguir, no lo propio, sino lo ajeno. Reprímase la avaricia y salga adelante la justicia; escuchemos y comprendamos. Se dijo a la caridad: Nadie busque lo propio, sino lo ajeno. Pero a ti, avaro, que ofreces resistencia y te amparas en este precepto para desear lo ajeno, hay que decirte: «Pierde lo tuyo». En la medida en que te conozco, quieres poseer lo tuyo y lo ajeno. Cometes fraudes para obtener lo ajeno; sufre un robo que te haga perder lo tuyo tú que no quieres buscar lo tuyo, sino que quitas lo ajeno. Si haces esto, no obras bien. Oye, ¡oh avaro!; escucha. En otro lugar te expone el Apóstol con más claridad estas palabras: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno. Dice de sí mismo: “Pues no busco mi utilidad, sino la de muchos, para que se salven. Pedro aún no entendía esto cuando deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para después de su muerte. Ahora, no obstante, dice: «Desciende a trabajar a la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la tierra. Descendió la vida para encontrar la muerte; bajó el pan para sentir hambre; bajó el camino para cansarse en el camino; descendió el manantial para tener sed, y ¿rehúsas trabajar tú? No busques tus cosas. Ten caridad, predica la verdad; entonces llegarás a la eternidad, donde encontrarás seguridad».
SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 78, 1-6, BAC Madrid 1983, 430-35
Solemnidad de la Transfiguración del Señor – 6 de Agosto 2023 – Ciclo A
(Correspondiente al Domingo XVIII durante el año)
Entrada
Celebramos hoy la Fiesta de la Transfiguración del Señor. Cristo, a través del resplandor de su cuerpo, muestra que es verdadero Dios y verdadero hombre. Pero a nosotros, hoy el amor de Dios nos ha escogido para presenciar en el monte de su altar una nueva transfiguración, infinitamente más portentosa aunque más oculta, en el Santo Sacrificio de la Misa.
Liturgia de la Palabra
1° Lectura: Daniel, 7, 9- 10. 13- 14
El profeta Daniel anuncia el dominio del Hijo del Hombre sobre todos los pueblos.
Salmo Responsorial: 96
2° Lectura: 1 Pedro 1, 16- 19
Los Apóstoles siendo testigos de la Transfiguración vieron confirmadas las profecías.
Evangelio: Mateo 17, 1- 9
En la Transfiguración se manifiesta “toda la Santísima Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en la humanidad resplandeciente, el Espíritu Santo en la nube luminosa”.
Preces
Porque Dios se nos ha manifestado tan misericordiosamente, nosotros confiamos que responderá a las súplicas que le dirigimos en nuestras necesidades. Por eso nos dirigimos a El por medio de su muy Amado Hijo.
A cada intención respondemos cantando:
Por toda la Iglesia de Dios, para que unida al Papa y a todos sus pastores sepa resplandecer por la belleza de sus notas reflejando con fidelidad el verdadero rostro de Cristo y el mensaje de su Evangelio ante todos los hombres. Oremos.
Por la evangelización de las distintas culturas, para que los misioneros sean instrumentos eficaces en esta labor elevándolas en la dignidad que les comunica la fuerza del evangelio y la Gracia divina. Oremos.
Por la unidad de los cristianos, para que esta unidad sea un signo de credibilidad eficaz del evangelio para los que buscan sinceramente a Cristo. Oremos.
Por la paz en el mundo, para que a la vista de tantos males el corazón de los hombres se vuelva a Dios, y nazca en ellos el perdón y el deseo de la reconciliación. Oremos.
Por nuestra Familia Religiosa, para que sepamos vivir con fidelidad el carisma de la Evangelización de la cultura, viviendo ante todo una íntima vida espiritual con el Verbo Encarnado, Luz del mundo. Oremos.
Padre Celestial, que nos permites alegrarnos con la celebración de tus misterios, concédenos el perseverar en tus caminos, abrazando en todo momento la cruz de Cristo, para resucitar con Él al gozo de la eterna gloria. Por el mismo Cristo nuestro Señor.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Presentamos nuestros dones ante el altar:
-
Cirios, como signo de la fe llevada por los misioneros a todo el mundo.
-
El pan y el vino que proclaman las maravillas de Dios al ser transformados en el Salvador.
Comunión:
“Bueno es estarnos aquí”, buen Jesús, pues la comunión con tu vida divina da a nuestras almas el resplandor íntimo de tu misterio para que nos transformemos en Ti.
Salida:
Con la Santísima Virgen María mostremos al mundo el misterio del Verbo Encarnado, porque sólo la cultura que deriva de este misterio es auténticamente humana.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)