Los divorciados vueltos a casar y los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia – Card. Velasio De Paolis

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Hoy se cumplen 6 años del fallecimiento del Card. Velasio De Paolis. Para honrar su memoria reproducimos un escrito suyo de gran actualidad sobre el tema de la comunión a los divorciados “vueltos a casar”. Aunque el escrito es extenso, nos pareció oportuno presentarlo íntegramente para conservar la unidad argumentativa de un tema sobre el que hay mucha confusión:

Contenido: 

 


S.E. Card. Velasio De Paolis

Premisa

Hablamos de los divorciados vueltos a casar, pero el discurso sirve sustancialmente para todos los que viven en situaciones familiares irregulares. La aclaración «vueltos a casar» indica que el divorciado, en cuanto tal, no está excluido de los sacramentos indicados en el título; lo está solo en cuanto atenta un nuevo vínculo y en todo caso vive en una situación conyugal irregular. Y es precisamente esta situación irregular permanente la que constituye el motivo para la exclusión de los sacramentos. En este caso, de hecho, quien convive con una persona que no es el cónyuge se sitúa en abierta violación de la ley de Dios tal y como la presenta la Iglesia. El Derecho de la Iglesia, por una parte, detalla las condiciones de acceso a los sacramentos, cuya verificación se confía al propio fiel, y, por otra, se dirige al ministro sagrado indicándole los casos en los que se debe excluir de la Eucaristía al propio fiel por razones de escándalo. Limitamos nuestro análisis a las condiciones necesarias que el fiel debe respetar para acceder legal y fructíferamente a los sacramentos.

El matrimonio y la familia son los temas que el Santo Padre propone para la reflexión de la Iglesia colocándolos como argumento de un sínodo de obispos, a celebrarse en dos etapas, con un año de diferencia, en octubre de 2014 y octubre de 2015. El sínodo ha sido precedido por un amplio cuestionario con el fin de obtener una visión general lo más realista posible. Por desgracia, los medios de comunicación destacan los aspectos más marginales de la cuestión y los tratan principalmente, si no exclusivamente, desde la perspectiva de las novedades que se perciben en todas las direcciones imaginables y posibles. Ha habido un avance del tema en el consistorio del 20 y 21 de febrero de 2014 que se ha centrado en el matrimonio y la familia. Este, según los pocos elementos ofrecidos por el portavoz de la oficina de prensa vaticana, ha abarcado todos los temas; pero el punto central parece haber sido el de la Eucaristía a los divorciados vueltos a casar, según la impresión atribuida al cardenal Philippe Barbarin.

Puede ser útil reflexionar sobre los puntos que se perfilan en el horizonte precisamente sobre este tema. En primer lugar, ofrecemos algunas precisiones sobre quiénes son los divorciados vueltos a casar; después mostraremos la enseñanza de la Iglesia sobre estas personas en lo que respecta a los sacramentos de la Iglesia, y recordaremos las disposiciones canónicas generales sobre esta materia para todos los fieles; posteriormente nos detendremos a reflexionar sobre la cuestión planteada para profundizar en las razones que subyacen en la enseñanza y la disciplina de la Iglesia. Finalmente, consideraremos un caso específico presentado por el cardenal Kasper.

Divorciados vueltos a casar

En primer lugar, aclararemos que cuando decimos «divorciados vueltos a casar» nos referimos concretamente a cuantos, después de contraer un matrimonio canónicamente válido —es decir, un matrimonio según las leyes de la Iglesia—, y una vez fracasado este matrimonio, no pudiendo celebrar un segundo matrimonio canónico por el vínculo todavía existente, han contraído un nuevo matrimonio según la ley civil; se trata, por tanto, de personas que están ligadas por un vínculo religioso (matrimonio canónico) y por un vínculo civil (matrimonio civil). En un sentido más amplio, nos referimos a todos aquellos que conviven irregularmente y, por tanto, al menos por lo que se refiere al acceso a los sacramentos, se encuentran en una condición de imposibilidad para participar en los mismos sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia.

Ha de señalarse también que una cosa es afirmar que un fiel no posee las condiciones exigidas para acercarse a los sacramentos y otra decir que los ministros deben negar los sacramentos a quienes, aun no pudiendo recibirlos, porque no reúnen las condiciones, no obstante, acceden a ellos. Los ministros deben alejarlos de los sacramentos para evitar el escándalo de otros fieles que se supone conocen las condiciones en las que se encuentra quien accede a los sacramentos sin los debidos requisitos. En nuestra exposición, nos detendremos sobre todo en las condiciones exigidas, en ausencia de las cuales el fiel no puede acceder a los sacramentos.

Enseñanza de la Iglesia

La enseñanza de la Iglesia es coherente en su tradición, particularmente con respecto a la amistad de Dios (gracia santificante, de la cual está privado quien se encuentra en estado de pecado grave aún no perdonado) y con respecto al arrepentimiento y al propósito de no pecar más para poder ser absuelto del pecado grave en el sacramento de la Penitencia. Dado que el problema de los divorciados vueltos a casar se ha agudizado particularmente en la época actual, y que no han faltado repetidas iniciativas para que la Iglesia cambiase su disciplina, la propia enseñanza de la Iglesia ha sido más insistente y frecuente, especialmente durante el largo pontificado de Juan Pablo II y de su sucesor Benedicto XVI. Tal enseñanza no se limita a proponer de nuevo la disciplina tradicional, sino que ofrece las razones que impiden modificar tal disciplina y a la vez indica otras vías para acudir en ayuda del problema pastoral.

A partir de los textos del Magisterio, podemos centrar la cuestión de la siguiente manera:

1) Se trata, en primer lugar, de aquellos que, unidos precedentemente por el vínculo matrimonial sacramental, pasan después a una nueva unión, sea de hecho, sea civilmente reconocida.

2) Las situaciones son diferentes y los pastores están obligados a discernir: existe, en efecto, diferencia entre quienes se han esforzado sinceramente por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y quienes, por su grave culpa, han destruido un matrimonio canónicamente válido. Existen, por último, quienes han contraído una segunda unión con vistas a la educación de los hijos y a veces están subjetivamente seguros, en conciencia, de que el matrimonio precedente, destruido irreparablemente, no había sido nunca válido.

3) Ante estas situaciones diversas y diferentes, la Iglesia reafirma su praxis fundada en la Sagrada Escritura de no admitir al sacramento de la reconciliación y a la comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar.

4) No solo reitera su disciplina, sino que da las razones para ello: la Iglesia sostiene, por fidelidad a la Palabra de Jesús (cf. Mc 10, 11-12) que no puede reconocerse como válida una nueva unión hasta que no sea declarado inválido por parte de las autoridades competentes el matrimonio precedente. Nótese la expresión: no puede; la Iglesia no tiene el poder de hacerlo, aunque hipotéticamente quisiera, simplemente no puede. Como consecuencia, si los divorciados han pasado a una nueva unión conviviendo more uxorio, su nueva condición de vida contradice objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, expresada y actuada por la Eucaristía.

5) Esta verdad fundamenta la norma del can. 915 que impone al ministro no admitir a la Eucaristía a quienes perseveran objetivamente en la situación de pecado grave manifiesto.

6) El pecado grave debe entenderse objetivamente; la obstinada perseverancia significa la existencia de una situación objetiva de pecado que se extiende en el tiempo y a la cual no pone fin la voluntad; el carácter manifiesto significa que tal situación es conocida por la comunidad.

7) No pueden acceder tampoco al sacramento de la Penitencia. La absolución sacramental puede ser concedida solo a aquellos que, arrepentidos por haber violado la ley de Dios, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no esté ya en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio. Es necesario, por tanto, el arrepentimiento y el propósito de enmienda. Esto implica que se quiera salir de la situación de pecado.

8) No se trata de una norma de carácter punitivo o discriminatorio hacia los divorciados vueltos a casar, sino que expresa más bien una situación objetiva que hace imposible de por sí el acceso a la comunión eucarística.

9) La Iglesia no puede abandonar a su suerte a los divorciados vueltos a casar. Los pastores deben ayudarles con caridad solícita. No deben considerarse separados de la Iglesia (no están excomulgados ni sujetos a una sanción penal). Continúan perteneciendo a la Iglesia. Es más, deben escuchar la Palabra de Dios, frecuentar el sacrificio de la santa Misa, perseverar en la oración, hacer obras de caridad, educar a los hijos en la fe cristiana y cultivar el espíritu y las obras de penitencia.

10) El camino para acceder a los sacramentos, no obstante, no está del todo cerrado. Los divorciados vueltos a casar en los que se den las condiciones objetivas que de hecho vuelven irreversible la convivencia podrán acceder a los sacramentos si asumen el compromiso de vivir en plena continencia, esto es, de abstenerse de los actos propios de los cónyuges. Deben, además, evitar el escándalo, siendo de por sí oculto el hecho de que no viven more uxorio y manifiesta la propia condición de divorciados vueltos a casar.

11) Donde existan dudas acerca de la validez del matrimonio sacramental contraído, la sola certeza subjetiva de los cónyuges sobre la invalidez del vínculo precedente no puede legitimar una nueva unión. En tal caso, se debe emprender cuanto sea necesario según el Derecho para verificar el fundamento de la duda acerca de la validez del matrimonio. Es necesario, no obstante, evitar contraponer preocupación pastoral y Derecho. El punto de encuentro entre Derecho y pastoral es el amor a la verdad.

Nota bene: La disciplina expuesta no está hecha específicamente para los divorciados vueltos a casar. Se les aplica la disciplina que regula la vida de todo cristiano por lo que respecta a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Ningún cristiano, de hecho, puede acceder a la Eucaristía sin confesarse previamente, si es consciente de estar en una situación de pecado grave. Y ningún cristiano puede recibir la absolución del pecado si no está arrepentido y no hace propósito de enmienda.

La participación en los sacramentos: el código y la disciplina de la Iglesia

Derecho de todo fiel a recibir los sacramentos

Por lo que se refiere a la recepción de los sacramentos, a nivel general, el Código de Derecho Canónico reconoce el derecho de todo fiel a recibir de los pastores los medios espirituales necesarios para la salvación. Entre estos medios son particularmente importantes los sacramentos. El canon 213 dice así: “Los fieles tienen derecho a recibir de los pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la Palabra de Dios y los sacramentos”. Estos, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, “son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica” (can. 840). Por ello, tanto los ministros como los fieles, en la celebración de los sacramentos, “deben comportarse con grandísima veneración y con la debida diligencia” (can. 840). Los sacramentos son tan importantes para la salvación que el código impone a los ministros la obligación de administrarlos, y no pueden ser negados a quienes los pidan de modo oportuno (can. 843, §1).

Condiciones requeridas

Si, por una parte, el legislador reconoce a todo fiel el derecho a recibir los sacramentos, por la otra también tiene en cuenta la dignidad de los sacramentos y de la correcta administración de los mismos, de manera que sea para el beneficio espiritual de los fieles y no para su condena. Por tanto, el mismo canon 843, §1, una vez que prohíbe a los ministros negar los sacramentos a quienes los piden, añade las condiciones fundamentales para que los fieles puedan acceder a ellos: “estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos”. Tales condiciones en los fieles para acceder a los sacramentos son requeridas particularmente para el sacramento de la Eucaristía y de la Penitencia.[143]

El acceso a la Eucaristía

Por lo que se refiere a la participación en la Eucaristía, sacramento del amor divino, el código, basado en las palabras del apóstol Pablo, exige que el fiel, antes de acercarse, haga un examen de conciencia; de lo contrario corre el riesgo de recibir su propia condena: “por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condena” (1Cor 11, 27-29). Es lo que afirma el can. 916: “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental”.

La Iglesia exige para el acceso a la Eucaristía el estado de gracia, que se obtiene normalmente a través del sacramento de la Penitencia. Quien, de hecho, es consciente de haber cometido un pecado grave, necesita, para acceder a la Eucaristía, obtener el perdón de Dios a través de la confesión, a menos que urja recibir o celebrar la Eucaristía y falte el confesor necesario y disponible. En todo caso, el dolor necesario para el perdón de los pecados implica siempre que, además del pesar por haber ofendido a Dios (contrición), se proponga y se comprometa a confesarse con el propósito de no cometer más tal pecado y de rehuir de las ocasiones que lo provoquen. A tales exigencias se opone precisamente el estado de convivencia del divorciado vuelto a casar. No puede acceder a la Eucaristía porque se encuentra en un estado de pecado grave objetivo permanente, y no puede obtener el perdón porque, por definición, quiere permanecer en tal situación de pecado y por tanto no manifiesta el verdadero dolor necesario para ser admitido a la Eucaristía. Si después, pese a ello, accediera a la comunión, el sacerdote debe negarle la Eucaristía, en el caso de que se verifiquen las condiciones previstas por el can. 915.

La imposibilidad de recibir la absolución sacramental

El penitente puede ser absuelto del pecado solo si está debidamente dispuesto. Esto se cumple si está arrepentido del pecado y promete no volver a recaer, y hace el propósito de huir de las ocasiones de pecado. El can. 987 es claro al respecto: “el fiel ha de estar de tal manera dispuesto que, rechazando los pecados cometidos y teniendo propósito de enmienda, se convierta a Dios”. Solo con tales disposiciones de rechazo de los pecados cometidos y de propósito de enmienda el fiel puede recibir el sacramento en modo provechoso, esto es, que lo conduzca a la salvación.

Así, la prohibición de acceder a la Eucaristía y la imposibilidad de ser absuelto en el sacramento del perdón están estrechamente vinculadas.

El deber de rechazar a quien acceda a la comunión; can. 915

Si el estado de oposición grave a la ley de Dios y de la Iglesia fuese conocido también por la comunidad y alguno, a pesar de todo, osase acceder a la Eucaristía, debe ser rechazado. En efecto, el can. 915 dice: “No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”. Una declaración del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos ha ratificado la validez de la prohibición contenida en el canon 915 contra quienes han entendido que tal norma no sería aplicable al caso de los fieles divorciados vueltos a casar. La declaración afirma:

“En el caso concreto de la admisión a la sagrada comunión de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, el escándalo, entendido como acción que mueve a los otros hacia el mal, atañe a un tiempo al sacramento de la Eucaristía y a la indisolubilidad del matrimonio. Tal escándalo sigue existiendo aún cuando ese comportamiento, desgraciadamente, ya no cause sorpresa: más aún, precisamente es ante la deformación de las conciencias cuando resulta más necesaria la acción de los pastores, tan paciente como firme, en custodia de la santidad de los sacramentos, en defensa de la moralidad cristiana, y para la recta formación de los fieles”.[144]

La situación de los divorciados que se vuelven a casar se encuentra en conflicto con la disciplina eclesiástica en puntos irrenunciables, en cuanto que tocan el mismo derecho divino.

La posición del cardenal Kasper

¿Qué decir acerca de la pregunta planteada por el cardenal Kasper en el consistorio del 21 de febrero de 2014? Puede explicarse del siguiente modo: la vía de la Iglesia es una vía intermedia entre el rigorismo y el laxismo, a través de un camino penitencial que desemboca primero en el sacramento de la Penitencia y después en el de la Eucaristía. Kasper se pregunta si tal camino puede ser recorrido también por los divorciados vueltos a casar. Indica las condiciones, verificadas las cuales, se podría considerar una vía penitencial para estos:

“La pregunta es: ¿esta vía más allá del rigorismo y del laxismo, la vía de la conversión, que desemboca en el sacramento de la misericordia, el sacramento de la Penitencia, es también el camino que podemos recorrer en la presente cuestión? A un divorciado vuelto a casar: 1. Si se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio. 2. Si se han esclarecido las obligaciones del primer matrimonio, y se ha excluido definitivamente una vuelta atrás. 3. Si no puede abandonar sin otras culpas las responsabilidades asumidas con el matrimonio civil. 4. Si se esfuerza, sin embargo, por vivir del mejor modo según sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y de educar a los propios hijos en la fe. 5. Si tiene el deseo de los sacramentos como fuente de fuerza para su situación, ¿debemos o podemos negarle, después de un tiempo de nueva orientación (metanoia), los sacramentos de la Penitencia y después el de la Eucaristía?”

El mismo Kasper observa: “Esta posible vía no sería una solución general. No es el camino ancho de la gran masa, sino más bien el estrecho camino de la parte probablemente más pequeña de los divorciados vueltos a casar, sinceramente interesados en los sacramentos. ¿No es necesario tal vez evitar aquí la peor parte?” (o sea, la pérdida de los hijos con la pérdida de toda una segunda generación). Después precisa: “Un matrimonio civil como el que fue descrito con criterios claros debe distinguirse de otras formas de convivencia irregular, como los matrimonios clandestinos, las parejas de hecho, sobre todo la fornicación, de los denominados matrimonios salvajes. La vida no es solo blanco y negro. De hecho, hay muchos matices”.

Kasper parece inclinarse hacia una respuesta positiva a la pregunta que plantea, pero hace depender su respuesta positiva de la verificación de muchas y precisas condiciones. Por eso, como él dice, la respuesta positiva no sería una solución general, sino una vía practicable por pocos que reúnen las condiciones propuestas por él. Se trataría de casos singulares que no podrían entrar en ninguna categoría, sino que serían estudiados y examinados uno a uno, para evitar lo peor. La respuesta positiva vislumbrada por Kasper podría encontrar una cierta justificación en la praxis penitencial de la Iglesia, particularmente respecto a los lapsi. Se sabe, en efecto, que en lo relativo a la readmisión en la Iglesia y a la Eucaristía de los lapsi la solución se encontró en una vía intermedia entre el rigorismo y el laxismo, la vía penitencial; es decir, una vía que, tras un tiempo de penitencia, preveía la readmisión. Kasper no aduce otros argumentos, al menos en modo explícito. Se pueden, no obstante, vislumbrar en las condiciones establecidas para poder aceptar la vía penitencial. Particularmente las condiciones 2ª (se han esclarecido las obligaciones del primer matrimonio, y se ha excluido definitivamente que vuelva atrás), 3ª (si no puede abandonar sin otras culpas las responsabilidades asumidas con el matrimonio civil), y 4ª (si se esfuerza por vivir del mejor modo según sus posibilidades el segundo matrimonio a partir de la fe y por educar a los propios hijos en la fe). En estas tres condiciones, de hecho, se puede contemplar un conflicto de derechos y deberes, que impondría la elección de un mal menor.

Para sostener tal solución se podrían aducir otros argumentos que resultan casi implícitos en el mismo razonamiento. A nosotros nos parece estar ante una visión que no admite una regla general para todos los casos; habría algunos que no pueden ser medidos por una ley porque no entrarían en ninguna categoría; nos encontraríamos ante una situación peculiar. En estos casos no sería ya la ley la encargada de regularlos, sino la situación misma, y puesto en la situación, el sujeto debería decidir según el mal menor.

Hemos intentado entender las razones. Hasta donde logramos comprender, y a pesar del esfuerzo por hacerlo, no encontramos ningún motivo entre los aducidos que pueda tener al menos la apariencia de un argumento válido para dar una respuesta afirmativa a la pregunta planteada al inicio.

En primer lugar, el punto de partida no ofrece ningún punto de apoyo. El laxismo y el rigorismo acerca de la readmisión de los lapsi no tiene nada en común con la de los divorciados vueltos a casar. En la cuestión de los lapsi se trataba de readmitir a personas arrepentidas que se comprometían a vivir coherentemente la vida cristiana; en la cuestión de los divorciados vueltos a casar, sin embargo, se trataría de readmitir a la Eucaristía y a la Penitencia a personas que perseverarían en la condición de irregularidad y de violación de la ley divina. Los lapsi cumplen las condiciones puestas por la ley divina para los sacramentos, los divorciados vueltos a casar, no. En el caso de los divorciados no estamos frente a una corriente rigorista y a otra laxista, sino simplemente frente a una situación de grave contraste permanente con la ley divina de la santidad del matrimonio. Permaneciendo tal condición, la vía de los sacramentos permanece obstaculizada por ley divina, porque no existen las condiciones establecidas por dicha ley sobre la recepción de los sacramentos, particularmente de la Penitencia y de la Eucaristía. No se comprende cómo pueda llamarse vía penitencial o de conversión a una vía que acabaría por legitimar la situación existente de violación de la ley divina. Sería más bien una legitimación de la misma situación, que en sí es intrínsecamente mala y, por tanto, no podría hacerse buena o admisible en ningún caso.

En cuanto a las condiciones que Kasper propone para su hipótesis, se puede estar ciertamente de acuerdo en que solamente delimitarían el acceso penitencial a poquísimas personas. Pero esto no puede justificar una respuesta afirmativa, ni siquiera aunque se tratase de un solo caso. Si, finalmente, fuera legítima, esperaríamos que fueran muchas personas las que pudieran recorrerla.

Queda por profundizar el tema de la misma legitimidad. En primer lugar, no se ve por qué la condición de la existencia del vínculo civil pueda ser una condición determinante para una respuesta positiva al problema. El matrimonio civil, de hecho, no es un vínculo matrimonial según las leyes de la Iglesia. En todo caso, las condiciones propuestas por Kasper podrían verificarse también en otras situaciones de convivencia irregular. No se entiende por qué algunas podrían ser legitimadas y otras no.

El problema verdadero e insoluble no es tanto la educación de los hijos, sino la conyugalidad entre las dos personas. La obligación de educar a los hijos permanece siempre, como permanece también en las situaciones de separación y de divorcio. El verdadero problema es la conyugalidad. El matrimonio civil no hace y no puede hacer de las dos personas, dos cónyuges; es más, lo que no es admisible para la ley moral divina es justamente que dos personas que no son cónyuges vivan como tales. Este es el verdadero problema. Los cónyuges no podrán nunca ser obligados a estar juntos conyugalmente a causa de una hipotética situación de conflicto de deberes. Ninguna ley humana puede imponer esto y nadie puede aceptar una eventual imposición de este género. Sería el derrumbamiento fundamental de la relación matrimonial y familiar; sería la destrucción de su fundamento, así como también el de la ley moral sexual.

El respeto a la norma moral que prohíbe la vida conyugal entre quienes no son cónyuges no puede admitir excepciones. Ni se puede aducir la dificultad que comporta su cumplimiento por el hecho de que la continencia perfecta no formaría parte del proyecto de vida de las personas en cuestión. Pero la dificultad en la que uno puede encontrarse para respetar la ley moral, aunque sea sin culpa, no autoriza a recorrer una vía propia violando esa misma ley moral. Casos en los que el fiel se encuentra ante situaciones difíciles, humanamente casi imposibles, sean individuales o familiares y comunitarios, por desgracia son frecuentes en la vida. Pero la fidelidad a la ley divina compromete siempre y no admite nunca excepciones.

Es más, lo que humanamente parece imposible, se convierte en posible justamente por la fe y por la gracia del Señor. La Palabra de Dios, por una parte, advierte: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5); por otra, asegura: “Para Dios todo es posible” (Mt 19, 26). Pero si se admitiese que en las situaciones difíciles, casi imposibles, fuese lícita una vía de escape, la vida moral se disolvería enseguida y el bien común sería subordinado al arbitrio personal, como por lo demás se encarga de demostrar la historia.

Es incomprensible por tanto —y querríamos ser ayudados a entenderla mejor—, la afirmación de Kasper cuando parece decir que en ese caso hipotético nos encontramos ante una situación singular que no constituye una categoría de personas, sino una singularidad que no puede ser medida por la ley: debe hacerse por la misma situación sobre la base del principio de la elección de un mal menor. No existe, de hecho, ningún caso que no pueda o no deba ser medido por la ley moral, porque todo acto humano está medido por ella, según el principio bonum faciendum, malum vitandum. La encíclica Veritatis Splendor cita un bello texto de san Gregorio Niseno: “Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal… Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente… Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos… sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos” (n. 71). A continuación, la misma encíclica dice: “La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ley natural), cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad” (n. 71).

Si se quisiera decir que hay casos cuya moralidad no puede ser medida solo por la ley positiva humana, porque la ley humana es limitada en sus capacidades expresivas y también en su obligatoriedad, en cuanto no obliga con grave incomodo, o podría ser dispensada, o no ser observada por razones de principios supremos de la moralidad, como la equidad y la epikeia, se estaría diciendo una cosa verdadera y correcta; pero en nuestro caso no nos encontramos ante una ley positiva humana, sino ante una ley divina, ante la que no caben excepciones y dispensas o recursos a otros principios. La única explicación posible para tal afirmación podría entrar (aunque nosotros queremos pensar que Kasper no pretenda decir esto) dentro de la visión de la moral de la situación, condenada en numerosas ocasiones por el Magisterio de la Iglesia.

La justificación de una elección realizada por razón del mal menor topa contra el principio igualmente sancionado por la doctrina de la Iglesia: el fin no justifica los medios; non sunt facienda mala ut veniant bona. Igualmente, la moralidad de la acción no se puede justificar sobre la base del principio de la proporcionalidad. Finalmente, recordamos también la doctrina del acto intrínsecamente malo, que no puede nunca convertirse en bueno por la recta intención o por las circunstancias o el principio del mal menor. Lo que es intrínsecamente malo no es nunca posible por ningún motivo. Leemos en la Veritatis Splendor, n. 80: “Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran como no ordenables a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto»”. “Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección” (n. 81). Puede ser ciertamente útil confrontar ciertas afirmaciones justificativas, explícitas o implícitas, con la enseñanza de la encíclica Veritatis Splendor, particularmente del número 71 al 83.

No existe un acto humano que no esté regulado por una ley moral o a ella sujeto o por ella justificado.[145]

Las teorías que excluyen el propio objeto como fuente primaria y necesaria de la moralidad son contrarias a la doctrina moral católica.[146]

Es más, hay actos cuyo objeto es intrínsecamente malo y no pueden ser nunca justificados, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, citado en la Veritatis Splendor.[147] La doctrina católica habla de un mal intrínseco que no puede nunca encontrar justificación.[148]

Podemos concluir estas reflexiones sobre la pregunta del cardenal Kasper. Más allá de las buenas intenciones, la pregunta, a nuestro juicio, no puede tener una respuesta positiva. Al margen de las diferentes situaciones en las que se encuentran los divorciados vueltos a casar, en todas ellas se halla siempre el mismo problema: la ilicitud de una convivencia more uxorio entre dos personas que no están unidas por un verdadero vínculo matrimonial. Ante esta situación no se entiende cómo el divorciado vuelto a casar pueda recibir la absolución sacramental y acceder a la Eucaristía.

Los equívocos de la pastoral

A menudo se apela a la pastoral en oposición a la doctrina, sea moral, sea dogmática, porque esta sería abstracta y poco ajustada a la vida concreta o a la espiritualidad y propondría el ideal de la vida cristiana, inaccesible a los fieles; o incluso en oposición al Derecho, porque la ley, siendo universal, regularía la vida en general, y por tanto debería ser adaptada a los casos concretos, o incluso no ser aplicada porque no todos los casos concretos pueden ser contemplados por la ley.

En realidad, se trata de una visión equivocada de la pastoral, que es un arte: el arte con el que la Iglesia se edifica a sí misma como pueblo de Dios en la vida cotidiana. Es un arte que se funda sobre la dogmática, sobre la moral, sobre la espiritualidad y sobre el Derecho para actuar prudentemente en el caso concreto. No puede haber pastoral que no esté en armonía con las verdades de la Iglesia y con su moral, y en contraste con sus leyes, y que no esté orientada a alcanzar el ideal de la vida cristiana. Una pastoral en contraste con la verdad creída y vivida por la Iglesia, y que no señalase el ideal cristiano, en el respeto de las leyes de la Iglesia, se transformaría fácilmente en arbitrariedad nociva para la misma vida cristiana.

En cuanto a las leyes, no podemos olvidar la distinción entre las leyes de Dios y las leyes positivas del legislador humano. Si estas en algunos casos pueden ser dispensadas o no obligar si hay grave incomodo, no se puede decir lo mismo de las leyes divinas, sean positivas o naturales, que no admiten excepciones. Si, además, los actos prohibidos son intrínsecamente malos, no pueden ser legitimados en ningún caso. Así, un acto sexual con una persona que no sea el propio cónyuge no es nunca admisible y no puede ser declarado lícito jamás, por ninguna razón. El fin no puede jamás justificar los medios. La doctrina moral de la Iglesia ha sido confirmada recientemente, de manera particular en la encíclica Veritatis Splendor de san Juan Pablo II. No es aceptable la ética de la situación, o la medida ética de las consecuencias, o de las finalidades o de la negación de los actos intrínsecamente malos.

Los equívocos de la misericordia

“Misericordia” es otra palabra fácilmente expuesta a los equívocos, como también lo es la palabra “amor”, con la cual se la identifica con frecuencia. También para ella, en principio, sirven las cosas dichas sobre la pastoral. Pero es necesaria una reflexión atenta.

Porque se la une al amor, la misericordia, como aquél, es presentada en contraste con el Derecho y la justicia. Pero es bien sabido que no existe amor sin justicia, sin verdad y obrando contra la ley, sea humana o divina. San Pablo sostiene, frente a quienes interpretaban erróneamente sus afirmaciones sobre el amor, que la regla es “el amor que cumple las obras de la ley” (Gal 5, 14).

Hay que decir que la misericordia es un aspecto, muy bello, del amor, pero no se puede identificar con el amor. El amor, de hecho, tiene muchas facetas. El bien que el amor persigue siempre se realiza en modo diverso según lo que el amor exija en cada situación. Esto se ve claramente de nuevo en san Pablo, en la Carta a los Gálatas, donde se habla del fruto del Espíritu, o sea del amor (Gal 5, 22). Son los diferentes rostros del amor, que manifiestan la benevolencia, la condescendencia, pero también el reproche, el castigo, la corrección, la urgencia de la norma, etc. La fe cristiana proclama: ¡Dios es amor! El rostro hecho hombre del amor de Dios es el rostro del Verbo Encarnado. Jesús es el rostro del amor de Dios: es amor cuando perdona, cura, cultiva la amistad, pero también cuando reprende y llama la atención, y cuando condena. También la condena entra en el amor. La misericordia es un aspecto del amor, sobre todo el amor que perdona. Dios perdona siempre, porque quiere la salvación de todos nosotros. Pero Dios no puede perdonarnos si nosotros estamos fuera de la senda de la salvación y perseveramos en ella. En este caso el amor de Dios se manifiesta en la reprensión y en la corrección, no en la “misericordia” mal entendida, que sería una legitimación imposible de lo que está mal, que llevaría a la muerte o la confirmaría.[149]

A menudo, la misericordia se presenta en oposición a la ley, incluso la divina. Es una visión inaceptable. El mandamiento de Dios no puede ser visto sino como una manifestación de su amor, con el cual nos indica el camino que debemos recorrer para no perdernos en el camino de la vida. Presentar la misericordia de Dios contra su misma ley es una contradicción inaceptable.

Frecuentemente, y con razón, se dice que no estamos llamados a condenar a las personas; el juicio, de hecho, pertenece a Dios. Pero una cosa es condenar y otra es valorar moralmente una situación para distinguir lo que es bueno y lo que es malo, examinando si responde al proyecto de Dios para el hombre. Esta valoración es obligatoria. Frente a las diversas situaciones de la vida, como aquella de los divorciados vueltos a casar, se puede y se debe decir que no debemos condenar, sino ayudar; pero no podemos limitarnos a no condenar. Estamos llamados a valorar aquella situación a la luz de la fe y del proyecto de Dios, del bien de la familia y de las personas interesadas, y sobre todo de la ley de Dios y de su proyecto de amor. De otro modo corremos el riesgo de no ser capaces de apreciar la ley de Dios; es más, de considerarla como si fuera casi un mal, desde el momento en que hacemos derivar todo el mal a partir de una ley. Según cierto modo de presentar las cosas se podría decir que si no existiese la ley de la indisolubilidad del matrimonio estaríamos mejor; aberración que saca a la luz las imperfecciones de nuestro modo de pensar y razonar.

La cultura

Existe una fuerte tendencia a trasladar la explicación de cada cosa al hecho cultural. Es innegable que la cultura tiene su peso. Pero es también verdad que la cultura es fruto de una mentalidad y de una visión antropológica, como también de una visión filosófica de la realidad. La cultura no puede ser, por tanto, la explicación última de cada cosa. No toda cultura y visión filosófica y antropológica puede ser acogida sin discernimiento y sin una cuidadosa prudencia. La misma teología dogmática y moral, que tiene también su expresión en el campo del Derecho, tiene como base una visión antropológica y filosófica sin la cual la misma fe no se puede expresar. Sabemos que la Iglesia ha reafirmado siempre su competencia para interpretar las verdades de Derecho natural, que están en la base de la misma revelación y sin las cuales la revelación no tendría su fundamento. El can. 747, § 2 afirma: “Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas”.

Por eso la Iglesia atribuye un gran papel a santo Tomás, que le ofreció no solo una Suma Teológica, sino también una Suma de Filosofía, en la cual el Magisterio de la Iglesia encuentra una visión de la realidad y del hombre dentro de la cual puede expresar su verdad y su visión.[150] La misma fórmula de fe distingue claramente verdades reveladas contenidas en la revelación y verdades naturales que la Iglesia interpreta y considera necesarias e indispensables para que ella pueda expresar y fundar en la racionalidad humana su lenguaje y sus verdades de fe. De hecho, al interpretar tales verdades la Iglesia es infalible cuando las declara con un acto definitivo. Esto significa que la cultura no es criterio último de verdad y que la verdad no se puede medir por la opinión común, aún cuando esta sea dominante.

Doctrina y disciplina

Con frecuencia se distingue entre doctrina y disciplina para afirmar que en la Iglesia la doctrina no cambia y la disciplina sí. En realidad ambos términos serían considerados de modo equívoco. La doctrina, de hecho, tiene diversos grados, y dentro de esta gradualidad no está excluido un progreso y un cambio incluso doctrinal. La Iglesia distingue en su fórmula fidei tres niveles de verdad: las verdades de fe divina y católica, contenidas en la revelación y propuestas por el Magisterio de modo definitivo; las verdades que la Iglesia propone con acto definitivo, y por lo tanto también infalibles; y otras verdades que, aun perteneciendo al patrimonio de la fe, no alcanzan tal grado. Por lo que respecta a la disciplina, no se la puede considerar como una realidad simplemente humana y mutable, sino que tiene un significado mucho más amplio; la disciplina comprende también la ley divina, como los mandamientos, que no están sujetos a cambio alguno, a pesar de no ser directamente de naturaleza doctrinal, y lo mismo se puede decir de todas las normas de derecho divino. La disciplina a menudo incluye todo aquello que el cristiano debe considerar como compromiso de su vida para ser un fiel discípulo de nuestro Señor Jesucristo. Puede ser útil recordar lo que se lee en el documento Comunione, comunità e disciplina ecclesiale: “La palabra «disciplina», que deriva del término «discípulo», que en el ámbito cristiano caracteriza a los seguidores de Jesús, tiene un significado de particular nobleza. La disciplina eclesial consiste en concreto en el conjunto de normas y de estructuras que configuran visible y ordenadamente la comunidad cristiana, regulando la vida individual y social de sus miembros para que posea una medida siempre más plena, y en adhesión al camino del pueblo de Dios en la historia, expresión de la comunión donada por Cristo a su Iglesia. En su sentido más amplio puede incluir también las normas morales, mientras que en su significado más restringido designa las solas normas jurídicas y pastorales”.[151]

La nueva evangelización

Ya llevamos décadas hablando de la nueva evangelización. No se puede negar el profuso esfuerzo en redactar documentos y libros sobre catequesis; sobre iniciativas múltiples, particularmente durante el Año de la Fe. Los resultados son más bien escasos. Podemos tener una idea de la situación si examinamos el reflejo sobre el matrimonio y la familia. La pregunta urgente que debemos hacernos es la siguiente: ¿qué le falta a nuestros esfuerzos por evangelizar y anunciar a Cristo? ¿Qué camino recorrer? ¡Parece que Dios y su Verbo continúen estando ausentes!

La fuerza y la luz de la gracia

Por último, queremos recordar la realidad más importante, que particularmente hoy corre el riesgo de ser olvidada o de que no se le atribuya la importancia necesaria e indispensable. La Iglesia es una comunidad sobrenatural en su naturaleza, en sus fines y en sus medios. Depende de modo decisivo de la gracia, según las palabras del fundador: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 8). Todo es posible para Dios. La Iglesia es consciente de esto. No es una potencia que se sostiene con medios humanos. Es más, no posee una sabiduría fruto de la inteligencia de los hombres; su sabiduría es la cruz, escondida en el secreto de Dios y que permanece escondida a la sabiduría humana. Su verdad no es de fácil acceso y aceptación por parte de una cultura que es un mero fruto de la inteligencia humana.

Se trata de afirmaciones que en modo particular chocan con la cultura iluminista científica y positivista secularizada del mundo actual. En el laudable intento de dialogar con la cultura moderna, la Iglesia corre el riesgo de poner entre paréntesis justamente las realidades que le son propias y específicas, es decir, las verdades divinas, y de terminar adaptándose al mundo. Ciertamente no negando las propias verdades, sino proponiéndolas, o dudando en plantear ideales de vida que son concebibles y practicables solo a la luz de la fe y actuables solo con la gracia. La Iglesia corre el riesgo de diluir su mensaje más verdadero y profundo por miedo a ser rechazada por la cultura moderna o para hacerse acoger por ella. Ciertamente la Iglesia necesita siempre, pero particularmente en los momentos difíciles, creer en aquello que humanamente es imposible. Así muestra su naturaleza divina y transmite su mensaje de salvación del hombre.

La Iglesia, aún cuando debe tener en cuenta la cultura y los tiempos que cambian, no puede no anunciar a Cristo, que es siempre el mismo, ¡ayer, hoy y siempre! (Hb 13, 8). La referencia a la cultura no puede ser la referencia principal, y mucho menos la única y la determinante para la Iglesia; la ha de ser Cristo y su verdad. No puede no ser motivo de reflexión el hecho de que no pocos cristianos tiendan hoy a diluir el mensaje cristiano para hacerse aceptar por la cultura de estos tiempos. Más aún: a menudo dan la impresión de padecer el peso de la disciplina de la Iglesia y de los mandamientos de Dios que la regulan. Jesús ha venido, en particular, para reconducir al hombre al proyecto de Dios. ¡En lo que respecta al matrimonio ha anunciado el gozo del amor indisoluble en el sacramento del Matrimonio! ¿Cómo es posible que tantos cristianos sientan esto como un peso en lugar de como un don y lleven a cabo grandes esfuerzos para reajustarlo, o incluso para anularlo, en lugar de defender su verdad y dar testimonio del gozo de vivirlo?

Reflexión conclusiva sobre los sacramentos a los divorciados vueltos a casar

A partir de las puntualizaciones realizadas, parece resultar que la situación de los divorciados vueltos a casar, en lo que se refiere a su admisión a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, no ofrece vías de solución mientras perdure ese estado de cosas. Esto no puede ser atribuido a la severidad y al rigor de la ley. En este caso no nos encontramos ante leyes humanas que podrían ser mitigadas o incluso abolidas, sino frente a leyes divinas que son un bien para el hombre e indican el camino de la salvación mostrada por Dios mismo. Esto nos plantea preguntas muy serias y arduas. ¿Cómo es posible que la ley del amor indisoluble restablecida por Jesús en el Nuevo Testamento corra el riesgo de convertirse en piedra de escándalo? El motivo parece ser que corremos el riesgo de olvidarnos de la ley fundamental de la moral cristiana a la luz de la nueva alianza, y por tanto del don del Espíritu Santo y de la creación del corazón nuevo, y limitarnos a la moral de la ley escrita sobre tablas de piedra, que nos devuelve a la dureza de corazón del hombre. La situación permanece irresoluble mientras nos movamos dentro de la moral escrita sobre tablas de piedra. La situación de pecado mira hacia el don de la gracia, que renueve al hombre de modo que este vea en la ley del Señor no un impedimento a su felicidad sino el camino de la felicidad y de la realización del proyecto de Dios. La moral cristiana debe ser comprendida en el misterio de Cristo, de su obra, de la divinización del hombre mediante el don del Espíritu Santo y del amor verdadero. El problema de los divorciados vueltos a casar no puede solucionarse únicamente en el marco de la visión moral cristiana. En este marco, debe ser también interpretado el deseo por parte de los divorciados vueltos a casar de la Eucaristía y de la absolución. Si este deseo fuese satisfecho dejando a la persona en estado de pecado ello no podría reportar ningún efecto espiritual de crecimiento; es más, podría ratificar y bendecir un estado de muerte espiritual. El deseo de los sacramentos debe unirse al deseo y a la voluntad de cambiar algo en la propia vida para entrar en comunión con Dios; no puede ser simplemente la legitimación del estado de vida sin hacer nada por cambiar. En esta perspectiva quizás se tendría que tener más valentía para proponer, allí donde parece imposible cambiar la situación de convivencia, un esfuerzo para vivirlo en la gracia, confiando en la ayuda de Dios. En definitiva, el problema de los sacramentos a los divorciados vueltos a casar se podrá superar solo en el marco de una profunda renovación espiritual de la vida cristiana, a la luz del misterio de Cristo, con quien el cristiano está llamado a identificarse.

— Notas —

[143] También para la Unción de los enfermos. Se debe recordar la disposición del can. 1007, que prohíbe a los ministros dispensar la Unción de los enfermos a quienes perseveran obstinadamente en un pecado grave manifiesto. Las palabras del canon son casi las mismas del canon 915, que impone negar la Eucaristía a quienes “obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”. Los fieles que se encuentran en tal estado no pueden recibir en modo fructífero el sacramento con el que la Iglesia encomienda al Señor a los fieles gravemente enfermos para que los alivie y los salve (can. 998). [144] Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, «Declaración sobre la admisibilidad a la Sagrada Comunión de los divorciados que se han vuelto a casar, 1, 24/06/2000» en Communicationes 32 (2000) p. 159-162.

[145] Veritatis Splendor, 72: “Solo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida. La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno solo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo”.

[146] Ibid., 74: “Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximizar los bienes y minimizar los males”.

[147] Ibid., 78: “«hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque esta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral». «Sucede frecuentemente —afirma el Aquinate— que el hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena (Rm 3, 8)»”.

[148] Ibid., 79: “Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas. El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: estos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que se ponen al servicio del bien de la persona, del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según santo Tomás, contienen toda la ley natural”.

[149] Por lo demás, ser misericordioso no es otra cosa que entristecerse ante la miseria del otro, pero en modo tal de querer liberarle del mal. En este sentido, Dios es sumamente misericordioso: “misericordioso es como decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuera propia. Por eso quiere desterrar la miseria ajena como si fuera propia. Este es el efecto de la misericordia. Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos cualquier defecto”, Tomás de Aquino, S. Th. I. q. 21, a. 3. [150] “Los puntos más importantes de la filosofía de santo Tomás, no deben ser considerados como algo opinable, que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia de lo natural y de lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las palabras con las que el Magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados por Dios”, Pío X, Motu proprio Doctoris Angelici, 29 junio 1914, en AAS 6 (1914) 336-341.

[151] Comunione, comunità e disciplina. Documento pastorale dell’Episcopato italiano, 1 gennaio 1989, n. 3.

 

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