PRIMERA LECTURA
Si hacen daño a la viuda y al huérfano, mi ira arderá contra ustedes
Lectura del libro del Éxodo 22, 2026
Éstas son las normas que el Señor dio a Moisés:
No maltratarás al extranjero ni lo oprimirás, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto.
No harás daño a la viuda ni al huérfano. Si les haces daño y ellos me piden auxilio, Yo escucharé su clamor. Entonces arderá mi ira, y Yo los mataré a ustedes con la espada; sus mujeres quedarán viudas, y sus hijos huérfanos.
Si prestas dinero a un miembro de mi pueblo, al pobre que vive a tu lado, no te comportarás con él como un usurero, no le exigirás interés.
Sí tomas en prenda el manto de tu prójimo, devuélveselo antes que se ponga el sol, porque ese es su único abrigo y el vestido de su cuerpo. De lo contrario, ¿con qué dormirá? Y si él me invoca, Yo lo escucharé, porque soy compasivo.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial
R. Yo te amo, Señor, mi fortaleza.
Yo te amo, Señor, mi fuerza,
Señor, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador. R.
Mi Dios, el peñasco en que me refugio,
mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoqué al Señor, que es digno de alabanza
y quedé a salvo de mis enemigos. R.
¡Viva el Señor! ¡Bendita sea mi Roca!
¡Glorificado sea el Dios de mi salvación!
Él concede grandes victorias a su rey
y trata con fidelidad a su Ungido. R.
SEGUNDA LECTURA
Ustedes se convirtieron, abandonando los ídolos
para servir a Dios y esperar a su Hijo
Lectura de la primera carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Tesalónica 1, 5c10
Hermanos:
Ya saben cómo procedimos cuando estuvimos allí al servicio de ustedes. Y ustedes, a su vez, imitaron nuestro ejemplo y el del Señor, recibiendo la Palabra en medio de muchas dificultades, con la alegría que da el Espíritu Santo. Así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya.
En efecto, de allí partió la Palabra del Señor, que no sólo resonó en Macedonia y Acaya: en todas partes se ha difundido la fe que ustedes tienen en Dios, de manera que no es necesario hablar de esto. Ellos mismos cuentan cómo ustedes me han recibido y cómo se convirtieron a Dios, abandonando los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar a su Hijo, que vendrá desde el cielo: Jesús, a quien Él resucitó de entre los muertos y que nos libra de la ira venidera.
Palabra de Dios.
Aleluia. Jn 14, 23
«El que me ama será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará e iremos a él», dice el Señor.
Aleluia.
EVANGELIO
Amarás al Señal; tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristosegún san Mateo 22, 3440
Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»
Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».
Palabra del Señor.
José María Solé – Roma, C.F.M.
EXODO 22, 2127:
El Código de la Alianza desarrolla los mandamientos del Decálogo. Aquí nos da unas aplicaciones y ampliaciones muy interesantes de moral social:
— Israel tratará a los forasteros con humanidad y nunca olvidará los tiempos en que fue forastero en Egipto. Con esto superará la fácil tentación de oprimir a peregrinos y. extranjeros.
— Otro grupo inerme y expuesto a ser oprimido son los huérfanos y las viudas. En el Pueblo de la Alianza sería un pecado que clama al cielo. El Legislador acentúa el lazo íntimo que une a todo desvalido con Dios. Dios está oído atento al clamor de los oprimidos. Les hace justicia porque es compasivo: «Clamará a Mí y Yo le oiré, porque soy compasivo» (26).
— Transpiran también humanidad y amor las leyes que prohíben toda usura con cualquier hijo de Israel (24). Y más aún la prohibición de retener algo tomado en prenda si el prójimo lo necesita: «Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás al ponerse el sol, porque con él se abriga; es el vestido de su cuerpo. ¿Sobre qué va a dormir, si no?» (25). El N. T. será aún más exigente en esta línea de dadivosidad y esplendidez: «Da a quien te pida; y no vuelvas el rostro a quien quiera pedirte un préstamo» (Mt 5, 42). «Y como deseáis que hagan con vosotros los hombres, haced vosotros con ellos» (Lc 7, 31). Cristo universaliza la ley del amor. La Ley Mosaica no iba más allá del amor a los hermanos de raza o sangre.
1 TESALONICENSES 1, 510:
En una fórmula de acción de gracias a Dios (2), Pablo enumera los motivos de gozo y de alabanza que encuentra en sus Tesalonicenses. Con esto la alabanza pierde todo regusto de adulación y se convierte en una discreta exhortación a perseverar en el fervor y aun a superarse:
— Es digna de encomio la docilidad que los Tesalonicenses prestaron a la palabra predicada por Pablo. Se ha hecho célebre su fe en Macedonia y Acaya. En toda Grecia se habla del fervor de la Comunidad de Tesalónica. Pablo puede gloriarse de ellos y presentarlos como modelo a otras Comunidades (89). Pablo, que predicó el Evangelio en Tesalónica entre mil zozobras (Act cc 1718), se goza al ver cómo se multiplican y se vigorizan las nuevas cristiandades.
— Otro honor les cabe a los Tesalonicenses: «Vosotros os habéis hecho imitadores nuestros y del Señor al acoger su palabra entre grandes tribulaciones con gozo en el Espíritu Santo» (6). Grande maravilla la de aquellos neófitos que afrontaban toda suerte de sufrimientos y humillaciones al aceptar la fe de Cristo. Los unos, porque tenían que sufrir la enemiga del judaísmo que les consideraba traidores a Moisés; los otros, porque se enemistaban con el culto oficial del Imperio: «Os convertisteis a Dios; dejasteis los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero» (9). Los neófitos consideraban una gracia singular poder sufrir por Cristo: «Dios os ha otorgado la gracia no sólo de creer en Cristo, sino también de padecer por Él» (Flp 1,29). El Espíritu Santo inundaba de gozo espiritual los corazones generosos de los valientes convertidos.
— Otro estímulo que enardece aquella generación cristiana es la esperanza de la Parusía de Cristo (10). Ellos la esperaban no con miedo, como hoy se estila, sino con gozosa añoranza. La Parusía representaba la glorificación plena de Cristo y de los cristianos: «Cuando Cristo, vida nuestra, realice su Epifaníagloriosa, también vosotros la tendréis con Él» (Col 3, 4). La Parusía será la Redención y Liberación plena y definitiva (10). La Eucaristía es la Parusía que ahora en velos de fe hace Cristo a su Iglesia peregrina. Por eso debemos celebrarla en gozo desbordante: «Cujus mortem in caritate celebramus, resurrectionern fide vivida confitemur, adventum in gloria spe firmissima praestolamur» (Pref. Comm. V).
MATEO 22, 3440:
Una pregunta insidiosa de los Fariseos a Jesús es ocasión de que el Maestro exponga los puntos más importantes de su divino mensaje:
— Jesús deja por siempre definido qué es lo primero y primordial en la Ley. El mandamiento primero y máximo es sin discusión: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón» (37). Con esto Jesús abre una ruta luminosa de libertad y generosidad a todos. Amor es una entrega a Dios en fidelidad y en totalidad.
— Los Fariseos podían no ver originalidad en la respuesta de Jesús. Ellos conocían muy bien el mandamiento del amor a Dios formulado en el Deuteronomio (Dt 6, 5), y sin duda lo habrían igualmente antepuesto a todo otro. La originalidad de la respuesta de Jesús con la que sobrepasa toda la moral de los Fariseos es que complemento inseparable del amor de Dios es el amor al prójimo. Disociados el uno del otro mueren los dos de inanición. Amamos a Dios en el prójimo. Amamos al prójimo en Dios. La caridad tiene, pues, doble vivencia: Con Dios y con el prójimo. Tiene doble fructificación: Amor y obras; amor y servicio.
— Y Jesús, con tono y autoridad de Legislador, promulga lo que va a ser la nueva ley del Nuevo Testamento: La ley del amor en su doble e indisociable proyección: a Dios y al prójimo. Y declara que el amor es el alma de la ley y su síntesis (42).«Ningún deseo de Cristo está expresado con igual energía. Adivinamos como una tensión en sus palabras. Cual si el Señor supiese cuán débiles somos y cuán ambiguos amadores, más inclinados siempre al amor de nosotros mismos» (Paulo VI: 11XII1968). Frente al egoísmo, el nuestro y el de los demás, enarbolemos la bandera de la auténtica caridad cristiana: «A donde no hay amor—nos dirá Juan de la Cruz—sembremos amor y cosecharemos amor». Amor a Dios, pues sería imposible una fraternidad sin Padre. Amor a los hermanos, pues sin él ofenderíamos y negaríamos la paternidad de Dios.
— El amor cristiano, inspirado y vivificado por el Espíritu Santo, se denomina «Caridad».En toda ley y norma, la caridad debe ser el principio y la razón. En caridad debe mandar el legislador; y en caridad debe obedecer el súbdito.En todos los carismas y ministerios, la caridad debe ser raíz y fuente. Un ministro Evangélico que actúa sin caridad, es del todo inoperante. Sólo la caridad edifica. En toda vida cristiana la caridad es el alma y el motor. Y sólo es cristiano lo que va inspirado, empapado, vivificado por la caridad. Nos lo enseña magníficamente el Apóstol en su insuperable panegírico de la caridad (1 Cor 13, 113).
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 264267
San Alberto Hurtado
La orientación fundamental del catolicismo
“Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. En este pensamiento lapidario resume el gran Bossuet su concepción de la moral cristiana. Poco antes había dicho: “Quien renuncia a la caridad fraterna, renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de Jesucristo, es decir, de su Iglesia”.
Al iniciar este estudio sobre el deber social de los católicos nos ha parecido que la mejor introducción es recordar el pensamiento básico que funda toda la actitud moral del catolicismo. Sin una comprensión de esta actitud, y sin entender exactamente el sitio que ocupa la caridad en el pensamiento de la Iglesia, será muy difícil evitar una actitud de crítica, de amarga protesta, ante las exigencias sociales, cuya razón íntima no se podrá percibir.
Si llegamos a comprender a fondo el sitio que ocupa la caridad en el cristianismo, la actitud de amor hacia nuestros hermanos, el respeto hacia ellos, el sacrificio de lo nuestro por compartir con ellos nuestras felicidades y nuestros bienes, fluirán como consecuencias necesarias y harán fácil una reforma social. De lo contrario, cualquier petición a favor de los que llevan una vida más dura encontrará resistencias de nuestra parte, y sólo podrá ser obtenida con protestas y amargas quejas, y nunca con el gesto amplio del amor y de la comprensión, sino que contentándose con dar el mínimo necesario para tapar la boca de quienes exigen y amenazan.
Lo más interesante, por tanto, en un estudio del deber social de los católicos es comprender su actitud, el estado de ánimo para abordar este estudio; es poner al lector en el clima propio del catolicismo; es invitarlo a mirar este problema con los ojos de Cristo, a juzgarlo con su mente, a sentirlo con su corazón. No lograremos una visión social justa mientras el católico del siglo XX no tenga ante el problema social la actitud de la Iglesia que no es en el fondo sino, prolongado, Cristo viviendo entre nosotros. Una vez que el católico haya entrado en esta actitud de espíritu, todas las reformas sociales, todas las reformas que exige la justicia social están virtualmente ganadas. Será necesaria la técnica económica social, un gran conocimiento de la realidad humana, de las posibilidades de la industria en un momento determinado, de la vinculación internacional de los problemas sociales, pero todos estos estudios se harán sobre un terreno propicio si la cabeza y el corazón del cristiano han logrado comprender y sentir el mensaje de Cristo.
El Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). El Mensaje de Jesús fue comprendido en toda su fuerza por sus colaboradores más inmediatos, los apóstoles: “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios” (1Jn 2,1). “Si pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano, mientes” (1Jn 4,20). “¿Cómo puede estar en él el amor de Dios, si rico en los bienes de este mundo, si viendo a su hermano en necesidad le cierra el corazón?” (1Jn 3,17). Con qué insistencia inculca Juan esta idea: que es puro egoísmo pretender complacer a Dios mientras se despreocupa de su prójimo. Santiago apóstol con no menor viveza que San Juan dice: “La religión amable a los ojos de Dios, no consiste solamente en guardarse de la contaminación del siglo, sino en visitar a los huérfanos y asistir a las viudas en sus necesidades” (Sant 1,27).
San Pablo, apasionado de Cristo: “Nacemos por la caridad, servidores los unos de los otros, pues toda nuestra ley está contenida en una sola palabra: Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14). “El que ama a su prójimo cumple la ley” (Rm 12,8). “Llevad los unos la carga de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gal 6,2). Todavía con mayor insistencia, San Pablo resume todos los mandamientos no ya en dos, sino en uno que compendia los dos mandamientos fundamentales: “Toda la ley se compendia en esta sola palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Rm 13,19). San Juan repite el mismo concepto: “Si nos amamos unos a otros Dios mora en nosotros y su amor es perfecto en nosotros” (1Jn 4,12). Y añade aún un pensamiento, fundamento de todos los consuelos del cristiano: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida sobrenatural si amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1Jn, 3,14).
Después de recorrer tan rápidamente unos cuantos textos escogidos al azar entre los mucho más numerosos que podríamos citar, de cada uno de los apóstoles que han consignado su predicación por escrito, no podemos menos de concluir que no puede pretender llamarse cristiano quien cierra su corazón al prójimo.
Se engaña, si pretende ser cristiano, quien acude con frecuencia al templo pero no al conventillo para aliviar las miserias de los pobres. Se engaña quien piensa con frecuencia en el cielo, pero se olvida de las miserias de la tierra en que vive. No menos se engañan los jóvenes y adultos que se creen buenos porque no aceptan pensamientos groseros, pero que son incapaces de sacrificarse por sus prójimos. Un corazón cristiano ha de cerrarse a los malos pensamientos, pero también ha de abrirse a los que son de caridad.
La enseñanza Papal
La primera encíclica dirigida al mundo cristiano por San Pedro encierra un elogio tal de la caridad que la coloca por encima de todas las virtudes, incluso de la oración: “Sed perseverantes en la oración, pero por encima de todo practicad continuamente entre vosotros la caridad” (1Pe 4,89).
Desfilan los siglos, doscientos cincuenta y ocho Pontífices se han sucedido, unos han muerto mártires de Cristo, otros en el destierro, otros dando testimonio pacífico de la verdad del Maestro, unos han sido plebeyos y otros nobles, pero su testimonio es unánime, inconfundible, no hay uno que haya dejado de recordarnos el mandamiento del Maestro, el mandamiento nuevo del amor de los unos a los otros, como Cristo nos ha amado. Imposible sería recorrer la lista de los Pontífices aduciendo sus testimonios: tales citaciones constituirían una biblioteca.
La práctica del amor cristiano
Con mayor cuidado que la pupila de los ojos debe, pues, ser mirada la caridad. La menor tibieza o desvío voluntario hacia un hermano, deliberadamente admitidos, serán un estorbo más o menos grave a nuestra unión con Cristo. Por eso nos dijo el Maestro que “si al ir a presentar una ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,2324).
Al comulgar recibimos el Cuerpo físico de Cristo, Nuestro Señor, y no podemos, por tanto, en nuestra acción de gracias rechazar su Cuerpo Místico. Es imposible que Cristo baje a nosotros con su gracia y sea un principio de unión si guardamos resentimiento con alguno de sus miembros. Por esto San Pablo, que había comprendido tan bien la doctrina del Cuerpo Místico, nos dice: “Os conjuro hermanos… que todos habléis del mismo modo y no haya disensiones entre vosotros, sino que todos estéis enteramente unidos en un mismo sentir y en un mismo querer” (1Co 1,10).
Este amor al prójimo es fuente para nosotros de los mayores méritos que podemos alcanzar porque es el que ofrece los mayores obstáculos. Amar a Dios en sí es más perfecto, pero, más fácil; en cambio, amar al prójimo, duro de carácter, desagradable, terco, egoísta, pide al alma una gran generosidad para no desmayar. Por esto Marmión dice: “No temo afirmar que un alma que por amor sobrenatural se entrega sin reservas a Cristo en las personas del prójimo ama mucho a Cristo y es a su vez infinitamente amada. Cerrándose al prójimo se cierra a Cristo el más ardiente deseo de su corazón: ‘Que todos sean uno’”.
Este amor, ya que todos no formamos sino un solo Cuerpo, ha de ser universal, sin excluir positivamente a nadie, pues Cristo murió por todos y todos están llamados a formar parte de su Reino. Por tanto, aun los pecadores deben ser objeto de nuestro amor puesto que pueden volver a ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Que hacia ellos se extienda, por tanto, también nuestro cariño, nuestra delicadeza, nuestro deseo de hacerles el bien, y que al odiar el pecado no odiemos al pecador.
El amor al prójimo ha de ser ante todo sobrenatural, esto es, amarlo con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que lo lleva a la bienaventuranza. Amar es querer bien, como dice Santo Tomás, y todo bien está subordinado al [bien] supremo; por eso es tan noble la acción de consagrar una vida a conseguir a los demás los bienes sobrenaturales que son los supremos valores de la vida.
Pero hay también otras necesidades que ayudar: un pobre que necesita pan, un enfermo que requiere medicinas, un triste que pide consuelo, una injusticia que pide reparación… y sobre todo, los bienes positivos que deben ser impartidos, pues aunque no haya ningún dolor que restañar, hay siempre una capacidad de bien que recibir.
San Pablo resume admirablemente esta actitud: “Amaos recíprocamente con ternura y caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y deferencia… Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran, estad siempre unidos en unos mismos sentimientos… vivid en paz y, si se puede, con todos los hombres” (Rm 12,1018). “Os ruego encarecidamente que os soportéis unos a otros con caridad; solícitos en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz; pues no hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como fuisteis llamados a una misma esperanza de vuestra vocación” (Ef 4,14).
El modelo del amor y su imitación por los cristianos
La ley de la caridad no es para nosotros ley muerta; tiene un modelo vivo que nos dio ejemplos de ella desde el primer acto de su existencia hasta su muerte, y continúa dándonos pruebas de su amor en su vida gloriosa: ese es Jesucristo.
Hablando de Él, dice San Pablo que es la Benignidad misma que se ha manifestado a la tierra; y San Pedro, que vivió con Él tres años, nos resume su vida diciendo que “pasó por el mundo haciendo el bien” (Hech 10,38). Como el Buen Samaritano, cuya caritativa acción Él mismo nos ponderó, tomó al género humano en sus brazos y sus dolores en el alma.
Viene a destruir el pecado, que es el supremo mal; echa a los demonios del cuerpo de los posesos, pero, sobre todo, los arroja de las almas dando su vida por cada uno de nosotros. Me amó a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí (cf. Gal 2,20). ¿Puede haber señal mayor que dar su vida por sus amigos?
Junto a estos grandes signos de amor, nos muestra su caridad con los leprosos que sanó, con los muertos que resucitó, con los adoloridos a los cuales alivió. Consuela a Marta y María en la pena de la muerte de su hermano, hasta bramar su dolor; se compadece del bochorno de dos jóvenes esposos y para disiparlo cambió el agua en vino; en fin, no hubo dolor que encontrara en su camino que no aliviara. Para nosotros, el precepto de amar es recordar la palabra de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). ¡Cómo nos ha amado Jesús!
Los verdaderos cristianos, desde el principio, han comprendido maravillosamente el precepto del Señor. Citar sus ejemplos sería largo, pero como resumen de todas estas realidades encontramos en un precioso libro de la remota antigüedad llamado La enseñanza del Señor por medio de los doce apóstoles a los gentiles: “Dos caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte. La diferencia entre ambos es enorme. La ruta de la vida es así: Amarás ante todo a Dios tu Creador y luego a tu prójimo como a ti mismo; todo cuanto no quieres que se haga a ti, no lo hagas a otro. El contenido de estas palabras significa: bendecid a los que os maldicen, orad por vuestros enemigos, ayunad por los que os persiguen. ¿Qué hay en efecto de sorprendente si amáis a los que os aman? ¿No hacen otro tanto los gentiles? Pero vosotros amad a quienes os aborrecen y a nadie tendréis por enemigo. Absteneos de apetitos corpóreos. Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuelve hacia él la otra y serás perfecto. Si alguien te contratare para una milla, acompáñalo por dos; si alguien te quitare la capa dale también la túnica… A todo aquel que te pidiere, dale, y no lo recrimines para que te lo devuelva, porque el Padre quiere que todos participen de sus dones”.
Esto fue escrito cuando Nerón acababa de quemar a centenares de cristianos en los jardines de su palacio, como lo narra Tácito; cuando imperaba Domiciano, mezquino y vil; cuando sangraba el anfiteatro por los miles de mártires despedazados por las fieras. Los hombres que escribían, enseñaban y aprendían la doctrina que acabamos de transcribir continuaban impertérritos amando a Dios y al prójimo. No perdían el ánimo ante los horrores del presente, ni se amedrentaban al tener siempre suspendida sobre la cabeza la amenaza del martirio. Por encima de todo estaba en su corazón la certeza del triunfo del amor. Cristo no sería para siempre vencido por Satán. No había de ser en vano vertida la sangre del Salvador.
En la esperanza de estos prodigiosos cristianos es donde hay que buscar la fuerza para retemplar nuestro deber de amar, a pesar de los odios macizos como cordilleras que nos cercan hoy por todas partes.
Muchas comisiones designan todos los países para solucionar los problemas de la post guerra, pero no podemos fiarnos demasiado en sus resultados mientras no vuelva a florecer socialmente la semilla del amor.
Al mirar esta tierra, que es nuestra, que nos señaló el Redentor; al mirar los males del momento, el precepto de Cristo cobra una imperiosa necesidad: Amémonos mutuamente. La señal del cristiano no es la espada, símbolo de la fuerza; ni la balanza, símbolo de la justicia; sino la Cruz, símbolo del amor. Ser cristiano significa amar a nuestros hermanos como Cristo los ha amado.
(San Alberto Hurtado, La búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, p. 128 – 134)
San Alberto Hurtado
Amar al prójimo
Amar al prójimo no es un programa facultativo, como abandonar sus bienes a los pobres. El consagrarse a los prójimos es una ley a la que debe obligarse hasta el más humilde cristiano, bajo pena de no ser de Cristo.
Es el mandamiento, “su” mandamiento, el principal, el central, el total: ninguna palabra parece excesiva a Cristo para subrayar su excepcional importancia. Es a lo que tiene más apego. “Es mi mandamiento” (Jn 15,12). No es la señal de la cruz el signo decisivo del cristiano, sino el signo de la bondad impreso sobre su conducta, como un cuño con el que se marca un metal precioso para garantizar su valor. “Se conocerá que sois mis discípulos en esto: os amaréis los unos a los otros” (Jn 13,35). La línea divisoria entre las dos facciones por siempre divididas la establecerá la caridad. “Tuve hambre, me diste de comer, ¡Ven!; no me diste de comer, ¡apártate!” (cf. Mt 25,3146).
Ateniéndonos al sentido literal de la página de Mateo 25,34 el interrogatorio del Juez se referirá a nuestros deberes, como si el sentido fuere: ¿A quién serviste en tú existencia terrena? ¿Fuiste útil a los demás? Esta sola respuesta decidirá nuestra sentencia irrevocable. “Puesto que tú, egoísta, te has mostrado sin piedad para la miseria humana, tu Maestro sin piedad para tus faltas te abandona al remordimiento que han provocado. Pero tú, que has amado a tus hermanos los hombres, tú serás eternamente en el Reino del amor de Dios”.
Materia de reflexión: Mis confesiones, ¿se parecen a esta confesión final sobre la que deberían modelarse todas las demás? El pecado del egoísmo que será juzgado con tanta severidad ¿me parece tan grave? No seremos salvados, si no es al precio de la dedicación a los demás. Los que no han acogido el grito de la humanidad que sufre quedarán fuera, aunque pretexten haber amado a Dios.
Mandamiento tan grande que ha sido proclamado igual al de la caridad divina, y, aunque ésta es superior, la piedra de toque para ver si existe es la caridad humana. El pueblo judío hacía consistir casi toda su religión en la plegaria, la ofrenda del sacrificio y la visita del templo. Jesús establece la primacía de la caridad sobre la rutina litúrgica: “Amar al prójimo como a sí mismo vale más que los holocaustos” (Mc 12,33). Y detiene al pie del altar al que va a poner su ofrenda, pero guardando el rencor de la disputa con su prójimo (cf. Mt 5,24). La parábola del sacerdote, del levita y del Samaritano nos muestra al verdadero servidor de Dios. Este es aquel que sirve a todo necesitado (cf. Lc 10,3037). Una virtud que ocupa tan alto puesto en la enseñanza de Cristo, no puede reducirse a ocupar un pequeño rincón en nuestra vida.
“Amaos como yo os he amado” (Jn 15,12). Esto va lejos, muy lejos: sacrificar nuestra conveniencia individual cuando sea necesario para el bien de la familia humana. La conclusión la saca San Juan: “Puesto que Él ha dado su vida por nosotros, nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3,16).
No podemos contentarnos con algunas limosnas, con algunos actos de caridad, de cuando en cuando, mientras conservamos el fondo de nuestra existencia consagrada a nosotros mismos. La caridad no se fija límites, pues proviene de un Espíritu que no los tiene.
La caridad del cristiano es una disposición del corazón que más que por actos particulares se manifiesta por la inspiración misma de su actividad. Es lo que su fe reclama de él; es una pasión por la cual se ve obsesionado y atormentado; un deseo nunca satisfecho de ser benéfico; una servicialidad perpetua y universal; un amor a sus hermanos que inunda las profundidades de su alma, ilumina todos sus pensamientos, penetra todos sus sentimientos, orienta toda su conducta y lleva al máximo su rendimiento en favor de los prójimos.
Nuestra donación no puede ser tan amplia como quisiéramos porque tenemos que consagrar bastante tiempo a nosotros mismos, pero en todo lo que hace simpatiza con los que le rodean; evita lo que les perjudica; se esfuerza en ayudarles, procura serles útil y en todo se preocupa del bien general.
¡Qué bueno sería vivir teniendo conciencia de servir en nuestro trabajo a la sociedad entera! Una existencia encerrada en sí, es triste porque es egoísta. Ella se dilata desde que piensa en los demás, ¡es tan bueno ser bueno!
(San Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones de la Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2002, p. 333 – 335)
Benedicto XVI
Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:
La Palabra del Señor, que se acaba de proclamar en el Evangelio, nos ha recordado que el amor es el compendio de toda la Ley divina. El evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf. Mt 22, 3435). Uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones.
¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero Jesús no titubea y responde con prontitud: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 3738).
En su respuesta, Jesús cita el Shemá, la oración que el israelita piadoso reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6, 49; 11, 1321; Nm 15, 3741): la proclamación del amor íntegro y total que se debe a Dios, como único Señor. Con la enumeración de las tres facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas: corazón, alma y mente, se pone el acento en la totalidad de esta entrega a Dios. El término mente, diánoia, contiene el elemento racional. Dios no es solamente objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento, sino también del intelecto, que por tanto no debe ser excluido de este ámbito. Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el que debe conformarse al pensamiento de Dios.
Sin embargo, Jesús añade luego algo que, en verdad, el doctor de la ley no había pedido: “El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la respuesta de Jesús consiste en el hecho de que establece una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: “De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 40). La página evangélica sobre la que estamos meditando subraya que ser discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor.
También la primera Lectura, tomada del libro del Éxodo, insiste en el deber del amor, un amor testimoniado concretamente en las relaciones entre las personas: tienen que ser relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los ciudadanos que no tienen ningún “defensor”. El autor sagrado se detiene en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en prenda por uno de estos pobres (cf. Ex 22, 2526). En este caso es Dios mismo quien se hace cargo de la situación de este prójimo.
En la segunda Lectura podemos ver una aplicación concreta del mandamiento supremo del amor en una de las primeras comunidades cristianas. San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, les da a entender que, aunque los conozca desde hace poco, los aprecia y los lleva con cariño en su corazón. Por este motivo los señala como “modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya” (1 Ts 1, 7). Por supuesto, no faltan debilidades y dificultades en aquella comunidad fundada hacía poco tiempo, pero el amor todo lo supera, todo lo renueva, todo lo vence: el amor de quien, consciente de sus propios límites, sigue dócilmente las palabras de Cristo, divino Maestro, transmitidas a través de un fiel discípulo suyo.
“Vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor —escribe san Pablo—, acogiendo la Palabra en medio de grandes pruebas”. “Partiendo de vosotros —prosigue el Apóstol—, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes” (1 Ts 1, 6.8). La lección que sacamos de la experiencia de los Tesalonicenses, experiencia que en verdad se realiza en toda auténtica comunidad cristiana, es que el amor al prójimo nace de la escucha dócil de la Palabra divina. Es un amor que acepta también pruebas duras por la verdad de la Palabra divina; y precisamente así crece el amor verdadero y la verdad brilla con todo su esplendor. ¡Qué importante es, por tanto, escuchar la Palabra y encarnarla en la existencia personal y comunitaria!
En esta celebración eucarística, advertimos de manera singular el especial vínculo que existe entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el servicio desinteresado a los hermanos. ¡Cuántas veces, hemos escuchado experiencias y reflexiones que ponen de relieve la necesidad, hoy cada vez mayor, de escuchar más íntimamente a Dios, de conocer más profundamente su Palabra de salvación, de compartir más sinceramente la fe que se alimenta constantemente en la mesa de la Palabra divina!
Haciendo nuestras las palabras del Apóstol: “Ay de mí si no predicara el Evangelio” (1 Co 9, 16), deseo de corazón que en cada comunidad se sienta con una convicción más fuerte este anhelo de san Pablo como vocación al servicio del Evangelio para el mundo. Mucha gente está buscando, a veces incluso sin darse cuenta, el encuentro con Cristo y con su Evangelio; muchos sienten la necesidad de encontrar en él el sentido de su vida. Por tanto, dar un testimonio claro y compartido de una vida según la Palabra de Dios, atestiguada por Jesús, se convierte en un criterio indispensable de verificación de la misión de la Iglesia.
Las lecturas que la liturgia ofrece hoy a nuestra meditación nos recuerdan que la plenitud de la Ley, como la de todas las Escrituras divinas, es el amor. Por eso, quien cree haber comprendido las Escrituras, o por lo menos alguna parte de ellas, sin comprometerse a construir, mediante su inteligencia, el doble amor a Dios y al prójimo, demuestra en realidad que está todavía lejos de haber captado su sentido profundo. Pero, ¿cómo poner en práctica este mandamiento? ¿Cómo vivir el amor a Dios y a los hermanos sin un contacto vivo e intenso con las Sagradas Escrituras?
El concilio Vaticano II afirma que “los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura” (Dei Verbum, 22) para que las personas, cuando encuentren la verdad, puedan crecer en el amor auténtico. Se trata de un requisito que hoy es indispensable para la evangelización. Y, ya que el encuentro con la Escritura a menudo corre el riesgo de no ser “un hecho” de Iglesia, sino que está expuesto al subjetivismo y a la arbitrariedad, resulta indispensable una promoción pastoral intensa y creíble del conocimiento de la Sagrada Escritura, para anunciar, celebrar y vivir la Palabra en la comunidad cristiana, dialogando con las culturas de nuestro tiempo, poniéndose al servicio de la verdad y no de las ideologías del momento e incrementando el diálogo que Dios quiere tener con todos los hombres (cf. ib., 21).
Es preciso estimular los esfuerzos que se están llevando a cabo para suscitar el movimiento bíblico entre los laicos, la formación de animadores de grupos, con especial atención hacia los jóvenes. Debe sostenerse el esfuerzo por dar a conocer la fe a través de la Palabra de Dios, también a los “alejados” y especialmente a los que buscan con sinceridad el sentido de la vida.
Se podrían añadir otras muchas reflexiones, pero me limito, por último, a destacar que el lugar privilegiado en el que resuena la Palabra de Dios, que edifica la Iglesia, como se dijo en el Sínodo, es sin duda la liturgia. En la liturgia se pone de manifiesto que la Biblia es el libro de un pueblo y para un pueblo; una herencia, un testamento entregado a los lectores, para que actualicen en su vida la historia de la salvación testimoniada en lo escrito. Existe, por tanto, una relación de recíproca y vital dependencia entre pueblo y Libro: la Biblia es un Libro vivo con el pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en él encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad. Esta mutua dependencia entre pueblo y Sagrada Escritura se celebra en cada asamblea litúrgica, la cual, gracias al Espíritu Santo, escucha a Cristo, ya que es él quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura y se acoge la alianza que Dios renueva con su pueblo. Así pues, Escritura y liturgia convergen en el único fin de llevar al pueblo al diálogo con el Señor y a la obediencia a su voluntad. La Palabra que sale de la boca de Dios y que testimonian las Escrituras regresa a él en forma de respuesta orante, de respuesta vivida, de respuesta que brota del amor (cf.Is 55, 1011).
Queridos hermanos y hermanas, oremos para que de la escucha renovada de la Palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, brote una auténtica renovación de la Iglesia universal en todas las comunidades cristianas.
María santísima, que ofreció su vida como “esclava del Señor” para que todo se cumpliera en conformidad con la divina voluntad (cf. Lc 1, 38) y que exhortó a hacer todo lo que dijera Jesús (cf. Jn 2, 5), nos enseñe a reconocer en nuestra vida el primado de la Palabra, la única que nos puede dar la salvación. Así sea.
Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica Vaticana el domingo 26 de octubre de 2008
San Juan Pablo II
“Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador”.
“No vejarás…”, “no oprimirás…”, “no explotarás a viudas ni a huérfanos”, “no serás…usurero”, “si tomas en prenda…lo devolverás”.
El autor del libro del Éxodo, con estas órdenes tan fuertes y perentorias, quiere hacernos reflexionar sobre la realidad fundamental de la existencia de una “ley moral natural”, ingénita en la misma estructura del hombre, ser inteligente y volitivo. Hay una ley moral inscrita en la conciencia misma del hombre que impone respetar los derechos del Creador y del prójimo y la dignidad de la propia persona; ley que se expresa prácticamente con los “Diez Mandamientos”.
Transgredir la ley moral natural es fuente de consecuencias terribles y ya lo hacía ver San Pablo en la Carta a los Romanos: “Tribulación y angustia sobre todo el que hace el mal…; pero gloria, honor y paz para todo el que hace el bien” (Rm 2,910). Lo que San Pablo decía a los pueblos paganos, que no habían actuado en conformidad con el conocimiento racional de Dios, único Creador y Señor, y habían despreciado la ley moral natural, se constata de modo impresionante en todos los tiempos, y por lo tanto también en nuestra época: “Y como no procuraron conocer a Dios, Dios lo entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad…” (Rm 1,2829). El descenso de la moral, tanto en el campo social como en el ámbito personal, causado por la desobediencia a la ley de Dios inscrita en el corazón del hombre, es la amenaza más terrible a cada persona y a toda la humanidad.
En el Evangelio de hoy un doctor de la ley pregunta a Jesús: “Maestro, ¿Cuál es el mandamiento principal de la ley?” (Mt 22,36). Cristo responde: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y el primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los Profetas” (Mt 22,3740).
Con estas palabras Cristo define cuál es el fundamento último de la moral humana, esto es, aquello sobre lo que se apoya toda la construcción de esta moral. Cristo afirma que se apoya en definitiva sobre estos dos mandamientos. Si amas a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo, si amas verdadera y realmente, entonces sin duda no “vejarás”, ni “oprimirás”, “no explotarás a ninguno, en particular a la viuda y al huérfano”, no serás tampoco “usurero” y si “tomas en prenda lo devolverás” (Ex 22,2025).
La liturgia de la Palabra de hoy enseña de qué modo se construye el edificio de la moral humana, desde sus mismos fundamentos y, al mismo tiempo, nos invita a construir este edificio precisamente así.
Puesto que debemos aprovecharnos honestamente de la participación en la liturgia de hoy, debemos pensar si y cómo construimos el edificio de nuestra moral. Y si la conciencia comienza a reprobar nuestras obras, reflexionemos si a esta moral no le falta el fundamento del amor.
“Dios mío, peña mía, refugio mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte” (Sal 17/18,3).
El hombre, en diversas situaciones de la vida, se dirige a Dios para encontrar en él la ayuda, por ejemplo con las palabras del Salmo responsorial de hoy. Se dirige a él en las dificultades y en los peligros.
Los peligros más amenazadores son los de naturaleza moral, tanto por lo que respecta a los individuos, como también a la familia y a toda la sociedad.
Y entonces es necesario un esfuerzo más grande y una cooperación más ferviente con Dios para construir sobre roca sólida, sobre el fundamento de los mandamientos y sobre la potencia de su gracia. Ese fundamento perdura incesantemente. Y Dios no niega su gracia a los que sinceramente aspiran a ella.
Que se cumpla en vosotros estas palabras, con las que saludo al comienzo a vuestra comunidad: “Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador” (Sal 17/18,2).
Homilía de san Juan Pablo II en la Parroquia de Jesús Obrero Divino el domingo 25 de octubre de 1981
San Juan Crisóstomo
Un mandato nuevo os doy.
Siendo verosímil que ellos, tras de oír esas cosas, se perturbaran, como si fueran a quedar del todo abandonados, los consuela y los fortifica para su seguridad con lo que es la raíz de todos los bienes, o sea la caridad. Como si les dijera: ¿Os doléis de que yo me vaya? Pues si os amáis los unos a los otros, seréis más fuertes aún. Pero ¿por qué no se lo dijo con esas palabras? Porque lo hizo diciéndoles otra cosa, que era con mucho más útil. En esto conocerán que sois mis discípulos. Les significa que su grupo jamás se disolvería, una vez que les había dado la contraseña para conocerse. Y lo dijo cuando ya el traidor se había apartado de ellos. ¿Por qué llama nuevo este mandamiento? Pues ya estaba en el Antiguo Testamento. Lo hizo nuevo por el modo como lo ordenó. Puesto que lo propuso diciendo: Tal como Yo os he amado. Yo no he pagado vuestra deuda por méritos anteriores que vosotros tuvierais, les dice; sino que Yo fui el que comenzó. Pues bien, del mismo modo conviene que vosotros hagáis beneficios a vuestros amigos, sin que ellos tengan deuda alguna con vosotros. Haciendo a un lado los milagros que obrarían, les pone como distintivo la caridad.
¿Por qué motivo? Porque ella es ante todo indicio y argumento de los santos, ya que ella constituye la señal de toda santidad. Por ella, sobre todo, alcanzamos la salvación. Como si les dijera: en ella consiste ser mi discípulo. Por ella os alabarán todos, cuando vean que imitáis mi caridad. Pero ¿acaso no son los milagros los que sobre todo distinguen al discípulo? De ningún modo: Muchos me dirán: ¡Señor! ¿acaso no en tu nombre echamos los demonios? Y cuando los discípulos se alegraban de que hasta los demonios los obedecían, les dijo: No os gocéis de que los demonios se os sujetan, sino de que vuestros nombres están escritos en el cielo . Fue la caridad la que atrajo al orbe, pues los milagros ya antes se daban. Aunque sin éstos tampoco aquélla hubiera podido subsistir.
La caridad los hizo desde luego buenos y virtuosos y que tuvieran un solo corazón y una sola alma. Si hubiera habido disensiones entre ellos mismos, todo se habría arruinado. Y no dijo esto Jesús únicamente para ellos sino para todos los que después habían de creer. Y aun ahora nada escandaliza tanto a los infieles como la falta de caridad. Dirás que también nosarguyen porque ya no hay milagros. Pero no ponen en eso tanta fuerza. ¿En qué manifestaron su caridad los apóstoles? ¿No ves a Pedro y Juan que nunca se separan y cómo suben al templo? ¿No ves qué actitud observa Pablo para con ellos? ¿Y todavía dudas? Dotados estuvieron de otras virtudes, pero mucho más lo estuvieron de la que es madre de todos los bienes. Ella germina en toda alma virtuosa enseguida; pero en donde hay perversidad, al punto se marchita: Cuando abunde la maldad, se resfriará la caridad de muchos .
Ciertamente a los gentiles no los mueven tanto los milagros como la vida virtuosa. Y nada hace tan virtuosa la vida como la caridad. A los que hacen milagros con frecuencia se les tiene como engañadores; en cambio, nunca pueden reprender una vida virtuosa. Allá cuando la predicación aún no se había extendido tanto, con todo derecho los gentiles admiraban los milagros; pero ahora conviene que seamos admirables por nuestro modo de vivir. No hay cosa que más atraiga a los gentiles que la virtud; y nada los retrae tanto como la perversidad; y nada los escandaliza tanto, y con razón. Cuando vean a un avaro, a un ladrón que ordena lo contrario de la avaricia; y al que tiene por ley amar a sus enemigos, encarnizado como una fiera contra sus semejantes, llamarán vaciedades a tales preceptos. Cuando vean a uno lleno de terror por la muerte ¿cómo van acreer en la inmortalidad? Cuando vean a los ambiciosos y a los cautivos de otras enfermedades espirituales, más bien se aferrarán en sus propios pareceres y nos tendrán a nosotros en nada.Nosotros, ¡sí, nosotros! tenemos la culpa de que ellos permanezcan en sus errores. Han repudiado ya sus dogmas; admiran ya los nuestros; pero los repele nuestro modo de vivir. Ser virtuoso de palabra es cosa fácil, pues muchos de ellos así lo practicaban; pero exigen además las obras buenas, como una demostración. Dirás: ¡que piensen en los que nos precedieron! No les darán fe, si observan a los que ahora vivimos. Nos dicen: muéstrame tu fe en las obras. Tales buenas obras por ninguna parte aparecen. Cuando nos ven destrozar a nuestros prójimos peor que si fuéramos bestias salvajes, nos llaman ruina del universo. Esto es lo que detiene a los gentiles para no pasarse a nosotros.
En consecuencia nosotros sufriremos el castigo no solamente porque obramos mal, sino además porque por ahí el nombre de Dios es blasfemado. ¿Hasta cuándo viviremos entregados al anhelo de dineros, de placeres y de otros vicios? Por fin abstengámonos de ellos. Oye lo que dice el profeta acerca de algunos insensatos: Comamos y bebamos; mañana moriremos . Por lo que mira a los presentes, ni siquiera eso podemos asegurar: en tal forma muchos absorben los bienes de todos. Reprendiéndolos decía el profeta: ¿Acaso habitaréis vosotros solos la tierra?
Por todo eso, temo que nos acontezca alguna desgracia y que atraigamos sobre nosotros alguna gran venganza de parte de Dios. Para que esto no suceda, ejercitemos toda clase de virtudes, de modo que así consigamos los bienes futuros, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, por el cual y con el cual sea la gloria al Padre juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.—Amén.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan (2), Homilía LXXII (LXXI), Tradición México 1981, p. 24245
Guión del Domingo XXX del Tiempo Ordinario
29 de Octubre 2023 – Ciclo A
Entrada: La participación del Santo Sacrificio es el acto de amor más grande que podemos ofrecer a Dios, en unión con Cristo, si hacemos junto a Él oblación de nuestra persona.
Liturgia de la Palabra
1º Lectura: Exodo 22, 20 26
Dios protege al desamparado y se enardece contra el que no es compasivo.
Salmo Responsorial: 17
2º Lectura: 1 Tesalonicenses 1, 5c 10
La imitación de Cristo es testimonio elocuente ante los hombres.
Evangelio: Mateo: 22, 24 40
Toda la Ley y los Profetas se compendian en el gran mandamiento del amor.
Preces: D.T.O XXX
Hermanos, pidamos al Señor que es nuestra fortaleza, por lo que nos hace falta.
A cada intención respondemos cantando:
* Por lasintenciones del Santo Padre, en especial aquellas que se refieren a hacer llegar a los hombres de todo el mundo el mensaje de misericordia y alegría cristianas del evangelio de Jesucristo. Oremos.
* Por la paz de todos los pueblos, por los que sufren las consecuencias dolorosas de la guerra en su alma, en su mente y en su cuerpo, para que Dios los consuele en su dolor. Oremos.
* Por una mejor educación civil y religiosa de nuestros niños y jóvenes, para que creciendo en ciencia y en fe den a nuestra patria el verdadero servicio como ciudadanos y cristianos. Oremos
* Por nosotros, para que aprendamos a vivir el mandamiento primero con todo el corazón, con toda el alma, con todo nuestro ser, y así brille en nuestra existencia la fuerza del Evangelio. Oremos.
Escucha, Señor, nuestra súplica humilde y concédenos aún aquello que no nos atrevemos a pedir. Por Jesucristo nuestro Señor.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Nos damos a Dios con todo lo que somos y tenemos para glorificarlo y santificar su Nombre, y presentamos:
* Ofrecemos a Dios los dones del pan y el vino, para que se conviertan en el Sacramento de la caridad.
Comunión: No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Estas palabras resuenan en mi corazón, buen Jesus, que se prepara a recibirte en esta Santa Comunión y quiere corresponder a tu amor de amistad.
Salida: Te cantamos virgen Madre, pues al pie de la Cruz nos enseñas a perseverar en las pruebas y a encender nuestros corazones en la santa caridad.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)