PRIMERA LECTURA
Aquí se quebrará la soberbia de tus olas
Lectura del libro de Job 38, 1. 8-11
El Señor respondió a Job desde la tempestad, diciendo:
¿Quién encerró con dos puertas al mar, cuando él salía a borbotones del seno materno, cuando le puse una nube por vestido y por pañales, densos nubarrones?
Yo tracé un límite alrededor de él, le puse cerrojos y puertas, y le dije: «Llegarás hasta aquí y no pasarás; aquí se quebrará la soberbia de tus olas».
Palabra de Dios.
SALMO Sal 106, 23-26. 28-31 (R.: 1)
R. ¡Den gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
O bien:
Aleluia.
Los que viajaron en barco por el mar,
para traficar por las aguas inmensas,
contemplaron las obras del Señor,
sus maravillas en el océano profundo. R.
Con su palabra desató un vendaval,
que encrespaba las olas del océano:
ellos subían hasta el cielo, bajaban al abismo,
se sentían desfallecer por el mareo. R.
Pero en la angustia invocaron al Señor,
y Él los libró de sus tribulaciones:
cambió el huracán en una brisa suave
y se aplacaron las olas del mar. R.
Entonces se alegraron de aquella calma,
y el Señor los condujo al puerto deseado.
Den gracias al Señor por su misericordia
y por sus maravillas en favor de los hombres. R.
SEGUNDA LECTURA
Un ser nuevo se ha hecho presente
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 5, 14-17
Hermanos:
El amor de Cristo nos apremia, al considerar que si uno solo murió por todos, entonces todos han muerto. Y Él murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.
Por eso nosotros, de ahora en adelante, ya no conocemos a nadie con criterios puramente humanos; y si conocimos a Cristo de esa manera, ya no lo conocemos más así.
El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente.
Palabra de Dios.
ALELUIA Lc 7, 16
Aleluia.
Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros
y Dios ha visitado a su pueblo.
Aleluia.
EVANGELIO
¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 4, 35-41
Al atardecer de ese mismo día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya.
Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?»
Despertándose, Él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?»
Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen».
Palabra del Señor.
P. Joseph M. Lagrange, O. P.
Tempestad calmada
Jesús no había manifestado sus intenciones cuando dijo a sus discípulos: «Pasemos a la otra orilla». Según san Marcos, sucedió esto en el mismo día en que pronunció las parábolas sobre el reino de Dios. Tal vez quiso dejar a sus galileos tiempo para que reflexionasen, o trató de evadir sus apremiantes demandas al saltar a la playa, o fue por llevar la buena palabra a la parte opuesta del lago. Un fracaso previsto no le hubiese apartado de su intento.
Lo seguro es que su partida no era esperada. Obedientes los discípulos, sin recomendar a Jesús que tomase precauciones contra el frío de la noche, que se había echado encima, llevaron a Jesús como estaba. Precisa leer en san Marcos estos pormenores inútiles para un escritor literato, pero que expresan muy bien la familiaridad de aquella vida en común. Jesús, fatigado, sin duda, de haber hablado largamente y con mucho calor, dejaba a sus discípulos, más experimentados que Él, el cuidado y la fatiga de las maniobras; y se había sentado en la popa, «en el lugar del huésped»” y dormía reclinado sobre un cojín, que jamás falta en ella. Sobrevino un fuerte viento. En el pequeño lago, las tempestades que se precipitan por la bocana del noroeste, son muchas veces temibles, y más para las embarcaciones de los pescadores, que son poco resistentes. Un falso movimiento sería suficiente para hacer zozobrar la barca, que ya se llenaba de agua. Los remeros, inquietos, perdiendo un poco el respeto, despiertan al dormido: «Maestro, ¿no te da cuidado que perezcamos?» Jesús increpa al viento, y como si se dirigiese a una persona importuna, dice a la mar: «Silencio: cállate», y se hizo una gran calma. Volviéndose a sus discípulos les dijo: «¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Aún no tenéis fe?» Si hubieran tenido fe plena, habrían pensado que Jesús, durmiendo, velaba sobre ellos. Guiados por el instinto, le pidieron protección mediante una asistencia sobrenatural, pues sólo con manejar los remos no creían poder salvarse. Había rehusado a Satanás acudir al milagro para satisfacer el hambre; pero lo hace por los suyos, para asegurar en adelante su confianza: ahora ya saben que el mar y los vientos obedecen a Jesús.
LAGRANGE, Vida de Jesucristo según el evangelio, Edibesa Madrid 1999, pág. 166-7
P. Leonardo Castellani
Tempestad y valentía
La Tempestad “frenada” (Cristo “reprendió a los vientos”, dice San Lucas) en el Mar de Galilea, que es un lago; menor que el Mar Muerto, en la mitad del Río Jordán, contra las ciudades de Cafarnaúm y Magdala, donde las tormentas son muy peligrosas (para los barquichuelos de pesca) y levantan olas de dos metros, pues está situado en una depresión o cuenca. Dos veces Cristo sosegó una tempestad, una vez estando embarcado (y dormido por cierto), otra vez viniendo de fuera caminando sobre las aguas con facha de fantasma.
La barquilla de Pedro ha sido siempre un símbolo de la Iglesia, y los Santos Padres por ende ven en este milagro la figura (de las tempestades de la Iglesia, cuya historia es una serie de tempestades y contrastes, a veces de dentro, a veces de fuera y a veces de los dos. Pero lo que significa directamente este episodio es una reprensión de Cristo a la cobardía; la cual en este caso parecería bastante justificada; es decir, Cristo no reprende la cobardía sino la falta de fe. “¿Por qué tenéis miedo? ¡No tenéis fe!”. ¿Cómo no vamos a tener miedo?
Cristo aborrece la cobardía en el cristiano porque arguye falta de fe. La virtud de la fortaleza, o sea valentía, es absolutamente necesaria para la vida cristiana y nace de la fe: hoy día quizás más que nunca, en que el cristiano tiene que caminar por una selva oscura:
“Nel mezzo del cammin di nostra vita
Mi ritrovai per una selva scura… “
La fortaleza es una de las cuatro virtudes cardinales, sin la cual las otras tres quedan infructuosas, inertes: es como la cúpula que unifica todo el edificio de la conducta. “La virtud de valentía —dice Santo Tomás— nos habilita a soportar lo adverso y acometer lo difícil”. Tiene dos actos que son aguantar y arrojarse; de los cuales el mayor es aguantar; a los cuales corresponden dos virtudes, la paciencia y la intrepidez o arrojo. La cobardía puede ser pecado grave y fuente de graves pecados: por cobardía pecó San Pedro, pecó Pilatos y quizás también Judas. San Juan en el Apokalypsis la enumera entre los pecados que mandan a la perdición.
La virtud del valor o valentía no es lo mismo que el coraje, que es una disposición natural, que puede usarse para el bien o para el mal: Barrabás fue corajudo, estos asesinos que andan ahora en Buenos Aires matando comerciantes y policías a pasto, son corajudos. El coraje es una cualidad animal, que algunos hombres tienen y otros no: el león es corajudo, la liebre no es corajuda; la liebre tendría la virtud del valor si algún día lo corriese al león; así un tímido puede tener la virtud de valentía (Santa Martina, una jovencita tímida, delicada, enfermiza, cuya fiesta fue ayer, la tuvo) quizás más perfectamente y más fácilmente que un corajudo; porque como dijo Ercilla:
“El miedo es natural en el prudente Y el saberlo vencer, es ser valiente”.
Que la valentía sea necesaria para una vida cristiana, lo sabemos de sobra. El cristianismo no ha sido inventado para volver la vida fácil sino más bien difícil, dice audazmente Kirkegord: el joven rico, que era virtuoso y a quien Cristo miró con tristeza, no quiso seguir a Cristo por falta de valentía: así se arruinan muchísimas vocaciones y muchísimas personas: estoy cansado de verlo. Por ejemplo, personas que se ponen en una “situación irregular”, como se dice, es decir, en mal camino; y al principio es fácil romper eso pero se va haciendo cada vez más difícil (porque “el pecado más fácil de evitar es el primero” —y después el segundo) hasta que al fin no tienen valor para romper la cadena, supera sus fuerzas. Si entonces reconocieran la situación y dijeran: “No tengo fuerzas” sería menos malo; pero sucede algo peor, que se inventan una justificación, lo que llamó Aristóteles el “silogismo del borracho”, “racionalizan”, como dicen los psicólogos modernos. Las mujeres tienen fama de ser especiales para eso, para remodelar la religión de manera que les acomode; pero creo que los varones no se quedan cortos.
Hay un episodio de mi vida muy remoto ya, casi de mi infancia, que nunca pude olvidar: un varón muy allegado a mí, que hizo algo que era un verdadero crimen; años después lo encontré, se había transformado en un místico; es decir, en un misticón: hacía poesías muy por lo fino a Dios, al amor de Dios; y las publicaba en el diario del pueblo. Yo que era menor que él no me atreví a decirle que me parecían falsas; no veía en él ni arrepentimiento ni reparación del antiguo crimen —sino más bien una como escapatoria de su conciencia. Un buen día, con gran asombro de todos, cometió suicidio. Es muy peligroso tapar la olla del remordimiento, puede reventar. Por supuesto, yo no sé con seguridad si fue eso, Dios lo sabe. Digo lo que vi; y conjeturo lo que no vi.
Se necesita valor para mirar cara a cara nuestros errores y defectos, tendemos a ocultarlos, incluso a nosotros mismos, deformamos el espejo interior. La gran dificultad para vernos bien a nosotros mismos es la falta de valor; pero aun después de vernos bien, falta mucho, hay que vivir bien. Muchos viéndose bien caen en desaliento y tristeza; porque la desesperación también es un acto de cobardía: “Señor ¿no te importa nada que perezcamos?”, gritaron los Apóstoles.
El pueblo argentino fue renombrado en otros tiempos por su coraje natural y por su valentía; ¿y ahora? Un amigo mío me dice siempre que el pueblo argentino ahora no es valiente, ni siquiera resignado; que es embotado. La resignación es una virtud, es tener encima un mal irremediable, y no quebrarse; el embotamiento no es una virtud. Yo no lo sé, no podría afirmarlo; pero cierto a veces me parece que en la Argentina la mujer, hablando en general, no ha rehuido su riesgo mortal —la mujer tiene siempre un riesgo mortal— y el varón rehúye su riesgo mortal; de modo que la mujer puede despreciar un poco al varón, subvalorarlo. El riesgo mortal de la mujer es el parto, el riesgo mortal del varón es la guerra; es decir, la lucha; pues hay muchas clases de guerra. La Argentina no tiene ahora nada que hacer en el mundo —excepto adherirse a los funerales de Churchill, a los cuales me adhiero de todo corazón— y el hombre argentino no tiene para quién luchar; tiene que trabajar para los extranjeros, o en todo caso trabajar para hacerse rico y luchar contra los otros codiciosos; para Dios no se ve que haya nada que hacer aquí.
“Señor ¿no te importa que muramos?” El temor a la muerte es el más difícil de vencer; el hombre tiene miedo a la Nada. Por eso nos dijo Cristo: “No temáis a los que pueden matar el cuerpo, temed más bien al que puede perder el cuerpo y el alma en los infiernos”. El temor de Dios expulsa los otros temores; o los modera por lo menos. El temor a la muerte se modera con la convicción de la inmortalidad.
En la liturgia de la Iglesia Inglesa existe esta frase notable: “vivir como corresponde a seres inmortales”. “¿Por qué no tenéis fe? Yo estaba con vosotros” —dijo Cristo a los amedrentados pescadores. Estaba con ellos la Inmortalidad, el Vencedor no sólo de las olas del mar sino también de la Muerte.
Castellani, DOMINGUERAS PRÉDICAS, Jauja Mendoza, 1997, 37-40
P. Alfredo Sáenz, S. J.
LA TEMPESTAD CALMADA
1. LA TEMPESTAD Y LOS APOSTOLES
Fue el Señor mismo quien impulsó a sus discípulos a subir a la barca: “Crucemos —les dijo– a la otra orilla” .El, como Dios que era, bien que sabía lo que les esperaba, ya que nada acontece sin el permiso del Señor. Y sin embargo, los exhortó a caminar hacia la prueba. ¿Cuál será la razón por la cual Jesús obró de esta forma? Quizás para que esos discípulos, amados con predilección y especialmente llamados al apostolado, no se ensoberbecieran por tal distinción sino que, aprendiendo a ser humildes en la dificultad, se preparasen mejor para la prueba futura, la más terrible de todas, que sería para ellos el escándalo de la Pasión de Cristo, verdadera tempestad en sus corazones vacilantes que contemplarían cómo su Señor moría en una cruz del mismo modo que un malhechor cualquiera.
Trastabillando en la barca sacudida por las olas mientras Jesús dormía, y comprobando luego el poder absoluto del Señor que súbitamente hizo cesar la tempestad, los apóstoles aprenderían por los ojos que Jesús era verdadero hombre y verdadero Dios. Dormía primero sobre el cabezal de la popa, mostrando así que era hombre como nosotros, sujeto a las necesidades de todos los mortales. Calmó luego el mar bravío, en lo cual se manifestaba como Dios, a quien el viento y el oleaje obedecían. Su acción prodigiosa, al tiempo que nos lo muestra como el Señor de los elementos, nos trae a la memoria la creación original, a que alude la primera lectura de hoy, donde se destaca el poder soberano de Dios sobre el mar impetuoso a cuyas olas arrogantes impuso límites, de ese mismo Dios que un día encresparía las tranquilas aguas del Mar Rojo para anegar en ellas al perseguidor egipcio.
Obrando así, el Señor fortalecía la fe de sus discípulos, fe todavía incipiente, pero que empezaba a aprender que Jesús era el Señor de la historia y de los elementos de este mundo.
2. LA IGLESIA EN TEMPESTAD
El episodio evangélico que nos ocupa encuentra también aplicación en la vida de la Iglesia. Sabemos que la Iglesia ha sido comparada con una barca que a lo largo de los siglos atraviesa el mar de este mundo, con la proa puesta en dirección al puerto, que es la eternidad. El Señor, como antaño a los discípulos, ordenó a todos los hombres que entrasen en ella, si querían salvarse de las olas procelosas.
Y así la Iglesia ha navegado durante los veinte siglos de su historia, y seguirá navegando hasta el fin del mundo, hasta la vuelta del Señor. A veces con períodos de bonanza. Otras veces en medio de tempestades. Hoy vivimos momentos de borrasca. En cierta ocasión, Pablo VI dijo a un grupo de peregrinos: “Vosotros sois como navegantes en medio de un mar de tempestad. Y he aquí que un fenómeno extraño se produce en nosotros: mientras que Nos pensamos en confirmaros, el sentimiento del peligro que vosotros corréis nos alcanza a nosotros mismos”. En repetidas ocasiones, tanto ese Papa como el actual, han aludido a la profunda crisis que sacude hoy a la Iglesia.
Sin duda que en estos últimos tiempos la Iglesia ha conocido algunos cambios saludables, que han sido o al menos pueden ser causa de una auténtica renovación espiritual. Pero sería pretender tapar el cielo con un harnero ignorar la existencia de una aguda crisis en el cuerpo de la Iglesia: disminución de las vocaciones, decadencia del espíritu apostólico y misionero, pérdida de la fe en muchos corazones, negación práctica del magisterio de la Iglesia. Un importante teólogo contemporáneo, el cardenal de Lubac, afirmaba que en muy raras ocasiones de su historia la Iglesia se ha visto tan sacudida como ahora. Con excepción de la gran crisis arriana de los primeros siglos, por lo general las otras crisis eran sólo regionales y no afectaban, como la presente, a la totalidad de la Iglesia. “Está bien claro que la Iglesia se enfrenta con una grave crisis, escribe. Se está tratando ahora de establecer una Iglesia distinta de la de Jesucristo: una sociedad antropocéntrica amenazada por la apostasía inmanente, un dejarse arrastrar por un movimiento de abdicación general bajo pretexto de renovación, ecumenismo o adaptación”.
Todos nosotros sentimos, con mayor o menor intensidad, el vaivén de esta tormenta. Sin embargo, hoy como ayer, debemos tener confianza en el Señor, que aparentemente duerme. No debemos perder la esperanza. Decimos “esperanza”, no necesariamente “optimismo”, que son dos cosas diferentes. Cuando se habla de esperanza se alude a la Providencia de Dios, a la intervención divina capaz de romper el mecanismo de las causas segundas. La esperanza no excluye que detectemos los peligros, los peligros verdaderos del momento presente, así como que preveamos las amenazas del futuro; lejos de ello, presupone que captamos la realidad tal cual es. Pero a la vez implica una fe inquebrantable en la victoria final de Cristo, con la feliz convicción de que al hombre que busca a Dios, nada ni nadie podrá separarlo de su amor. Por eso el que tiene esperanza no es ni pesimista ni optimista. Es el único realista verdadero. Sabe muy bien que Cristo está por encima del mundo. Y que, a su hora, se despertará de su desconcertante sueño, y con un gesto imperioso calmará la desatada tempestad.
3. NUESTRA ALMA EN TEMPESTAD
Finalmente podemos aplicar este episodio de la vida de Cris-to a nuestra propia vida espiritual. Al fin y al cabo, nuestra alma es una microiglesia, una pequeña iglesia, con sus períodos de calma y sus momentos de tormenta. Eso que dice San Pablo en la segunda lectura de hoy: “El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente”, implica un permanente desmoronamiento del hombre viejo y una perenne resurrección a la vida en Cristo. Y ello no se hace sin cimbronazos, en tranquila bonanza. Más aún, como decíamos en otra ocasión, Cristo permite que sus predilectos sufran este tipo de pruebas, como antaño permitió que las soportaran sus discípulos más cercanos. En ocasiones podemos tener la impresión de que Jesús se ha olvidado de nosotros. De que nos abandona mientras remamos en medio de olas impresionantes. De que nos deja en la pura fe, sin consuelo alguno sensible. ¡Cuántas veces nos sentimos cansados, salpicados por las gotas de nuestra angustia, agotados, deshechos, como los apóstoles vacilantes en su barca! Y Jesús durmiendo…
Cada uno de ustedes sabe de sus luchas íntimas, con frecuencia más dolorosas que las que provienen del exterior. Pero nunca olvidemos que Cristo está siempre junto a nosotros. Que nos comprende mejor que lo que podrían hacerlo nuestros allegados más queridos. Aunque duerma. Aunque nos parezca insensible. Cada golpe de remo que damos en medio del huracán quedará inscrito en el Libro de la Vida. Cristo reprochó a los, apóstoles su poca fe porque no creían que mientras dormía era capaz de salvarlos.
Podríamos decir que nuestra vida se desarrolla entre el temor y la esperanza; temor, porque no pocas veces advertimos que las olas se elevan hasta entrar en la barca de nuestra alma, amenazando hundirla; esperanza, porque sabemos por la fe que no estamos solos, y que el Señor es el primer interesado en que no sucumbamos. El se reserva darnos el gozo de su presencia, quizás cuando nuestro desaliento se haga extenuante. Un día se nos mostrará cara a cara, al término de nuestra vida mortal. Nos verá a lo mejor sudorosos, salpicados de barro, pero esto le agradará sobremanera, como después de una batalla a un general le satisface más ver a sus soldados de fajina y un poco maltrechos que en impecable uniforme de gala.
Pronto nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo de Jesús. A lo mejor nuestra alma se encuentra en un momento de tempestad interior. ¿Qué mejor que la presencia del Señor para calmarla? Pidámosle que nos confirme en la fidelidad, de modo que sepamos permanecer inclaudicables en su servicio, aunque lo sintamos ausente, o le veamos silencioso y dormido. El siempre está con nosotros. Como lo estará realmente dentro de pocos momentos por la Sagrada Eucaristía.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo B, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1993, p. 187-192)
SS. Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Acabamos de escuchar el pasaje evangélico de la tempestad calmada, que ha ido acompañado por un breve pero incisivo texto del libro de Job, en el que Dios se revela como el Señor del mar. Jesús increpa al viento y ordena al mar que se calme, lo interpela como si se identificara con el poder diabólico. En la Biblia, según lo que nos dicen la primera lectura y el Salmo 107, el mar se considera como un elemento amenazador, caótico, potencialmente destructivo, que sólo Dios, el Creador, puede dominar, gobernar y silenciar.
Sin embargo, hay otra fuerza, una fuerza positiva, que mueve al mundo, capaz de transformar y renovar a las criaturas: la fuerza del “amor de Cristo” (2 Co 5, 14), como la llama san Pablo en la segunda carta a los Corintios; por tanto, esencialmente no es una fuerza cósmica, sino divina, trascendente. Actúa también sobre el cosmos, pero, en sí mismo, el amor de Cristo es “otro” tipo de poder, y el Señor manifestó esta alteridad trascendente en su Pascua, en la “santidad” del “camino” que eligió para liberarnos del dominio del mal, como había sucedido con el éxodo de Egipto, cuando hizo salir a los judíos atravesando las aguas del mar Rojo. “Dios mío —exclama el salmista—, tus caminos son santos (…). Te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas” (Sal 77, 14.20). En el misterio pascual, Jesús pasó a través del abismo de la muerte, porque Dios quiso renovar así el universo: mediante la muerte y resurrección de su Hijo, “muerto por todos”, para que todos puedan vivir “por aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15), y para que no vivan sólo para sí mismos.
El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: “¿Quién es este —se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos—, que hasta el viento y las aguas le obedecen?” (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios. Pero llegará el momento en el que también Jesús experimentará miedo y angustia: cuando llegue su hora, sentirá sobre sí todo el peso de los pecados de la humanidad, como una gran ola que está punto de abatirse sobre él. Esa sí que será una tempestad terrible, no cósmica, sino espiritual. Será el último asalto, el asalto extremo del mal contra el Hijo de Dios.
Sin embargo, en esa hora Jesús no dudó del poder de Dios Padre y de su cercanía, aunque tuvo que experimentar plenamente la distancia que existe entre el odio y el amor, entre la mentira y la verdad, entre el pecado y la gracia. Experimentó en sí mismo de modo desgarrador este drama, especialmente en Getsemaní, antes de ser arrestado y, después, durante toda la Pasión, hasta su muerte en la cruz. En esa hora Jesús, por una parte, estaba totalmente unido al Padre, plenamente abandonado en él; y, por otra, al ser solidario con los pecadores, estaba como separado y se sintió como abandonado por él.
Que, juntamente con san Francisco y la Virgen, a la que tanto amó e hizo amar en este mundo, vele sobre todos vosotros y os proteja siempre. Y entonces, incluso en medio de las tempestades que puedan levantarse repentinamente, podréis experimentar el soplo del Espíritu Santo, que es más fuerte que cualquier viento contrario e impulsa la barca de la Iglesia y a cada uno de nosotros. Por eso debemos vivir siempre con serenidad y cultivar en el corazón la alegría, dando gracias al Señor. “Es eterna su misericordia” (Salmo responsorial). Amén.
(Atrio de la iglesia de San Pío de Pietrelcina, Domingo 21 de junio de 2009)
P. Leonardo Castellani
La tormenta del Lago
[Mt 8, 23-27] Mc 4, 35-41
En el Domingo cuarto después de Epifanía la Iglesia lee en la misa la narración de la Tormenta en el Lago, que cuentan los tres Sinópticos; según el texto más breve de todos, que es el de Mateo: tiene solamente cuatro versículos, pero la narración está hecha con tan magistral energía que parece un grabado en cobre o en madera, con los cuatro rasgos principales.
Mateo es el más rico y más enérgico de los tres Sinópticos. La Biblia de Bover-Cantera dice: “Este Evangelio pertenece a la literatura escrita; el de Marcos a la literatura oral”. Es un error serio que muestra mucho atraso en exégesis. Con toda certeza, los cuatro Evangelios pertenecen al género que hoy llaman los lingüistas, etnólogos y psicólogos estilo oral; y fueron recitados de memoria antes de ser fijados en el pergamino –por lo menos los tres primeros– como las rapsodias de Homero, el Vedhanta, el Korán, el Poema del Myo Cid y en realidad casi todos los monumentos religiosos o épicos de la Antigüedad. Esta noción, que hoy día se posee en forma científica, resuelve de un golpe la falsa Cuestión Sinóptica, que preocupó a los eruditos durante dos siglos; consistente en que los Evangelios tienen entre sí algunas divergencias por un lado, y una concordancia maciza por otro; como puede verse en este relato, que traen los tres Sinópticos. Eso ocasionó un lío muy grande en la cabeza de los sabios alemanes, algunos de los cuales llegaron a negar la autencía y la veracidad de esos tres documentos religiosos, hasta que Marcel Jousse descubrió las admirables leyes del estilo oral.
Cosa increíble: hay una tormenta tal en el Mar de Tiberíades que las olas invaden la cubierta de la barca de los Pescadores; y Jesucristo duerme. ¿Se hace el dormido, como dicen algunos, para “probar a sus discípulos”? No: duerme, apoyada la cabeza en un banco. Esa manera de probar a la gente con cosas fingidas es una chiquilinada inventada por un mal maestro de novicios: lo único que prueba de veras es la vida, la verdad, la realidad, no las ficciones. Tampoco es verdad que Dios haya prohibido a Eva el Fruto del Árbol del Malsaber para probarla; se lo prohibió porque simplemente no le convenía ese fruto a ella ni a nadie. Dios no hace pavadas, pero hay gente que tiene inclinación a atribuirle las pavadas propias. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza; pero el hombre se lo ha devuelto; porque ¡cuántas veces no ha rehecho el hombre a Dios a imagen y semejanza suya!
Jesucristo es notable: duerme de día en medio de una tormenta, y de noche deja la cama y se sube a una colina para orar hasta la madrugada. No lo despiertan el bramar del viento, el golpe del agua, los gritos de los marinos, y lo despierta un gemido en la noche o una mujer hemorroisa que le toca el vestido. Mi abuela Doña Magdalena decía: “Jesucristo es bueno, yo no digo nada; pero ¿quién lo entiende, dígame un poco?”.
Sólo un niño o un animal puede dormir en esas condiciones en que los tres Evangelistas dicen que Cristo realmente “dormía”; y también un hombre que esté tan cansado como un animal y tenga una naturaleza tan sana como la de un niño. Muchos hombres de natura privilegiadamente robusta sabemos que podían dormir cuando querían: como el Primer Napoleón por ejemplo, del cual se cuenta podía eso: dormir cuando le parecía bien, sobre todo en los sermones; y hubo que despertarlo la mañana de la batalla de Austerlitz. En cambio el Tercer Napoleón, su sobrino, no pegó los ojos la noche del golpe de Estado de 1851 y se levantó tres veces para ver si se había dormido el centinela. Porque el Primer Napoleón fue un Héroe; pero el Tercer Napoleón fue una Imitación de Héroe: un Payaso.
Bueno, el caso es que Cristo dormía, y los discípulos lo despertaron diciéndole algo que está diferentemente en los tres Evangelistas; pero en realidad le deben haber gritado no tres sino unas doce cosas diferentes por lo menos; que se resumen en ésta: “”¡Sonamos!,. ,¿No te importa nada que nosotros “sonemos”?” que trae San Lucas como resumen de toda la gritería. Lo que dijo Mateo, que estaba allí, fue esto: “Señor, ayúdanos, perecemos”. Cada uno dijo lo mejor que supo y eso es todo.
Lo que les dijo Cristo–en esto concuerdan los tres relatores– fue “cobardes”. La Vulgata latina traduce “Modicae fidei”, o sea “hombres de poca fe”; pero Cristo, en griego o en arameo, les dijo “cobardes”. Un hombre que grita cuando hace agua su lancha en una tempestad del Mar de Galilea, que son breves pero violentas; suponiendo incluso que haya gritado un poco de más, ¿es cobarde? Para mí, no es cobarde. Pero para Jesucristo es cobarde. A Jesucristo no le gustan los cobardes.
La Iglesia (“la barquilla de Pedro”, que le dicen) ha tenido muchas tempestades y ha de tener todavía otra que está profetizada, en la cual las olas invadirán el bordo, y parecerá realmente que los pocos que están dentro suenan. Cristo parece haber conservado su costumbre juvenil de dormir en esos casos; y también su idiosincrasia de no amar la cobardía.
La cobardía ¿es pecado? Sí; y en algunos casos muy grande. Los Apóstoles tenían una manera de predicar que yo no usaría otra si me dejaran predicar: que es hacer una lista de pecados grandes, recitarla y después decir: “Ninguno de estos entrará en el Reino de los Cielos. Basta”. Así San Pablo dice: “No os engañéis, hermanos: que ni los idólatras, ni los ladrones, ni los divorciados, ni los avaros, ni los perros [o sea los maricones] ni… –y así sigue un rato–entrarán en el Reino de los Cielos”. Hoy día habría que predicar así, sencillo… es opinión nuestra.
Pues bien, San Juan en el Apokalypsis, que es una profecía acerca de los últimos tiempos, añade a la lista de pecados otros dos que no están en San Pablo: “los mentirosos y los cobardes”. Lo cual parece indicar que en los últimos tiempos habrá un gran refuerzo de mentira y de cobardía. Dios nos pille confesados.
La cobardía en un cristiano es un pecado serio, porque es señal de poca fe en Cristo (“cobardes y hombres de poca fe”) que ha dado sus pruebas de que es un hombre “a quien el mar y los vientos obedecen” –dice el Evangelio de hoy– con el cual por lo tanto, el miedo no es cosa bonita; ni lícita siquiera. Julio César, en una ocasión parecida, no permitió a sus compañeros que se asustaran. “¿Qué teméis? Lleváis a César y a su buena estrella” les dijo. Mucho más Jesucristo, creador de las estrellas.
Lo que gobierna el mundo son las Ideas y las Mujeres, dijo uno. Las Ideas, lo dudo mucho. Las Mujeres, habría que hacer la prueba. ¿Qué sucedería si en la Argentina saliese una especie de Teresa de Jesús, que persuadiese a todas las mujeres este propósito: “¡No te casaré con ningún hombre que sea un cobarde!”. Yo creo que se vendría abajo la tiranía de turno; y no subiría más ningún otro tirano.
En otros tiempos, los argentinos no eran ni adulones ni cobardes. Ahora parecería, según algunos que leen los diarios, que se están volviendo adulones y cobardes. Que Dios nos salve por lo menos de las mujeres.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 135-138)
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
LA TEMPESTAD CALMADA
Mc 4, 35-41; Mt 8,23-27; Lc 8, 22-25
Los tres sinópticos traen la narración del milagro de Jesús y los tres el versículo en cuestión ¿Pues quién es éste? Porque aun el viento y el mar le obedecen (Mc). ¿Por qué la sorpresa de los discípulos? Admirados (Mt), llenos de gran temor (Mc), admirados y temerosos (Lc).
La admiración proviene de un nuevo conocimiento a la mente. El viento y el mar no se calman repentinamente a la orden de un hombre sino es por una intervención sobrenatural. El temor surge ante la presencia del poder, de lo que sobrepasa las fuerzas humanas.
Esta reacción de los discípulos se da porque advierten en Jesús más que un hombre que necesita dormir y atravesar el mar en una barca. La bonanza repentina los hace reconocer en Jesús a Dios. Y ante la presencia de la divinidad cobran temor.
Jesús les reprocha su poca fe, porque han visto muchos de sus milagros y todavía no terminan de reconocer su divinidad y la solicitud que tiene por ellos y por los que esperan la venida de su Reino.
Jesús no ha obrado el milagro por algún intermediario sino por su sola palabra. Milagro que evoca el poder de Yahvé.
Pero la reacción de buscar en Jesús el auxilio se da por la constatación que hacen, aquellos experimentados navegantes, de su impotencia ante aquella situación. Reconocen su indigencia creatural, su situación desesperada, límite, podríamos decir, y buscan el poder de Dios en Jesús.
Su admiración se expresa en la pregunta ¿quién es este?… Los discípulos elevan sus mentes a la divinidad única capaz de poder sobre el mar y el viento desencadenados.
¿A quién no aterrorizan y empequeñecen los elementos desatados de la naturaleza? ¿Hay algo que parezca más inasequible al poder humano que dominarlos? Así resulta tan verosímil la estupefacción producida por este prodigio, incluso en el espíritu de aquellos que acaban de presenciar en Naím la resurrección del hijo de la viuda ¿Quién es éste? Nosotros lo sabemos: el Hombre Dios
La pregunta de los discípulos “¿quién es éste?” surge espontánea ante el poder de Jesús. Jesús es omnipotente no solo por ser Hijo de Dios, poseyendo la omnipotencia eternamente como el Padre y el Espíritu Santo sino también según su naturaleza humana (en cuanto hombre) en el tiempo, por la Unión Hipostática. La omnipotencia es un atributo divino, incomunicable, propio y exclusivo de Dios. El poder activo es consecuencia de la naturaleza misma del ser. Como la naturaleza divina es el mismo ser de Dios incircunscripto, de ahí se sigue que posee potencia activa respecto de todas las cosas que pueden tener razón de ser. Por tanto, la omnipotencia es exclusiva de la divinidad.
Si hablamos del alma de Jesucristo, en cuanto que es instrumento del Verbo, tuvo la virtud instrumental para hacer toda clase de milagros. Es necesario para el fin de la Encarnación, que es restaurar todas las cosas, ya en los cielos, ya en la tierra. Y en este sentido, Jesucristo pudo todo cuanto quiso, bien por sí o bien por la virtud divina.
Los discípulos ven al hombre y creen en Dios. Saben que lo sobrenatural es obra del poder divino, único capaz de mudar el orden natural, en lo cual consiste el milagro. La naturaleza humana que ellos veían es el instrumento de la acción divina y la acción humana manifestada por las palabras “¡calla, enmudece!”, recibe la virtud de la naturaleza divina, es decir, ambas naturalezas obran una obra común. “El hombre recibió en el tiempo la omnipotencia que el Hijo de Dios tuvo desde la eternidad”.
Los milagros de Jesús tienen dos finalidades, primero confirmar la verdad de lo que enseña, hacer conocer que su doctrina viene de Dios. Las verdades que sobrepasan la razón humana no pueden ser probadas con la razón humana sino con argumentos de poder divino y en esto consisten los milagros.
Segundo, para mostrar la presencia de Dios en Él por la gracia de Unión no de adopción como en los demás hombres.
Y así fue convenientísimo que hiciera milagros; por lo cual dice El mismo: “Aunque a mí no me creáis, creed por las obras” y también “porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí” (Jn 5, 36).
Este milagro podemos compararlo con la caminata de Jesús sobre las aguas. Allí también Jesús calma la tempestad y hay dos versículos que señalan la divinidad de Jesús. Su presentación ante los discípulos que estaban espantados por creer que un fantasma se acercaba a ellos (Mt y Mc). El les dijo: “Confiad soy yo” (Mt y Mc), “no temáis soy yo” (Jn). Jesús se llama con el nombre divino y en consecuencia manifiesta su divinidad para que no teman. El otro versículo es la adoración que hacen los discípulos a Jesús después de presenciar el milagro de devolver la bonanza (Mt y Mc) y llegar rápidamente a la orilla (Jn). Mateo dice que se arrodillaron ante El y dijeron “verdaderamente eres Hijo de Dios”; Marcos señala el gran asombro de los discípulos. La adoración que hacen es porque reconocen en Cristo a Dios. Se suma el asombro o la admiración que manifiestan. La conciencia de estar frente a algo que excede lo conocido.
La admiración como signo de la presencia de Dios
En los pasajes del paralítico y la tempestad calmada se produce en los espectadores una reacción afectiva: temor, asombro, pasmo, efectos todos de la admiración.
Y ¿qué es la admiración? Es un sentimiento intelectual que surge ante lo inesperado. La admiración es la raíz afectiva de la religiosidad. Es una prueba más que los discípulos se sienten ante la presencia de la divinidad. En el caso de la tempestad ante el poder de Jesús que hace callar las fuerzas naturales, en el caso del paralítico porque le devuelve el andar como prueba de su poder de perdonar los pecados.
La admiración procede según Santo Tomás del desconocimiento de las causas del fenómeno admirado y tanto más desconocidas nos parecen cuanto mas llamativo es el efecto y más lejano de nosotros el poder que lo pudiera producir.
Por eso aunque todos los milagros son igualmente portentosos unos suscitan mayor estupor que los demás.
La admiración que experimentan los apóstoles surge al constatar un poder que puede salvarlos. Pero si retrocedemos en la situación, antes han constatado su impotencia para salvarse ante la furia del mar y del viento. Han experimentado la angustia, una situación límite que declara la verdad de la existencia del hombre. Se sienten impotentes y por tanto reclama su naturaleza un remedio seguro a tal situación. Jesús se levanta y calma los elementos desatados. Ellos admirados exclaman “¿quién es este?” y se aferran a la única tabla de salvación posible. Luego vendrá toda la elaboración intelectual para hacer un acto de fe formal en la divinidad de Jesús. Por ahora su naturaleza ha reaccionado casi instintivamente generando un acto de religión.
La situación límite nos pone en contacto con la realidad que en definitiva es la constatación de nuestra limitación creatural. Por otra parte nos hace ver que recurriendo al Señor vamos a salir de la indigencia.
El sentimiento de indigencia es el más profundo del hombre y es el punto de partida de toda religión.
P. Jorge Loring S.I.
Domingo Décimo Segundo del Tiempo Ordinario – Año B Mc 4: 35-40
1.- En este Evangelio se nos narra cómo Jesús calmó la tempestad.
2.- Cristo aludió varias veces a los milagros que hacía para que creyéramos en Él.
3.- El milagro es un rompimiento de las leyes de la naturaleza.
4.- No son milagros los trucos y habilidades de un prestidigitador que en el circo se saca palomas de las mangas.
5.- Pero si en un caso concreto se demuestra que ha habido un rompimiento de las leyes de la naturaleza, allí está el sello de Dios, la firma de Dios; pues sólo Dios puede cambiar las leyes de la naturaleza hechas por Él.
6.- El hombre estudia las leyes de la naturaleza y las aplica a la técnica y al progreso, pero ningún hombre puede cambiar una ley de la naturaleza.
7.- Algunos santos han hecho milagros, pero siempre en nombre de Dios. San Pedro cura al paralítico del templo, pero le dice: «En nombre de JESÚS NAZARENO levántate y anda». Y el paralítico salió andando.
8.- Pero Jesús hacía los milagros en nombre propio. Le dijo al viento: «Yo te lo digo, cálmate». Y el viento se calmó.
9.- Los milagros de Cristo confirman su divinidad.
San Juan Crisóstomo
HOMILÍA 28
POR QUÉ PERMITE EL SEÑOR QUE SUS DISCÍPULOS SUFRAN LA TORMENTA
- Lucas, no sintiéndose obligado a seguir el orden exacto del tiempo, dijo de modo general: Y sucedió en uno de aquellos días que subió el Señor a una barca y con Él sus discípulos . De modo semejante se expresa Marcos . No así Mateo, que guarda también aquí la continuación de tiempo. No todos, en efecto, lo escribieron todo del mismo modo. Observación que ya anteriormente hicimos, a fin de que nadie, de una omisión, concluya una contradicción. Así, pues, despidió el Señor a las turbas y tomó consigo a sus discípulos. En esto están todos de acuerdo. Y a fe que no los tomó consigo sin causa ni motivo, sino porque quería que fueran testigos del milagro que iba a realizar. Como buen maestro de atletas, los quiere adiestrar a doble ejercicio: a mantenerse imperturbables en los peligros y a ser moderados en los honores. Para que no se enorgullecieran de que, despedidas las turbas, los había retenido consigo a ellos, permite que sean juguete de la tormenta; con lo que no sólo les da esa lección de humildad, sino que a par los ejercita en sufrir generosamente las tentaciones. Grandes eran cierta-mente los milagros que el Señor había ya realizado, más éste llevaba consigo no pequeño ejercicio y tenía algún parentesco con el antiguo milagro del paso del mar por el pueblo de Israel. De ahí que sólo a sus discípulos lleva en su compañía. Cuando sólo se trata de contemplar sus milagros, el Señor permite que asista allí el pueblo; pero en momentos en que había que afrontar pruebas y temores, sólo toma consigo a sus discípulos, atletas que eran de toda la tierra y a quienes Él se propone ejercitar. Por lo demás, Mateo cuenta simplemente que el Señor dormía; pero Lucas añade que dormía sobre una almohada. Con lo que nos pone de manifiesto su humildad y nos da una lección de alta filosofía.
POR QUÉ SE DUERME JESÚS
Una vez, pues, que estalló la tormenta y se enfureciera el mar, los apóstoles despiertan al Señor diciendo: Señor, sálvanos, que perecemos. Más el Señor los reprende a ellos antes que al mar. Porque, como antes he dicho, esta tormenta la permitió Él para ejercitarlos y darles como un preludio de las pruebas que más tarde debían de sobrevenirles. Realmente, muchas veces habían de verse luego entre tempestades más fieras que aquélla, y Él dio largas a su socorro. De ahí es que Pablo decía: No quiere que ignoréis, hermanos, que sobre toda ponderación fuimos agravados por encima de nuestras fuerzas, hasta el punto de sentir hastío de nuestra propia vida . Y luego nuevamente: Y de tamaños trances de muertes nos ha librado el Señor . Así, pues, para hacerles ver que hay que tener buen ánimo, por muy grandes que se levanten las olas, y que Él lo dispone todo convenientemente, empieza el Señor por reprender a sus discípulos. Realmente su misma turbación fue cosa conveniente, a fin de que el milagro apareciera mayor y su recuerdo se les grabara para siempre en el alma. Y es que siempre que quiere el Señor obrar algo maravilloso, lo prepara con una serie de circunstancias que lo fijen en la memoria y eviten así que, pasado el milagro, caiga totalmente en olvido. Tal aconteció con Moisés, que primero se espantó de la serpiente en que se convirtió su vara, y no sólo se espantó, sino que sintió angustia de muerte, y entonces fue justa-mente cuando vio el milagro que sabemos por la Escritura . Así también los apóstoles, cuando ya no esperaban sino la muerte, entonces se salvaron, a fin de que, confesando la grandeza del peligro, reconocieran también la grandeza del milagro. De ahí el sueño de Cristo. Porque si la tempestad se hubiera desencadenado estando Él despierto, o no hubieran tenido miedo alguno, o no le hubieran rogado, o, tal vez, ni pensaran que tenía Él poder de hacer nada en aquel trance. De ahí el sueño del Señor, pues así daba tiempo; a su acobardamiento y a que fuera más profunda la impresión de los hechos. No es lo mismo, efectivamente, ver las cosas en los otros y sentirlas en la propia carne. Habían visto los discípulos los beneficios que dispensaba e1 Señor a los otros; pero como a ellos no les había tocado nada, pues ni estaban paralíticos ni sufrían otra enfermedad alguna, se sentían indiferentes. Sin embargo, como era menester que también ellos, por personal experiencia, gozaran de los beneficios del Señor, permitió Él la tempestad, a fin de que, al sentirse libres de ella, tuvieran también el más claro sentimiento de un beneficio suyo. Por eso, no quiere tampoco hacer este milagro en presencia de las muchedumbres, porque no condenaran éstas a sus discípulos por hombres de poca fe, sino que los toma a solas consigo y a solas los corrige.
HOMBRES DE POCA FE
Antes de calmar la tempestad de las aguas apacigua la de sus almas al reprenderlos y decirles: ¿Por qué estáis acobardados, hombres de poca fe? Con lo que justamente nos enseña que el temor no tanto nos lo producen las pruebas, cuanto le debilidad de nuestra alma. Más, si se objeta que no suponía cobardía ni poquedad de fe que los discípulos se acercaran a despertar al Señor, yo respondería que ello era particularmente señal de que no tenían de Él la idea que debían. Porque sin duda sabían que podía el Señor, despierto, intimar al mar; pero no creían aún que lo mismo pudiera hacer dormido. ¿Y qué maravilla es que no lo creyeran ahora, cuando vemos que, después de otros muchos milagros, se muestran aún más imperfectos? De ahí frecuentes reprensiones del Señor, como cuando les dice ¿También vosotros estáis aún sin inteligencia? No nos sorprendamos, pues, si, cuando tan imperfectos se muestran los discípulos, no tenían las turbas idea alguna grande sobre el Señor, pues se admiraban y decían: ¿Qué hombre es éste, a quien obedecen los vientos y el mar? Cristo, empero, no les reprendió de que le llamaran hombre, sino que esperó a demostrarles por sus milagros que su opinión era equivocada. Ahora, ¿de dónde deducían ellos que fuera hombre? De su apariencia, de su sueño, de tenerse que servir de una barca. De ahí su perplejidad y su pregunta: ¿Qué hombre es éste…? Porque el sueño y la apariencia externa mostraban que era hombre; pero el mar y la calma de la tormenta lo proclamaban Dios.
COMPARACIÓN ENTRE JESÚS Y MOISÉS
- También Moisés hizo en otro tiempo un milagro semejante; pero la superioridad del Señor es patente. Porque Moisés hacía los milagros como siervo; pero Jesús como dueño soberano. Así, Él no tuvo necesidad de levantar la vara ni de extender su mano hacia el cielo, ni siquiera de hacer oración. No. Con la misma naturalidad con que un amo da una orden a su esclava, como manda el creador a su creatura, así, con sólo su mandato y su palabra, calmó y puso freno a la mar, y toda la tormenta se deshizo en un momento, y no quedó huella de la pasada turbación. Así lo significó el evangelista al decir: Y se produjo una calma grande. Lo que del Padre se dijo como grande maravilla, eso realizó con sus obras el Hijo. ¿Qué se dijo, pues, del Padre? Dijo, y se paró el viento de tormenta. Exactamente como aquí: Dijo, y se produjo una calma grande. Por eso señaladamente le admiraban las muchedumbres; y no le hubieran admirado si hubiera hecho como Moisés.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (I), homilía 28, 1-2, BAC Madrid 1955, 567-571