Su nombre era Carlos. Tras su muerte, durante generaciones, la gente lo recordó como un gran hombre, y con este apelativo, Carlomagno, o Carlos el Grande, pasó a la historia.
Este nombre, además de inusual, viene a subrayar un hecho muy destacable. Carlomagno, a diferencia de la mayoría de reyes, parece haber pertenecido no a una, sino a todas las naciones de la Europa occidental y cristiana. Y ello se debe a que, hacia el final de su vida, consiguió unificar a esos pueblos en una única comunidad cristiana y, con ello, les proporcionó una esperanza.
En su época y en aquella región del mundo, la civilización estaba agonizando. Junto a las últimas legiones romanas, la ciencia, la ley y el orden –los pilares que nos sostienen en la actualidad– retrocedían ante el empuje de nuestros antepasados, los pueblos bárbaros de las costas atlánticas. Algunos de ellos, como los visigodos y los lombardos, entraron en estrecho contacto con el Imperio Romano en desintegración y conservaron recuerdos y ciertos lujos de la civilización que se extinguía.
En cambio, los francos, el pueblo de Carlomagno, llegaron a escena demasiado tarde. Encontraron una tierra yerma en la que imperaba la fuerza bruta y se establecieron en ella, entre los ríos Loira y Rin, inquietados por visiones de los aquelarres de brujas y por la presencia del Malvado, que acechaba en la noche del bosque. Sólo gracias a la predicación de misioneros como el irlandés Columbano poseían estos pueblos cierta esperanza en la salvación de su alma y en la posible segunda venida de Cristo a la tierra.
Los francos, pertenecientes al tronco de tribus germánicas, eran hombres de considerable fuerza física y de tradiciones guerreras –conocedores de la saga de Beowulf, el héroe que hirió mortalmente al monstruo Grandel, al cual no podía causar daño ningún arma–, y lograron sobrevivir con esfuerzo en sus claros de bosque. Sin embargo, quedaron confinados y aislados en su rincón de Europa debido a la presión de los pueblos eslavos y las tribus de jinetes nómadas procedentes del Este. Asimismo, quedaron separados de la ciudad donde sobrevivía la cultura grecorromana, Constantinopla, por un mar a través del cual se extendía otra cultura, la del Islam, impulsada por los árabes y antagonista de la suya. En las densas tinieblas del siglo VII, el mundo de los francos parecía entrar en su era final y muchos daban por seguro que acabaría bruscamente en el año 1000 del Señor.
Más amenazador que el riesgo físico era, sin embargo, el lento declive de las mentes, el retroceso de la escritura, la desintegración del latín universal en una diversidad de idiomas vernáculos y el menoscabo de los ideales. Los nativos sobrevivientes en la Galia romana fueron perdiendo sus antiguos conocimientos mientras que los francos, sus amos, no concebían la idea de un Estado civilizado en el cual un emperador gobernara a todos los seres humanos mediante leyes. Los hombres ofrecían lealtad a reyes tribales electos, y uno de éstos, Dagoberto, logró frenar el proceso de desintegración de su nación. Otro líder guerrero, Carlos Martel, repelió a los invasores musulmanes al sur de la Galia tras la batalla de Poitiers y acrecentó su poder y sus riquezas mediante la confiscación de las propiedades de la Iglesia. Su hijo, Pipino el Breve, se propuso retener la Galia meridional al tiempo que convertía a sus francos en un pueblo catalizador que dominaba a los demás.
Sin embargo, sólo Carlos, el nieto de Martel e hijo de Pipino el Breve, recibió el sobrenombre de Grande. Carlos extendió sus dominios hasta dar forma a un imperio, el Carolingio (es decir, el imperio de Carlos), muy diferente a los anteriores.
Tras él, sucedió algo absolutamente único en Occidente. El recuerdo de ese imperio perdido perduró y se convirtió en una fuerza que contribuyó a dar forma al nuevo mundo occidental. La propia figura de Carlos se convirtió en una leyenda, la de Carlomagno, que creció y se difundió por todas las tierras cristianas. Una leyenda que no fue sólo la evocación de una imaginaria edad de oro o de un monarca extraordinario, sino el recuerdo, común a toda la humanidad, de un hombre que les gobernó durante un breve lapso con un objetivo insólito que se desmoronó a su muerte. Y esta leyenda, este recuerdo, pasó de los palacios e iglesias a las casas solariegas, se difundió por los caminos, dio lugar a canciones y romances e influyó durante cuatro siglos en los acontecimientos.
Ésta es la historia de aquel hombre, tal como puede ser reconstruida, y del principio de su leyenda.
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* En «Carlomagno», Ed. Diario El País, Madrid, España. 2005.
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