En virtud de su celibato el sacerdote puede ser por completo el hombre de Dios, que se ha dejado conquistar enteramente por Cristo y que solo vive para Él.
El amor virginal le invita a poseer de una manera más absoluta a Dios y, por eso, a irradiarlo, a darlo en toda su totalidad
(Congregación para la Educación Católica, Orientaciones, n. 31.
de las precedentes reflexiones bíblicas se desprende que el celibato consagrado solo puede ser entendido y vivido como una relación plena de toda la persona del consagrado con Dios. Es una entrega total a Dios: “El celibato tiene un evidente valor positivo como total disponibilidad para el ejercicio del ministerio sacerdotal y como medio de consagración a Dios con el corazón indiviso; tiene un valor de signo, de testimonio, de un valor casi paradójico por el reino de los cielos”[1].
Kierkegaard escribe, en torno a 1854: “Dios quiere el celibato porque quiere ser amado”[2].
no mera condición canónica ni solo integridad corporal
Quien lo ve de otra manera, por ejemplo, como mera condición canónica ligada a la recepción y al ejercicio del sacerdocio, no comprende su verdad última y lo confunde con una mera soltería, un “estar libre de lazos terrenos” para poder ejercer un ministerio exigente. Pero eso no es el celibato consagrado, ni alcanza para vivirlo plenamente y con alegría. Dicha visión solo engendra “castidades secas”.
Debemos añadir aquí que también “descuadra” el celibato o virginidad (es decir, tiene una percepción desajustada) quien la reduce a mera integridad corporal. Insistimos: la virginidad y el celibato solo adquieren sentido cuando son parte del movimiento corporal, afectivo y espiritual de entrega total a Dios.
Hay una virginidad puramente material, que no es la virginidad cristiana. Decía Pío XII: “como los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia enseñan, la virginidad no es virtud cristiana, sino cuando se guarda «por amor del reino de los cielos» (Mt 19,12), es decir, cuando abrazamos este estado de vida para poder más fácilmente entregarnos a las cosas divinas, alcanzar con mayor seguridad la eterna bienaventuranza, y finalmente dedicarnos con más libertad a la obra de conducir a otros al reino de los cielos (…) Este es, por lo tanto, el fin primordial de la virginidad cristiana: el tender únicamente hacia las cosas divinas, empleando en ellas alma y corazón, el querer agradar a Dios en todas las cosas, pensar solo en Él, consagrarle totalmente cuerpo y alma”[3]. Y san Agustín: “No alabamos a las vírgenes porque lo son sino por ser vírgenes consagradas a Dios por medio de una piadosa continencia”[4].
De ahí que, si bien la virginidad y el celibato se entienden principalmente de la renuncia del legítimo ejercicio de la vida sexual, queda trunca si no va acompañada por la purificación de todas las demás dimensiones afectivas y espirituales. En este sentido quiero citar el siguiente texto de san Metodio de Olimpo, cuya fuerza nos excusa de la extensión:
“Son muchos los que creen honrar la virginidad y servirla, pero ¡qué pocos la veneran!
No honra la virginidad el hombre que trata de apartar su carne del placer de un abrazo que todavía no ha gustado, pero sin ejercitar el dominio sobre todo lo demás. Más bien la deshonra, y gravemente, por medio de bajos deseos, cambiando de este modo un placer por otro placer.
Ciertamente no la aprecia quien se esfuerza por resistir los deseos carnales, pero luego se enorgullece y enaltece por su capacidad de dominar los ardores de la carne y considera a todos los demás como nada y menos que nada.
Se deshonra la virginidad con la arrogancia de la propia soberbia, purificando por fuera el plato y la copa (cf. Mt 23,25), es decir, la carne y el cuerpo, pero dañando el propio corazón con la soberbia y el amor al lujo.
Tampoco se esfuerza por honrar la virginidad quien se gloría de las riquezas, sino que la deshonra más que nadie, porque prefiere antes que ella un poco de arena (…)
Hay que conservar todos los miembros del cuerpo puros e inmunes de la corrupción, no solo los que se pueden poner al servicio de la lujuria, sino también los menos escondidos. En efecto, haría sonreír quien quisiera conservar vírgenes los órganos de la reproducción y no la propia lengua, o custodiar la lengua virgen sin hacerlo con la vista, el oído o las manos; o custodiar todas estas partes vírgenes, pero no el propio corazón, prostituyéndolo al servicio del orgullo y la ira.
Quien desee estar sin pecado en la práctica de la virginidad tiene que conservar absolutamente puros todos sus miembros y refrenar sus sentidos, como los pilotos de las embarcaciones que atan las uniones, para que el pecado no pueda irrumpir en el alma (…) Muchos, por tanto, considerando que la virginidad consiste principalmente en oponerse a los deseos ardientes de la carne, han pecado contra ella por no haber vigilado a las otras pasiones…”[5]
La virginidad es, pues, parte de una entrega total, y se entiende a partir de esta última.
Los que la parcializan, limitando su celibato a una mera abstención física sin cultivo de la entrega del alma, pueden desarrollar una vivencia neurótica de la castidad[6]. Pero tal problema, como indicaremos más adelante, no es intrínseco a la virginidad sino que se origina cuando se la desarticula del trabajo más amplio de conquista —para Dios y para la vida sobrenatural— del campo de la vida afectiva en general.
Algunos de los antiguos Padres de la Iglesia hallaron un fundamento del celibato consagrado en las palabras con que san Pablo justifica la continencia de los esposos: “No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia” (1Co 7,5).
La oración, en la que se alaba a Dios o se pide a Dios por sí mismos y por los demás, parece exigir, al menos para su práctica más perfecta y su mayor eficacia, el apartamiento temporal del uso matrimonial. Ya sea como manifestación del sacrificio que se hace de las cosas legítimas pero temporales, o bien por la misma sacralidad de la oración que es elevación del alma a Dios. El hecho es que san Pablo considera no solo legítima sino conveniente la abstención del uso sexual en orden al trato personal y directo con Dios y con sus cosas. Hemos ya dicho que en el Antiguo Testamento también se exigía de los ministros, para el servicio temporal del altar, la abstención temporal del uso matrimonial.
De ahí que algunos Padres señalaran, como indicamos más arriba, que la permanente dedicación a las cosas divinas, que es el proprium del sacerdocio del Nuevo Testamento, es la fundamental razón para el celibato, ya en su forma propia de virginidad, ya en su forma antigua de perpetua continencia (para los casados): “si semper orandum est, ergo semper carendum matrimonio” (“si siempre se está dedicado a la oración, entonces siempre se debe carecer de vida matrimonial”)[7].
Quien no comprende el sentido y valor del celibato y solo lo sobrelleva como una condición para recibir el sacerdocio, en el fondo no aspira a la consagración de sí mismo a Dios, ni pretende darse totalmente a Dios, con todo lo que es y posee; a lo sumo lo hace a regañadientes, porque no puede separar ambas realidades (sacerdocio y celibato).
Ciertamente aspira a algo muy bueno, el sacerdocio, y pretende dedicarse a las cosas de Dios que el sacerdocio implica, pero en cuanto a su propia persona, solo se da a sí mismo a Dios de modo obligado. Y darse “por obligación” es darse parcialmente, porque implica no entregar totalmente el afecto.
Quizá por esto, con frecuencia, la puerta de la afectividad queda abierta para otras cosas y/o personas. Entendámonos bien: muchos que, de hecho, inscribiríamos en este modo de ver el sacerdocio, no pretenden —de iure— dejar abierta ninguna puerta; quieren ser, quizá, buenos sacerdotes o buenos religiosos. Pero, de hecho, esa puerta queda abierta.
Siempre está abierta la puerta de la afectividad cuando la virginidad no ha sido elegida por sí misma y no se aspira a querer “unum tantum” porque, como ha dicho Kierkegaard con tino,
“la pureza del corazón es querer solo una cosa”[8].
Sus afectos no necesariamente se volcarán hacia otra persona; pero podrían traducirse en apegos mundanos, en aspiraciones a cargos, honores y jerarquías, en una búsqueda de sí mismo…, o a lo mejor no se concreten de ningún modo, quedando la puerta abierta de por vida, sin que nada ni nadie entre por ella, pero impidiendo que uno pueda dar la espalda a esa puerta para dedicarse de modo total y exclusivo a cuanto tiene dentro de casa.
El célibe puede vivir con Dios una relación total o parcial. Solo la primera condice con la esencia del celibato consagrado; la segunda es propia de la soltería, es decir, del “celibato en tránsito” hacia otra cosa; en consecuencia esta última evita todo compromiso total y definitivo, porque siempre se espera alguna nueva oportunidad.
Hay personas que hacen compromisos totales y definitivos en los papeles pero no en su corazón; es decir, no han asumido la intención de encauzar toda su vida afectiva en la dirección de una sola Realidad: Dios (de suyo, la ceremonia de la ordenación presbiteral deja bien en claro este aspecto al poner en relieve el verdadero sentido del celibato, pero muchos no comprenden en profundidad el paso que dan, porque no se les ha enseñado a elegir el celibato por lo que significa en sí mismo).
En este sentido ha dicho Benedicto XVI:
“El no casarse es algo fundamentalmente muy distinto del celibato, porque el no casarse se basa en la voluntad de vivir solo para uno mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de mantener la vida en una plena autonomía en todo momento, decidir en todo momento qué hacer, qué tomar de la vida; y, por tanto, un «no» al vínculo, un «no» a lo definitivo, un guardarse la vida solo para sí mismos. Mientras que el celibato es precisamente lo contrario: es un «sí» definitivo, es un dejar que Dios nos tome de la mano, abandonarse en las manos del Señor, en su «yo», y, por tanto, es un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la fidelidad del matrimonio; es precisamente lo contrario de este «no», de esta autonomía que no quiere crearse obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo; es precisamente el «sí» definitivo que supone, confirma el «sí» definitivo del matrimonio. Y este matrimonio es la forma bíblica, la forma natural del ser hombre y mujer, fundamento de la gran cultura cristiana, de grandes culturas del mundo. Y, si desapareciera, quedaría destruida la raíz de nuestra cultura. Por esto, el celibato confirma el «sí» del matrimonio con su «sí» al mundo futuro, y así queremos avanzar y hacer presente este escándalo de una fe que basa toda la existencia en Dios”[9].
Por eso esta consagración total a Dios no está reñida con el amor al prójimo, pues ambos amores se enlazan en el amor de caridad, como está expresado en el primer mandamiento, que es doble: “El primer [mandamiento] es: «Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». El segundo es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No existe otro mandamiento mayor que éstos” (Mc 12,29-31).
Es el mismo amor a Dios el que, en el amor de caridad, que es el único amor que puede mover a la entrega total de sí mismo a Dios en la virginidad, empuja al amor del prójimo: “la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que exista en Dios. Es, por lo tanto, evidente que son de la misma especie el acto con que amamos a Dios y el acto con que amamos al prójimo. Por eso el hábito de la caridad comprende el amor, no solo de Dios, sino también el del prójimo”[10].
Más aún, podemos considerar válidas aquellas apreciaciones de Lewis: “Hemos sido hechos para Dios, y solo siendo de alguna manera como Él, solo siendo una manifestación de su belleza, de su bondad amorosa, de su sabiduría o virtud, los seres amados terrenos han podido despertar nuestro amor. No es que los hubiéramos amado demasiado, sino que no entendíamos bien qué era lo que estábamos amando (…) Cuando veamos el rostro de Dios sabremos que siempre lo hemos conocido. Ha formado parte, ha hecho, sostenido y movido, momento a momento, desde dentro, todas nuestras experiencias terrenas de amor puro. Todo lo que era en ellas amor verdadero, aun en la tierra era mucho más Suyo que nuestro, y solo era nuestro por ser Suyo. En el Cielo no habrá angustia ni el deber de dejar a nuestros seres queridos de la tierra. Primero, porque ya los habremos dejado: los retratos por el Original, los riachuelos por la Fuente, las criaturas que Él hizo amables por el Amor en sí mismo. Pero, en segundo lugar, porque los encontraremos a todos en Él. Al amarlo a Él más que a ellos, los amaremos más de lo que ahora los amamos”[11].
Necesidad de corresponder a ese amor con amor indiviso
Pero una relación de entrega total a Dios solo puede ser una respuesta de amor que el ser humano da a Dios. “Él nos amó primero”, dice san Juan (1Jn 4,10). Por eso, para elegir el celibato por motivos sólidos es fundamental tener conciencia de ser amados por Dios. Dios ama a todas las personas y por cada una ha entregado a su Hijo único (cf. Jn 3,16). Pero no todas experimentan la necesidad de corresponder a ese amor con un amor total, indiviso (cf. 1Co 7,33-34). Lo que sí es cierto es que no se puede amar a Dios con un corazón indiviso, en una entrega total, si no hay conciencia y experiencia de ser amados.
Cuando el celibato se interpreta exclusiva (o principalmente) como “ley eclesiástica”, o sea, como una obligación impuesta por la Iglesia, y no como un “acto de amor” se vuelve tan árido como un matrimonio sin amor.
En este sentido, debemos suscribir esta afirmación de Allport:
“La certeza que se deriva de sentirse amado y de dar amor constituye el cimiento de una existencia sana a cualquier edad de la vida”[12].
De aquí se sigue que “la libertad afectiva nace de dos certezas estables, la de haber sido amados y la de poder (y deber) amar”[13]. Esto tiene un valor incalculable ya en el plano humano. Aquilino Polaino dice: “¿Acaso puede alguien quererse a sí mismo si jamás se ha sentido querido”; y añade Pithod: “Se aprende a querer si nos quieren. Obviamente, deberá uno ejercitar su querer queriendo, no solo a sí mismo sino a otros”[14].
De todos modos, una carencia afectiva, incluso en los primeros años de vida, como lamentablemente le ocurre hoy en día a muchas personas, no es absolutamente determinante, sino que puede remontarse: “no se está condenado a la inseguridad por carencias provenientes de otros seres humanos”[15]. Para ciertos casos, yo diría que puede remontarse precisamente en la medida en que se despierte la conciencia de ser amados por Dios.
“¡Cuántas crisis afectivas del sacerdote o del religioso célibe, cuántos apegos, enamoramientos, dependencias, vínculos y compromisos, etc., se deben no tanto a una pulsión genital que busca satisfacerse, sino más bien a la falta de esa certeza y, por tanto, a la necesidad de saber que… «alguien piensa en mí», que «hay alguien para quien significo algo», que «hay alguien pendiente de mí», que «no es cierto que no me merezco que se me quiera», etc.!”[16]
El celibato es respuesta de amor total a un Amor total
Para el celibato esta conciencia es esencial. Porque el celibato es respuesta de amor total a un Amor total. De hecho, para vivir el celibato en plenitud no basta con guardarlo porque Dios (o la Iglesia) lo manda, sino porque Dios nos atrae de tal manera que solo podemos corresponder a su amor con un amor total; y en esto consiste precisamente el amor célibe.
Esta necesaria conciencia del amor de Dios,nen muchos casos requerirá un trabajo por parte de la persona célibe de considerar y meditar sobre la Paternidad divina y su amor misericordioso; porque no para todos el amor divino es tan patente, y tanto algunas experiencias personales de la vida (educación, familia), como la falta de trabajo en este aspecto, pueden llegar a opacar esta verdad[17].
[1] Congregación para la Educación Católica, Orientaciones…, n. 9.
[2] Fabro, Cornelio, La aventura de la teología progresista, 280.
[3] Pío XII, Enc. Sacra virginitas, 9.
[4] San Agustín, De sancta virginitate, 8,8; ML 40,400-401, (cit. Pío XII, Enc. Sacra virginitas, 10).
[5] Metodio de Olimpo, Sobre la virginidad, n. 152.
[6] El adjetivo neurótico indica aquí una vivencia desequilibrada (traumatizante, obsesiva, estresante, cargada de preocupación y tensiones…). No intento usarlo técnicamente, entre otras cosas, porque el mismo concepto de neurosis es considerado hoy un tanto impreciso y varía mucho de un autor a otro.
[7] San Jerónimo, Adversus Jovinianum, I, 34; PL 23, 269.
[8] Es el título de uno de sus escritos: Kierkegaard, La pureza del corazón es querer una sola cosa. Se trata de uno de los Veinte Discursos Edificantes de Diverso Tenor, publicados por él en Copenhague en 1843.
[9] Benedicto XVI, Coloquio con los sacerdotes en la Vigilia de Clausura del Año Sacerdotal, 1 de junio de 2010.
[10] Santo Tomás, S.Th., II-II, 25, 1.
[11] Lewis, C.S., Los cuatro amores, cap. “Caridad” (in fine).
[12] Allport, G.W., L’individuo e la sua religione, Brescia (1972), 143; citado por Cencini, Por amor, con amor, en el amor, 571,
[13] Cencini, Por amor, con amor, en el amor, 571.
[14] Polaino, Aquilino, Familia y autoestima, Madrid (2004), 56; Pithod, A., Breviario de psicología, Mendoza (2010), 40.
[15] Pithod, Breviario de psicología, 41; hace referencia a Lukas, E., Psicoterapia en dignidad, Buenos Aires (1995).
[16] Cencini, Por amor, con amor, en el amor, 562.
[17] Al respecto he escrito dos libros: Miguel Fuentes, Meditaciones sobre Dios Padre, Virtus 14, San Rafael (2011); El Padre revelado por Jesucristo, Virtus 9, San Rafael (2008).