PRIMERA LECTURA
Tuve por nada las riquezas
en comparación con la Sabiduría
Lectura del libro de la Sabiduría 7,7-11
Oré, y me fue dada la prudencia, supliqué, y descendió sobre mí el espíritu de la Sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y tuve por nada las riquezas en comparación con ella. No la igualé a la piedra más preciosa, porque todo el oro, comparado con ella, es un poco de arena; y la plata, a su lado, será considerada como barro. La amé más que a la salud y a la hermosura, y la quise más que a la luz del día, porque su resplandor no tiene ocaso. Junto con ella me vinieron todos los bienes, y ella tenía en sus manos una riqueza incalculable.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 89,12-17
R. Señor, sácianos con tu amor
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que nuestro corazón alcance la sabiduría.
¡Vuélvete, Señor! ¿Hasta cuándo…?
Ten compasión de tus servidores. R.
Sácianos en seguida con tu amor,
y cantaremos felices toda nuestra vida.
Alégranos por los días en que nos afligiste,
por los años en que soportamos la desgracia. R.
Que tu obra se manifieste a tus servidores,
y que tu esplendor esté sobre tus hijos.
Que descienda hasta nosotros la bondad del Señor;
que el Señor, nuestro Dios,
haga prosperar la obra de nuestras manos. R.
SEGUNDA LECTURA
La Palabra de Dios discierne los pensamientos
y las intenciones del corazón
Lectura de la carta a los Hebreos 4, 12-13
Hermanos:
La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.
Ninguna cosa creada escapa a su vista, sino que todo está desnudo y descubierto a los ojos de Aquél a quien debemos rendir cuentas.
Palabra de Dios.
Aleluia Cf. Mt. 5,3
Aleluia.
Felices los que tienen alma de pobres,
porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Aleluia.
EVANGELIO
Vende lo que tienes y sígueme
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 10,17-30
Jesús se puso en camino. Un hombre corrió hacia Él y, arrodillándose, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?»
Jesús le dijo: « ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno, Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre».
El hombre le respondió: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud».
Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme».
Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.
Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: « ¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!»
Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: «Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios».
Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?»
Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Él todo es posible».
Pedro le dijo: «Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido».
Jesús respondió: «Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos por mí y por la Buena Noticia, desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, en medio de las persecuciones; y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna».
Palabra del Señor.
O bien más breve:
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 10, 17-27
Jesús se puso en camino. Un hombre corrió hacia Él y, arrodillándose, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?»
Jesús le dijo: « ¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre».
El hombre le respondió: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud».
Jesús lo miró con amor y le dijo: «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme». Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes.
Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: « ¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios!»
Los discípulos se sorprendieron por estas palabras, pero Jesús continuó diciendo: «Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios».
Los discípulos se asombraron aún más y se preguntaban unos a otros: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?»
Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Él todo es posible».
Palabra del Señor.
P. Joseph M. Lagrange, O. P.
Un rico, amado de Jesús, que no tiene ánimo para seguirle
(Lc 18, 18-23; Mc 17-22; Mt 19,16-22)
Llegado el momento de emprender el camino, salió Jesús de la casa. Y vieron correr a uno que no había llegado a tiempo, y se puso de rodillas ante Jesús para obligarle a que le escuchara y para manifestarle su profundo respeto. No era costumbre arrodillarse delante de los doctores, y de ordinario no se le dirigían palabras tan respetuosas como éstas: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para obtener la vida eterna?» Casi era la única vez que Jesús había encontrado una persona tan dócil y tan exclusivamente preocupada de lo que Él recomendaba por encima de todo, los intereses eternos del alma. Había, empero, algo de excesivo en aquella efusión, por otra parte sincera. Jesús, que moraba entre los hombres y era realmente hombre, siempre atento a todo lo que fuera levantar las miradas del hombre a Dios, le respondió: « ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino Dios sólo». El desconocido calló. Si le hubiera contestado: « ¿No eres tú el Hijo de Dios?», acaso hubiera sido admitido más adelante en el misterio. Saludando a Jesús con frases demasiado lisonjeras, Jesús, el buen Maestro, le contestó dándole una amable lección.
Por lo demás, todos los judíos sabían que se llegaba a la vida eterna observando los mandamientos. Jesús se los recuerda omitiendo, no obstante, el principal, que es el amor de Dios, acaso porque es difícil darse cuenta de que se observa con perfección, o más bien porque es con toda seguridad guardado, si no se quebrantan los que miran al prójimo y no son más que otra función del primero y único mandamiento: «No mates, no cometas adulterio…, no hagas mal a nadie…» Este último precepto no estaba escrito en la Ley, pero dimanaba de su espíritu, que nadie comprendía mejor que Jesús, pues tenía la misión de perfeccionarla.
El hombre respondió: «Maestro, todo eso lo he observado desde mi juventud». Dijo esto con gallardía juvenil, no exenta de candor. Jesús, interpretando su mirada, vio a través de ella su buena voluntad y rectitud, y lo amó. Y porque lo amó, le propuso lo que san Mateo expresa más claramente: entrar en el camino de la perfección vendiendo todos los bienes para darlos a los pobres. ¿No había enseñado Él que eso era adquirir un tesoro en los cielos, donde está la vida eterna? En cuanto a lo que has de hacer en la vida presente: «Ven y sígueme».
El llamamiento de Jesús había sido eficaz para Pedro y Andrés, para Santiago y Juan, Mateo y los demás apóstoles; pero no era un encantamiento mágico que arrastra, la voluntad permanece libre. Tiene el temible poder de resistir. El rostro de aquel joven, hasta allí bañado de alegría, se oscureció; sintió no poder seguir a Jesús, puesto que se retiró muy triste. Pero, en fin, se marchó, porque poseía muchos bienes… « ¡Porque poseía!» ¡Razón tenía Jesús para enseñar a desconfiar de las riquezas!
Es muy difícil al rico y muy fácil al pobre voluntario obtener la vida eterna
(Lc 18, 24-30; Mc 10, 23-31; Mt 19, 23-30)
El rico marchó triste, y su tristeza apenó también el corazón de Jesús y el de los discípulos. Por dos veces suspiró el Maestro: « ¡Qué difícil es al rico entrar en el reino de Dios!» Por dos veces también los discípulos se ven invadidos por una especie de estupor. ¡Eran tan fuertes sus palabras! « ¡Es más fácil a un camello entrar por el agujero de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios!» Es tanto como decir que hay imposibilidad absoluta. ¿Hay cosa más maciza que un camello ni más fina que el agujero de una aguja que difícilmente se enhebra como no se tenga muy buena vista? Los discípulos se miraron unos a los otros, sin atreverse a preguntar, pero diciéndose entre sí: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?»
Lo sucedido con el rico, fiel a los mandamientos, pero detenido en el camino de la salvación a causa de sus muchos bienes, era aterrador. Puestos en la pendiente fatal de su amor a las riquezas, los ricos estaban perdidos, pero el atractivo de los bienes podía ser vencido. Así como antes Jesús había fijado su mirada en el rico, la dejó caer ahora sobre sus discípulos para grabar en sus corazones esta importante verdad: «A los hombres es imposible, pero no a Dios, porque a Dios todo es posible». Se salvarán, pues, los ricos mediante la gracia, pero sólo aquellos que sean dóciles a su llamamiento. Había ya pobres voluntarios.
Aquel ambiente oscuro se esclareció merced a una iniciativa de san Pedro, siempre espontáneo, ofreciendo su fidelidad a Jesús como consuelo a su afligida alma por la defección de aquel que hubiera querido amar siempre: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». De repente se cambian las palabras graves, cargadas de presentimientos, en alentadoras frases que descubren un gozoso porvenir: « ¡En verdad os digo, que nadie habrá dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o herencias por causa mía o del Evangelio que no reciba el céntuplo desde ahora, desde este tiempo, en casas, hermanos, hermanas, madre, hijos y herencias!» Quedaba una sombra, porque nombrar el Evangelio es anunciar contradicciones. Preciso es, pues, contar con las persecuciones; pero la recompensa máxima será en el siglo futuro, que es la vida eterna.
Haciendo semejantes promesas a los suyos, les hablaba Jesús como Dios que dispone del porvenir, del don de la vida eterna, y aun de la asistencia y los consuelos ofrecidos a las familias espirituales a quienes lo han dejado todo por seguirle. Fielmente ha cumplido su palabra, como lo atestiguan tantos pobres voluntarios, reconocidos por su asistencia tan dulce, que les asegura asistencia y consuelos y que rara vez logran privarles las persecuciones. A pesar de esto, practicando verdaderamente la pobreza, son los últimos según el mundo, pero serán algún día los primeros, con aquellos que, teniendo riquezas, vivieron desprendidos de ellas y las administraron en conformidad con la voluntad de Dios. Por esto san Marcos cierra este episodio con estas palabras: «Muchos de los primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros».
(LAGRANGE, J. M., Vida de Jesucristo, Edibesa, Madrid, 2002, p. 354-356)
San Juan Pablo II
Cristo habla con los jóvenes
(Carta Apostólica ‘Dilecti amici’, Año Internacional de la Juventud, 1985)
Dios es amor
- Cristo responde a su joven interlocutor del Evangelio. Él le dice: «Nadie es bueno sino sólo Dios». Hemos oído ya lo que el otro preguntaba. «Maestro bueno ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». ¿Cómo actuar, a fin de que mi vida tenga sentido, pleno sentido y valor? Nosotros podemos traducir así su pregunta en el lenguaje de nuestro tiempo. En este contexto la respuesta de Cristo quiere decir: sólo Dios es el último fundamento de todos los valores; sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana.
Sólo Dios es bueno, lo cual significa: en Él y sólo en Él todos los valores tienen su primera fuente y su cumplimiento final; en Él «el alfa y la omega, el principio y el fin». Solamente en Él hallan su autenticidad y confirmación definitiva. Sin Él –sin la referencia a Dios– todo el mundo de los valores creados queda como suspendido en un vacío absoluto, pierde su transparencia y expresividad. El mal se presenta como bien y el bien es descartado. ¿No nos indica esto mismo la experiencia de nuestro tiempo, donde quiera que Dios ha sido eliminado del horizonte de las valoraciones, de los criterios, de los actos?
¿Por qué sólo Dios es bueno? Porque Él es amor. Cristo da esta respuesta con las palabras del Evangelio, y sobre todo con el testimonio de la propia vida y muerte: «Porque tanto amó Dios al mundo, que lo dio su unigénito Hijo». Dios es bueno porque «es amor».
La pregunta sobre el valor, la pregunta sobre el sentido de la vida –lo hemos dicho– forma parte de la riqueza particular de la juventud. Brota de lo más profundo de las riquezas y de las inquietudes, que van unidas al proyecto de vida que se debe asumir y realizar. Más todavía cuando la juventud es probada por el sufrimiento personal o es profundamente consciente del sufrimiento ajeno; cuando experimenta una fuerte sacudida ante las diversas formas del mal que existe en el mundo; y finalmente cuando se pone frente al misterio del pecado, de la iniquidad humana (mysterium iniquitatis). La respuesta de Cristo equivale a: sólo Dios es bueno, sólo Dios es amor. Esta respuesta puede parecer difícil, pero a la vez es firme y verdadera; lleva en sí la solución definitiva. Ruego insistentemente, a fin de que vosotros, jóvenes amigos, escuchéis esta respuesta de Cristo de modo verdaderamente personal, para que encontréis el camino interior que os ayude a comprenderla, para aceptarla y hacerla realidad.
Así es Cristo en la conversación con el joven. Así es en el coloquio con cada uno y cada una de vosotros. Cuando le preguntáis: «Maestro bueno…», Él pregunta, «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios». Como si dijera: el hecho de que yo sea bueno da testimonio de Dios. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre». Así habla Cristo, maestro y amigo, Cristo crucificado y resucitado; el mismo ayer, hoy y por los siglos.
Éste es el núcleo, el punto esencial de la respuesta a las preguntas que vosotros, jóvenes, le hacéis a Él mediante la riqueza que hay en vosotros y que está arraigada en vuestra juventud. Ésta abre ante vosotros diversas perspectivas, os ofrece como tarea el proyecto de una vida entera. De ahí la pregunta sobre los valores; de ahí la pregunta sobre el sentido, sobre la verdad, sobre el bien y el mal. Cuando Cristo al responderos os manda referir todo esto a Dios, os indica a la vez cuál es la fuente de ello y el fundamento que está en vosotros. En efecto, cada uno de vosotros es imagen y semejanza de Dios por el hecho mismo de la creación. Tal imagen y semejanza hace precisamente que os pongáis estas preguntas que os debéis plantear. Ellas demuestran hasta qué punto el hombre sin Dios no puede comprenderse a sí mismo ni puede tampoco realizarse sin Dios. Jesucristo ha venido al mundo ante todo para hacer a cada uno de nosotros conscientes de ello. Sin Él esta dimensión fundamental de la verdad sobre el hombre caería fácilmente en la oscuridad. Sin embargo, «vino la luz al mundo», «pero las tinieblas no la acogieron».
La pregunta sobre la vida eterna
- ¿Qué he de hacer para que la vida tenga valor, tenga sentido? Esta pregunta apasionante, en boca del joven del Evangelio suena así: «¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». El hombre que pone la pregunta de esta manera ¿habla un leguaje comprensible para los hombres de hoy? ¿No somos nosotros la generación a la que el mundo y el progreso temporal llenan completamente el horizonte de la existencia? Nosotros pensamos ante todo con categorías terrenas. Si superamos los confines de nuestro planeta, lo hacemos para inaugurar los vuelos interplanetarios, para transmitir señales a otros planetas y enviarles sondas cósmicas.
Todo esto se ha convertido en el contenido de nuestra civilización moderna. La ciencia junto con la técnica ha descubierto de modo inigualable las posibilidades del hombre con respecto a la materia, y ha conseguido también dominar el mundo interior de su pensamiento, de sus capacidades, tendencias y pasiones.
Pero a la vez está claro que, cuando nos ponemos ante Cristo, cuando Él se convierte en el confidente de los interrogantes de nuestra juventud, no podemos poner una pregunta diversa de la del joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Cualquier otra pregunta sobre el sentido y valor de nuestra vida sería, ante Cristo, insuficiente y no esencial.
En efecto, Cristo no sólo es el «maestro bueno» que indica los caminos de la vida sobre la tierra. Él es el testigo de aquellos destinos definitivos que el hombre tiene en Dios mismo. Él es el testigo de la inmortalidad del hombre. El Evangelio que Él anunciaba con su voz está sellado definitivamente con la cruz y la resurrección en el misterio pascual. «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él». En su resurrección Cristo se ha convertido también en un permanente «signo de contradicción» frente a todos los programas incapaces de conducir al hombre más allá de las fronteras de la muerte. Más aún, ellos con este confín eliminan toda pregunta del hombre sobre el valor y el sentido de la vida. Frente a todos estos programas, a los modos de ver el mundo y a las ideologías, Cristo repite constantemente: «Yo soy la resurrección y la vida».
Por tanto, si tú, querido hermano y querida hermana, quieres hablar con Cristo adhiriéndote a toda la verdad de su testimonio, por una parte has de «amar al mundo»; porque Dios «tanto amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito»; y al mismo tiempo, has de conseguir el desprendimiento interior respecto a toda esta realidad rica y apasionante que es «el mundo». Has de decidirte a plantearte la pregunta sobre la vida eterna. En efecto, «pasa la apariencia de este mundo», y cada uno de nosotros estamos sometidos a este pasar. El hombre nace con la perspectiva del día de su muerte en la dimensión del mundo visible; y al mismo tiempo el hombre, para quien la razón interior de ser consiste en superarse a sí mismo, lleva consigo también todo aquello con lo que supera al mundo.
Todo aquello con que el hombre supera en sí mismo al mundo –aun estando radicado en él– se explica por la imagen y semejanza de Dios que está inscrita en el ser humano desde el principio. Y todo esto con lo que el hombre supera al mundo no solamente justifica el interrogante sobre la vida eterna, sino que, incluso, lo hace indispensable. Ésta es la pregunta que los hombres se plantean desde hace tiempo, y no sólo en el ámbito del mundo cristiano, sino también fuera de él. Vosotros debéis tener también el valor de ponerla como el joven del Evangelio. El cristianismo nos enseña a comprender la temporalidad desde la perspectiva del Reino de Dios, desde la perspectiva de la vida eterna. Sin ella, la temporalidad, incluso la más rica o la más formada en todos los aspectos, al final lleva al hombre sólo a la inevitable necesidad de la muerte.
Ahora bien, existe una antinomia entre la juventud y la muerte. La muerte parece estar lejos de la juventud. Y así es. Más aún, dado que la juventud significa el proyecto de toda la vida, construido según el criterio del sentido y del valor, también durante la juventud se hace indispensable la pregunta sobre el final. La experiencia humana dejada a sí misma, da la misma respuesta que la Sagrada Escritura: «Está establecido morir una vez», y el escritor inspirado añade: «Después de esto viene el juicio». Y Cristo dice: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá». Preguntad por tanto a Cristo, como el joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?».
Sobre la moral y la conciencia
- A este interrogante Jesús responde: «Ya sabes los mandamientos», y a continuación enumera dichos mandamientos que forman parte del Decálogo. Moisés los había recibido sobre el monte Sinaí en el momento de la Alianza entre Dios e Israel. Estos fueron escritos sobre tablas de piedra y constituían para todo israelita una diaria indicación del camino. El joven que habla con Cristo conoce naturalmente de memoria los mandamientos del Decálogo; es más, puede decir con alegría: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».
Hemos de suponer que en este diálogo que Cristo sostiene con cada uno de vosotros, jóvenes, se repita la misma pregunta: ¿Sabes los mandamientos? Ésta se repetirá infaliblemente, porque los mandamientos forman parte de la Alianza entre Dios y la humanidad. Los mandamientos determinan las bases esenciales del comportamiento, deciden el valor moral de los actos humanos, permanecen en relación orgánica con la vocación del hombre a la vida eterna, con la instauración del Reino de Dios en los hombres y entre los hombres. En la palabra de la Revelación divina está escrito con claridad el código de la moralidad del cual permanecen como punto clave las tablas del Decálogo del monte Sinaí y cuyo ápice se encuentra en el Evangelio: en el sermón de la montaña y en el mandamiento del amor.
Este código de moralidad encuentra al mismo tiempo otra redacción. Dicho código está inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, «son para sí mismos Ley». Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos; y añade a continuación: «Con esto muestran que los preceptos de la Ley están inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia».
Tocamos aquí problemas de suma importancia para vuestra juventud y para el proyecto de vida que de ella emerge.
Dicho proyecto se conforma con la perspectiva de la vida eterna en primer lugar a través de la verdad de las obras sobre las que será construido. La verdad de las obras halla su fundamento en aquella doble redacción de la ley moral: la que se encuentra escrita en las tablas del Decálogo de Moisés y en el Evangelio, y la que está esculpida en la conciencia moral del hombre. Y la conciencia se presenta como testigo de aquella ley, como escribe San Pablo. Esta conciencia –según las palabras de la carta a los Romanos– son «las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan». Cada uno sabe hasta qué punto estas palabras corresponden a nuestra realidad interior; cada uno de nosotros desde la juventud experimenta la voz de la conciencia.
Por tanto, cuando Jesús en el coloquio con el joven enumera los mandamientos: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre», la recta conciencia responde a las respectivas obras del hombre con una reacción interior: ella acusa o excusa. Hace falta, sin embargo, que la conciencia no esté desviada; hace falta que la formulación fundamental de los principios de la moral no ceda a la deformación bajo la acción de cualquier tipo de relativismo o utilitarismo.
¡Queridos jóvenes amigos! La respuesta que Jesús da a su interlocutor del Evangelio se dirige a cada uno y a cada una de vosotros. Cristo os interroga sobre el estado de vuestra sensibilidad moral y pregunta al mismo tiempo sobre el estado de vuestras conciencias. Es ésta una pregunta clave para el hombre; es el interrogante fundamental de vuestra juventud, válido para todo el proyecto de vida que, precisamente, ha de construirse durante la juventud. Su valor es el que está más estrechamente unido a la relación que cada uno de vosotros tiene respecto al bien y al mal moral. El valor de este proyecto depende en modo esencial de la autenticidad y de la rectitud de vuestra conciencia. Depende también de su sensibilidad.
De esta manera nos hallamos aquí en un momento crucial, en el que temporalidad y eternidad se encuentran a cada paso a un nivel que es propio del hombre. Es el nivel de la conciencia, el nivel de los valores morales; ésta es la dimensión más importante de la temporalidad y de la historia. En efecto, la historia se escribe no sólo con los acontecimiento que se suceden en cierta manera «desde dentro»: es la historia de la conciencia humana, de las victorias o de las derrotas morales. Aquí encuentra también su fundamento la esencial grandeza del hombre; su dignidad auténticamente humana. Éste es el tesoro interior con el que el hombre se supera constantemente a sí mismo en dirección a la eternidad. Si es verdad que «está establecido que los hombres mueren una sola vez» es también verdad que el tesoro de la conciencia, el depósito del bien y del mal, lo lleva el hombre más allá de la frontera de la muerte para que, en presencia de Aquél que es la santidad misma, encuentre la última y definitiva verdad sobre toda su vida: «Después de esto viene el juicio».
Así sucede precisamente con la conciencia: en la verdad interior de nuestros actos se halla, en un cierto sentido, constantemente presente la dimensión de la vida eterna. Y a la vez la misma conciencia, a través de los valores morales, imprime el sello más expresivo en la vida de las generaciones, en la historia y en la cultura de los ambientes humanos, de la sociedad, de las naciones y de la humanidad entera.
¡Cuánto depende en este campo de cada uno y cada una de vosotros!
«Jesús, poniendo en él los ojos, le amó»
- (…) Os deseo que experimentéis, tras el discernimiento de los problemas esenciales e importantes para vuestra juventud, para el proyecto de toda la vida que se abre ante vosotros, aquello de que habla el Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó». Deseo que experimentéis una mirada así. Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mire con amor.
Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede también decir que en esta «mirada amorosa» de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva. Si buscamos el principio de esta mirada, es necesario volver atrás al libro del Génesis, a aquel instante en que, tras la creación del hombre «varón y mujer» Dios vio que «era muy bueno». Esta primera mirada del Creador se refleja en la mirada de Cristo que acompaña la conversación con el joven del Evangelio.
Sabemos que Cristo confirmará y sellará esta mirada con el sacrificio redentor de la Cruz, puesto que precisamente por medio de este sacrificio, aquella «mirada» ha alcanzado una particular profundidad de amor. En ella está contenida una tal afirmación del hombre y de la humanidad de la que sólo Cristo, Redentor y Esposo, es capaz. Solamente Él conoce lo que hay en el hombre: conoce su debilidad pero conoce también y sobre todo su dignidad.
Os deseo a cada uno y cada una de vosotros que descubráis esta mirada de Cristo y que la experimentéis hasta el fondo. No sé en qué momento de la vida. Pienso que el momento llegará cuando más falta haga; acaso en el sufrimiento, acaso también con el testimonio de una conciencia pura como en el caso del joven del Evangelio, o acaso precisamente en la situación opuesta: junto al sentimiento de culpa, con el remordimiento de conciencia. Cristo, de hecho, miró también a Pedro en la hora de su caída, cuando por tres veces había negado a su Maestro.
Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad. Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad esté casi borrada a los ojos de los hombres, cuando sea ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces, esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir.
Os deseo, pues, que experimentéis lo que sintió el joven del Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó».
«Sígueme»
- Del examen del texto evangélico resulta que esta mirada fue, por así decirlo, la respuesta de Cristo al testimonio que el joven había dado de su vida hasta aquel momento, o sea, haber actuado según los mandamientos de Dios. «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».
A la vez, esta «mirada de amor» fue la introducción a la fase conclusiva de la conversación. Siguiendo la redacción de Mateo, fue el mismo joven quien inició esta fase, dado que no sólo constató su fidelidad respecto a los mandamientos del Decálogo, que caracterizaba su conducta anterior, sino que contemporáneamente formuló una nueva pregunta. De hecho preguntó: «¿Qué me queda aún?».
Esta pregunta es muy importante. Indica que en la conciencia moral del hombre y, concretamente del hombre joven, que forma el proyecto de toda su vida, está escondida la aspiración a «algo más». Este deseo se siente de diversos modos, y podemos advertirlo también entre aquellas personas que den la impresión de estar alejadas de nuestra religión.
(…)
El deseo a la perfección, a «algo más» encuentra su explícito punto de referencia en el Evangelio. Cristo, en el sermón de la montaña, confirma toda la ley moral, en cuyo centro están las tablas mosaicas de los diez mandamientos; pero al mismo tiempo da a estos mandamientos un sentido nuevo, evangélico. Todo esto se concentra –como se ha dicho precedentemente– alrededor de la caridad, no sólo como mandamiento, sino además como don: «… el amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado».
En este contexto nuevo se hace comprensible asimismo el programa de las ocho bienaventuranzas, con el que comienza el sermón de la montaña en el Evangelio según San Mateo.
En este mismo contexto el conjunto de los mandamientos, que constituyen el código fundamental de la moral cristiana, es completado por el conjunto de los consejos evangélicos, en los que se expresa y concreta, de modo especial, la llamada de Cristo a la perfección, que es una llamada a la santidad.
Cuando el joven pregunta sobre el «algo más»: «¿Qué me queda aún?», Jesús lo mira con amor y este amor encuentra aquí un nuevo significado. El hombre es conducido interiormente por el Espíritu Santo desde una vida según los mandamientos a otra vida consciente del don, y la mirada plena de amor por parte de Cristo expresa este «paso» interior. Jesús añade: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme».
¡Sí, mis queridos jóvenes! El hombre, el cristiano es capaz de vivir conforme a la dimensión del don. Más aún, esta dimensión no sólo es «superior» a la de las meras obligaciones morales conocidas por los mandamientos, sino que es también «más profunda» y fundamental. Esta dimensión testimonia una expresión más plena de aquel proyecto de vida que construimos ya en la juventud. La dimensión del don crea a la vez el perfil maduro de toda vocación humana y cristiana, como se dirá después.
Sin embargo, en este momento deseo hablaros del significado particular de las palabras que Cristo dijo a aquel joven. Y hago esto convencido de que Cristo las dirige en la Iglesia a algunos jóvenes interlocutores suyos de cada generación. También de la nuestra. Aquellas palabras significan en este caso una vocación particular dentro de la comunidad del Pueblo de Dios. La Iglesia halla el «sígueme» de Cristo al comienzo de toda llamada al servicio en el sacerdocio ministerial, que en la Iglesia católica de rito latino está unida simultáneamente a la responsable y libre elección del celibato. La Iglesia encuentra el mismo «sígueme» de Cristo al comienzo de la vocación religiosa en la que, mediante la profesión de los consejos evangélicos (castidad, pobreza y obediencia), un hombre o una mujer reconocen como suyo el programa de vida que el mismo Cristo realizó en la tierra por el reino de Dios. Al emitir los votos religiosos, estas personas se comprometen a dar un testimonio concreto del amor de Dios por encima de cualquier cosa y, a la vez, de aquella llamada a la unión con Dios en la eternidad que se dirige a todos. No obstante esto, es necesario que algunos den un testimonio excepcional de tal llamada ante los demás.
Me limito a mencionar estos temas en la presente Carta, dado que han sido ya presentados ampliamente en otro lugar y en más de una ocasión. Los recuerdo aquí porque en el contexto del coloquio de Cristo con el joven adquieren una claridad particular, especialmente el tema de la pobreza evangélica. Los recuerdo también, porque el «sígueme» de Cristo, precisamente en este sentido excepcional y carismático, se hace sentir la mayoría de las veces ya en la época de la juventud; y, a veces, se advierte incluso en la niñez.
Ésta es la razón por la que deseo decir a todos vosotros, jóvenes, en esta importante fase del desarrollo de vuestra personalidad masculina o femenina: si tal llamada llega a tu corazón, ¡no la acalles! Deja que se desarrolle hasta la madurez de una vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. «La mies es mucha». Hay una gran necesidad de que muchos oigan la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una gran necesidad de que a muchos llegue la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una enorme necesidad de sacerdotes según el corazón de Dios. La Iglesia y el mundo actual tienen urgente necesidad de un testimonio de vida entregada sin reserva a Dios, del testimonio de este amor esponsal de Cristo, que de modo particular haga presente el Reino de Dios entre los hombres y lo acerque al mundo.
Permitidme pues completar aún las palabras de Cristo el Señor sobre la mies que es abundante. Sí, es abundante la mies del Evangelio, la de la salvación… «pero los obreros son pocos». Tal vez hoy se note esto más que en el pasado, especialmente en algunos países, así como también en algunos Institutos de vida consagrada y similares.
«Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies», continúa diciendo Cristo. Estas palabras, especialmente en nuestro tiempo, se convierten en un programa de oración y acción en favor de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Con este programa la Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes. Rogad también vosotros. Y si el fruto de esta oración de la Iglesia nace en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice: «Sígueme».
(San Juan Pablo II, Carta Apostólica Dilecti Amici, a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con ocasión del Año Internacional de la Juventud, 31 de marzo de 1985, nº 4 – 8)
San Juan Pablo II
La Vocación a la Vida Religiosa
(Exhortación Apostólica ‘Redemptionis Donum’, 1984)
“Jesús, poniendo en él los ojos, le amó”.
- “Jesús, poniendo en él los ojos, le amó”[6] y le dijo: “Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme”[7]. Aunque sabemos que estas palabras, dichas al joven rico, no fueron acogidas por él, sin embargo su contenido merece una atenta reflexión; éstas nos presentan efectivamente la estructura interior de la vocación.
“Jesús, poniendo en él los ojos, le amó”. Este es el amor del Redentor: un amor que brota de toda la profundidad divino-humana de la Redención. En él se refleja el eterno amor del Padre, que “tanto amó… al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna”[8]. El Hijo, lleno de ese amor, aceptó la misión del Padre en el Espíritu Santo, y se hizo Redentor del mundo. El amor del Padre se reveló en el Hijo como amor que salva. Precisamente este amor constituye el verdadero precio de la Redención del hombre y del mundo. Los Apóstoles de Cristo hablan del precio de la Redención con una profunda emoción: “habéis sido rescatados… no con plata y oro, corruptibles…, sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha”, escribe San Pedro[9]. “Habéis sido comprados a precio”, afirma San Pablo[10].
La llamada al camino de los consejos evangélicos nace del encuentro interior con el amor de Cristo, que es amor redentor. Cristo llama precisamente mediante este amor suyo. En la estructura de la vocación, el encuentro con este amor resulta algo específicamente personal. Cuando Cristo “después de haber puesto los ojos en vosotros, os amó”, llamando a cada uno y a cada una de vosotros, queridos Religiosos y Religiosas, aquel amor suyo redentor se dirigió a una determinada persona, tomando al mismo tiempo características esponsales: se hizo amor de elección. Tal amor abarca a toda la persona, espíritu y cuerpo, sea hombre o mujer, en su único e irrepetible “yo” personal. Aquél que, dándose eternamente al Padre, se “da” a sí mismo en el misterio de la Redención, ha llamado al hombre a fin de que éste, a su vez, se entregue enteramente a un particular servicio a la obra de la Redención mediante su pertenencia a una Comunidad fraterna, reconocida y aprobada por la Iglesia. Acaso no son eco precisamente de esta llamada las palabras de San Pablo: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo… y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a precio”[11].
Sí, el amor de Cristo ha alcanzado a cada uno y cada una de vosotros, queridos Hermanos y Hermanas, con aquel mismo “precio” de la Redención. Como consecuencia de esto, os habéis dado cuenta de que ya no os pertenecéis a vosotros mismos, sino a El. Esta nueva conciencia ha sido el fruto de la “mirada amorosa” de Cristo en el secreto de vuestro corazón. Habéis respondido a esta mirada, escogiendo a Aquél que antes ha elegido a cada uno y cada una de vosotros, llamándoos con la inmensidad de su amor redentor. Llamando “por nombre”, su llamada se dirige siempre a la libertad del hombre. Cristo dice: “si quieres…”. La respuesta a esta llamada es, pues, una opción libre. Habéis escogido a Jesús de Nazaret, el Redentor del mundo, escogiendo el camino que El os ha indicado.
“Si quieres ser perfecto…”
- Este camino se llama también el camino de perfección. Conversando con el joven, Cristo dice: “Si quieres ser perfecto…”; de modo que el concepto de “camino de perfección” tiene su motivación en la misma fuente evangélica. ¿No escuchamos, por otra parte, en el discurso de la montaña: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial”?[12] La llamada del hombre a la perfección ha sido de alguna manera percibida por pensadores y moralistas del mundo antiguo y también posteriormente en las diversas épocas de la historia. Pero la llamada bíblica posee una característica totalmente original: es particularmente exigente cuando indica al hombre la perfección, a semejanza de Dios mismo[13]. Precisamente de esta forma la llamada corresponde a toda la lógica interna de la Revelación, según la cual el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo. Por tanto él debe buscar la perfección que le es propia en la línea de esta imagen y semejanza. Escribe San Pablo en la Carta a los Efesios: “Sed… imitadores de Dios, como hijos amados, y caminad en el amor, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio de fragante y suave olor”[14].
Así pues, la llamada a la perfección pertenece a la esencia misma de la vocación cristiana. En base a esta llamada conviene comprender también las palabras de Cristo dirigidas al joven del Evangelio. Estas están unidas de modo particular al misterio de la Redención del hombre en el mundo. En efecto, ésta devuelve a Dios la obra de la creación contaminada por el pecado, indicando la perfección que la creación entera, y concretamente el hombre, poseen en la mente y en el plan de Dios mismo. Especialmente el hombre debe ser entregado y devuelto a Dios, si debe ser plenamente devuelto a sí mismo. Por eso la llamada eterna: “Vuelve a mí, que yo te he rescatado”[15]. Las palabras de Cristo: “si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres…” nos introducen sin duda en el ámbito del consejo evangélico de la pobreza, que pertenece a la esencia misma de la vocación y de la profesión religiosa.
Al mismo tiempo estas palabras se pueden entender de manera más amplia y en un cierto sentido esencial. El Maestro de Nazaret invita a su interlocutor a renunciar a un programa de vida en cuyo primer plano está la categoría de la posesión, la del “tener”, y en cambio le invita a aceptar en su lugar un programa centrado sobre el valor de la persona humana: sobre el “ser” personal, con toda la trascendencia que le caracteriza.
Tal comprensión de las palabras de Cristo constituye casi un más amplio trasfondo para el ideal de pobreza evangélica, especialmente de aquella pobreza que, como consejo evangélico, pertenece al contenido esencial de vuestras bodas místicas con el Esposo divino en la Iglesia. Leyendo las palabras de Cristo a la luz del principio de la superioridad del “ser” sobre el “tener”, especialmente si éste último se entiende en un sentido materialista y utilitarista, llegamos casi a las mismas bases antropológicas de la vocación en el Evangelio. En el panorama del desarrollo de la civilización contemporánea, esto es un descubrimiento particularmente actual. Por eso se ha hecho actual la misma vocación “al camino de perfección”, tal como lo ha marcado Cristo. Si en el ámbito de la civilización actual, especialmente en el contexto del mundo del bienestar consumista, el hombre siente dolorosamente la deficiencia esencial de “ser” personal que viene a su humanidad de la abundancia del multiforme “tener”, entonces él está más expuesto a acoger esta verdad sobre la vocación, que fue pronunciada de una vez para siempre en el Evangelio. Sí, la llamada que vosotros, queridos Hermanos y Hermanas, acogéis entrando en el camino de la profesión religiosa, llega a las raíces mismas de la humanidad, las raíces del destino del hombre en el mundo temporal. El evangélico “estado de perfección” no os separa de estas raíces. Al contrario, os permite aferraros más fuertemente a aquello por lo que el hombre es hombre, enriqueciendo esta humanidad, agravada de diversos modos por el pecado, con el fermento divino-humano del misterio de la Redención.
“Tendrás un tesoro en el cielo”
- La vocación trae consigo la respuesta a la pregunta: ¿para qué ser hombre y cómo serlo? Esta respuesta da una nueva dimensión a toda la vida y establece su sentido definitivo. Tal sentido emerge en el horizonte de la paradoja evangélica sobre la vida que se pierde queriendo salvarla, y que, por el contrario, se salva perdiéndola “por Cristo y el Evangelio”, como leemos en Marcos[16].
A la luz de estas palabras adquiere plena evidencia la llamada de Cristo: “ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven y sígueme”[17]. Entre este “ve” y el siguiente “ven y sígueme” se establece una relación estrecha. Puede decirse que estas últimas palabras determinan la esencia misma de la vocación; se trata, en efecto, de seguir las huellas de Cristo (“sequi“, de lo que deriva la “sequela Christi“). Los términos “ve… vende… dalo” parecen definir la condición que precede a la vocación. Por otra parte, esta condición no está “fuera” de la vocación, sino que se encuentra “dentro” de la misma. En efecto, el hombre hace el descubrimiento del nuevo sentido de la propia humanidad, no sólo para “seguir” a Cristo, sino en tanto en cuanto lo sigue. Cuando el hombre “vende lo que posee” y “lo da a los pobres”, entonces descubre que aquellos bienes y aquellas comodidades que poseía no eran el tesoro junto al cual permanecer; el tesoro está en su corazón, hecho por Cristo capaz de “dar” a los demás, dándose a sí mismo. Rico no es aquél que posee sino aquél que da, aquel que es capaz de dar.
Entonces la paradoja evangélica adquiere una particular expresividad. Se hace un programa del ser. Ser pobre, en el sentido dado por el Maestro de Nazaret a un tal modo de “ser”, significa hacerse en la propia humanidad un dispensador de bien. Esto quiere decir igualmente descubrir “el tesoro”. Este tesoro es indestructible. Pasa junto con el hombre en la dimensión de la eternidad, pertenece a la escatología divina del hombre. Gracias a este tesoro el hombre tiene su futuro definitivo en Dios. Cristo dice: “tendrás un tesoro en el cielo”. Este tesoro no es tanto “un premio” después de la muerte por las obras realizadas según el ejemplo del divino Maestro, cuanto más bien el cumplimiento escatológico de lo que se escondía detrás de estas obras, ya aquí en la tierra, en el “tesoro” interior del corazón. En efecto, el mismo Cristo invitando en el Discurso de la Montaña[18] a acumular tesoros en el cielo añadió: “Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”[19]. Estas palabras indican el carácter escatológico de la vocación cristiana, y más aún el carácter escatológico de la vocación que se realiza en el ámbito de las bodas espirituales con Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos.
- La estructura de esta vocación, tal como se deduce de las palabras dirigidas al joven en los Evangelios sinópticos[20], se manifiesta a medida que se descubre el tesoro fundamental de la propia humanidad en la perspectiva de aquel “tesoro” que el hombre “tiene en el cielo”. En esta perspectiva el tesoro fundamental de la propia humanidad se relaciona con el hecho de “ser, dándose a sí mismo”. El punto directo de referencia a una vocación así es la persona viva de Jesucristo. La llamada al camino de perfección toma forma de El y por El en el Espíritu Santo el cual -a nuevas personas, hombres y mujeres, en diversos momentos de su vida y principalmente en la juventud- “recuerda” todo lo que Cristo “dijo”[21] y en concreto lo que “dijo” al joven que le preguntaba: “Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna?”[22] Mediante la respuesta de Cristo, que “mira con amor” a su interlocutor, el intenso fermento del misterio de la Redención penetra en la conciencia, en el corazón y la voluntad de un hombre que busca con seriedad y sinceridad.
De este modo la llamada al camino de los consejos evangélicos tiene siempre su inicio en Dios: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca”[23]. La vocación en la que el hombre descubre hasta el fondo la ley evangélica del don, inscrita en la propia humanidad, es ella misma un don. Es un don henchido el contenido más profundo del Evangelio, un don en el que se refleja el perfil divino-humano del misterio de la Redención del mundo. “En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”[24].
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[6] Mc. 10, 21.
[7] Mt. 19, 21.
[8] Jn. 3, 16.
[9] 1 Pe. 1, 18.
[10] 1 Cor. 6, 20.
[11] 1 Cor. 6, 19-20.
[12] Mt. 5, 48.
[13] Cfr. Lev. 19, 2; 11, 44.
[14] Ef. 5, 1-2.
[15] Is. 44, 22.
[16] Mc. 8, 35; cfr. Mt. 10, 39; Lc. 9, 24.
[17] Mt. 19, 21.
[18] Cfr. Mt. 6, 19-20.
[19] Mt. 6, 21.
[20] Cfr. Mt. 19, 21; Mc. 10, 21; Lc. 18, 22.
[21] Cfr. Jn. 14, 26.
[22] Mt. 19, 16.
[23] Jn. 15, 16.
[24] 1 Jn. 4, 10.
(San Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Redemptionis Donum, a los Religiosos y Religiosas sobre su consagración a la luz del misterio de la redención, 25 de marzo de 1984, capítulo II, nº 3 – 6)
Santo Tomás de Aquino
El valor de la pobreza
El fin de la religión cristiana consiste principalmente, a nuestro parecer, en apartar a los hombres de las cosas terrenas y hacerlos tender a las espirituales. De ahí que Jesús, autor y término de la fe, al venir a este mundo predicara a sus fieles con el ejemplo y la palabra, el desprecio de las cosas del siglo. Con el ejemplo, pues como dice San Agustín, el Señor Jesús hecho hombre despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos a despreciarlos, y soportó todos los males terrenos que mandaba soportar, para que ni en aquéllos se busque la felicidad, ni en éstos se tema la infelicidad. Nació de una madre que, aunque haya concebido sin conocer varón y permaneciendo siempre virgen, estaba desposada con un obrero, borrando así todo título de nobleza según la carne. Nació en Belén, la más pequeña entre las ciudades de Judá, para que nadie se gloriase de la grandeza de la ciudad terrena. Se hizo pobre aquél cuyas son todas las cosas y por quien todas las cosas fueron hechas, para que nadie se enorgullezca de las riquezas terrenas. No quiso ser proclamado rey por los hombres, para mostrarnos el camino de la humildad. Tuvo hambre el que a todos alimenta; tuvo sed el que creó toda bebida; se cansó de caminar quien se hizo por nosotros camino del cielo; fue crucificado quien puso término a nuestros tormentos; murió quien resucitó a los muertos.
Todo esto lo enseñó también de palabra, puesto que al comenzar su predicación, no prometió reino terreno alguno, sino el reino de los cielos para los que hicieran penitencia.
Fundó la felicidad primera de sus discípulos en la pobreza de espíritu, a la cual señala como el camino de la perfección al responder a la pregunta del joven: Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; ven, después, y sígueme (Mt 19,21) y éste es el camino que siguieron los discípulos, como si nada poseyesen temporalmente, pero poseyéndolo todo espiritualmente por la virtud. Con tener lo necesario para alimentarse y vestirse, ya estaban contentos.
Pero el diablo, el enemigo de la salvación humana, desde tiempos antiguos procura por medio de los hombres carnales, enemigos de la Cruz de Cristo, aficionados a lo terreno, estorbar tan piadosas como saludables aspiraciones.
Dice San Agustín: “Los hombres, las mujeres, toda edad y toda dignidad han sido transformados en vista a la vida eterna. Unos, desechando los bienes temporales, vuelan a los divinos. Otros aprueban las virtudes de quienes así proceden y alaban lo que no se atreven a imitar. Pero existen aún unos pocos murmuradores, atormentados por una envidia tonta, son los que buscan en la Iglesia sus propios intereses aunque en apariencia sean católicos; o buscan su gloria valiéndose del nombre de Cristo siendo en realidad herejes”. Y bien, herejes de esta clase surgieron muchos desde antiguo y en diversos lugares, sobresaliendo con igual extravagancia Joviniano en Roma y Vigilancio en la Galia, lugares que se habían visto anteriormente libres del monstruo del error. Con manifiesta perfidia pretendía el primero equiparar el matrimonio a la virginidad, y el segundo las riquezas a la pobreza, desautorizando, en cuanto estuviese en sus manos, los consejos del Evangelio y de los Apóstoles. En efecto, si las riquezas se han de equiparar a la pobreza y el matrimonio a la virginidad, Nuestro Señor hubiese aconsejado en vano practicar la pobreza y su Apóstol guardar la castidad.
El insigne doctor San Jerónimo refutó eficazmente a ambos. Pero, como se lee en el Apocalipsis, una de las cabezas de la bestia que parecía muerta, se ha curado de su herida mortal, porque surgen en la Galia nuevos Vigilancios que de mil maneras y con toda astucia alejan a los hombres de la observancia de los consejos. He aquí sus doctrinas:
1) Ninguno debe obligarse por el ingreso a la vida religiosa, a la observancia de los consejos, sin haberse ejercitado antes en la observancia de los mandamientos.
Y con esto obstruyen el camino de la perfección a los niños, a los pecadores y a los recién convertidos a la fe.
2) Nadie debe seguir el camino de los consejos sin haber requerido el consejo de muchos.
A nadie que piense rectamente puede pasar inadvertido el grave obstáculo que acarrea esto a quienes desean alcanzar la perfección, teniendo en cuenta que los consejos de los hombres carnales, que tan numerosos son, alejan a los hombres de las cosas espirituales con mayor facilidad que para atraerlos.
3) Sus esfuerzos se dirigen sobre todo a impedir que los hombres se obliguen a ingresar a la vida religiosa.
Con lo cual quitan de por medio esa obligación que afianza al alma en su propósito de abrazar el camino de la perfección.
4) Por último procuran de mil maneras y sin ningún escrúpulo, rebajar la perfección de la pobreza.
Este malvado intento tiene un antecedente en la actitud de Faraón, quien reprendiendo a Moisés y a Aarón que querían sacar de Egipto al pueblo de Dios les dijo: “¿Cómo es que vosotros, Moisés y Aarón, distraéis al pueblo de sus tareas?” Y Orígenes comenta: “Hoy también si Moisés y Aarón, es decir, una voz profética y sacerdotal, indujese a un alma al servicio de Dios, a salir del mundo, a renunciar a todo lo que posee, a consagrarse al estudio de la ley y de la palabra de Dios, al punto oiréis decir a los amigos de Faraón, que piensan como él: Ved cómo seducen a los hombres y pervierten a los adolescentes… Estas eran entonces las palabras de Faraón; éstas repiten hoy sus amigos”. Estos son los consejos, con los que no pretenden otra cosa que interrumpir la marcha de los que tienden a la perfección.
Decía Salomón que no hay consejo que valga contra Dios. Confiados, pues, en su auxilio, con armas espirituales confirmadas con el poder de Dios, procuremos rebatir estas opiniones y su arrogante presunción de levantarse contra la ciencia de Dios.
Por lo tanto, en cada uno de los puntos propuestos, procederemos en el siguiente orden:
Primero expondremos las razones en que quieren fundar su doctrina.
Procuraremos después demostrar por qué y cómo cada uno de estos puntos van contra la verdad -que es conforme a la piedad-.
Por último probaremos que las razones invocadas para confirmar sus opiniones son ineficaces y sin sentido.
(Santo Tomás de Aquino, Contra Retrahentes, contra la errónea y perjudicial doctrina de aquellos que apartan a los hombres del ingreso a la vida religiosa, Opúsculo 17, año 1270, capítulo I, Prefacio. Este opúsculo puede bajarse completo de la siguiente página web: http://www.mercaba.org/DOCTORES/AQUINO/02.htm)
San Juan Pablo II
“Maestro, ¿qué he de hacer de bueno?”. Cristo y la respuesta a la pregunta moral
(Carta Encíclica ‘Veritatis Splendor’)
«Se le acercó uno…» (Mt 19, 16)
6. El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por san Mateo en el capítulo 19 de su evangelio, puede constituir un elemento útil para volver a escuchar de modo vivo y penetrante su enseñanza moral: «Se le acercó uno y le dijo: “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?”. Él le dijo: “¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. “¿Cuáles?” le dice él. Y Jesús dijo: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Dícele el joven: “Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?”. Jesús le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme”» (Mt 19, 16-21) 13.
7. «Se le acercó uno…». En el joven, que el evangelio de Mateo no nombra, podemos reconocer a todo hombre que, conscientemente o no, se acerca a Cristo, redentor del hombre, y le formula la pregunta moral. Para el joven, más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre. Precisamente con esta perspectiva, el concilio Vaticano II ha invitado a perfeccionar la teología moral, de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo 14, única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón humano.
Para que los hombres puedan realizar este «encuentro» con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella «desea servir solamente para este fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida» 15.
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16)
8. Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. Él es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús, podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta contenida en la Ley. Es más probable que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que surgieran en él nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad de confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15).
Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Él es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es él quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y, revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, «el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes—, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en él con todo su ser, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo» 16.
Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por él. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.
«Uno solo es el Bueno» (Mt 19, 17)
9. Jesús dice: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). En las versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la pregunta es formulada así: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19).
Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El «Maestro bueno» indica a su interlocutor —y a todos nosotros— que la respuesta a la pregunta, «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón al único que es Bueno: «Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque él es el Bien.En efecto, interrogarse sobre el bien significa, en último término, dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es, en realidad, una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: el Único que es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente» (cf. Mt 22, 37),
Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.
10. La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser «alabanza de la gloria» de Dios (cf. Ef 1, 12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor. «Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios —escribe san Ambrosio—. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Co 11, 7). Escucha de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mí (Sal 138, 6), es decir: tu majestad es más admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto, conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti…» 17.
Aquello que es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta sobre estas palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3). En las «diez palabras» de la Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y reconocer como el único que es «Bueno»; como aquel que, a pesar del pecado del hombre, continúa siendo el modelo del obrar moral, según su misma llamada: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 2); como Aquel que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cf. Ex 19, 9-24; 20, 18-21) para restablecer la armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más, para introducirlo en su amor: «Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26, 12).
La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace el Deuteronomio: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos preceptos que yo te dicto hoy. Se los repetirás a tus hijos» (Dt 6, 4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de Dios, está llamada a reflejar su gloria: «Para quien ama a Dios es suficiente agradar a Aquel que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal manera que Dios mismo es caridad» 18.
11. La afirmación de que «uno solo es el Bueno» nos remite así a la «primera tabla» de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a él porque es infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con él practicando la justicia y amando la piedad (cf. Mi 6, 8).Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque sólo Dios es aquel que es «Bueno». Éste es el testimonio de la sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos» (Is 6, 3).
Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra cumplir la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a él solo es debida (cf. Mt 4, 10). El «cumplimiento» puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquel a quien el joven rico llama con las palabras «Maestro bueno» (Mc 10, 17; Lc 18, 18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación «ven, y sígueme» (Mt 19, 21).
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17)
12. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rm 2, 15), la «ley natural». Ésta «no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación» 19. Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las «diez palabras», o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales él fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo llamó a ser su «propiedad personal entre todos los pueblos», «una nación santa» (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las naciones (cf. Sb 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es promesa y signo de la alianza nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cf. Jr 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cf. Jr 17, 1). Entonces será dado «un corazón nuevo» porque en él habitará «un espíritu nuevo», el Espíritu de Dios (cf. Ez 36, 24-28) 20.
Por esto, y tras precisar que «uno solo es el Bueno», Jesús responde al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; él mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la antigua alianza el objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (cf. Dt 6, 20-25); en la nueva alianza el objeto de la promesa es el «reino de los cielos», tal como lo afirma Jesús al comienzo del «Sermón de la montaña» —discurso que contiene la formulación más amplia y completa de la Ley nueva (cf. Mt 5-7)—, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del reino se refiere la expresión vida eterna, que es participación en la vida misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el joven rico: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).
13. La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar: «”¿Cuáles?”, le dice él» (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mt 19, 18-19).
Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para «entrar en la vida» sino, más bien, indicar al joven la «centralidad» del Decálogo respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa «Yo soy el Señor tu Dios». Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada «segunda tabla» del Decálogo, cuyo compendio (cf. Rm 13, 8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de la persona humana, la cual es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» 21. En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia católica, «los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana» 22.
Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares. El «no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio», son normas morales formuladas en términos de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.
Los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio. «La primera libertad —dice san Agustín— consiste en estar exentos de crímenes…, como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta…» 23.
14. Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor de la ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le remite a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10, 25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna: «Haz eso y vivirás» (Lc 10, 28). Es, pues, significativo que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la pregunta del doctor de la ley: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). El Maestro responde con la parábola del buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 30-37).
Los dos mandamientos, de los cuales «penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22, 40), están profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (cf. Jn 13, 1).
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: «Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (Jn 4, 20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el «discurso» sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46).
15. En el «Sermón de la montaña», que constituye la carta magna de la moral evangélica 24, Jesús dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Cristo es la clave de las Escrituras: «Vosotros investigáis las Escrituras, ellas son las que dan testimonio de mí» (cf. Jn 5, 39); él es el centro de la economía de la salvación, la recapitulación del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las promesas de la Ley y de su cumplimiento en el Evangelio; él es el vínculo viviente y eterno entre la antigua y la nueva alianza. Por su parte, san Ambrosio, comentando el texto de Pablo en que dice: «el fin de la ley es Cristo» (Rm 10, 4), afirma que es «fin no en cuanto defecto, sino en cuanto plenitud de la ley; la cual se cumple en Cristo (plenitudo legis in Christo est), porque él no vino a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. Al igual que, aunque existe un Antiguo Testamento, toda verdad está contenida en el Nuevo, así ocurre con la ley: la que fue dada por medio de Moisés es figura de la verdadera ley. Por tanto, la mosaica es imagen de la verdad» 25.
Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios —en particular, el mandamiento del amor al prójimo—, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3, 14). Así, el mandamiento «No matarás», se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal… Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús mismo es el «cumplimiento» vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con el don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35).
«Si quieres ser perfecto» (Mt 19, 21)
16. La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?» (Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila «todo eso lo he guardado», si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21).
Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de la montaña, de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los «pobres de espíritu», como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del joven: «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». En efecto, cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente aquel bien que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que es la misma vida eterna.
Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de la montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son, ante todo, promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él 26.
17. No sabemos hasta qué punto el joven del evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven, y sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: «Si quieres…». La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: «No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (ib.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la «liberación» del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor: «Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: «¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque “siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón”… Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?… Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos» 27.
18. Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y «vive según el Espíritu» (Ga 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior —una verdadera y propia necesidad, y no ya una constricción— de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su plenitud. Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rm 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo».
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación: «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres», junto con la promesa: «tendrás un tesoro en los cielos», se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación: «ven y sígueme», es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún más el sentido de esta perfección: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
«Ven, y sígueme» (Mt 19, 21)
19. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven: «luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).
Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf.Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), significa imitar al Padre.
20. Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este «como» exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo signo es el lavatorio de los pies: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Éste es el amor que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).
Este como indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1): «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento del amor, en su mandamiento: que se inserte en el movimiento de su entrega total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro bueno, de aquel que ha amado hasta el extremo. Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).
21. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.
Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Co 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo «reviste» de Cristo (cf. Ga 3, 27): «Felicitémonos y demos gracias —dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados—: hemos llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo (…). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!» 28. El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (cf. Rm 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cf. Ga 5, 16-25). La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza (cf. 1 Co 11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de «vida eterna» (cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús —según el testimonio dado por Pablo— manda hacer memoria en la celebración y en la vida: «Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26).
«Para Dios todo es posible» (Mt 19, 26)
22. La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga: «Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22). No sólo el hombre rico, sino también los mismos discípulos se asustan de la llamada de Jesús al seguimiento, cuyas exigencias superan las aspiraciones y las fuerzas humanas: «Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: “Entonces, ¿quién se podrá salvar?”» (Mt 19, 25). Pero el Maestro pone ante los ojos el poder de Dios: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26).
En el mismo capítulo del evangelio de Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando la ley mosaica sobre el matrimonio, rechaza el derecho al repudio, apelando a un principio más originario y autorizado respecto a la ley de Moisés: el designio primordial de Dios sobre el hombre, un designio al que el hombre se ha incapacitado después del pecado: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). La apelación al principio asusta a los discípulos, que comentan con estas palabras: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). Y Jesús, refiriéndose específicamente al carisma del celibato «por el reino de los cielos» (Mt 19, 12), pero enunciando ahora una ley general, remite a la nueva y sorprendente posibilidad abierta al hombre por la gracia de Dios: «Él les dijo: “No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido”» (Mt 19, 11).
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer «fruto» (cf. Ga 5, 22) es la caridad: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). San Agustín se pregunta: «¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?». Y responde: «Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos» 29.
23. «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la salvación que se cumple en Cristo la relación entre la ley (antigua) y la gracia (ley nueva). Él reconoce la función pedagógica de la ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la «vida en el Espíritu». Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos justificados (cf. Rm 3, 28): la justicia que la ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: «Por esto, la ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley» 30.
El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios, que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: «Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17). Por esto, la promesa de la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya «prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 14).
24. De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del amor y de la perfección a la que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por la gracia, por el don de Dios, por su amor. Por otra parte, precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta responsable de un amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como recuerda con insistencia el apóstol san Juan en su primera carta: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor… Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros… Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 7-8. 11. 19).
Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea, ha sido expresada en términos sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta manera: «Da quod iubes et iube quod vis» (Da lo que mandas y manda lo que quieras) 31.
El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: «Éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó» (1 Jn 3, 23). Se puede permanecer en el amor sólo bajo la condición de que se observen los mandamientos, como afirma Jesús: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 10).
Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente —en particular san Agustín 32—, santo Tomás afirma que la Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo 33. Los preceptos externos, de los que también habla el evangelio, preparan para esta gracia o difunden sus efectos en la vida. En efecto, la Ley nueva no se contenta con decir lo que se debe hacer, sino que otorga también la fuerza para «obrar la verdad» (cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo, san Juan Crisóstomo observa que la Ley nueva fue promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el día de Pentecostés y que los Apóstoles «no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones…, convertidos, mediante su gracia, en una ley viva, en un libro animado» 34.
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy. La pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto el Señor prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les «recordaría» y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rm 8, 1-13).
Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas en la nueva y eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles cumplieron la misión de predicar el Evangelio y señalar el «camino» del Señor (cf. Hch 18, 25), enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de Cristo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
26. En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge en sus cartas, que contienen la interpretación —bajo la guía del Espíritu Santo— de los preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rm 12, 15; 1 Co 11-14; Ga 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 P y St ). Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos 35, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos 36. Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva37. En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13). Los Apóstoles rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las acciones que lo expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos apostólicos, los pastores de la Iglesia han denunciado con claridad los modos de actuar de aquellos que eran instigadores de divisiones con sus enseñanzas o sus comportamientos 38.
27. Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la Tradición viva, mediante la cual —como afirma el concilio Vaticano II— «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» 39. En el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de las maravillas que Dios ha hecho en la historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la verdad del Verbo hecho carne con los labios de los Padres y de los doctores, practica sus preceptos y la caridad en la vida de los santos y de las santas, y en el sacrificio de los mártires, celebra su esperanza en la liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben «la voz viva del Evangelio» 40, como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad divina.
Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. Esta actualización de los mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y de una comprensión de las nuevas situaciones históricas y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más que confirmar la validez permanente de la revelación e insertarse en la estela de la interpretación que de ella da la gran tradición de enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son testigos la doctrina de los Padres, la vida de los santos, la liturgia de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio.
Además, como afirma de modo particular el Concilio, «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» 41. De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, «compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas» 42.
Precisamente sobre los interrogantes que caracterizan hoy la discusión moral y en torno a los cuales se han desarrollado nuevas tendencias y teorías, el Magisterio, en fidelidad a Jesucristo y en continuidad con la tradición de la Iglesia, siente más urgente el deber de ofrecer el propio discernimiento y enseñanza, para ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad.
(San Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis Splendor, sobre alguna cuestiones fundamentales de la Enseñanza Moral de la Iglesia, 6 de agosto de 1993, capítulo I, nº 6 – 27)
Mons. Fulton Sheen
Expiar, reparar y compensar el exceso de egoísmo
Del mismo modo que el sexo es un instinto dado por Dios para la perpetuación del linaje humano, así el deseo de adquirir bienes como prolongación del propio yo es un derecho natural sancionado por la ley natural. Una persona es libre interiormente porque puede decir que su alma le pertenece; es libre externamente porque puede decir que lo que posee le pertenece. La libertad interna se basa en el hecho de que «yo soy»; la libertad externa se basa en el hecho de que «yo tengo». Pero de la misma manera que los excesos de la carne producen la lujuria, ya que la lujuria es el sexo desordenado, puede haber también un desorden en el deseo de propiedad, hasta convertirse en codicia, avaricia y agresión capitalista.
Con el propósito de expiar, reparar y compensar el exceso de avaricia y egoísmo, nuestro Señor dio ahora una segunda lección de interés a sus discípulos. La ocasión de la primera lección la facilitó una pregunta que los fariseos hicieron acerca del matrimonio; la ocasión de la segunda lección la ofreció una pregunta formulada por lo revela el hecho de que corrió tras Él y cayó a sus pies. No podía haber duda de la rectitud de aquel joven; la pregunta que hizo fue la siguiente:
Maestro bueno, ¿qué cosa buena debo hacer
para tener vida eterna ?
Mt 19, 16
A diferencia de Nicodemo, no vino de noche, sino que abiertamente proclamó la bondad del Maestro. El joven creía no estar muy lejos de alcanzar la vida eterna, y que lo único que le faltaba era un poco más de instrucción y doctrina. El Señor aludió en su respuesta al hecho de que las personas sabían bastante, pero no siempre era bastante lo que hacían. Y para que el joven no se quedara con alguna idea incompleta acerca de la bondad, le preguntó:
¿Por qué me llamas bueno?
Ninguno es bueno, sino uno solo: Dios
Mc 10, 18
Nuestro Señor no estaba poniendo reparos a que se le llamara bueno, sino a que se le considerara meramente un buen maestro. El joven se había dirigido a Él como a un gran maestro, pero todavía considerándole simplemente como un hombre; había admitido la bondad, pero todavía al nivel de la bondad humana. Si Él hubiera sido simplemente un hombre, el título de la bondad esencial no le habría correspondido. En su respuesta se escondía una afirmación de su divinidad; sólo Dios es bueno. Estaba, por tanto, invitando al joven a que proclamara en voz alta: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
El joven admitió que había guardado los mandamientos desde su infancia. Entonces nuestro Señor fijó en él su mirada y concibió un tierno afecto hacia aquel joven.
Cuando éste preguntó:
¿ Qué más me falta ?
Mt 19, 20
Nuestro Señor le respondió:
Si quieres ser perfecto, vete,
vende lo que tienes y dalo a los pobres,
y tendrás un tesoro en el cielo ;
y ven, sígueme.
Mt 19, 21
En estas palabras no se condenaba en modo alguno la riqueza, como tampoco se había condenado anteriormente el matrimonio; pero existía una perfección superior a la meramente humana. Del mismo modo que un hombre podía dejar a su esposa, podía también dejar su propiedad. La cruz exigiría que las almas cedieran lo que más habían amado en vida y se contentaran con el tesoro que hallarían en manos de Dios. Puede que alguien pregunte por qué pedía el Señor semejante sacrificio. El Salvador permitió a Zaqueo, el recaudador de impuestos, que conservara la mitad de sus bienes; a José de Arimatea, después de la crucifixión, se le designa como un hombre rico; los bienes de Ananías eran de su propiedad; nuestro Señor comió en la casa de sus amigos ricos de Betania. Pero ahora se trataba de un joven que estaba preguntando qué faltaba todavía en el camino de la perfección. Al proponerle el Señor el camino ordinario de la salvación, es decir, el de guardar los mandamientos, el joven no se dio por satisfecho. Buscaba algo que fuese más perfecto; pero cuando se le propuso el camino perfecto, es decir, la renunciación, el joven se fue triste, porque tenía grandes posesiones.
Mt 19, 22
En el amor a Dios existen grados; un grado común y otro heroico. El común consistía en guardar los mandamientos; el heroico era la renunciación, tomar la cruz de la pobreza voluntaria. El deseo de perfección que animaba al joven se desvaneció; conservó sus bienes, pero perdió al que le habría dado la cruz; y aunque el joven conservó sus posesiones, alejóse en actitud triste.
Cuando el joven se hubo marchado, dijo nuestro Señor a los apóstoles:
¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios
los que tienen riquezas!…
Mas fácil le es a un camello entrar por el ojo de una aguja,
que a un rico entrar en el reino de Dios.
Mc 10, 23-25
Nuestro Señor se volvió entonces a sus seguidores, a los que había llamado al camino de la perfección, y utilizó este incidente para hablarles de las virtudes de la pobreza. Así como anteriormente se habían estado preguntando los discípulos si era conveniente que alguien se casara, ahora se estaban preguntando si habría alguien que pudiera salvarse. Los discípulos estaban «atónitos», y por ello preguntaron:
¿Quién, entonces, podrá salvarse?
Mc 10, 26
Uno se pregunta cuáles debían ser entonces las ideas que cruzaban por la mente de uno de los discípulos, el cual incluso en aquellos momentos estaba ya sisando de la bolsa en que se guardaba el dinero destinado a los pobres. Los discípulos eran aquellos que, por lo menos de una manera implícita, habían asociado las riquezas con las bendiciones del cielo, de la misma manera que en la historia moderna no faltan quienes consideran la prosperidad económica de una nación como indicio de que goza del favor del cielo. Los ricos prosperan, se dice, porque Dios les ha concedido su bendición, y los pobres se hunden porque Dios no los favorece.
Ahora, al decir que la riqueza constituía un obstáculo para entrar en el reino de Dios, aparecía en otra forma el «escándalo de la cruz». Los apóstoles sabían que habían abandonado sus barcas de pesca y sus redes, pero aún no se sentían bastante liberados de la avaricia para que pudieran ser salvos. Este aguijón que sentían en su conciencia era lo que los impulsaba a preguntarse quién se salvaría, de la misma manera que cada uno de ellos preguntaría en la noche de la última cena: «¿ Acaso soy yo ?», refiriéndose a quién traicionaría a Jesús. Cuando los ojos del Maestro se posaban en ellos, ellos se hacían preguntas en relación con el estado de sus almas. Pero el divino Maestro no les decía que se juzgaban a sí mismos con demasiado rigor. En respuesta a su pregunta acerca de la salvación,
Fijando Jesús con ellos la vista, les dijo:
Para los hombres esto es imposible;
mas para Dios todas las cosas son hacederas.
Mt 19, 26
Por el hecho de que un camello no pueda pasar por el ojo de una aguja, habría sido demasiada severidad afirmar que la misma posibilidad existía en el camino de la salvación humana, puesto que siempre existe la posibilidad divina.
Entonces, actuando Pedro nuevamente como portavoz de los apóstoles, pidió al Maestro que les aclarara un poco más este problema económico de entregar la propiedad de uno. Había oído hablar a nuestro Señor de lo grande que era el galardón reservado a los que le seguían. Sabiendo que habían dejado su negocio de la pesca con objeto de seguirle, Pedro le hizo esta pregunta:
He aquí que nosotros lo hemos dejado todo,
y te hemos seguido, ¿ qué, pues, tendremos nosotros ?
Mt 19, 27
Evidentemente, los apóstoles no habían dejado tanto como lo que podía haber dejado aquel joven rico; pero lo que importa no es la cantidad, sino el hecho de que se abandone cuanto se posee. La caridad no ha de medirse por la cantidad que uno entrega, sino por aquello a que uno renuncia. En ambos casos, todos habrían renunciado a cuanto poseían. Los que escogen a Cristo deben escogerle por Él mismo, no pensando en ninguna recompensa. Cuando se hubieron comprometido completamente a seguirle fue cuando Él les habló de compensación. Les había recomendado la cruz; ahora les hablaría de la gloria que sería consecuencia inevitable de ella
En verdad os digo que vosotros que me habéis seguido,
cuando en la regeneración
el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria,
vosotros también os sentaréis sobre doce tronos,
para juzgar a las doce tribus de Israel.
Mt 19, 28
Los invitó a que esperaran una gran regeneración, un nuevo orden divino de cosas. El Hijo del hombre, que tendría la cruz en la tierra, poseería la gloria en el cielo.
En cuanto a ellos, serían las piedras fundamentales de este nuevo orden. Israel había sido fundado en los doce hijos de Jacob; así también este nuevo orden sería fundado a base de aquellos doce apóstoles que todo lo habían dejado para seguirle. En este nuevo reino se les daría una gloria particular como patriarcas de dicho nuevo orden. Juan, que se hallaba presente en aquellos momentos, escribiría más adelante:
Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos,
y en ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero.
Ap 21, 14
Desarrollando más la idea de la recompensa que había de darse a los que abandonaran sus bienes, Jesús añadió:
Un verdad os digo
que ninguno hay que haya dejado casa o hermanos,
o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos,
o tierras, por mi causa y el evangelio,
que no reciba cien veces tanto ahora en este tiempo,
casas y hermanos, y hermanas, y madre e hijos, y tierras
con persecuciones;
y en el siglo venidero vida terna.
Mc 10, 29-31
En la lista de los galardones se incluyen las persecuciones, no como si.se tratara de una pérdida, sino de una ganancia. La céntuple recompensa no vendría tanto a pesar de la persecución como debido a ella. Si eran fieles hasta la muerte, recibirían la corona de la vida; ya que las tribulaciones de este mundo no podían compararse con los goces venideros. Así, el Maestro marcaba como con fuego el Calvario en la carne y en las posesiones de ellos, diciéndoles que abandonaran las cosas que los demás querían retener. A Pedro, que había preguntado qué se le daría a cambio de haber dejado su barca de pescador, se le acababa de decir que sería el timonel en la nave de la Iglesia. Pero aquel día en que nuestro Señor habló de bendiciones y puso a las persecuciones en medio de éstas, Pedro recibió una lección que no olvidaría jamás. Más adelante, entre gozos y tribulaciones, escribiría:
Si sois vituperados por el nombre de Cristo,
bienaventurados sois,
porque el espíritu de gloria y de Dios
descansa sobre vosotros.
I Pe. 4, 14
Fulton Sheen. Vida de Cristo, Herder, Barcelona, 1996. 157- 161
San Juan Crisóstomo
El joven que se acerca a Jesús
Y he aquí que, acercándosele uno, le dijo: Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? (Mt 1 9,1 6ss).
Hay quienes hablan mal de este joven, como si hubiera sido un taimado y perverso que se acercó a Jesús para tentarle. Por mi parte, no tendría inconveniente en decir que fue avaro y estaba dominado por el dinero, puesto que Cristo mismo demostró que así era; pero en manera alguna taimado. Primero, porque no es cosa segura lanzarse a juzgar de lo incierto, mayormente tratándose de culpas; y, segundo, porque Marcos nos quita totalmente esa sospecha. Marcos dice, en efecto, que, corriendo hacia Jesús, se le postró y le suplicaba. Y que luego, dirigiéndole Jesús una mirada, le amó. Pero es muy grande la tiranía de la riqueza, y bien se ve por el hecho de que, aun siendo en todo lo demás virtuosos, ella sola lo echa todo a perder. Con razón, pues, la llamaba también Pablo la raíz le todos los males. Porque: Raíz—dice—de todos los males es la avaricia. Ahora bien, ¿por qué le respondió Cristo, diciendo: Nadie hay bueno? Porque como el otro le miraba como a puro hombre, como a uno de tantos, como a simple maestro judío, también el Señor habla con él como hombre. En realidad, en muchas ocasiones vemos que Jesús responde de acuerdo con las ideas de sus interlocutores, como cuando dice: Nosotros adoramos lo que sabemos. Y: Si yo, doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. Así, pues, al decir ahora: Nadie es bueno, no se excluye a sí mismo de ser bueno, ni mucho menos. Porque no dijo: “¿A qué me llaman bueno? Yo no soy bueno”, sino: Nadie es bueno, es decir, nadie entre los hombres. Y aun, al decir esto, no pretende negar absolutamente la bondad de los hombres, sino sólo en parangón con la bondad de Dios. De ahí lo que añade: Sino sólo uno: Dios. Y no dijo: “Sino sólo mi Padre”, por que nos demos cuenta que no se quiso revelar a este joven. Por modo semejante había anteriormente llamado malos a los hombres, diciendo: Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos._ Y tampoco en este pasaje llamó malos a los hombres porque quisiera condenar la maldad de toda la naturaleza humana (dice “vosotros”, no todos los hombres), sino que, en comparación de la bondad de Dios, bien pudo llamar malos a los hombres. De ahí que también aquí añadió: ¡Cuánto más vuestro Padre dará bienes a quienes se los pidan! Mas ¿qué interés, qué utilidad tenía —me dirás en responder así a aquel joven? —Es que quería levantarlo poco a poco y enseñarle a huir de toda adulación y desprenderle de la tierra y unirlo a Dios; quería, en fin, persuadirle a buscar lo venidero y saber quién es el verdaderamente bueno y raíz y fuente de todos los bienes y que a Él refiriera todo el honor. Lo mismo cuando dice: No llaméis a nadie maestro sobre la tierra, lo dice en parangón con Él y porque se den cuenta quién es el principio primero de todos los seres.
EL JOVEN SE ACERCA AL SEÑOR CON NOBLE INTENCIÓN
Por lo demás, nos dio aquel joven pruebas de pequeño fervor, siquiera de momento, por el solo hecho de tener aquel deseo. Cuando de los otros, unos iban a tentar al Señor, otros sólo le pedían curaciones o de sus propias enfermedades o de las de sus familiares, sólo él se le acercó a preguntarle sobre la vida eterna. La tierra era realmente blanda y feraz, pero la muchedumbre de espinas ahogaba la semilla. Considerad, si no, qué bien preparado se presentaba de pronto para obedecer a lo que se le mandara. Porque: ¿Qué tengo que hacer — dice — para heredar la vida eterna? Tan animoso se sentía para cumplir lo que se le dijera. Ahora bien, si se hubiera acercado para tentar al Señor, nos lo hubiera manifestado el evangelista, como lo hace en otras ocasiones, por ejemplo, cuando el doctor de la ley. Y aun cuando el evangelista lo hubiera callado, Cristo no le hubiera consentido al joven obrar a escondidas, sino que le habría claramente confundido o, por lo menos, aludido a sus intentos, por que no se figurara que engañaba y no se le descubría, lo que hubiera redundado en su propio daño. Por otra parte, si hubiera ido a tentarle, no se habría retirado triste al oír la respuesta del Señor. Por lo menos; no sabemos de fariseo ninguno que sintiera tristeza semejante. Todos, al tapárseles la boca, se retiraban enfurecidos. No así éste, que: se va triste. Lo cual no es pequeña señal de que no se acercó al Señor con mala intención, sí con alma débil. Desea, cierto, la vida eterna, pero se siente dominado por otra pasión más fuerte. Como quiera, Cristo le respondió: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Y el joven le dice: ¿Qué mandamientos? Con lo que no intenta tentarle, ni mucho menos. Lo que pasa es que se imagina han de ser otros, distintos de los de la ley, los mandamientos que han de conducirle a la vida. Señal de que su deseo era muy ardiente. Luego le recitó Jesús los mandamientos de la ley, a lo que el otro le dijo: Todo eso lo he guardado desde mi juventud. Y ni siquiera ahí se detuvo, sino que siguió preguntando: ¿Qué me falta todavía? Lo cual era otra señal de su vehemente deseo. Y no era poco pensar que aún le faltaba algo y no creer que bastaba lo dicho para alcanzar lo que deseaba. ¿Qué responde ahora Cristo? Como iba a mandarle algo grande, pone por delante los premios y dice: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme.
LOS PREMIOS QUE EL SEÑOR PROMETE AL JOVEN QUE LE QUIERE SEGUIR
- Mirad cuántos premios, cuántas coronas propone el Señor para este estadio. Ahora bien, si el joven hubiera querido tentarle, Jesús no le hubiera dicho eso. Pero lo cierto es que se lo dice, y, con el fin de atraérselo, no sólo le muestra la grande recompensa que le espera, sino que lo deja todo a su libre determinación, dejando por todos esos modos en la penumbra lo que de pesado parecía contener su invitación. De ahí que antes de hablarle del trabajo y combate, ya le señala el premio, diciéndole: Si quieres ser perfecto. Y entonces es cuando añade: Vende tus bienes y dalos a los pobres. E inmediatamente vuelve a los premios: Y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme. A la verdad, también el seguirle era una grande recompensa. Y tendrás un tesoro en el cielo. Como la cuestión giraba en torno a las riquezas y le mandaba desprenderse de todas, para hacerle ver que no se le quitaba lo que tenia, sino que más bien se le acrecentaba, el Señor le dio más de lo que le mandaba dejar. Y no sólo más, sino cosas tanto mayores cuanto va del cielo a la tierra, y aún más. Y lo llamó tesoro para significar la abundancia de la recompensa y, a par, lo seguro, lo inviolable que estaba, en cuanto todo ello podía declararse a su joven oyente por comparación con lo humano.
EL JOVEN SE RETIRA TRISTE
No basta, pues, con despreciar las riquezas, sino que hay también que alimentar a los pobres, y principalmente hay que seguir a Cristo, es decir, hacer cuanto Él nos ha mandado: estar dispuestos a derramar la sangre y soportar la muerte cotidiana. Porque: Si alguno—dice—quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame’. Este Mandamiento, el de estar siempre preparados a derramar nuestra sangre, es mayor que el otro de tirar nuestras riquezas. Sin embargo, el desprendimiento de ellas no contribuye poco a estar dispuestos a derramar también la sangre. Mas, oído que lo oyó el joven, se marchó triste. Y el evangelista, como si quisiera explicarnos que nada había en ello de sorprendente, dice: Porque tenía muchos bienes. Y, en efecto, no se sienten por modo igual dominados por la riqueza los que poco tienen que los que nadan en la opulencia. En este caso el amor al dinero es más tiránico. Es lo que yo no me canso de repetir: el acrecentamiento de los ingresos no hace sino encender más el fuego, y cuanto mayor es la riqueza, más pobre es el que la posee, pues más vivamente ansía lo que le falta. Mirad, por ejemplo, en este caso la fuerza que demostró esa pasión. El que con tanta alegría y fervor se había acercado a Cristo, apenas oyó que éste le mandaba dejar sus riquezas, de tal modo le hundió su amor a ellas y tanto pesaron sobre él, que no le dejaron fuerzas ni para responder sobre ello al Señor. Silencioso, cabizbajo y triste, se alejó de su presencia.
EL CAMELLO POR EL OJO DE LA AGUJA
¿Qué dice a esto Cristo? ¡Qué difícilmente entrarán los ricos en el reino de los cielos’ Lo cual no es hablar contra las riquezas, sino contra los que se dejan dominar por ellas. Ahora bien, si los ricos entrarán con dificultad en el reino de los cielos, con mayor dificultad entrarán los avaros. Porque, si no dar de lo propio es obstáculo para entrar en el reino de los cielos, considerad el fuego que amontona quien encima toma lo ajeno. —Mas ¿qué razón tenia el Señor para decirles a sus discípulos que difícilmente entraría un rico en el reino de los cielos, cuando ellos eran todos pobres y nada poseían? —Es que quería enseñarles a no avergonzarse de la pobreza y casi, casi justificarse Él mismo de no permitirles poseer nada. Ahora, pues, ya que dijo que era difícil entrar un rico en el reino de los cielos, sigue más adelante y hace ver que es imposible, y no como quiera imposible, sino por todo extremo imposible, como bien lo puso de manifiesto por el ejemplo de que se vale, es decir, el del camello y la aguja. Porque: Más fácil es — dice — que un camello entre por el ojo de una aguja que no que un rico entre en el reino de los cielos. De donde se sigue que no será como quiera el premio de aquellos ricos que han sido capaces de vivir filosóficamente. Por eso dijo el Señor que eso era obra de Dios, que es decir la grande gracia de que necesita quien haya de llevar a cabo esa hazaña. Y es así que, como los discípulos se sintieran turbados por sus palabras, dijo: Para los hombres, eso es imposible; pero para Dios, todas las cosas son posibles. — ¿Y por qué se turban los discípulos, si ellos eran pobres y por extremo pobres? ¿A qué inquietarse ellos? — Se duelen por la salvación de los otros: primero. Porque ya tienen grande amor para con todos, y luego porque se sienten ya con entrañas de maestros. Lo cierto es que de tal modo temían y temblaban por la tierra entera ante esta sentencia del Señor, que realmente necesitaban de particular consuelo. Por eso, después de dirigirles su mirada, les dijo Jesús: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Después de consolarlos con su blanda y mansa mirada y disipar su angustia—eso quiere decir el evangelista al escribir: Después de haberlos mirado, los levanta también con sus palabras, aduciéndoles la omnipotencia de Dios, y volviéndoles así la confianza. Ahora, si queréis saber el modo como eso es posible, seguid escuchándome. Porque si dijo el Señor: Lo imposible para los hombres es posible para Dios, no fue para que os desalentarais y, como de empresa imposible, os alejarais de ello, sino para que, considerando la grandeza de la obra, saltarais más fácilmente a ella y, con la invocación de la ayuda de Dios, alcancéis tan altos premios y la vida eterna.
EL PREMIO A LA POBREZA
- — ¿Cómo puede, pues, ser eso posible? —Desprendiéndose de lo que se tiene, renunciando al dinero, apartándose de toda codicia mala. No todo en esta obra ha de atribuirse a Dios, y si el Señor habló así, fue para hacernos ver la grandeza de la hazaña a que nos invita. Escuchad en prueba de ello lo que sigue. Como Pedro le hubiera dicho muy resueltamente.: Mira que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, y le preguntara: ¿Qué habrá, pues, para nosotros?, el Señor, después de señalarles su paga, prosiguió: Y todo el que dejare casas, o campos, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, recibirá ciento por uno en este tiempo y heredará la vida eterna. De este modo lo imposible se hace posible. —Pero ¿cómo—me dirás—puede realizarse el abandono mismo de la riqueza? ¿Cómo es posible que quien una vez se ha visto envuelto en esa codicia lo soporte? —Empezando por desprenderse de lo que tiene, y en esto, empezando a su vez por cortar lo superfluo. De este modo, irá adelantando más y más y correrá con más facilidad lo restante. No pretendas hacer todo de un golpe, no. Si de golpe te parece difícil, sube poco a poco esta escalera que ha de conducirte al cielo. Los que sufren alta fiebre o tienen dentro abundante bilis amarga, si ingieren alimento o bebida, no sólo no apagan su sed, sino que encienden más y más su ardor. Así los que aman el dinero, si sobre esta mala codicia, y más amarga que las bilis del enfermo, arrojan más dinero, no hacen sino encender más y más su codicia. Para calmarla, no hay como abstenerse por un tiempo de toda ganancia, como para; calmar la bilis amarga no hay como comer poco y evacuar de vientre. Mas esto mismo, ¿cómo conseguirlo? Considerando que, siendo rico, jamás se calmará tu sed de riquezas, siempre estarás consumido por la codicia de tener más; mas si te desprendes de lo que tienes, podrás detener también esta enfermedad. No amontones, pues, más y más, no sea que vayas corriendo tras lo inasible, y tu enfermedad se haga incurable y, sufriendo de esa rabia, seas el, hombre más miserable. Respóndeme, en efecto: ¿Quién diríamos que es atormentado y sufre: el que desea ardientemente comidas y bebidas preciosas y no puede gozar de ellas como quiere, o el que, no conozca semejante deseo? Es evidente que el que desea y no puede tener lo que desea. Es, efectivamente, tan doloroso desear y no gozar de lo que se desea, tener sed y no beber, que, queriendo Cristo describirnos el infierno, nos lo describe por ese tormento y nos presenta al rico glotón abrasado de ese modo. Su tormento era justamente desear una gota de agua y no lograrla. Luego el que desprecia las riquezas, calma su pasión; pero el que busca enriquecerse y acrecentar más y más lo que tiene, no hace sino encenderla más y jamás se detiene. Si gana mil talentos, desea otros tantos; si éstos consigue, luego codiciará dos veces más: y, avanzando más y más, querrá que los montes, la tierra y el mar y todas las cosas se le conviertan en oro. ¡Nueva y espantosa locura y que ya no hay medio de detener! Comprende que, no añadiendo, sino quitando, es posible contener ese mal. Si te viniera el absurdo deseo de volar y andarte por esos aires, ¿cómo extinguirías ese absurdo deseo: entreteniéndote en fabricarte alas y preparar otros aprestos de vuelo, o persuadiendo a tu razón que su deseo es imposible y que no hay que intentar empresas semejantes? Evidentemente, persuadiendo de ello a tu razón. —Pero es que aquí—me dices—se trata de algo imposible. —Pues más imposible todavía resulta poner un límite a la codicia. Porque más fácil es que los hombres vuelen que no, añadiendo dinero, matar el amor al dinero. Cuando se desea algo posible, posible es calmar el deseo cuando se logra; mas cuando se desea lo imposible, no hay otro remedio que apartarnos de semejante deseo, pues no cabe recuperar de otro modo nuestra alma. No suframos, pues, inútiles dolores; dejemos ese amor a las riquezas que nos pone en rabia continua y no sufre calmarse ni un momento; anclemos el corazón en otro amor capaz de hacernos felices y que es además por extremo fácil: deseemos los tesoros del cielo. Aquí no es tan grande el trabajo, la ganancia es indecible y, por poco que vigilemos y estemos alerta y despreciemos lo presente, no cabe que los perdamos; así como quien es esclavo de los tesoros de la tienda y se dejó una vez encadenar por ellos es de toda necesidad forzoso que un día los pierda.
LA CODICIA, FUENTE DE MALES Y PECADOS
- Considerando todo esto, desecha de ti la perversa codicia de riquezas. Porque ni siquiera puedes decir que, si te priva de los bienes venideros, por lo menos te procura los presentes. A la verdad, si así fuera, ello sería el supremo castigo y suplicio. Mas lo cierto es que ni eso se cumple. No. Aparte del infierno, y aun antes del infierno, aquí también te lleva al más duro suplicio. Cuántas casas, en efecto, no ha trastornado la codicia, cuántas guerras no ha encendido, a cuántos no ha obligado a poner término violento a su vida! Y aun antes de esos peligros, la codicia destruye toda nobleza de alma y hace muchas veces, a quien ella domina, esclavo, cobarde, atrevido, embustero, sicofanta, ladrón, tacaño y cuanto de más bajo pueda imaginarse. Mas tal vez te quedas como enhechizado al contemplar el brillo de la plata, la muchedumbre de los (esclavos, la’ hermosura de los edificios, la pleitesía que se rinde a los ricos en plena ágora. ¿Qué remedio, pues, cabe para una herida tan grave como ésa? —Que consideres cómo dejan esas cosas a tu alma: qué tenebrosa, qué solitaria, qué fea, qué deforme. Que reflexiones, a costa de cuántos males adquiriste todo eso; con cuántos trabajos, con cuántos peligros lo guardas. Y, a decir verdad, ni siquiera lo guardas hasta el fin. Porque, si logras burlar los asaltos de todo el mundo, viene por fin la muerte, y muchas veces tus riquezas pasarán a manos de tus mismos enemigos, y a ti se te llevará solo, sin que lleves otra cosa contigo sino las heridas que se hizo tu alma justamente con aquellas riquezas. Cuando veas, pues, a alguien que brilla extremadamente por sus vestidos y por su numerosa escolta, despliega su conciencia, y la verás por dentro llena de telas de araña, llena de mucho polvo. Piensa en Pedro y Pablo. Piensa en Juan y en Elías. Piensa más bien en el Hijo mismo de Dios, que no tenía dónde reclinar su cabeza. Imítale a Él, imita a los que fueron siervos suyos y represéntate la inefable riqueza que éstos consiguieron. Mas si, después de recobrar un poco tu vista por estas consideraciones, nuevamente te ves entre tinieblas, como en un naufragio al estallar violenta tormenta, escucha entonces la sentencia de Cristo, que dice ser imposible que un rico entre en el reino de los cielos. Junto a esta sentencia del Señor, pon las montañas, la tierra y el mar; haz, si te place, que todo eso se te convierta por el pensamiento en oro, y nada hallarás comparable al daño que de ello se había de seguir. Tú me hablarás de tantas y tantas huebras de tierra, de diez, de veinte, de más de veinte casas, de otros tantos baños, de mil esclavos, de dos mil si te place; de coches forrados de oro y plata; yo por mi parte te digo que si, dejando toda esa miseria—pues miseria es para lo que voy a decir—, cada uno de vosotros, los ricos, poseyerais el mundo entero; si fuerais señores de tantos hombres como ahora hay en la tierra, en el mar, en el universo entero; si fuera vuestra la tierra y el mar y tuvierais en todas partes edificios y ciudades y provincias, y de todas partes os manara oro en lugar del agua de las fuentes; si con todo eso perdíais el reino de los cielos, yo no daría tres óbolos por toda vuestra riqueza. Porque si ahora los que codician esas riquezas perecederas así son atormentados cuando no las consiguen, ¿qué consuelo tendrán cuando se den cuenta de haber perdido aquellos bienes inefables? Ninguno absolutamente. No me hables, pues, de la abundancia de riquezas. Considera más bien el daño que sufren los amadores de ellas, pues por ellas pierden el cielo. Es como si uno que ha perdido un máximo honor en el palacio imperial, luego se enorgulleciera de poseer un montón de estiércol. No es ciertamente mejor un montón de dinero, o, por mejor decir, más vale el estiércol que el dinero. El estiércol vale por lo menos para abonar las tierras, y para calentar los baños, y para otras cosas por el estilo; mas el oro escondido bajo tierra, para nada de eso vale. ¡Y ojalá fuera sólo inútil! Pero lo cierto es que enciende muchos hornos contra el que lo posee, si no usa de él como es debido, y de él nacen infinitos males. De ahí que los escritores profanos llamaron a la codicia la ciudadela, y el bienaventurado Pablo, mejor y más expresivamente, la raíz de todos los males.
EXHORTACIÓN FINAL: EMULEMOS LO DIGNO DE EMULACIÓN
Considerando, pues, todas estas cosas, sepamos emular lo digno de emulación: no los espléndidos edificios, no los pingües campos, sino a los hombres que ganaron inmenso crédito delante de Dios, a los que son ricos en el cielo, a los que son dueños de aquellos tesoros, a los que son verdaderamente ricos, a los pobres por amor de Cristo. Así alcanzaremos los bienes eternos, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, con quien sea Padre y al Espíritu Santo gloria, poder, honor y adoración ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén
San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, Homilía 63, Ed. BAC, Madrid, 1966, pag. 303 – 316
Guión Domingo XXVIII Tiempo Ordinario
13 de octubre del 2024
Entrada:
La persona de Jesús es el bien absoluto que hay que estar dispuesto a preferir por encima de las riquezas. En esto consiste la verdadera sabiduría: el que renuncia a todo por Cristo, lo encuentra en Él centuplicado – con persecuciones – y además la vida eterna.
Primera Lectura: Sabiduría 7,7,-11
El hombre sensato, tiene por nada las riquezas en comparación con la Sabiduría, porque su resplandor no tiene ocaso.
Segunda Lectura: Hb. 4, 12-13
Jesucristo es la Palabra de Dios que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón del hombre.
Evangelio: Mc.10, 17-30 (o 10, 17-27)
Jesús quiere que nuestro corazón se llene de la alegría de poseer a Dios, para lo cual debemos desprendernos de las riquezas pasajeras y engañosas.
Preces:
Introducción:
Todo es posible para Dios. Por eso, hermanos, pidamos con confianza de hijos a nuestro Padre del Cielo.
A cada intención respondemos…
- Por el Santo Padre, los Obispos y sacerdotes, para que al celebrar los santos Misterios, animen a los cristianos a responder con valentía al llamado de Jesús en una entrega generosa, mirando siempre la gloria de Dios y la salvación de las almas. Oremos…
- Por los jefes políticos, para que comprendan que la paz es una de las más elevadas aspiraciones del género humano, y que Jesús llamó dichosos a los que trabajan por la paz, porque merecerán ser llamados Hijos de Dios”. Oremos…
- Por los esposos cristianos, para que conscientes de la gracia recibida en el sacramento del matrimonio construyan una familia abierta a la vida y capaz de afrontar los desafíos de la cultura de la muerte. Oremos…
- Por los jóvenes, para que abracen el gozoso compromiso de llevar el Evangelio con el testimonio coherente de sus vidas, yendo contra la corriente de la moda del relativismo. Oremos…
- Por todos los bautizados, para que madurando en la fe, conozcan cada vez mejor el rostro del Señor y vivan más intensamente en comunión con Él, para testimoniar al mundo la fuerza de su amor y de su paz. Oremos…
Ya que nada de lo creado escapa a tu vista, concédenos Señor, lo necesario para que todo quede orientado a tu Gloria y al bien de nuestros hermanos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Ofertorio:
Con la disposición de dejar todo lo que nos estorba para seguir al Señor por el camino de la Fe y de la Cruz, nos ofrecemos a nosotros mismos presentando:
*Incienso y las oraciones que nos han encomendado para el bien de la Iglesia.
*Pan y vino para ser transformados en Cristo Señor nuestro.
Comunión:
Cristo es nuestra riqueza. Él sólo nos basta porque es el Dios Omnipotente que todo lo dirige para nuestro bien. Entreguémosle nuestro corazón sin reserva.
Salida:
A Ti Virgen María confiamos nuestras vidas y nuestra consagración. Guía nuestros pasos por el Camino que es tu Hijo, hasta el encuentro con el Padre.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Riquezas ¿para qué me sirven?
Cuenta San Agustín una historia muy singular: “Una vez había un rico que estaba a punto de morir y mandó a que le pusieran sobre el lecho de la agonía todas sus riquezas. Allí le trajeron el oro, la plata y un montón de piedras preciosas, y él les decía:
- Riquezas mías, me han dicho que servís para todo, pues ¿por qué no me das la salud que me falta? ¿por qué no me cerras las puertas de la tumba que me espera?
Y viendo cuán de poco le servían en aquella hora aquellas riquezas que con tanto trabajo había amontonado, desesperado por tener que dejarlas, hundiendo los brazos hasta el codo en aquel inútil montón de hojarasca, ¡así se murió!”.
¡Cuántos ricos, mis hermanos, morirán así! Por no haberse persuadido a tiempo de que aquellas riquezas se la había dado Dios sólo para una cosa: para poder comprar con ellas, empapándolas en caridad, el Reino de los Cielos.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 629)