PRIMERA LECTURA
La viuda preparó una pequeña galleta
con su harina y la llevó a Elías
Lectura del primer libro de los Reyes 17, 8-16
La palabra del Señor llegó al profeta Elías en estos términos: «Ve a Sarepta, que pertenece a Sidón, y establécete allí; ahí Yo he ordenado a una viuda que te provea de alimento».
Él partió y se fue a Sarepta. Al llegar a la entrada de la ciudad, vio a una viuda que estaba juntando leña. La llamó y le dijo: «Por favor, tráeme en un jarro un poco de agua para beber». Mientras ella lo iba a buscar, la llamó y le dijo: «Tráeme también en la mano un pedazo de pan».
Pero ella respondió: « ¡Por la vida del Señor, tu Dios! No tengo pan cocido, sino sólo un puñado de harina en el tarro y un poco de aceite en el frasco. Apenas recoja un manojo de leña, entraré a preparar un pan para mí y para mi hijo; lo comeremos, y luego moriremos».
Elías le dijo: «No temas. Ve a hacer lo que has dicho, pero antes prepárame con eso una pequeña galleta y tráemela; para ti y para tu hijo lo harás después.
Porque así habla el Señor, el Dios de Israel: El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo».
Ella se fue e hizo lo que le había dicho Elías, y comieron ella, él y su hijo, durante un tiempo. El tarro de harina no se agotó ni se vació el frasco de aceite, conforme a la palabra que había pronunciado el Señor por medio de Elías.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 145,7-10
R. ¡Alaba al Señor, alma mía!
El Señor mantiene su fidelidad para siempre,
hace justicia a los oprimidos
y da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos. R.
El Señor abre los ojos de los ciegos
y endereza a los que están encorvados.
El Señor ama a los justos.
El Señor protege a los extranjeros. R.
Sustenta al huérfano y a la viuda;
y entorpece el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
reina tu Dios, Sión, a lo largo de las generaciones. R.
SEGUNDA LECTURA
Cristo se ofreció una sola vez
para quitar los pecados de la multitud
Lectura de la carta a los Hebreos 9, 24-28
Cristo no entró en un santuario erigido por manos humanas —simple figura del auténtico Santuario— sino en el cielo, para presentarse delante de Dios en favor nuestro. Y no entró para ofrecerse a sí mismo muchas veces, como lo hace el Sumo Sacerdote que penetra cada año en el Santuario con una sangre que no es la suya. Porque en ese caso, hubiera tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. En cambio, ahora Él se ha manifestado una sola vez, en la consumación de los tiempos, para abolir el pecado por medio de su Sacrificio.
Y así como el destino de los hombres es morir una sola vez, después de lo cual viene el Juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, aparecerá por segunda vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan.
Palabra de Dios.
ALELUIA Mt 5,3
Aleluia.
Felices los que tienen alma de pobres,
porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Aleluia.
EVANGELIO
Esta pobre viuda ha puesto más
que cualquiera de los otros
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 12, 38-44
Jesús enseñaba a la multitud:
«Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad».
Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre.
Entonces Él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros; porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir».
Palabra del Señor.
O bien más breve
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 12, 41-44
Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó dos pequeñas monedas de cobre.
Entonces Él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros; porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir».
Palabra del Señor.
Rudolf Schnackenburg
La ofrenda de la viuda
(Mc.12,41-44)
Este pequeño episodio presenta un profundo contraste con el precedente reproche a la piedad aparente de los escribas. La pobre viuda con su espíritu de sacrificio y su adoración práctica de Dios avergüenza a la gente de largas oraciones y de palabras altisonantes. (…) Mateo, a quien preocupaba más la disputa con los escribas, la ha omitido; pero Lucas, el evangelista «social», no la ha dejado escapar, siguiendo la pauta de Marcos.
Dentro del recinto del templo, en el llamado atrio de las mujeres, se encontraba una sala -la cámara del tesoro- en la que había trece cepillos en forma de trompeta. Los recipientes servían para recoger las ofrendas con distintos fines, incluso para las ofrendas libres sin ninguna finalidad concreta. Los visitantes del templo no depositaban ellos mismos el dinero en los cepillos, como ocurre entre nosotros, sino que lo entregaban al sacerdote encargado, el cual lo depositaba en el arca correspondiente, según el deseo del donante. Esto explica cómo Jesús pudo advertir la ofrenda de la viuda. Ella indicó la cantidad y su destino al sacerdote y Jesús pudo oírlo. Por los detalles ella aportaba su modestísima cantidad como ofrenda libre sin objetivo concreto, para lo que estaba previsto el cepillo decimotercero. Con el dinero allí recogido se ofrecían los holocaustos; la mujer no quería, pues, sino hacer una obra en honor de Dios. Las ofrendas para ayuda de los pobres se depositaban en otro lugar o se recogían en un bote.
La enseñanza que Jesús imparte a los discípulos, y con ellos a la comunidad posterior, es clara: la verdadera piedad es una entrega a Dios, un ponerse por completo a su disposición. Esta mujer no dio de lo superfluo, sino de su misma pobreza y de lo que le era necesario. Todo lo que tenía, tal vez -según la expresión griega- lo que necesitaba aquel día para su sustento, lo da sin reservas. Las dos monedillas judías más pequeñas indican que aún podía haberse quedado con algo, pero de hecho lo entregó todo a Dios y con ello a sí misma. Una persona así no puede por menos de mirar por las otras personas indigentes y, si es necesario, comparte con ellas hasta el último bocado.
La mujer ama a Dios «con todas sus fuerzas», según la interpretación judía, es decir con toda su hacienda terrena, con todos sus bienes y posesiones. Hay también testimonios extracristianos valorando al máximo la intención y el hecho, sin tener en cuenta el montante de la cantidad ni la grandeza externa de una acción. Lo específicamente cristiano se pone de manifiesto a la luz del mandamiento supremo: el hombre se da a sí mismo por amor, se ofrece a Dios en sacrificio, y por Dios también a los hombres. Es un bello testimonio del primitivo pensamiento cristiano que se haya conservado el recuerdo de un episodio tan insignificante, se haya seguido refiriendo y que Marcos haya elegido precisamente la escena como cierre de ministerio público de Jesús y de sus enseñanzas en el templo de Jerusalén.
(SCHNACKENBURG, R., El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)
Xavier Leon – Dufour
Limosna
- Los sentidos de la palabra. El hebreo no tiene término especial para designar la limosna. Nuestra palabra española viene del griego eleemosyne, que en los LXX designa ora la *misericordia de Dios (Sal 24,5; Is 59,16), ora (raras veces) la respuesta leal del hombre a Dios (Dt 6,25), ora, finalmente, la misericordia del hombre con sus semejantes (Gén 47,29). Esta última sólo es auténtica si se traduce en actos, entre los cuales tiene un puesto importante el apoyo material de los que se hallan en la necesidad. La palabra griega acabará por limitarse a este sentido preciso de “limosna”, en el NT y ya en los libros tardíos del AT: Dan, Tob, Eclo. Sin embargo, estos tres libros conocen todavía la eleemosyne de Dios para con el hombre (Dan 9,16; Tob 3,2; Eclo 16,14; 17,29): para toda la Biblia la limosna, gesto de bondad del hombre para con su hermano, es ante todo una imitación de los gestos de Dios, que fue el primero en dar muestras de bondad para con el hombre.
- El deber de la limosna. Si la palabra es tardía, la idea de la limosna es tan antigua como la religión bíblica, que desde los orígenes reclama el *amor de los *hermanos y de los *pobres. La *ley conoce así formas codificadas de limosna, que son ciertamente antiguas: obligación de dejar parte de las cosechas para el espigueo y la rebusca después de la vendimia (Lv 19,9; 23,22; Dt 24, 20s; Rut 2), el diezmo trienal en favor de los que no poseen tierras propias: levitas, *extranjeros, huérfanos, viudas (Dt I4,28s; cf. Tob 1,8). El pobre existe y hay que responder a su llamada con generosidad (Dt 15,11; Prov 3,27s; 14,21) y delicadeza (Eclo 18,15ss).
- Limosna y vida religiosa. Esta limosna no debe ser mera filantropía, sino gesto religioso. La generosidad con los pobres, ligada con frecuencia a las celebraciones litúrgicas excepcionales (2Sa 6,19; Neh 8,10ss; 2Par 30,21-26; 35,7ss), forma parte del curso normal de las *fiestas (Dt 16,11.14; Tob 2,1s). Más aún, este gesto adquiere su valor del hecho de alcanzar a Dios mismo (Prov 19,17) y crea un derecho a su *retribución (Ez 18,7; cf. 16,49; Prov 21,13; 28,27) y al *perdón de los pecados (Dan 4,24; Eclo 3,30). Equivale a un sacrificio ofrecido a Dios (Eclo 35,2). El hombre, al privarse de su bien, se constituye un tesoro (Eclo 29,12). “Bienaventurado el que piensa en el pobre y en el débil” (Sal 41,1-4; cf. Prov 14,21). El viejo Tobías exhorta así a su hijo con ardor: “No apartes el rostro de ningún pobre y Dios no lo apartará de ti. Si abundares en bienes, haz de ellos limosna, y si éstos fueren escasos, según esa tu escasez no temas hacerlo… Todo cuanto te sobrare, dalo en limosna, y no se te vayan los ojos tras lo que dieres…” (Tob 4,7-11.15).
NT. Con la venida de Cristo la limosna conserva su valor, pero se sitúa en una economía nueva que le confiere un sentido nuevo.
- La práctica de la limosna. Es admirada por los creyentes, sobre todo cuando es practicada por *extranjeros, por personas que “temen a Dios”, que así manifiestan su simpatía por la fe (Lc 7,5; Act 9,36; 10,2). ‘Por lo demás, Jesús la había contado, juntamente con el *ayuno y la *oración, como uno de los tres pilares de la vida religiosa (Mt 6,1-18).
Pero Jesús, al recomendarla, exige que se haga con perfecto desinterés, sin la menor ostentación (Mt 6,1-4), “sin esperar nada a cambio” (Lc 6, 35; 14,14), hasta sin medida (Lc 6, 30). En efecto, no podemos contentarnos con alcanzar un máximo codificado: el diezmo tradicional parece sustituirlo Juan Bautista por una repartición por mitades (Lc 3,11), que Zaqueo realiza efectivamente (Lc 19,8); más aún, no hay que hacerse sordos a ningún llamamiento (Mt 5,42 p), porque los *pobres están siempre entre nosotros (Mt 26, 11); finalmente, si uno no tiene ya nada propio (cf. Act 2,44), queda todavía el deber de comunicar por lo menos los dones de Cristo (Act 3,6), y de *trabajar para venir en ayuda a los que se hallan en la necesidad (Ef 4,28).
- La limosna y Cristo. Si la limosna es un deber tan radical, es que halla su sentido en la fe en Cristo, lo cual puede tener un significado más o menos profundo.
a) Si Jesús sostiene con la tradición judía que la limosna es fuente de *retribución celestial (Mt 6,2.4), que constituye un tesoro en el cielo (Lc 12,21.33s), gracias a los *amigos que se granjea uno allí (Lc 16,9), no lo hace por razón de un cálculo interesado, sino porque a través de nuestros *hermanos desgraciados alcanzamos a Cristo en persona : “Lo que hiciereis a uno de estos pequeñuelos…” (Mt 25,31-46).
b) Si el discípulo debe darlo todo en limosna (Lc 11,41; 12,33; 18,22) es, en primer lugar, para *seguir a Jesús sin echar de menos los propios bienes (Mt 19,21s p), y después, para ser liberal como Jesús mismo, que “siendo rico se hizo pobre por vosotros a fin de enriqueceros con su pobreza” ‘(2Cor 8,9).
c) Finalmente, para impedir que se degrade la limosna rebajándola a mera filantropía, no tuvo Jesús reparo en defender contra Judas el gesto gratuito de la mujer que acababa de “perder” el valor de trescientas jornadas de trabajo derramando su precioso perfume: “A los pobres los tendréis siempre con vosotros, pero a mí no me tendréis siempre” (Mt 26,11 p). Los pobres pertenecen a la economía ordinaria (Dt 15,11), natural en una humanidad pecadora; en cambio, Jesús significa la economía mesiánica sobrenatural; y la primera no halla su verdadero sentido sino por la segunda: a los pobres no se les socorre cristianamente sino con referencia al amor de Dios manifestado en la pasión y en la muerte de Jesucristo.
- La limosna en la Iglesia. Aun cuando sean necesarios ciertos gestos gratuitos para impedir que se confunda el Evangelio del reino con la extinción del pauperismo, todavía hay que socorrer a nuestro *prójimo para alcanzar al “esposo que nos ha sido arrebatado” (Mt 9,15): “¿cómo mora la caridad de Dios en el que cierra sus entrañas ante su hermano necesitado?” (lJn 3,17; cf. Sant 2, 15). ¿Cómo celebrar el sacramento de la *comunión eucarística sin compartir fraternalmente los propios bienes? (ICor 11,20ss).
Ahora bien, la limosna puede tener un alcance todavía más vasto y significar la *unión de las iglesias. Es lo que san Pablo quiere decir cuando da un nombre sagrado a la cuestación, a la colecta que hace en favor de la Iglesia madre de Jerusalén: es una diaconía (2Cor 8,4; 9, 1.12s), una liturgia (9,12). En efecto, para colmar el foso que comenzaba a cavarse entre la Iglesia de origen pagano y la Iglesia de origen judío, se preocupa Pablo por traducir en limosnas sustanciosas la unión de estas dos categorías de miembros del mismo *cuerpo de Cristo (cf. Act 11,29; Gál 2,10; Rom 15,26s; lCor 16,1-4); ¡con qué ardor pronuncia un verdadero “sermón de caridad” destinado a los corintios! (2Cor 8-9). Hay que aspirar a establecer la igualdad entre los hermanos (8,13), imitando la liberalidad de Cristo (8,9);para que Dios sea glorificado (9,11-14) hay que “*sembrar abundantemente”, pues “Dios ama al que da con alegría” (9,6s).
(LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001)
San Alberto Hurtado
El Cottolengo
Pobre canónigo de Turín, chiflado por los pobres, sin dinero ni relaciones. ¿Qué hacer? Echarse en brazos de la Divina Providencia. Empezó su obra con la teoría que a Dios lo mismo le cuesta mantener a dos que a mil, y que el que ora sin vacilar cuenta con la Divina Providencia.
Buscaba desvalidos y oraba los tiempos desocupados delante del Santísimo Sacramento. Desde el principio daba sin contar el dinero que daba. Decía: “si Cristo dice que no debe saber la mano izquierda, tampoco el ojo. Por otra parte, si vemos a Cristo en los pobres, ¿vamos a andar contando lo que le damos?” (cf. Mt 6,3).
La Divina Providencia empezó con una casucha de dos cuartos, un establo y un corral. No pedía a nadie sino a Dios y así hasta ahora. “Una Universidad de la oración y caridad cristiana”.
Su salario de canónigo lo da fuera de la Piccola Casa, porque si lo diera dentro, la casa se arruinaría. Cuando sale fuera no se vuelve a acordar de la Piccola Casa para que Dios la cuide. La oración se dilata por nuestra debilidad en pedir y por nuestras culpas. La Piccola Casa no podría quebrar mientras su dinero estuviese guardado en el Banco de la Piccola Casa.
Un día la superiora de las Hermanas de San Vicente se queja: carece de lo más indispensable; sólo una moneda de oro. “¿Dónde está esa moneda?”. Se la pasa temblando, [Cottolengo la] arroja por la ventana… “Ahora váyase en paz, que Dios proveerá!”. Y esa tarde…
La hermana:
–Las niñas no podrían desayunar.
–¿Y las niñas murmurarán?
–No, pero tendrán hambre.
–Mándelas desayunar.
Se va a la capilla, y llega una limosna suficiente.
La Piccola Casa, casa de oración. Se les enseña a orar sin vacilar. Les pasa con los milagros lo que a nosotros con la radio: no nos llama la atención. “Aquí nada hay mío”, dice [Cottolengo]. Dispuesto a echar abajo la casa, ladrillo por ladrillo, cuando entienda que esa es la voluntad de Dios.
Acusado ante el Señor Arzobispo por deudas. Al ir a presentarse le entregan una cantidad superior.
Un tendero furioso viene a insultarle por deudas. Pasa la noche en oración, y al siguiente día viene de nuevo el tendero, él cree que a retarle, pero viene a agradecerle el dinero enviado. ¿Por quién?
Al panadero a punto de quebrar, acreedor de 18.000 liras, le dice:
–Tenga paciencia.
–Tanta he tenido.
Al volver, un caballero:
–¿Cuánto debe don Cottolengo? Déle el recibo.
Diálogo del Ministro del Rey:
–¿Usted es el director de la Piccola Casa?
–No, un agente de la Divina Providencia.
–¿Con qué recursos?
–Con los de la Divina Providencia.
–Debe tener fondos determinados para sostener tanta gente.
–Sí, los tenemos, los de la Divina Providencia ¿Cree que le van a faltar fondos?
–Sea… es deber del gobierno asegurarse garantías para esta obra. Si usted falla, deberá cargar el Gobierno con tantos destituidos.
–Excelencia, confíe. Dios seguirá proveyendo.
El Rey quiso tomar la Piccola Casa bajo su protección.
–No, porque el patrocinio de Dios es superior al del Rey.
El oficial anuncia que el Rey va a honrar la Piccola Casa con su visita.
–Gracias, pero Su Majestad hará un favor mayor no visitándola, pues la protección humana disgustaría a la Divina Providencia.
¿Y el sucesor? No, hay que renovarse como la guardia, una palabra pasada de soldado a soldado y éste reemplaza, y el otro a descansar.
El Rey:
–Lleve contabilidad.
–¿Cuántos años la Divina Providencia gobierna el mundo?
–Unos 6.000.
–¿Alguna vez en bancarrota? Nunca ha faltado nada.
La Piccola Casa de la Divina Providencia, prodigios diarios durante un siglo. Niños expósitos, deformes, idiotas, tullidos, cancerosos, epilépticos, viejos y viejas repugnantes, pilluelos de la calle, magdalenas arrepentidas.
Todos desechos del mundo físico y moral, excepto locos. 9.000 enfermos y 1.000 religiosos sostenidos por el Banco de la Divina Providencia. Al frontis de la institución: “El que confía en el Señor no será defraudado”.
Visita del Padre Heredia al director. ¿Fondos? 45 liras en la mesa… eso es todo; en cambio tenía cuentas por más de 30.000 liras. Y sin más comentarios, a recorrer la institución. Lo primero, la capilla, 10 minutos, de rodillas, con las palmas al cielo, como un pordiosero. Tranquilamente por la casa… dos horas. Nunca tanta miseria y tanta caridad. Nueva visita [al Santísimo], aquel hombre no podía pasar cerca de la capilla sin saludar [al Señor]. Despacho: cartas, un montón, y paquetes no por correo, porque estaban sin sello. ¡Siéntese, Padre! Primera carta: acreedor en lenguaje robusto cobraba 2.000 liras; abrió otras, un cheque de 50 liras; letra de 200 libras; 2.000 francos; 500 dólares; todos pagados excepto dos. Monedas, muchas de oro. Yo, “atontado”. Llama a otro religioso y, sin contar, le entrega el montón de cheques y el paquete de cuentas, para que pague al momento. Vamos a la capilla media hora a dar gracias.
“Qui confidit in Domino non minorabitur”.
“El que confía en el Señor no será defraudado”.
(San Alberto Hurtado, La búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, p. 226 – 228).
P. Alfredo Sáenz, S.J.
La viuda que lo dio todo
Las lecturas de hoy nos inclinan a tratar de algo que es muy caro al cristianismo, la práctica de la limosna. En el primero de los textos hemos escuchado el relato del encuentro entre Elías y la viuda de Sarepta. Esta viuda, a pesar de ser paupérrima —tan pobre que estaba a punto de morirse de hambre juntamente con su hijo— no vaciló en dar lo poco que tenía al profeta, que así se lo solicitaba. Y, según se lo había anticipado Elías, su generosidad se vio premiada por Dios de manera exuberante. Asimismo en el evangelio advertimos cómo el Señor encomia a la humilde viuda que, sin ostentación alguna, echó en la alcancía del templo dos monedas de cobre: “Os aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir”.
Ante semejantes ejemplos nos sentimos impelidos a practicar la limosna. Porque, como dijo el Señor, “mejor es dar que recibir”. La dadivosidad ya era un mandato de Dios en el Antiguo Testamento, según leemos en el Deuteronomio: “Nunca dejará de haber pobres en la tierra; por eso te doy este mandamiento, abrirás tu mano al necesitado y al pobre”. Frente a la miseria, no clausuremos nuestro corazón. Cunado entregamos algo a un pobre, Dios lo guarda en el banco del cielo. Y así, mientras damos limosna en la tierra, vamos acumulando un tesoro en las alturas, donde no lo roe la polilla ni lo saquean los ladrones. Porque el Señor mismo es quien lo custodia.
Tan grande es el valor de la limosna que Jesús describe el juicio final en función de ella. Leamos el texto: “Cuando el Hijo del hombre llegue en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros… Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba preso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; de paso, y me vinisteis a ver’. Los buenos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso y fuimos a verte?’. Y el Rey les responderá: ‘Os aseguro que en la medida en que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo “. A la luz de estas palabras de Cristo, cuánta verdad parece trasuntar aquel texto que se lee en un epitafio: “He perdido lo que he gastado; he dejado a los demás lo que tenía; sólo me queda lo que he dado”. Haciendo limosna, atesoramos en el cielo. El Señor nos podrá decir: Toma lo que guardaste, entra en posesión de lo que adquiriste, yo te lo he reservado para alegría tuya eterna.
Y volviéndose después a los de la izquierda, les mostrará sus cofres, vacíos de limosnas. Y les dirá: “Alejaos de mí, malditos; id al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; estaba de paso, y no me alojasteis; desnudo, y no me vestisteis; enfermo y preso, y no me visitasteis’. Estos, a su vez, le preguntarán: `Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso y no te hemos socorrido? Y él les responderá: ‘Os aseguro que en la medida que no lo hicisteis con el más pequeño obras de misericordia corporal, como las que hemos considerado, pero también con de mis hermanos, tampoco lo hicisteis conmigo’ estos irán al castigo eterno, y los buenos a la vida eterna” Así concluye el Señor. Como si dijera: Yo había puesto en el mundo a esos pobres menesterosos; yo, la Cabeza, estaba sentado a la diestra de Dios, ésos, mis miembros, padecían en la tierra. Dando limosna a los miembros de mi cuerpo, me la dabais a mí. Y como nada pusisteis en manos de ellos, nada habéis encontrado en mí.
Al fin y al cabo nosotros, amados hermanos, hemos recibido tantos beneficios del Señor. Podríase decir que somos una gran limosna de Dios. Es hora de retornar tan ingente beneficencia vistiendo y alimentando al Señor en los necesitados. No le pareció a Cristo bastante la cruz y la muerte; se hizo pobre y peregrino, viajero y desnudo, sufrió la cárcel y el dolor, para ver si podía lograr que nosotros lo atendiésemos. ¿Veis a este hombre en harapos? Yo estuve desnudo por vosotros en la cruz, y ahora lo estoy por vosotros en este pobre. Yo fui preso por vosotros, ahora para vosotros lo vuelvo a estar en los encarcelados. No os pido que los libréis. Sólo quiero que me hagáis una visita. ¡Ojalá que mis cadenas antiguas o presentes os muevan a compasión! Pasé hambre por vosotros, y ahora la padezco otra vez en los que carecen de alimentos. Tuve sed por vosotros en la cruz, y ahora la siento en mis pobres que os piden un vaso de agua. Sólo os imploro vestido, agua; y un poco de alivio para mi hambre. Yo, que puedo alimentarme por mí mismo, prefiero dar vueltas a vuestro alrededor, y extender mi mano a vuestro paso.
Así es, queridos hermanos. Cristo ha querido hacerse visible en la persona de los pobres, ha querido tener “parientes pobres”, para que pudiésemos mostrar en ellos nuestro amor por Él. Si damos a los pobres lo que tanto nos cuesta, el dinero, Él nos dará lo que más estima y lo que más le costó: nuestra salvación. La limosna es como un préstamo que le hacemos a Dios para que nos devuelva su perdón, según se afirma en el libro de los Proverbios: “A Dios presta el que da al pobre“. La limosna impetra, así, en favor nuestro. A los ojos de Dios es como nuestra abogada, que está intercediendo perpetuamente por nosotros. “Coloca la limosna en el corazón del pobre y ella pedirá por ti”, dice la Escritura. Despojándonos del dinero, continuamos en cierto modo el despojo, la desnudez bautismal, nos libramos del viejo ropaje del pecado, para revestir el vestido nuevo de la clemencia de Dios.
Eso sí, al ser generosos, no hagamos alarde, como aquellos escribas y ricos del evangelio de hoy, a quienes Jesús fustiga. El mismo Señor nos dijo: “Cuando des limosna, no lo vayas pregonando delante de ti… para que tu limosna quede en secreto; tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Hoy hay quienes sostienen que hay que acabar con la mala costumbre de dar limosna, que es cosa denigrante. Escuchemos al respecto un hermoso texto del Papa León XIII: “Los socialistas reprueban la limosna y quieren suprimirla, como injuriosa a la nobleza ingénita del hombre”. Mas cuando se da limosna según la prescripción evangélica y conforme al uso cristiano, ni alienta la soberbia en quien la hace ni avergüenza a quien la recibe. Tan lejos está de ser indecorosa al hombre la limosna, que antes bien sirve para estrechar los vínculos de la sociedad humana, fomentando la necesidad de deberes ante los hombres, porque no hay nadie, por rico que sea, que no necesite de otro, ni nadie absolutamente pobre que no pueda ayudar en algo a otro. Armonizadas de esta suerte entre sí la justicia y la caridad, abrazan de modo maravilloso todo el cuerpo de la sociedad humana y conducen providencialmente a cada uno de los miembros a la consecución del bien individual y común”. Claro que la limosna estaría mal si se convirtiese en excusa para eludir los deberes de la justicia. Primero hay que hacer justicia, dar lo que se debe. Lo cual no obsta a que en un segundo momento hagamos nuestra limosna, que es, en cierto modo, la flor de la justicia, su planta más preciada.
Animémonos, pues, hermanos, a mostrar más generosidad que hasta ahora. Seamos misericordiosos, no sólo ayudando a los demás en el orden económico, sino de todas formas. Con obras de misericordia corporal, como las que hemos considerado, pero también con obras de misericordia espiritual: dando consejo, enseñando, corrigiendo, etc. Dios ha querido transmitir sus beneficios a través de los hombres. ¡Tantas cosas que podemos ofrecer a los demás: desde ayuda material… hasta los conocimientos de la fe, desde un vaso de agua hasta un vaso de gracia!
Sigamos celebrando el Santo Sacrificio de la Misa, renovación de la Pasión de Jesús. En la Cruz, el Señor se despojó de todo, se hizo menesteroso, pidió agua, se dejó desnudar. Él, que era rico, se hizo pobre por nosotros, para que nosotros, que éramos pobres, nos enriqueciéramos con su pobreza. En la misa se hace presente el sacrificio de la Cruz. Inmolémonos con Cristo, desnudémonos de nuestra codicia, clavémonos con El en su cruz, para que luego, al recibirlo en el alimento eucarístico, nos sintamos impelidos a verlo, con los ojos de la fe, en nuestros hermanos más necesitados.
Alfredo Sáenz, SJ, Palabra y Vida, Homilías dominicales y festivas. Ed. Gladius, 1993 289 – 292
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía aquí, en el corazón de la diócesis de Brescia, donde nació y recibió su formación juvenil el siervo de Dios Giovanni Battista Montini, Papa Pablo VI. Os saludo a todos con afecto y os agradezco vuestra cordial acogida. Doy las gracias en particular al obispo, monseñor Luciano Monari, por las palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración, y con él saludo a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y los diáconos, a los religiosos y las religiosas, y a todos los agentes pastorales. Doy las gracias al alcalde por sus palabras y su regalo, y a las demás autoridades civiles y militares. Dirijo un saludo especial a los enfermos que se encuentran dentro de la catedral.
En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo, trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos el personaje de la viuda pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que realiza al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: “el óbolo de la viuda” es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee. Ahora bien, antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el que se desarrolla ese episodio evangélico, es decir, el templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y el corazón de toda su vida. El templo es el lugar del culto público y solemne, pero también de la peregrinación, de los ritos tradicionales y de las disputas rabínicas, como las que refiere el Evangelio entre Jesús y los rabinos de aquel tiempo, en las que, sin embargo, Jesús enseña con una autoridad singular, la del Hijo de Dios. Pronuncia juicios severos, como hemos escuchado, sobre los escribas, a causa de su hipocresía, pues mientras ostentan gran religiosidad, se aprovechan de la gente pobre imponiéndoles obligaciones que ellos mismos no observan. En suma, Jesús muestra su afecto por el templo como casa de oración, pero precisamente por eso quiere purificarlo de usos impropios, más aún, quiere revelar su significado más profundo, vinculado al cumplimiento de su misterio mismo, el misterio de su muerte y resurrección, en la que él mismo se convierte en el Templo nuevo y definitivo, el lugar en el que se encuentran Dios y el hombre, el Creador y su criatura.
El episodio del óbolo de la viuda se enmarca en ese contexto y nos lleva, a través de la mirada de Jesús, a fijar la atención en un detalle que se puede escapar pero que es decisivo: el gesto de una viuda, muy pobre, que echa en el tesoro del templo dos moneditas. También a nosotros Jesús nos dice, como en aquel día a los discípulos: ¡Prestad atención! Mirad bien lo que hace esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las “piedras vivas” de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir (cf. Mc 12, 44), y así se da a sí misma.
Queridos amigos, a partir de esta imagen evangélica, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia, del templo vivo de Dios, y de esta manera rendir homenaje a la memoria del gran Papa Pablo VI, que consagró a la Iglesia toda su vida. La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios. Como dice la carta a los Hebreos, también en el texto que acabamos de escuchar, a Dios le bastó el sacrificio de Jesús, ofrecido “una sola vez”, para salvar al mundo entero (cf. Hb 9, 26.28), porque en esa única oblación está condensado todo el amor del Hijo de Dios hecho hombre, como en el gesto de la viuda se concentra todo el amor de aquella mujer a Dios y a los hermanos: no le falta nada y no se le puede añadir nada. La Iglesia, que nace incesantemente de la Eucaristía, de la entrega de Jesús, es la continuación de este don, de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece en el fragmento. Es el Cuerpo de Cristo que se entrega totalmente, Cuerpo partido y compartido, en constante adhesión a la voluntad de su Cabeza. Me alegra saber que estáis profundizando en la naturaleza eucarística de la Iglesia, guiados por la carta pastoral de vuestro obispo.
Esta es la Iglesia que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y trató de hacer comprender y amar con todas sus fuerzas. Releamos su “Meditación ante la muerte“, donde, en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. “Puedo decir —escribe— que siempre la he amado… y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese”. Es el tono de un corazón palpitante, que sigue diciendo: “Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría —continúa el Papa— abrazarla, saludarla, amarla en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla”. Y a ella le dirige las últimas palabras como si se tratara de la esposa de toda la vida: “Y, ¿qué diré a la Iglesia, a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12).
¿Qué se puede añadir a palabras tan elevadas e intensas? Sólo quisiera subrayar esta última visión de la Iglesia “pobre y libre”, que recuerda la figura evangélica de la viuda. Así debe ser la comunidad eclesial para que logre hablar a la humanidad contemporánea. En todas las etapas de su vida, desde los primeros años de sacerdocio hasta el pontificado, Giovanni Battista Montini se interesó de modo muy especial por el encuentro y el diálogo de la Iglesia con la humanidad de nuestro tiempo. Dedicó todas sus energías al servicio de una Iglesia lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, al encontrarse con ella, el hombre contemporáneo pudiera encontrarse con Jesús, porque de él tiene necesidad absoluta. Este es el anhelo profundo del concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión del Papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quiso exponer de forma programática algunos de sus aspectos más importantes en su primera encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, cuando aún no habían visto la luz las constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes.
Con aquella primera encíclica el Pontífice se proponía explicar a todos la importancia de la Iglesia para la salvación de la humanidad, y al mismo tiempo, la exigencia de entablar entre la comunidad eclesial y la sociedad una relación de mutuo conocimiento y amor (cf. Enchiridion Vaticanum, 2, p. 199, n. 164). “Conciencia”, “renovación”, “diálogo”: estas son las tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar sus “pensamientos” dominantes —como él los define— al comenzar su ministerio petrino, y las tres se refieren a la Iglesia. Ante todo, la exigencia de que profundice la conciencia de sí misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo lugar, su necesidad de renovarse y purificarse contemplando el modelo que es Cristo; y, por último, el problema de sus relaciones con el mundo moderno (cf. ib., pp. 203-205, nn. 166-168). Queridos amigos —y me dirijo de modo especial a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio—, ¿cómo no ver que la cuestión de la Iglesia, de su necesidad en el designio de salvación y de su relación con el mundo, sigue siendo hoy absolutamente central? Más aún, ¿cómo no ver que el desarrollo de la secularización y de la globalización han radicalizado aún más esta cuestión, ante el olvido de Dios, por una parte, y ante las religiones no cristianas, por otra? La reflexión del Papa Montini sobre la Iglesia es más actual que nunca; y más precioso es aún el ejemplo de su amor a ella, inseparable de su amor a Cristo. “El misterio de la Iglesia —leemos en la encíclica Ecclesiam suam— no es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido, del cual el alma fiel, aun antes que un claro concepto, puede tener una como connatural experiencia” (ib., p. 229, n. 178). Esto presupone una robusta vida interior, que es “el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo propio de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical e insustituible de su actividad religiosa y social, e inviolable defensa y renaciente energía en su difícil contacto con el mundo profano” (ib., p. 231, n. 179). Precisamente el cristiano abierto, la Iglesia abierta al mundo, tienen necesidad de una robusta vida interior.
Queridos hermanos, ¡qué don tan inestimable para la Iglesia es la lección del siervo de Dios Pablo VI! Y ¡qué alentador es cada vez aprender de su ejemplo! Es una lección que afecta a todos y compromete a todos, según los diferentes dones y ministerios que enriquecen al pueblo de Dios por la acción del Espíritu Santo. En este Año sacerdotal me complace subrayar que esta lección interesa y afecta de manera particular a los sacerdotes, a quienes el Papa Montini reservó siempre un afecto y una atención especiales. En la encíclica sobre el celibato sacerdotal escribió: “Apresado por Cristo Jesús” (Flp 3, 12) hasta el abandono total de sí mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno Sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella. (…) La virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión” (Sacerdotalis caelibatus, 26). Dedico estas palabras del gran Papa a los numerosos sacerdotes de la diócesis de Brescia, aquí bien representados, así como a los jóvenes que se están formando en el seminario. Y quisiera recordar también las palabras que Pablo VI dirigió a los alumnos del Seminario Lombardo, el 7 de diciembre de 1968, mientras las dificultades del posconcilio se añadían a los fermentos del mundo juvenil: “Muchos —dijo— esperan del Papa gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa considera que tiene que seguir únicamente la línea de la confianza en Jesucristo, a quien su Iglesia le interesa más que a nadie. Él calmará la tempestad… No se trata de una espera estéril o inerte, sino más bien de una espera vigilante en la oración. Esta es la condición que Jesús escogió para nosotros a fin de que él pueda actuar en plenitud. También el Papa necesita ayuda con la oración” (Insegnamenti VI, [1968], 1189). Queridos hermanos, que los ejemplos sacerdotales del siervo de Dios Giovanni Battista Montini os guíen siempre, y que interceda por vosotros san Arcángel Tadini, a quien acabo de venerar en mi breve visita a Botticino.
Al saludar y alentar a los sacerdotes, no puedo olvidar, especialmente aquí, en Brescia, a los fieles laicos, que en esta tierra han demostrado una extraordinaria vitalidad de fe y de obras, en los diferentes campos del apostolado asociado y del compromiso social. En las “Enseñanzas” de Pablo VI, queridos amigos de Brescia, podéis encontrar indicaciones siempre valiosas para afrontar los desafíos actuales, sobre todo la crisis económica, la inmigración y la educación de los jóvenes. Al mismo tiempo, el Papa Montini no perdía ocasión para subrayar el primado de la dimensión contemplativa, es decir, el primado de Dios en la experiencia humana. Por ello, no se cansaba nunca de promover la vida consagrada, en la variedad de sus aspectos. Él amó intensamente la multiforme belleza de la Iglesia, reconociendo en ella el reflejo de la infinita belleza de Dios, que se trasparenta en el rostro de Cristo.
Oremos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, a quien Pablo VI quiso proclamar, al final del concilio ecuménico Vaticano ii, Madre de la Iglesia. Amén.
Benedicto XVI, homilía del domingo 8 de noviembre de 2009, Brescia
San Agustín
La limosna
CRISTO, EL GRAN CONSEJERO.
-No hay hombre alguno que atribulado y sin luces para salir con su empeño, no busque un consejero avisado que le diga qué ha de hacer. Imaginémonos, pues, al mundo entero cómo a un hombre solo. Desea evitar el no; te agitas, y te agitas en vano, según te dice quien no sabe engañar. Atesoras, en efecto, y para salir bien de tus empresas, no hablemos de pérdidas, ni de riesgos, ni de tantas muertes corno ganancias; muertes, digo, no de los cuerpos, sino de los malos pensamientos; para que venga el oro, perece la fe; por el vestido del cuerpo desnudarás el alma. Mas, olvidando eso y silenciando aquello, y dejando a un lado contratiempos, pensemos sólo en las cosas prósperas. Atesoras, pues, y de todas partes afluyen a ti las ganancias, y las monedas corren a chorro como una fuente; arde el mundo de pobreza, y nadas tú en riqueza. ¿No has oído decir: Si afluyen las riquezas, no pongáis en ellas el corazón? Ganas, no luchas en vano; pero te agitas en vano. “¿Por qué, dices, me agito en vano? Lleno mis talegos y apenas puede mi casa contener mis adquisiciones; ¿por qué, pues, me agito en vano?” “Atesoras, y no sabes para quién; de saberlo, ruégote me lo digas. Si no te agitas en vano, dime para quién atesoras.” “Para mí.” “Y ¿osas decirlo tú, hombre mortal?” “Para mis hijos.” “¿Osas decirlo de quienes han de morir? Gran piedad es en el padre atesorar para los hijos, pero también vanidad, porque atesora para quienes han de morir quien ha de morir. ¿A qué amontonar para ti si has de morir. ¿A qué amontonar para ti, si has de morir? E igual es el destino de los hijos: han de pasar, tampoco se han de quedar.” No quiero preguntarte cómo serán tus hijos, mas temo disipen la liviandad y el lujo lo que allegó la avaricia, Otro derrochará gentilmente lo que tú ahorraste con tantos sudores; dejo, empero, esto a un lado. Quizá serán buenos hijos, quizá no desenfrenados; cuidarán lo que dejaste, acrecerán el capital que reuniste, no esparcirán lo que amontonaste; mas, si tal hacen, los hijos son tan vanos como el padre al imitarte en eso, y les digo a ellos lo que te dije a ti. Al hijo para quien atesoras le digo: Atesoras, y no sabes para quién. Ni lo supiste tú ni él lo sabe tampoco. Si heredó tu vanidad, ¿fallará en él la verdad?
- PARA QUIÉN SE ATESORA MUCHAS VECES
—Omito decir que tal vez consumes la vida en atesorar para el ladrón. Una noche ene, y encuentra preparado lo que en tantos días y noches acumulado. Tal vez atesoras para un ladrón o para un pirata. Y pasemos a otro lado, por no refrescar la memoria de pasaos dolores ¡Cuántas cosas halló la enemiga crueldad acumuladas por la necia vanidad! Lejos de mí desearlo, mas todos ceden temerlo. No lo quiera Dios. Basten sus propios azotes. Pidamos todos que aleje Dios eso, y perdónenos aquel a quien lo rogamos. Pero si él nos pregunta para quién ahorramos, qué le responderemos? Tú, pues, hombre—y aquí hablo a todos los hombres—, tú que atesoras en vano, ¿qué respondes cuando examine contigo y busque salida en este asunto común? Respondíasme antes diciendo: “Atesoro para mí, para mis hijos, para los sucesores”; y yo te dije cuánto se puede temer de los mismos hijos. No hablemos de que tus hijos hayan e vivir puniblemente, cual te lo desea tu enemigo; vivan según lo desean los padres. Hícete memoria do cuantos dieron en tales peligros, y te horrorizaste, pero no te enmendaste. ¿Qué otra cosa puedes responderme sino: “Acaso no”? Y te hablé así: “Quizá allegas para el ladrón y el pirata.” No te dije ciertamente, sino quizá. Y entre un quizá sí y un quizá no ignoras qué sucederá; luego te conturbas en vano.
(San Agustín, Sermones, Sermón 60, Ed. BAC, Madrid, 1964, pag. 623 – )
XXXII Domingo del Tiempo Ordinario
10 de noviembre 2024
Entrada:
Solo posee del todo a Dios, el que se le da completamente, pues Dios no se entrega del todo al que se reserva algo.
Primera Lectura: 1 Re 17,10-16
No debemos poner nuestra confianza en nuestras industrias, sino más bien en la Providencia de Dios que vela por nosotros.
Segunda Lectura: Hb 9,24-28
Cristo quitó el pecado de los hombres por medio de su sacrificio, se presentó ante su Padre en favor nuestro y volverá para llevarnos consigo.
Evangelio: Mc 12,38-44
En el Reino de Dios solo cabe la lógica del don total.
Preces:
Hermanos, al Dios viviente, pidamos por nuestras necesidades.
A cada intención respondemos cantando:
* Por las intenciones del Santo Padre, para que al dar a conocer al mundo el mensaje de Cristo la comunidad humana halle la fuerza para amar al prójimo y combatir cuanto es contrario a la vida. Oremos…
* Por todos los Pastores, llamados a hacer escuchar la Palabra de Dios y el mensaje cristiano, para que inviten a los fieles a aceptar plenamente las enseñanzas de la Iglesia que ayudan a comprender al hombre el sentido de su existencia. Oremos…
* Por la promoción de una cultura de la Paz, para que los jefes de las naciones compartan la idea de que la paz implica una verdad que es común a todos los pueblos más allá de las diversidades culturales, filosóficas y religiosas. Oremos…
* Por los miembros de nuestra Familia Religiosa, para que crezca en nosotros la disposición de hacer nuestros “el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y afligidos”. Oremos…
* Por todos los que estamos participando de esta Eucaristía, para que aspiremos siempre a la santidad aceptando las cruces redentoras vividas interiormente día a día, entregándonos sin obstáculos a Dios y a los demás, según el ejemplo de Jesucristo. Oremos…
Te pedimos Señor, que nos fortalezcas y acrecientes tu consuelo y tus dones. Por Jesucristo nuestro Señor.
Ofertorio:
Nos unimos a Cristo que se ofrece en el Altar en un deseo sincero de devolverle el gran amor que nos prodiga en el augusto Sacramento. Presentamos:
* Incienso y nuestras oraciones que elevamos por la Iglesia y el mundo entero.
* El pan y el vino, especies sobre las que se invocará la efusión del Espíritu Santo para que la Víctima divina sea inmolada.
Comunión:
Devolverle a Dios amor por amor es nuestro compromiso al comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo.
Salida:
Virgen María, en nuestra pobreza le hemos hecho entrega a Dios de todo lo que somos y tenemos; configúranos con Cristo para que le seamos gratos.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Darlo todo
En una tempestad furiosa, un barco está yéndose a pique. Un pasajero, viendo que con el barco se va a ir al fondo del mar todas sus riquezas, procura agarrar cuanto puede, se ciñe cinturones y bolsas alrededor del cuerpo llenas de dinero. Otro pasajero le dice:
– Lo pagará caro; con ese peso te irás al fondo.
– Soy buen nadador – le responde- ya me las arreglaré yo para no perder tanta riqueza.
El otro en cambio se despoja de todo, de dinero, de ropas, hasta de los zapatos.
El barco se hunde. El pasajero cargado de dinero se hunde también, y de nada le sirve saber nadar. El otro en cambio, libre de todo, lucha con las olas, nada vigoroso, al fin se agarra a una tabla y se salva del naufragio.
Eso es lo que pasa, mis hermanos, con los ricos poseedores de riquezas, cuando llega el momento de la última tempestad. Hay algunos que quieren salvarse con sus riquezas, y como pesan mucho se hunden. Hay otros que saben a su tiempo desprenderse de ellas para dárselas a los pobres en caridad, y éstos son los que se salvan del naufragio y llegan a puerto.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 635)