PRIMERA LECTURA
En aquel tiempo, será liberado tu pueblo
Lectura de la profecía de Daniel 12,1-3
En aquel tiempo, se alzará Miguel, el gran Príncipe, que está de pie junto a los hijos de tu pueblo. Será un tiempo de tribulación, como no lo hubo jamás, desde que existe una nación hasta el tiempo presente.
En aquel tiempo, será liberado tu pueblo: todo el que se encuentre inscrito en el Libro. Y muchos de los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán, unos para la vida eterna, y otros para la ignominia, para el horror eterno.
Los hombres prudentes resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 15,5.8-11
R. Protégeme, Dios mío, porque me refugio en ti.
El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz,
¡Tú decides mi suerte!
Tengo siempre presente al Señor:
Él está a mi lado, nunca vacilaré. R.
Por eso mi corazón se alegra,
se regocijan mis entrañas y todo mi ser descansa seguro:
porque no me entregarás a la muerte
ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro. R.
Me harás conocer
el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia,
de felicidad eterna a tu derecha. R.
SEGUNDA LECTURA
Mediante una sola oblación,
Él ha Perfeccionado para siempre a los que santifica
Lectura de la carta a los Hebreos 10, 11-14. 18
Hermanos:
Los sacerdotes del culto antiguo se presentan diariamente para cumplir su ministerio y ofrecer muchas veces los mismos sacrificios, que son totalmente ineficaces para quitar el pecado. Cristo, en cambio, después de haber ofrecido por los pecados un único Sacrificio, se sentó para siempre a la derecha de Dios, donde espera que sus enemigos sean puestos debajo de sus pies. Y así, mediante una sola oblación, Él ha perfeccionado para siempre a los que santifica.
Y si los pecados están perdonados, ya no hay necesidad de ofrecer por ellos ninguna otra oblación.
Palabra de Dios.
ALELUIA Lc 21, 36
Aleluia.
Estén prevenidos y oren incesantemente:
así podrán comparecer seguros
ante el Hijo del hombre.
Aleluia.
Congregará a sus elegidos,
desde los cuatro puntos cardinales
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 13, 24-32
Jesús dijo a sus discípulos:
En aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y Él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte.
Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta.
Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre.
Palabra del Señor.
Joseph Maria Lagrange, O. P.
Discurso sobre la ruina del Templo
(…)
Después de esta rápida mirada sobre la eternidad, Jesús toca el punto angustioso de los últimos días del culto en el Templo. Las expresiones pudieron parecer oscuras fuera de Tierra Santa, y éste habría sido el motivo de que las suprimiera san Lucas. Pero todo israelita, por poco que concurriera a los ejercicios de la Sinagoga, y aunque no estudiara a los profetas en su texto, no podía ignorar los célebres pasajes de Daniel (Dn 9, 27; 11, 31), sobre la abominación de la desolación, que debía profanar el Templo.
Cuando la profanación del Santuario, lugar en que Antíoco Epifanes hizo levantar la estatua de Júpiter Olímpico, los judíos vieron en ella el cumplimiento de la profecía de Daniel (1M 1, 57). Más, aunque la expresión simbólica se conserva por tradición y con su forma impresionante, Jesús sabía que la historia jamás se repite de la misma manera. Jesús sugiere la idea de que la abominación de la desolación no es una cosa, sino un ser inteligente, y en lugar de nombrar el Templo, habla de una manera vaga. Esta persona acaso sea una multitud, «que estará donde no debe», y para subrayar lo misterioso de la expresión, san Marcos añade: «El que lee entienda». No hay un rasgo siquiera que indique lucha entre las potencias celestes. El tema es siempre la ruina del Templo. San Lucas, mejor que indicar a los gentiles el texto de Daniel, se creyó autorizado para traducirlo en forma más accesible a los lectores. «Y cuando viereis a Jerusalén cercada de ejércitos, sabed entonces que ha llegado su destrucción» (Lc 21, 20). El cuidado que tuvo en conservar la palabra desolación prueba claro que no trataba de cambiar su sentido, sino de transcribirlo, y que su interpretación fuese con seguridad la misma que tuviesen los cristianos cuando estalló la lucha. Estar por entonces en Jerusalén sería verse envuelto de voluntad o por fuerza en la lucha y en la represión. Habiéndoles anunciado Jesús la destrucción del Templo, sus discípulos no debían esperar su salvación ni de los hombres ni de Dios. No había tiempo que perder, porque, una vez sitiada la ciudad, la evasión sería imposible, como lo prueba la narración de Josefo: el mismo peligro existía en Judea. «Los que estén en Judea huyan a los montes». ¿Dónde huir, pues Judea propiamente dicha es montañosa? «Huir a la montaña» no se entendía por huir por el monte de los Olivos hacia la región de Hebrón; debía entenderse del otro lado del Jordán y del mar Muerto, donde se levanta, al sur, la escarpada cadena de los montes de Edón y más lejos los de Moab y Ammón: allí estaba el refugio, lejos del país en que ardía la guerra. Sabemos, en efecto, por Eusebio que los cristianos de Jerusalén, advertidos antes del asedio por revelación, se refugiaron en las montañas, en Pella. Esta revelación es la misma del Salvador, entonces mejor entendida.
Había que huir sin llevar bagajes estorbosos, ya que se trataba de salvar la vida. Y era mucho en esta guerra mortífera en que tantos judíos perecieron. Los términos son precisos y de un verismo punzante. Es fácil imaginar al soldado romano irritado de aquella tenaz resistencia, enardecido más para matar que para robar. «El que está sobre el terrado, no baje, ni entre para recoger algo de la casa, y el que esté en el campo –donde se trabaja, llevando sobre sí apenas la túnica– no vuelva atrás a recoger su manto», que sería, sin embargo, en el viaje, su única defensa contra el frío de la noche. –«Mas, ¡ay de las que estén encinta y de las que criaren en aquellos días! Rogad para que no acontezca vuestra huida en invierno»–, pues es difícil caminar a causa del barro, y a causa de la crecida de los arroyos y de las frías lluvias que penetran hasta los huesos. ¡Cruel diluvio de calamidades, sobre todo para las pobres madres! Jesús las prevé con anticipación y sufre por sus fieles: su compasión está en conformidad con el curso normal, aun que funesto, de las circunstancias: son humanas y las siente como hombre.
Discurso sobre la venida del Hijo del Hombre
En este punto cambia la escena, sin que san Marcos y san Mateo nos lo adviertan, como tampoco Daniel indica a sus lectores que pasa del fin del enemigo de Israel «a un tiempo de angustia tal, que no tuvo semejante desde que existe una nación hasta entonces» (Dn 12, 1). Éstas son las expresiones de san Marcos y san Mateo, con la sola diferencia de que en los evangelistas los términos son más fuertes. Uno y otros señalan un nuevo período: en Daniel es la resurrección de los muertos, que confina con la eternidad; en el Evangelio hay que reconocer la misma consumación de todas las cosas, descrita sin transición alguna.
Una vez más san Lucas, compadecido de su helenizado lector, poco hecho a esos saltos bruscos de la tierra al cielo, hizo una pausa en estilo histórico: «Y caerán al filo de la espada. Y serán llevados cautivos a todas las naciones. Y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles» (Lc. 21, 24).
Después de esto, san Lucas se vuelve a unir con san Marcos y a san Mateo en las grandes imágenes de los últimos tiempos. Nadie debe pensar entonces en huir, pues no son soldados los que hacen la guerra y de cuya vista se puede uno ocultar.
Tan grande es el desencadenamiento de las potencias sobrehumanas del mal, y tal el imperio que sobre el mundo entero les es concedido, que ningún ser viviente habría resistido y ni alma humana se hubiera salvado si se les hubiera permitido por más tiempo el asalto. Pero Dios, en interés de sus elegidos, acortará los días. El mayor peligro estará en que el mal no se presentará a cara descubierta: surgirán falsos Cristos y falsos profetas, y les será permitido dar señales y hacer tales prodigios, que los mismos elegidos estarán sorprendidos y extraviados, si fuese posible que pereciesen. Aunque sea diferente ésta de la otra guerra, puede estar lejos o cerca, y los discípulos deben darse por avisados.
Pasada esta angustia, que será como un desbordamiento de las corrientes del mal en el orden moral y religioso, hasta la naturaleza misma se conmoverá. Se oscurecerá el sol, la luna se apagará, caerán las estrellas del cielo y las potestades que están en los cielos se estremecerán. Imágenes grandiosas, tradicionales de los profetas y renovadas en los apocalipsis y que nos ofrecen como predicciones técnicas, como tampoco la abominación de la desolación. No es un caso en que Jesús se sirvió de términos consagrados, en que se alejó de su práctica constante de no hablar de los elementos como teórico de sistemas del mundo. A estos signos añade solamente «la señal del Hijo del hombre en el cielo» (Mt 24, 30), en que se puede reconocer la Cruz, símbolo antes de un suplicio y después trofeo de su victoria.
«Se verá, en fin, al Hijo del hombre –también ésta es una imagen tradicional desde Daniel (Dn 7, 13) – viniendo sobre las nubes con gran poder y majestad. Y enviará entonces sus ángeles y juntará a sus elegidos de los cuatro vientos, desde la extremidad de la tierra a la extremidad del cielo.»
El Hijo del hombre – ¿qué discípulo no lo conoce?– es Jesús mismo, que viene a inaugurar el reino de Dios al fin de los tiempos.
(Lagrange, Joseph. Vida de Jesús. Edibesa, Madrid, 2002. Pag.426-429)
P. Leonardo Castellani
La Segunda Venida de Cristo
(Mc.13,24-32; Mt.24,15-35)
La Santa Iglesia cierra y abre el año litúrgico con el llamado “Discurso Esjatológico”; o sea la predicción de la Segunda Venida y el fin de este mundo; lo que se llama técnicamente la “Parusía”. Este discurso profético es el último que hizo Nuestro Señor antes de su Pasión; y está con algunas variantes en los tres Sinópticos: más extensamente en San Mateo XXIV, de cuyo final está tomado el evangelio de hoy. Este capítulo es llamado por los exegetas el “Apokalypsis sucinto”; porque es como un resumen o bosquejo del libro profético que más tarde escribirá San Juan; y que es el último de la Sagrada Biblia.
La Segunda Venida, el Retorno, la Parusía, el Fin de este Siglo, el Juicio Final o como quieran llamarle, es un dogma de fe, y está en la Escritura y está en el Credo, un dogma bastante olvidado hoy día; pero bien puede ser que cuanto más olvidado esté, más cerca ande. Hay muchísimos doctores católicos modernos que, las señales que dio Cristo –y a las cuales recomendó estuviéramos atentos– las ven cumpliéndose todas. Desde Donoso Cortés en 1854 hasta Joseph Pieper en 1954, muchísimos escritores y doctores católicos de los más grandes, comprendiendo al Papa San Pío X, al cardenal Billot, al Venerable Holzhauser, Jacques Maritain, Hilaire Belloc, Roberto Hugo Benson, y otros, han creído ver en el dibujo del mundo actual las trazas que la profecía nos ha dejado del Anticristo… Papini en su Storia di Cristo, capítulo 86, ha escrito: “Jesús no nos anuncia el “Día” pero nos dice qué cosas serán cumplidas antes de aquel día… Son dos cosas: que el Evangelio del Reino será predicado antes a todos los pueblos y que los gentiles no pisarán más Jerusalén. Estas dos condiciones se han cumplido en nuestro tiempo, y quizás el Gran Día se viene. Si las palabras de la Segunda Profecía de Jesús (la del fin del mundo) son verdaderas, como se ha verificado que lo fueron las de la Primera (la del fin de Jerusalén) la Parusía no puede estar lejos… Pero los hombres de hoy no recuerdan la promesa de Cristo; y viven como si el mundo hubiese de durar siempre…”.
Cristo juntó la Primera con la Segunda Profecía –y esto es una gravísima dificultad de este paso del Evangelio– o mejor dicho, hizo de la Primera el tipo o emblema de la Segunda. Los Apóstoles le preguntaron todo junto; y El respondió todo junto. “Dinos cuándo serán todas esas cosas y qué señales habrá de tu Venida y la consumación del siglo…”. “Todas estas cosas” eran para ellos la destrucción de Jerusalén –a la cual había aludido Cristo mirando al Templo– y el fin del mundo; pues creían erróneamente que el Templo habría de durar hasta el fin del mundo. Hubiese sido muy cómodo para nosotros que Cristo respondiera: “Estáis equivocados; primero sucederá la destrucción de Jerusalén y después de un largo intersticio el fin del mundo; ahora voy a daros las señales del fin de Jerusalén y después las del fin del mundo.” Pero Cristo no lo hizo así; comenzó un largo discurso en que dio conjuntamente los signos precursores de los dos grandes Sucesos, de los cuales el uno es figura del otro; y terminó su discurso con estas dificultosísimas palabras:
“Palabra de honor os digo que no pasará esta generación
Sin que todas estas cosas se cumplan…
Pero de aquel día y de aquella hora nadie sabe.
Ni siquiera los Ángeles del Cielo. Sino solamente el Padre.”
La impiedad contemporánea –siguiendo a la llamada escuela esjatológica, fundada por Johann Weis en 1900– saca de estas palabras una objeción contra Cristo, negando en virtud de ellas que Cristo fuese Dios y ni siquiera un Profeta medianejo: porque “se equivocó”: creía que el fin del mundo estaba próximo, en el espacio de su generación, “a unos 40 años de distancia”. Según Johann Weis y sus discípulos, el fondo y médula de toda la prédica de Cristo fue esa idea de que el mundo estaba cercano a la Catástrofe Final, predicha por el Profeta Daniel; después de la cual vendría una especie de restauración divina, llamada el Reino de Dios; y que Cristo fue un interesante visionario judío; pero tan Dios, tan Mesías, y tan Profeta como yo y usted.
El único argumento que tienen para barrer con todo el resto del Evangelio –donde con toda evidencia Cristo supone el intersticio entre su muerte y el fin del mundo, tanto en la fundación de su Iglesia, como en varias parábolas– son esas palabras; “no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla”, las cuales se cumplieron efectivamente con la destrucción de Jerusalén.
–Pero no vino el fin del mundo.
–Del fin del mundo, añadió Cristo que no sabemos ni sabremos jamás el día ni la hora.
–Pero ¿por qué no separó Cristo los dos sucesos, si es que conocía el futuro, como Dios y como Profeta?
–Por alguna razón que Él tuvo, y que es muy buena aunque ni usted ni yo la sepamos. Y justamente quizá por esa misma razón de que fue profeta: puesto que así es el estilo profético.
–¿Cuál? ¿Hacer confusión?
–No; ver en un suceso próximo, llamado typo, otro suceso más remoto y arcano llamado antitypo; y así Cristo vio por transparencia en la ruina de Jerusalén el fin del “siglo”; y si no reveló más de lo que aquí está, es porque no se puede revelar, o no nos conviene.
La otra dificultad grave que hay en este discurso es que por un lado se nos dice que no sabremos jamás “el día ni la hora” del Gran Derrumbe, el cual será repentino “como el relámpago”; y por otro lado se pone Cristo muy solícito a dar señales y signos para marcarlo, cargando a los suyos de que anden ojos abiertos y sepan conocer los “signos de los tiempos”, como conocen que viene el verano cuando reverdece la higuera. ¿En qué quedamos? Si no se puede saber ¿para qué dar señales?
No podremos conocer nunca con exactitud la fecha de la Parusía, pero podremos conocer su inminencia y su proximidad. Y así los primeros cristianos, residentes en Jerusalén hacia el año 70, conocieron que se verificaban las señales de Cristo, y siguiendo su palabra: “Entonces, los que estén en Judea huyan a los montes; y eso sin detenerse un momento” se refugiaron en la aldea montañosa de Pella y salvaron, de la horripilante masacre que hicieron de Sión las tropas de Vespasiano y Tito, el núcleo de la primera Iglesia.
Los tres signos troncales que dio Cristo de la inminencia de su Segundo Advento parecen haberse cumplido: la predicación del Evangelio en todo el mundo, Jerusalén no hollada más por los Gentiles, y un período de “guerras y rumores de guerras”, que no ha de ser precisamente la Gran Tribulación; pero será su preludio y el “comienzo de los dolores”. El Evangelio ha sido traducido ya a todas las lenguas del mundo y los misioneros cristianos han penetrado y recorrido todos los continentes. Jerusalén que desde su ruina el año 70 ha estado bajo el poder de los romanos, persas, árabes, egipcios y turcos… desde 1918 y por obra del general inglés Allenby ha vuelto a manos de los judíos; y un “Reino de Israel” que se reconstruye, existe tranquilamente ante nuestros ojos; y finalmente nunca jamás ha visto el mundo, desde que empezó hasta hoy, una cosa semejante a ésta que el Papa Benedicto XV llamó en 1919 “la guerra establecida como institución permanente de toda la humanidad”. Las dos guerras “mundiales”, incomparables por su extensión y ferocidad, y los estados de “preguerra” y “posguerra” y “guerra fría” y “rearme” y la gran perra, que ellas han creado, son un fenómeno espectacularmente nuevo en el mundo, que responde enteramente a las palabras de la profecía del Maestro: “Veréis guerras y rumores de guerra, sediciones y revoluciones, intranquilidad política, bandos que se levantan unos contra otros, y naciones contra naciones… Todavía no es el fin, pero eso es el principio de los dolores.” ¿Y cuál es el fin? El fin será el monstruoso reinado universal del Gran Perverso y la persecución despiadada a todo el que crea de veras en Dios; en la cual persecución a la vez interna y externa parecerá naufragar la Iglesia de Dios en forma definitiva.
Otras muchas señales menores, que parecen cumplirse ya, se podrían mencionar; pero no tengo lugar y además es un poco peligroso para mí. Baste decir que aparentemente la herramienta del Anticristo, como notó Donoso Cortés, ya está creada. Hace un siglo justo, el gran poeta francés Baudelaire, escribía en su diario Mon Coeur mis a Nu acerca del gobierno dictatorial de Napoleón III –que fue una tiranía templada por la corrupción–, que “la gloria de Napoleón III habrá sido probar que un Cualquiera puede, apoderándose del Telégrafo y de la Imprenta, tiranizar a una gran Nación”; cosa que los argentinos sabemos ahora sin necesidad de acudir a Baudelaire.
Pues bien, desde entonces acá, los medios técnicos de tiranizar a una gran nación, y aun a todo el mundo, por medio del temor y la mentira, han crecido al décuplo o al céntuplo. El Anticristo no tiene actualmente más trabajo que el de nacer; si es que no ha nacido ya, como apuntó San Pío X en su primera encíclica. El mundo está ablandado y caldeado para recibirlo por la predicación de los “falsos profetas”, contra los cuales tan insistente nos precave Cristo; y que son otra de las señales: seudoprofetas a bandadas.
El odio –y no el amor– reina en el mundo. Eso también está predicho en un versículo que no es nada claro en la Vulgata, pero se entiende bien en el texto griego. “Y porque sobreabundará la iniquidad, se resfriará la caridad en muchos” (Mt.24,12), dice la traducción de San Jerónimo; que yo creo que no es de San Jerónimo sino de Pomponio o de Brixiano; pues creo cierta la noticia actual de que San Jerónimo no tradujo, sino solamente corrigió la Vulgata. El versículo traducido así resulta una perogrullada, por no decir una pavada: el segundo miembro de la frase es un anticlímax, en vez de ser un clímax como pedía la lógica. Para explicarme rápido, diré que es como si yo dijera: “Como había una temperatura de 45 grados, no había muchos que dijesen que hacía frío…” (no había nadie). O bien otro ejemplo: “El que asesina a su madre, no se puede decir que tenga una virtud perfecta…” (ninguna virtud tiene). Y así, si el mundo está inundado de injusticia, estúpido es decir que a causa de eso “se enfriará la caridad”. No habrá caridad desde hace mucho, ni fría ni caliente. La caridad es más que la justicia.
Pero el texto griego dice otra cosa, que es inteligente y lógica. Se puede traducir así: “Habrá tantas injusticias que se hará casi imposible la convivencia”; y eso es instructivo y luminoso, porque efectivamente el efecto más terrible de la injusticia es envenenar la convivencia. A la palabra griega agápee le dieron poco a poco los cristianos el significado de caridad en el sentido tan especial del Cristianismo; pero originalmente agápee significa “concordia, apego, amistad”; y por cierto amistad en su grado más ínfimo, que es ese mínimum necesario para poder vivir mal que bien unos al lado de otros; conllevarse como dicen en España; o sea la convivencia.
Que la convivencia entre los humanos se está destruyendo hoy más y más y a toda prisa ¿quién no lo ve? Y que la causa de esa malevolencia que invade de más en más al género humano sea la injusticia ¿quién lo duda? Las injusticias amontonadas y no reparadas, que dejan su efecto venenoso en el ánimo del que las sufre… y también del que las hace. “Que hablará muy mal de ustedes – Aquel que los ha ofendido”, dice Martín Fierro; y “la injusticia no reparada es una cosa inmortal”, dice el hijo de Martín Fierro.
No he escrito todo esto para desconsolar a la gente, sino porque creo que es verdad; y Cristo nos mandó no nos desconsoláramos por eso, al contrario: “Cuando veáis que todo esto sucede, levantad las cabezas y alegráos, porque vuestra salvación está cerca.” ¿Para qué ha sido creado este mundo, y para qué ha caminado y ha tropezado y ha pasado por tantas peloteras y despelotas sino para llegar un día? Estos impíos de hoy día que dicen que el mundo no se acabará nunca, o bien durará todavía 18 mil millones de anos, se parecen a esos viajeros que se empiezan a entristecer cuando el tren está por llegar. Y puede que ellos tengan sus motivos para entristecerse; pero el cristiano no los tiene. Este mundo debe ser salvado; no solamente las almas individuales sino también los cuerpos, y la naturaleza, y los astros (todo debe ser limpiado definitivamente de los efectos del Pecado); que no son otros que el Dolor y la Muerte. Y para llegar a eso, bien vale la pena pasar por una gran Angostura.
Yo no sé cuándo será el fin del mundo; pero esos incrédulos que lo niegan o postergan arbitrariamente saben mucho menos que yo. ¿Verán los jóvenes de hoy la Argentina del año 2000? No lo sabemos. ¿Verán los chicos escueleros a la Argentina con 100 millones de habitantes, de los cuales 90 millones en Buenos Aires? No lo sabemos. ¿Verá el bebé que ha nacido hoy –y varios han nacido seguro– el mundo convertido en un vergel y un paraíso por obra de la Ciencia Moderna? Ciertamente que no. Si lo ven convertido en un vergel, será después de destruido por la Ciencia Moderna, y refaccionado por el poder del Creador, y la Segunda Venida del Verbo Encarnado; ahora no ya a padecer y morir, sino a juzgar y a resucitar.
Lo que puede que vean y no es improbable, es a Cristo viniendo sobre las nubes del cielo para “fulminar a la Bestia con un aliento de su boca”, y ordenar la resurrección de todos nosotros los viejos tíos o abuelos, si es que no lo vemos también nosotros, porque nadie sabe nada, y los sucesos de hoy día parecen correr ya, como dijo el italiano, ‘precititevolissimevolmente”.
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 390 – 396)
San Juan de Ávila
Señales que precederán el juicio: Gran día es éste. ¿Por qué grande?
Es grande de cuenta, grande de parte del juez, y grande de parte de los juzgados, y grande de parte del castigo. Bienaventurado el que estuviere en pie este día. ¿Queréis saber cuán grande día es? Miraldo a la víspera, qué tales serán las señales que precederán aquel día.
¿Habéis oído a los muchachos que representan las Sibilas la noche de Navidad? Dicen allí que los árboles sudarán sangre, la mar se secará, los animales y peces bramarán.
¿Si son estas cosas verdades o no? San Jerónimo dice que las halló en los libros de los judíos, y dicen que no tienen mucha autoridad; y Santo Tomás a la letra dice que no tienen mucha autoridad. Grandes cosas son éstas; pero si bien miramos, las palabras que en el Evangelio decimos —dice la misma Verdad, Aquel que sabe lo por venir—, lo mismo que las Sibilas nos dicen y aun mucho más; y aunque no lo diga por las mismas palabras, de lo que dice se infiere, pues dice: Habrá señales en el sol y luna y estrellas; dará la mar bramidos; serán tantas las señales de Dios, que los hombres se secarán viendo lo que acontecerá. Ruégoos que me digáis: ¿qué será aquello que ha de acaecer, que de vello se secarán los hombres de espanto, que bramará la mar y temblará la tierra, y caerse han las estrellas y secarse han los hombres del sentimiento que traerán de ver lo que en todo el mundo acaecerá? Será tan grande el sentimiento que en todo el mundo habrá, que la tierra temblará, los árboles se arrancarán de raíz, la mar dará bramidos con sus ondas, las estrellas se caerán. No se caerán, sino que caerán tantas cometas, que verdaderamente parecerá a los hombres, y dirán: Las estrellas se caen. Aullarán las aves y las bestias, las piedras se darán unas con otras; será cosa espantable de ver lo que pasará. Cuando Dios crió al hombre, todas las cosas crió para su servicio, y justa cosa es que, pues Dios crió todo para el servicio del hombre, que todo haga sentimiento cuando castigare al hombre.
¡Oh Rey eterno! Cuán justamente hacéis esto en aquel día para que los hombres os teman, pues ahora no os quisieron amar, habiendo tantas causas para ello, para que aquéllos sepan que ha de venir a juzgar vivos y muertos y para que sepan que viene aquel día el Altísimo, que estén todos aparejados. Pues si tal, Señor, es la víspera, ¿qué tal será el día? Dios nos dé gracia que nos vaya bien. En él enviará Dios fuego que queme cuanto topare por delante. Caerse han las casas, allanarse ha todo; quedará a todos los hombres: a los malos será principio de infierno, y a los buenos purgatorio, y en muy breve tiempo dará tanta pena, que a los que merecieren cincuenta años de purgatorio, en una hora se purgarán, y pasarán tantos trabajos en aquella hora como en los cincuenta años de purgatorio. Estarán por ahí los hombres quemados, hechos hacinas; todo estará desolado; escurecerse ha el sol y la luna y estrellas, y, como dicen los profetas, el día del Señor, día de oscuridad, no es día, sino tinieblas, hasta que venga aquella trompeta que suene: Surgite, mortui, venite ad iudicium. Por vuestra vida que apeléis de aquella citación: ¡Voz de virtud!
Dice San Juan en el Apocalipsis: Et vidi thronum magnum candidum, vide una silla altísima, y la silla era grande y blanca y estaba sentado en ella un rey de tanta majestad, que delante su acatamiento huye el cielo y la tierra. ¿Qué cosa fue ver venir a Cristo en la primera venida, tan manso, tan sin majestad, estimado el postrero de los hombres; y en la segunda venida está sentado en una silla de tanta majestad, que dice San Juan que es tan espantable, que el cielo y la tierra huyan delante de él, y Daniel dice que la silla era de fuego?
—¿Qué hacéis, cielos? ¿Por qué no osáis estar delante de su acatamiento? ¿Qué habéis hecho, qué habéis pecado? ¿Por qué huis, que nunca habéis, después que Dios os crió, traspasado sus mandamientos? Pues ¿por qué huis? —No osamos parecer delante de Aquel de quien en otra parte está escrito que delante su acatamiento tiemblan los poderíos del cielo y le adoran las dominaciones. —¿De qué tiemblan? ¿E han por ventura pecado? —E no, que en gracia los crió Dios, y nunca cayeron de ella. —Pues ¿de qué tiemblan los poderíos y serafines? De ver una majestad tan profunda estamos espantados, aunque no nos haya de condenar. Como cuando vos estáis junto a la mar, aunque está segura y toda pareja, y vos fuera, de ver una cosa tan honda, estáis temblando, aunque estáis en salvo; veis un pozo hondísimo, aunque vos estáis fuera y seguro de no caer, tembláis de ver aquella hondura; así tiemblan los poderíos de ver aquella grandeza inmensa de Dios, aunque están seguros: es un temor reverencial. Está un hombre en su casa enojado como un león, castigando a sus esclavos que han hecho mal, y está el hijo acullá temblando, aunque no ha hecho por qué merezca castigo. —¿Por qué estáis temblando, niño? —De ver a mi padre tan enojado con sus esclavos. Será tan grande la vergüenza de aquel día, que, aunque estén seguros, estarán temblando. Ultionem accipiam et non resistet mihi, dice Dios: yo tomaré venganza de los hombres malos, y no habrá hombre que me vaya a la mano. Cosa brava ver el rencor que tendrá Dios aquel día.
San Juan de Ávila, Sermones Ciclo Temporal. Dom.1 de Adv. , Ed. B.A.C. Madrid, 1970 pag. 19 – 21
P. Alfredo Sáenz, S.J.
La Parusía
El año litúrgico tiene por fin presentarnos, actualizándolos, los misterios de nuestra Redención, que culminan con la vuelta del Señor. Hemos seguido a Cristo en todos los pasos de su vida humilde, en los momentos penosos de su Pasión, en los instantes gloriosos de su Resurrección y Ascensión. En este domingo, llegándose ya al término del año litúrgico, pues el próximo domingo queda clausurado con la celebración de la solemnidad de Cristo Rey, en este domingo, digo, recordamos el último acto de la redención, el único acto que aún no se ha realizado: la Parusía. En medio del imponente escenario del fin del mundo, según nos lo describe San Marcos, podemos admirar mejor los designios del Padre con respecto a su Hijo. Profesamos en el Credo: “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Cristo no es sólo el que vino sino el que ha de venir. Los primeros cristianos, muy conscientes de la trascendencia de este misterio que integra nuestra fe, oraban al Cristo venturo: Ven, Señor Jesús. Son las palabras con que se cierra el Apocalipsis, las palabras con que se clausura la historia y se abre la eternidad.
Parusía quiere decir llegada, venida, presencia. Hubo ya una Parusía del Hijo de Dios en la historia. Ese Hijo a quien el Padre había hecho heredero de todo, ese Hijo mirando al cual el Padre había creado el mundo, y a cuya imagen había modelado al hombre para que éste se le asemejase, ese Hijo hizo ya su entrada en la tierra. No fue una entrada solemne a los ojos de la carne. Fue una entrada en los pañales de la humildad. Sin embargo, su ingreso en el mundo implicó ya el comienzo de la derrota del enemigo: “Si yo expulso los demonios —dijo el Señor— significa que el Reino ya ha llegado a vosotros”. Parusía histórica de Cristo que se prolonga en la Parusía, si se quiere, personal del Señor en cada alma por la gracia, mediante la cual en cierto modo re-nace en nuestro interior.
Pero habrá otra Parusía, final, en el resplandor de la gloria. En realidad todas las cosas de Cristo tienen una doble faceta. Cristo tuvo dos nacimientos, en la eternidad y en el tiempo; dos venidas, la primera oscura y sin ruido, como el rocío matutino, la segunda en el resplandor de su gloria. En la primera fue envuelto en pañales, en la segunda vendrá revestido de luz. En la primera, coronado de espinas; en la segunda, con su diadema de rey.
Será la hora de la apoteosis de Cristo y de su entronización en la sede de Dios. Claro que como lo anuncia el profeta David en la primera lectura de hoy, a la venida final de Cristo precederá un período lleno de penalidades: “Será un tiempo de tribulación —dice—, como no lo hubo jamás, desde que existe una nación, hasta el tiempo presente”. Luego el Señor vencerá al último enemigo, la muerte, disponiendo la resurrección de los difuntos, como lo preanuncia el mismo profeta Daniel: “Los que duermen en el suelo polvoriento se despertarán, unos para la vida eterna, y otros para la ignominia, para el horror eterno”. A ello alude el evangelio de hoy: “Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos, desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo a otro del horizonte”. Será la hora del juicio, la hora en que el Señor pondrá a los buenos a su derecha y a los malos a su izquierda.
Entonces se adelantará hacia su Padre: es el Creador que va con las creaturas hechas a su imagen, es el Salvador que marcha al frente de sus redimidos, es la Cabeza que precede al cuerpo, es el Rey que antecede a sus súbditos. Cristo avanzará con la cabeza erguida, porque habrá cumplido la misión encomendada, la de recapitular en sí todas las cosas, las del cielo y las de la tierra. Entonces se presentará al Padre y le ofrecerá el Reino. Y comenzará así el homenaje eterno de Cristo al Padre como cabeza de todo.
Contemplando al Señor que se acerca, abramos nuestras almas a la esperanza, ya que quien ha de venir a juzgar es aquel que por nosotros llevó la cruz. Y no nos habituemos demasiado a esta tierra, ni echemos en ella raíces demasiado profundas. Nuestra vocación es la gloria.
Llegará así, amados hermanos, el día final de la historia. Será la caída del tiempo y la entrada en la eternidad esperada. Así como Dios, luego de su semana de trabajo creador, descansó el séptimo día, de manera semejante nosotros, luego de esa semana de trabajo que es nuestra vida, descansaremos en Dios. Será nuestro, sábado eterno. Allí podremos decir con toda verdad: Este es el día que hizo el Señor. A nuestras espaldas quedarán los días que hacemos nosotros, los hombres. Los días de nuestra vida pecadora. Los días que engendran las enfermedades, los dolores y las aflicciones. Allí el Señor enjugará toda lágrima. Allí comenzará el día que hizo Dios para nosotros. El día sin crepúsculo.
Mientras tanto, es el tiempo de la Iglesia, la “demora” que el Señor ha concedido para que los hombres se conviertan y salven. Dice la segunda lectura de hoy, que Cristo, tras su Ascensión, “se sentó para siempre a la derecha de Dios donde espera que sus enemigos sean puestos debajo de sus pies”. A nosotros nos compete llevar adelante esa lucha contra los enemigos de Cristo. Es nuestra época. La época del crecimiento del Reino. La época del grano de mostaza. La época de la semilla. La época del fermento puesto en la masa. La época de la parábola de los talentos. La época de nuestra vida cristiana, de nuestro apostolado, hasta que vuelva.
Entre la Parusía humilde de Jesús y la Parusía gloriosa de Cristo hay una Parusía intermedia, la de la Eucaristía, mezcla de gloria y de humildad, porque el Señor de la gloria se esconde allí tras las humildes apariencias de las especies. La primera venida de Cristo en la humildad se ordena a su segunda venida triunfadora y radiante al fin de los tiempos, mediante la venida intermedia de su cuerpo eucarístico, glorioso ya, pero todavía velado por el sacramento. San Pablo dice que al comulgar anunciamos la muerte del Señor “hasta que venga“. No se trata tan sólo de una mera fecha tope, sino de una especie de súplica anhelosa de su Parusía: hasta que venga, hasta que sea alcanzado el fin. La espera de la Parusía es un elemento esencial de la celebración eucarística. Por eso en la misa, en diversos momentos, se alude a la segunda venida de Jesús: sea después de la consagración (Ven, Señor Jesús), sea después del Padrenuestro (Líbranos, Señor, de todos los males… mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo)…
Porque un día la Eucaristía caducará. Al igual que la Iglesia en hábitos terrestres, también la Eucaristía pasará con la apariencia de este mundo. Habrá, sí, unión con Dios, pero será cara a cara, y no a través de los velos eucarísticos. Con todo, ya la Eucaristía nos da una prenda de esa gloria. Y por ello, adelantando en cierta manera ese mañana venturoso, podemos desde ahora cantar el Sanctus con el coro al que luego perteneceremos para siempre.
En el momento de acercarnos a comulgar, oremos al Señor diciéndole: “Cerrándose ya círculo de este año litúrgico, queremos hoy recibirte en nuestros corazones y decirte con la misma emoción con que los primeros cristianos invocaban tu Parusía definitiva: Ven, Señor Jesús. No te has contentado, Señor, con vestir nuestras pobres ropas humanas, desde el día de tu Encarnación, sino que has querido renovar tu presencia en esta nueva parusía dominical que es tu Eucaristía. Que este alimento sacramental sea para nosotros, Señor, prenda de vida eterna, y que la semilla de inmortalidad que dejas caer en nuestros corazones, germine en gloria celestial. Hasta que un día, al final de los tiempos, cuando gracias a este sacramento de unidad te hayas hecho todo en todos, puedas ofrecernos a tu Padre en homenaje de perenne alabanza. Entonces descansaremos y veremos, veremos y alabaremos, alabaremos y amaremos por una eternidad. Amén.”
Alfredo Sáenz, SJ, Palabra y Vida, Homilías dominicales y festivas. Ed. Gladius, 1993, 293-297
Bendicto XVI
El “éschaton” que nos espera
Queridos hermanos y hermanas.
El tema de la resurrección, sobre el que nos detuvimos la semana pasada, abre una nueva perspectiva, la de la espera de la vuelta del Señor, y por ello nos lleva a reflexionar sobre la relación entre el tiempo presente, tiempo de la Iglesia y del Reino de Cristo, y el futuro (éschaton) que nos espera, cuando Cristo entregará el Reino al Padre (cfr 1 Cor 15,24). Todo discurso cristiano sobre las realidades últimas, llamado escatología, parte siempre del acontecimiento de la resurrección: en este acontecimiento las realidades últimas ya han empezado y, en un cierto sentido, ya están presentes.
Probablemente en el año 52 san Pablo escribió la primera de sus cartas, la primera Carta a los Tesalonicenses, donde habla de esta vuelta de Jesús, llamada parusía, adviento, nueva y definitiva y manifiesta presencia (cfr 4,13-18). A los Tesalonicenses, que tienen sus dudas y problemas, el Apóstol escribe así: “si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús” (4,14). Y continua: “los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires” (4,16-17). Pablo describe la parusía de Cristo con acentos muy vivos y con imágenes simbólicas, pero que transmiten un mensaje sencillo y profundo: al final estaremos siempre con el Señor. Este es, más allá de las imágenes, el mensaje esencial: nuestro futuro es “estar con el Señor“; en cuanto creyentes, en nuestra vida nosotros ya estamos con el Señor; nuestro futuro, la vida eterna, ya ha comenzado.
En la segunda Carta a los Tesalonicenses, Pablo cambia la perspectiva; habla de acontecimientos negativos, que deberán preceder al final y conclusivo. No hay que dejarse engañar -dice- como si el día del Señor fuese verdaderamente inminente, según un cálculo cronológico: “Por lo que respecta a la Venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestros ánimos, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente el Día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera” (2,1-3). La continuación de este texto anuncia que antes de la llegada del Señor estará la apostasía y se revelará el no mejor identificado “hombre inicuo“, el “hijo de la perdición” (2,3), que la tradición llamará después el Anticristo. Pero la intención de esta Carta de san Pablo es sobre todo práctica; escribe: “cuando estábamos entre vosotros os mandábamos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado de que hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A esos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan” (3, 10-12). En otras palabras, la espera de la parusía de Jesús no dispensa del trabajo en este mundo, sino al contrario, crea responsabilidades ante el Juez divino sobre nuestro actuar en este mundo. Precisamente así crece nuestra responsabilidad de trabajar en y para este mundo. Veremos lo mismo el próximo domingo en el Evangelio de los talentos, donde el Señor nos dice que ha confiado talentos a todos y el Juez nos pedirá cuentas de ellos diciendo: ¿Habéis traído fruto? Por tanto la espera de su venida implica responsabilidad hacia este mundo.
La misma cosa y el mismo nexo entre parusía – vuelta del Juez-Salvador – y nuestro compromiso en la vida aparece en otro contexto y con aspectos nuevos en la Carta a los Filipenses. Pablo está en la cárcel y espera la sentencia, que puede ser de condena a muerte. En esta situación piensa en su futuro estar con el Señor, pero piensa también en la comunidad de Filipos, que necesita a su padre, Pablo, y escribe: “para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger… Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús, cuando yo vuelva a estar entre vosotros” (1, 21-26).
Pablo no tiene miedo a la muerte, al contrario: esta indica de hecho el completo ser con Cristo. Pero Pablo participa también de los sentimientos de Cristo, el cual no ha vivido para sí mismo, sino para nosotros. Vivir para los demás se convierte en el programa de su vida y por ello muestra su perfecta disponibilidad a la voluntad de Dios, a lo que Dios decida. Está disponible sobre todo, también en el futuro, a vivir en la tierra para los demás, a vivir por Cristo, a vivir por su presencia viva y así para la renovación del mundo. Vemos que este ser suyo con Cristo crea a gran libertad interior: libertad ante la amenaza de la muerte, pero libertad también ante todas las tareas y los sufrimientos de la vida. Estaba sencillamente disponible para Dios y realmente libre.
Y pasamos ahora, tras haber examinado los diversos aspectos de la espera de la parusía de Cristo, a preguntarnos: ¿cuáles son las actitudes fundamentales del cristiano hacia las realidades últimas: la muerte, el fin del mundo? La primera actitud es la certeza de que Jesús ha resucitado, está con el Padre, y por eso está con nosotros, para siempre. Y nadie es más fuerte que Cristo, porque Él está con el Padre, está con nosotros. Por eso estamos seguros, liberados del miedo. Este era un efecto esencial de la predicación cristiana. El miedo a los espíritus, a los dioses, estaba difundido en todo el mundo antiguo. Y también hoy los misioneros, junto con tantos elementos buenos de las religiones naturales, encuentran el miedo a los espíritus, a los poderes nefastos que nos amenazan. Cristo vive, ha vencido a la muerte y ha vencido a todos estos poderes. Con esta certeza, con esta libertad, con esta alegría vivimos. Este es el primer aspecto de nuestro vivir hacia el futuro.
En segundo lugar, la certeza de que Cristo está conmigo. Y de que en Cristo el mundo futuro ya ha comenzado, esto da también certeza de la esperanza. El futuro no es una oscuridad en la que nadie se orienta. No es así. Sin Cristo, también hoy para el mundo el futuro está oscuro, hay miedo al futuro, mucho miedo al futuro. El cristiano sabe que la luz de Cristo es más fuerte y por eso vive en una esperanza que no es vaga, en una esperanza que da certeza y valor para afrontar el futuro.
Finalmente, la tercera actitud. El Juez que vuelve -es juez y salvador a la vez- nos ha dejado la tarea de vivir en este mundo según su modo de vivir. Nos ha entregado sus talentos. Por eso nuestra tercera actitud es: responsabilidad hacia el mundo, hacia los hermanos ante Cristo, y al mismo tiempo también certeza de su misericordia. Ambas cosas son importantes. No vivimos como si el bien y el mal fueran iguales, porque Dios solo puede ser misericordioso. Esto sería un engaño. En realidad, vivimos en una gran responsabilidad. Tenemos los talentos, tenemos que trabajar para que este mundo se abra a Cristo, sea renovado. Pero incluso trabajando y sabiendo en nuestra responsabilidad que Dios es el juez verdadero, estamos seguros también de que este juez es bueno, conocemos su rostro, el rostro de Cristo resucitado, de Cristo crucificado por nosotros. Por eso podemos estar seguros de su bondad y seguir adelante con gran valor.
Un dato ulterior de la enseñanza paulina sobre la escatología es el de la universalidad de la llamada a la fe, que reúne a judíos y gentiles, es decir, a los paganos, como signo y anticipación de la realidad futura, por lo que podemos decir que estamos sentados ya en el cielo con Jesucristo, pero para mostrar a los siglos futuros la riqueza de la gracia (cfr Ef 2,6s): el después se convierte en un antes para hacer evidente el estado de realización incipiente en que vivimos. Esto hace tolerables los sufrimientos del momento presente, que no son comparables a la gloria futura (cfr Rm 8,18). Se camina en la fe y no en la visión, y aunque fuese preferible exiliarse del cuerpo y habitar con el Señor, lo que cuenta en definitiva, morando en el cuerpo o saliendo de él, es ser agradable a Dios (cfr 2 Cor 5,7-9).
Finalmente, un último punto que quizás parece un poco difícil para nosotros. San Pablo en la conclusión de su segunda Carta a los Corintios repite y pone en boca también a los Corintios una oración nacida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà, thà! que literalmente significa “Señor nuestro, ¡ven!” (16,22). Era la oración de la primera comunidad cristiana, y también el último libro del Nuevo testamento, el Apocalipsis, se cierra con esta oración: “¡Señor, ven!”. ¿Podemos rezar también nosotros así? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que perezca este mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el juez, Cristo. Creo que si no nos atrevemos a rezar sinceramente así por muchos motivos, sin embargo de una forma justa y correcta podemos también decir con los primeros cristianos: “¡Ven, Señor Jesús!”. Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que termine este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo sea profundamente cambiado, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto: ¿y cómo podría suceder sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará realmente un mundo justo y renovado. Y aunque de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu mundo, en la forma que tu sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados, en Darfur y en Kivu del norte, en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre esos ricos que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu mundo y renueva el mundo de hoy. Ven también a nuestros corazones, ven y renueva nuestra vida, ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia suya. En este sentido rezamos con san Pablo: ¿Maranà, thà! “¡Ven, Señor Jesús”!, y rezamos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve.
Benedicto XVI, Catequesis, La parusía, fuente de certeza y de valor para el cristiano, 12 de noviembre de 2008
San Juan Crisóstomo
Advenimiento del Hijo del Hombre
Ya, pues, que ha dicho cómo vendrá el anticristo, por ejemplo, en qué lugar, dice también cómo vendrá Él mismo. — ¿Cómo vendrá, pues, Él mismo? — Como el relámpago sale de oriente y brilla hasta occidente, así será el advenimiento del Hijo del hombre. Porque donde estuviere el cadáver, allí también se congregarán las águilas. ¿Cómo aparece, pues, el relámpago? El relámpago no necesita quien lo anuncie, no necesita de heraldo. Aun a los ojos de quienes están sentados dentro casas o en sus recámaras, en un instante de tiempo aparece él por sí mismo en toda la extensión de la tierra. Así se aquel segundo advenimiento, que aparecerá a la vez en toda las partes por el resplandor de su gloria. Y todavía habla de otra señal: Donde estuviere el cadáver, allí también se congregarán las águilas; es decir, la muchedumbre de los ángeles, los mártires y de los santos todos. Luego, de prodigios espantosos. ¿Qué prodigios serán ésos? Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días—dice—, el sol se oscurecerá. ¿Qué tribulación de aquellos días? La de los días del al anticristo y los falsos profetas. Grande, en efecto, será la tribulación, cuando tantos serán los impostores. Pero no se prolongará por mucho tiempo. Porque si la guerra de los judíos abrevió por amor de los escogidos, con más razón se acortará esta prueba por amor de esos mismos escogidos. De ahí que no dijo: “Después de la tribulación”, sino: Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá. Porque todo sucede casi al mismo tiempo. Los seudocristos y seudoprofetas vendrán perturbándolo todo, e inmediatamente aparecerá el Señor. A la verdad, no será pequeña la turbación que se apoderará de toda la tierra. Mas ¿cómo aparecerá el Señor? Transformada ya toda la creación. Porque: El sol a oscurecerá; no porque desaparezca, sino vencido por la claridad de su presencia, y las estrellas del cielo caerán. Porque ¿qué necesidad habrá de ellas, cuando ya no habrá noche? Y las potencias del cielo se conmoverán. Y con mucha razón, pues han de ver tamaña transformación. Porque si, cuando fueron creadas las estrellas, de aquel modo se estremecieron y maravillaron —Cuando nacieron las estrellas—dice la Escritura—me alabaron a grandes gritos todos los ángeles”—, ¿cuánto más se maravillarán y estremecerán viendo transformada toda la creación, y cómo rinden cuentas los que son siervos de Dios como ellas, y cómo toda la tierra se presenta delante del terrible tribunal y a todos los nacidos desde Adán hasta el advenimiento del Señor se les pide razón de todo lo que hicieron? Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, es decir, la cruz, que resplandecerá más que el mismo sol, puesto caso que éste se oscurecerá y esconderá y ella brillará. Y no brillaría si no fuera más esplendente que los rayos mismos del sol. ¿Por qué razón, pues, aparece la señal de la cruz? Para tapar con creces la boca a impudencia de los judíos. Ninguna justificación mejor que la cruz para sentarse Cristo en su tribunal, mostrando no sólo sus llagas sino la muerte ignominiosa a que fue condenado. Entonces golpearán las tribus. A la vista de la cruz, no habrá necesidad de acusación. Se golpearán, porque no sacaron provecho alguno de su muerte, porque crucificaron al mismo a quien debieran haber adorado. Mirad cuán espantosamente ha descrito e1 Señor su segundo advenimiento y cómo ha levantado los pensamientos de sus discípulos. Y ha puesto primero lo triste y después lo alegre para de esta manera consolarlos y animarlos. Y nuevamente les recuerda su pasión y resurrección y hace mención de la cruz en forma más brillante, a fin de que ellos no se avergonzaran ni tuvieran pena, pues Él había de venir llevando por delante la cruz misma por estandarte. Otro evangelista dice: Verán a Aquel a quien traspasaron. De ahí por qué se golpearán las tribus, pues verán que es Él mismo. Y ya que hizo mención de la cruz, prosiguió: Verán al Hijo del hombre, que viene no sobre la cruz, sino sobre las nubes del cielo con grande poder y gloria. No pienses—dice—que, porque oigas hablar de cruz, va nuevamente a haber nada triste. No. Su venida será con gran poder y gloria. Si trae consigo la cruz porque quiere que el pecado de ellos sea condenado por mismo, como si el que sufrió una pedrada mostrara la piedra misma o los vestidos ensangrentados: Y vendrá sobre una nube tal como subió al cielo. Y al ver estas cosas, las tribus se lamentarán. Y no será lo malo que se lamentarán, sino que tal lamento será darse su propia sentencia y condenarse a sí mismos. Luego, de nuevo: Enviará a sus ángeles con gran trompeta, y congregarán de los cuatro vientos a los elegidos, de un punto a otro de los cielos. Al oír esto, considerad el castigo de los que queden. Porque no sufrirán sólo el castigo pasado, sino también éste. Y como antes dijo que dirían: Bendito el que viene en el nombre del Señor, así dice aquí que se golpearán. Y es así que como les había hablado de terribles guerras, por que se dieran cuenta que justamente con los castigos de acá les esperaban los suplicios de allá, los presenta golpeándose el pecho y separados de los elegidos y destinados al infierno. Lo que era otro modo de despertar a sus discípulos y mostrarles de cuan grandes males habían de librarse y de cuán grandes bienes gozar.
Temor de aquel día terrible
Y ¿por qué llama el Señor a sus elegidos por medio de ángeles, si ha de venir Él tan manifiestamente? Porque quiere honrarlos también de este modo. Pablo, por su parte, añade que serán arrebatados sobre las nubes. Así lo dijo hablando de resurrección. Porque: El Señor mismo—dice—bajará del cielo a la voz de mando, a la voz del arcángel. Así, después de resucitados, los reunirán los ángeles y, después de reunidos, los arrebatarán las nubes. Y todo ello en un momento, en un punto de tiempo indivisible. Porque no los llama el Señor quedándose en el cielo, sino que viene Él mismo al son de la trompeta. ¿Y qué necesidad hay de trompeta y de sonido? La trompeta servirá para despertar y para alegrar, para representar el pasmo de los que son elegidos y el dolor de los que son abandonados. ¡Ay de nosotros en aquel terrible día! Cuando debiéramos alegrarnos al oír todo esto, nos llenamos de pena y nos ponemos s y cariacontecidos. ¿O es que soy sólo yo a quien eso pasa y vosotros os alegráis de oírlo? Porque a mí, cierto, cuando digo, un estremecimiento me entra por todo mi ser y amargamente me lamento y suspiro de lo más profundo de mi corazón. Porque poco me importa todo esto, lo que me hace temblar es lo que luego sigue en el Evangelio: la parábola de las vírgenes, la del que enterró el talento que se le había dado, la del mayordomo malo. Lo que me hace llorar es considerar cuánta gloria vamos a perder, cuánta esperanza de bienes, y eso eternamente y para siempre, por no poner un poco de empeño. Porque, aun cuando el trabajo fuera mucho y la ley pesada, aun así habría que hacerlo todo. Sin embargo, alguna excusa pudieran entonces tener muchos tibios; vana sin duda pero, en fin, parecería que la tenían. ¡Eran tan extremadamente pesados los mandamientos, tanto el trabajo, tan interminable tiempo, tan insoportable la carga! Pero la verdad es que nada de esto cabe ahora pretextar. Lo cual no nos roerá menos que el infierno mismo en aquel tiempo, cuando veamos que por momento, por un poco de trabajo, perdimos el cielo y sus bienes inefables. Porque, a la verdad, breve es el tiempo y poco trabajo. Y, sin embargo, desfallecemos y decaemos. En la tierra luchas, y en el cielo eres coronado; por los hombres eres atormentado, y por Dios serás honrado; durante dos días corres y los premios durarán por siglos sin término; la lucha es en cuerpo corruptible, y la gloria será en el incorruptible. Y otra cosa hay también que considerar, y es que, si no queremos padecer algo por amor de Cristo, lo habremos de padecer de todos modos por otro motivo. Pues no porque no muramos por Cristo vamos a ser inmortales, ni porque no nos desprendamos del dinero por amor de Cristo nos lo vamos a llevar con nosotros de este mundo. E1 Señor no te pide sino lo que, aunque no te lo pida, tendrás que darlo, porque eres mortal. Sólo quiere que hagas voluntariamente lo mismo que tendrás que hacer a la fuerza. Sólo te pide que añadas el hacerlo por su amor. Porque que la cosa haya de suceder y pasar, lo lleva la necesidad misma de la naturaleza. ¡Mirad cuán fácil es el combate! Lo qué de todos modos es forzoso que padezcas, quiérelo padecer por mi amor. Con sólo eso que añadas, tengo yo por suficiente la obediencia. Lo que has de prestar a otro, préstamelo a mí, y a más interés y con más seguridad. El nombre que vas a dar a otra milicia, dalo a la mía, porque yo sobrepaso con creces tus trabajos con mis recompensas. Pero tú, que prefieres siempre al que da más: en los préstamos, en las ventas y en la milicia, sólo no aceptas a Cristo, que te da más, e infinitamente más que nadie. Pues ¿qué tan grande guerra es ésta? ¿Qué tan gran enemistad es ésta? ¿Qué perdón, qué defensa puedes tener ya, cuando ni en aquello por que prefieres a los hombres a los prefieres Dios a los hombres? ¿Por qué encomiendas a la tierra tu tesoro? Dalo a mi mano, te dice. Dios. ¿No te parece más de fiar que la tierra es el dueño mismo de la tierra. La tierra devuelve lo que deposita en ella, y, a veces, ni tos te paga por dárselo que te lo guarde. De ahí que, si quieres prestar, Él está preparado; si quieres sembrar, Él lo recibe, si quieres edificar, al te atrae a sí. Edifica—te dice—en mi terreno. ¿A qué corres tras los pobres, tras los hombres, que son pobres mendigos? Corre en pos de Dios, que, aun por pequeñas cosas, te las procura grandes. Mas ni aun oyendo esto nos decidimos a ir a Él. Allí vamos apresurados donde hay luchas y guerras y combates y pleitos y calumnias.
San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, Homilía, 76, 3-5. Ed. BAC. Madrid, 1966, pag. 519 – 525
Guión XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario
10 de noviembre del 2024
Entrada:
Jesucristo que cumplió la misión que el Padre le confió, volverá al fin de los tiempos, glorioso y triunfante, a juzgar a vivos y muertos, y a reunir a los elegidos que han permanecido fieles en medio de las tribulaciones.
Primera Lectura: Dn 12, 1-3
El profeta Daniel anuncia un tiempo de tribulación que precederá a la liberación del pueblo.
Segunda Lectura: Hb 10, 11-14.18
Cristo ofreció por los pecados un único sacrificio, y así ha perfeccionado para siempre a los que santifica.
Evangelio: Mc 13, 24-32
El Hijo del hombre vendrá al fin de los tiempos y sus ángeles congregarán a sus elegidos.
Preces:
Como hijos de Dios, pidamos al Padre todopoderoso por nuestras intenciones y necesidades.
A cada petición respondemos cantando:
* Por las intenciones del Santo Padre, y para que la Iglesia que camina hacia el encuentro con el Señor, halle nuevos medios para llevar el Evangelio a quienes aún no lo conocen. Oremos.
* Por la paz del mundo como respuesta justa a los problemas de las sociedades, y que su búsqueda de parte de los gobiernos sea una prioridad en las relaciones internacionales. Oremos.
* Por los sacerdotes, los religiosos y religiosas, para que con su ejemplo den testimonio del Reino que vendrá fortaleciendo la fe de sus hermanos y dándoles razón de su esperanza. Oremos.
* Por los que sufren contradicciones y adversidades por diversas causas, para que la esperanza puesta en la llegada del día del Señor sea un estímulo que los ayude a perseverar con paciencia ante las pruebas. Oremos.
* Por los jóvenes que están discerniendo su consagración total al seguimiento de Jesús, para que descubran la maravillosa vocación de ser discípulos del Señor, y respondan con prontitud y generosidad. Oremos.
Dios nuestro, que nos llamas a estar prevenidos y a orar incesantemente, escucha las súplicas de tu pueblo y haz que la Buena Nueva llegue a todos los hombres. Por Jesucristo Nuestro Señor.
Ofertorio:
Todo en la Eucaristía expresa la espera confiada de la venida gloriosa del Señor, y mientras con ansias esperamos, nos entregamos sin reserva con todo lo que somos y tenemos.
* Junto a estos alimentos ofrecemos nuestra disponibilidad para socorrer a los más necesitados.
* Presentamos pan y vino, humildes dones que se transformarán en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor.
Comunión:
Al recibir a nuestro Señor Jesucristo en las especies sacramentales nos unimos a Él, anticipando el momento dichoso de nuestra definitiva unión en el Cielo.
Salida:
Pidamos a nuestra Señora que atienda nuestros anhelos, y que la invocación de la Iglesia “Ven, Señor Jesús”, se convierta en el suspiro constante de nuestro corazón.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
El pensamiento del juicio
Se encierra el gusanito en la maravilla esponjosa de su capullo. Allí se desentraña, trabaja y fabrica el milagro de la seda.
Pero un día surge la tormenta. Resuena el trueno, el gusanito se encoge en su cárcel y muere de miedo.
¿Y qué hacen los que lo cuidan? Comienzan a tocar sonajeros y tambores, cantan con alegría, hacen ruido, para que el gusanito distraído con aquella música se olvide de la tormenta.
Pues eso es lo que hace con nosotros el gran embaucador, satanás. Estando en nuestro capullo tejiendo descuidados la seda de nuestra vida, de pronto suena en nuestra conciencia el pensamiento del Juicio. Si lo oyéramos bien, moriríamos al mundo y a sus vanidades. Lo que quiere el demonio es que no lo oigamos. Para eso nos entretiene con música, con regalos, con placeres, para que nos olvidemos de la tormenta, de que nos espera la Justicia de Dios, y no nos arrepintamos de veras.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 437)