PRIMERA LECTURA
Lectura del libro de Jeremías 17, 5-8
Así dice el Señor:
«Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor.
Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien;
habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces;
cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde;
en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 1, 1-2. 3. 4 y 6 (R.: Sal 39, 5a)
R. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. R.
Será como un árbol plantado al borde de la acequia:
da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas;
y cuanto emprende tiene buen fin. R.
No así los impíos, no así;
serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal. R.
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 12. 16-20
Hermanos:
Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan?
Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Lectura del santo evangelio según san Lucas 6, 17. 20-26
En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:
– «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.
Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis.
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!
Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.»
Palabra del Señor
José Ma. Solé Roma (O.M.F.)
Jeremías 17,5-8:
En este bello poemita de estilo Sapiencial nos presenta Jeremías, confrontados, los dos Caminos, el bueno y el malo, que toma el hombre en su conducta religiosa:
El que aparta de dios su corazón, el que se busca a sí mismo y se considera autosuficiente, el que en la carne ( = ayudas humanas) se apoya… El castigo o maldición divina se cierne sobre el tal. Sólo cosecha cardos y espinas; vive en tierra salobre e inhóspita; se muere de sed. Tanto la descripción del pecado como la maldición y el castigo que le siguen nos recuerdan la suerte de Adán. Su pecado fue apartarse de Dios y querer vivir independiente de Dios.
En contraste, ¡cuán feliz fue Adán mientras fió de Dios y le amó en el Paraíso! “¡Bendito quien confía en el Señor y en el pone su confianza!” (5). La bendición y felicidad de quien fía plenamente de Dios no sólo leda acceso al Árbol de la Vida como a Adán, sino que le convierte a él mismo en Árbol de la Vida. Es muerte, alejarse de Dios. Es vida, vivir de Dios.
Desde los orígenes es tentación del hombre, el orgullo de autosuficiencia. Si Adán creyó no necesitar de Dios, bastarse él mismo y con eso encontró la muerte, igualmente hoy podemos sucumbir a la misma tentación. El hombre moderno, orgulloso de su técnica y de sus progresos, se cree autosuficiente; se apoya en “carne”. Pero todo cuanto se fundamenta en el vacío se derrumba estrepitosamente. En las entrañas del hombre, por mucha que sea su técnica y su ciencia, solo hay aridez de desierto si le falta Dios. Por eso Cristo, el Nuevo Adán que nos conduce al Padre, nos dice: “Quien tenga sed venga a Mí; y beba quien cree en Mí. Fluirán de sus entrañas avenidas de agua viva” (Jn 7, 37). Y para que entendamos sin desvío cuál es el pensamiento de Jesús, nos explica san Juan: “Esto lo decía refiriéndose al Espíritu Santo que debían recibir cuantos creerían en El” (Jn 7, 39). Por tanto, la doctrina de Jeremías: “Maldito quien fía en carne -Bendito quien fía en el Señor”, a la plena luz del Nuevo Testamento significa; El que por Cristo y en Cristo ama filialmente al Padre y filialmente fía en El, tiene en sus entrañas al Espíritu Santo que le anega de Vida divina. ¡Enhorabuena a este hijo de Dios!
1 Corintios 15, 12-20:
San Pablo explica a los corintios la importancia suma que tiene en la economía Salvífica el Dogma de la Resurrección de Cristo, de la que pende la nuestra:
La predicación de los Apóstoles, la fe de los creyentes, la realidad de la Redención, todo se apoya en los apóstoles son unos charlatanes embusteros; la fe, un engaño; la redención m una utopía.
Igual cabe decir del Dogma de la Resurrección de los redimidos. Sin esta resurrección no hay de hecho redención. Cristo ha venido a redimirnos del pecado y de la muerte. Si nos deja en el sepulcro no nos redime. Dice con frase lapidaria San Pablo: “Si Cristo no ha resucitado estáis aún en vuestros pecados. Y por consiguiente, cuantos en la fe de Cristo han muerto, se han perdido. Si es sólo para esta vida la esperanza que hemos puesto en Cristo, somos los más desventurados de todos los hombres” (17, 18). Estamos redimidos por Cristo. Su resurrección es causa meritoria ejemplar y eficiente de la nuestra. Si no hay resurrección de los muertos, Cristo no ha redimido al hombre íntegro.
La Resurrección de Cristo y la nuestra se implican: “Cristo ha resucitado de entre los muertos como “primicias” de todos los que han muerto” (20). Tras las “primicias” vendrá la recolección total: “Todos por Cristo serán retornados a vida. Mas, cada cual en el turno que le corresponde. Primero Cristo como primicias; después, a la hora de su advenimiento, los que son su Cristo” (v 22). Es decir, primero, el Jefe. Después, a su hora, el ejército de sus fieles.
Lucas 6, 17-26:
En un contexto diverso que Mateo, nos da Lucas el Programa Evangélico. Y también en estilo diverso. Mateo nos pone ocho “bienaventuranzas”; Lucas, cuatro “bendiciones” y cuatro “maldiciones”.Es, pues como, como un calco de lo que nos ha dicho Jeremías; pero iluminado y plenificado a la luz del Evangelio:
En el Reino Mesiánico son declarados “benditos” y dichosos: los pobres y los hambrientos. Los que lloran y son perseguidos (20-22). Benditos; porque fían en Dios.
Son declarados “desventurados”: los ricos y saciados: los que disfrutan y son alabados por los hombres (24-25). Desventurados porque fían en la carne.
Jesús remarca cómo van a cambiar radicalmente la suerte de unos y de los otros: los que fiaron de Dios y no pusieron su corazón en vacuidades, recibirán en el Reino Eterno la recompensa y plenitud de goce. Recompensa que será Vida Eterna. Los que se alejaron y olvidaron de Dios y pusieron su amor en lo caduco, en la eternidad sufrirán hambre y sed. Hambre y sed de quien pierde a Dios.
Es salirse del Evangelio dar sentido sociológico a la fórmula, hoy de moda: “Iglesia de los pobres”. Es “pobre” en sentido evangélico todo aquel que se sabe y se reconoce necesitado de la gracia de Dios y confiesa humildemente que nada es y nada puede de sí mismo; pero que todo lo puede en Aquel que le conforta; e igualmente es pobre evangélicamente el que coloca los bienes terrenos o riquezas en su verdadera escala de valores, los usa con desasimiento y como medios y no como fin. Hacer del Evangelio un programa o bandera de lucha de clases es o ignorancia o sacrilegio.
Es “anti-discipulo”: a) El avariento y egoísta que limita sus preocupaciones a lo terreno y material. b) El duro de corazón que cierra sus entrañas y su mano a los pobres y desvalidos. c) El irreligioso que niega o prácticamente no acepta su dependencia de Dios. Todas estas actitudes equivalen a idolatría o culto de “Mamón”.
El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),”Ministros de la Palabra”, ciclo “C”, Herder, Barcelona 1979.
San Josemaría Escrivá de Balaguer
El triunfo de Cristo en la humildad
Homilía pronunciada por monseñor Escrivá el 24-XII-1963.
Se contiene en el volumen Es Cristo que pasa.
Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus [51] , hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma.
Nos detenemos delante del Niño, de María y de José: estamos contemplando al Hijo de Dios revestido de nuestra carne. Viene a mi recuerdo el viaje que hice a Loreto, el 15 de agosto de 1951, para visitar la Santa Casa, por un motivo entrañable. Celebré allí la Misa. Quería decirla con recogimiento, pero no contaba con el fervor de la muchedumbre. No había calculado que, en ese gran día de fiesta, muchas personas de los contornos acudirían a Loreto, con la fe bendita de esta tierra y con el amor que tienen a la Madonna. Su piedad les llevaba a manifestaciones no del todo apropiadas, si se consideran las cosas –¿cómo lo explicaré?– sólo desde el punto de vista de las leyes rituales de la Iglesia.
Así, mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba. Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa Casa –que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José–, encima de la mesa del altar, han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios.
Jesucristo, perfecto Dios y perfecto hombre
El Hijo de Dios se hizo carne y es perfectus Deus, perfectus homo [52] , perfecto Dios y perfecto hombre. En este misterio hay algo que debería remover a los cristianos. Estaba y estoy conmovido: me gustaría volver a Loreto. Me voy allí con el deseo, para revivir los años de la infancia de Jesús, al repetir y considerar ese Hic Verbum caro factum est.
Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios–Hombre. Una de las magnalia Dei [53] , de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad [54] . A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.
No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz.
Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.
Vemos –dice San Juan Crisóstomo– que Jesús ha salido de nosotros y de nuestra sustancia humana, y que ha nacido de Madre virgen: pero no entendemos cómo puede haberse realizado ese prodigio. No nos cansemos intentando descubrirlo: aceptemos más bien con humildad lo que Dios nos ha revelado, sin escrudriñar con curiosidad en lo que Dios nos tiene escondido [55] . Así, con ese acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano.
Sentido divino del andar terreno de Jesús
He procurado siempre, al hablar delante del Belén, mirar a Cristo Señor nuestro de esta manera, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre. Y cuando todavía es Niño y no dice nada, verlo como Doctor, como Maestro. Necesito considerarle de este modo: porque debo aprender de El. Y para aprender de El, hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús.
Porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración, como ahora, delante del pesebre. Hay que entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres.
Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo.
Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius [56] , el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el faber, filius Mariae [57] , el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas [58] .
Como cualquier otro suceso de su vida, no deberíamos jamás contemplar esos años ocultos de Jesús sin sentirnos afectados, sin reconocerlos como lo que son: llamadas que nos dirige el Señor, para que salgamos de nuestro egoísmo, de nuestra comodidad. El Señor conoce nuestras limitaciones, nuestro personalismo y nuestra ambición: nuestra dificultad para olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos a los demás. Sabe lo que es no encontrar amor, y experimentar que aquellos mismos que dicen que le siguen, lo hacen sólo a medias. Recordad las escenas tremendas, que nos describen los Evangelistas, en las que vemos a los Apóstoles llenos aún de aspiraciones temporales y de proyectos sólo humanos. Pero Jesús los ha elegido, los mantiene junto a El, y les encomienda la misión que había recibido del Padre.
También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem, quem ego bibiturus sum? [59] : ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz –este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre– que yo voy a beber? Possumus! [60] ; ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar.
Es necesario empezar por convencerse de que Jesús nos dirige personalmente estas preguntas. Es El quien las hace, no yo. Yo no me atrevería ni a planteármelas a mí mismo. Estoy siguiendo mi oración en voz alta, y vosotros, cada uno de nosotros, por dentro, está confesando al Señor: Señor, ¡qué poco valgo, qué cobarde he sido tantas veces! ¡Cuántos errores!: en esta ocasión y en aquélla, y aquí y allá. Y podemos exclamar aún: menos mal, Señor, que me has sostenido con tu mano, porque me veo capaz de todas las infamias. No me sueltes, no me dejes, trátame siempre como a un niño. Que sea yo fuerte, valiente, entero. Pero ayúdame como a una criatura inexperta; llévame de tu mano, Señor, y haz que tu Madre esté también a mi lado y me proteja. Y así, possumus!, podremos, seremos capaces de tenerte a Ti por modelo.
No es presunción afirmar possumus! Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque El lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza. Por eso se ha abajado tanto. Este fue el motivo por el que se abatió, tomando forma de siervo aquel Señor que como Dios era igual al Padre; pero se abatió en la majestad y potencia, no en la bondad ni en la misericordia [61].
La bondad de Dios nos quiere hacer fácil el camino. No rechacemos la invitación de Jesús, no le digamos que no, no nos hagamos sordos a su llamada: porque no existen excusas, no tenemos motivo para continuar pensando que no podemos. El nos ha enseñado con su ejemplo. Por tanto, os pido encarecidamente, hermanos míos, que no permitáis que se os haya mostrado en balde un modelo tan precioso, sino que os conforméis a El y os renovéis en el espíritu de vuestra alma [62].
Pasó por la tierra haciendo el bien
¿Veis qué necesario es conocer a Jesús, observar amorosamente su vida? Muchas veces he ido a buscar la definición, la biografía de Jesús en la Escritura. La encontré leyendo que, con dos palabras, la hace el Espíritu Santo: Pertransiit benefaciendo [63] . Todos los días de Jesucristo en la tierra, desde su nacimiento hasta su muerte, fueron así: pertransiit benefaciendo, los llenó haciendo el bien. Y en otro lugar recoge la Escritura: bene omnia fecit [64] : todo lo acabó bien, terminó todas las cosas bien, no hizo más que el bien.
Tú y yo entonces, ¿qué? Una mirada para ver si tenemos algo que enmendar. Yo sí que encuentro en mí mucho que rehacer. Como me veo incapaz por mí solo de obrar el bien, y como nos ha dicho el mismo Jesús que sin El no podemos nada [65] , vamos tú y yo al Señor, a implorar su asistencia, por medio de su Madre, con estos coloquios íntimos, propios de las almas que aman a Dios. No añado más porque es cada uno de vosotros el que tiene que hablar, según su propia necesidad. Por dentro y sin ruido de palabras, en este mismo momento, mientras os doy estos consejos, aplico personalmente la doctrina a mi propia miseria.
Pertransiit benefaciendo. ¿Qué hizo Jesucristo para derramar tanto bien, y sólo bien, por donde quiera que pasó? Los Santos Evangelios nos han transmitido otra biografía de Jesús, resumida en tres palabras latinas, que nos da la respuesta: erat subditus illis [66] , obedecía. Hoy que el ambiente está colmado de desobediencia, de murmuración, de desunión, hemos de estimar especialmente la obediencia.
Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural.
El espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal. Cuando Dios Nuestro Señor concede a los hombres su gracia, cuando les llama con una vocación específica, es como si les tendiera una mano, una mano paterna llena de fortaleza, repleta sobre todo de amor, porque nos busca uno a uno, como hijas e hijos suyos, y porque conoce nuestra debilidad. Espera el Señor que hagamos el esfuerzo de coger su mano, esa mano que El nos acerca: Dios nos pide un esfuerzo, prueba de nuestra libertad. Y para saber llevarlo a cabo, hemos de ser humildes, hemos de sentirnos hijos pequeños y amar la obediencia bendita con la que respondemos a la bendita paternidad de Dios.
Conviene que dejemos que el Señor se meta en nuestras vidas, y que entre confiadamente, sin encontrar obstáculos ni recovecos. Los hombres tendemos a defendernos, a apegarnos a nuestro egoísmo. Siempre intentamos ser reyes, aunque sea del reino de nuestra miseria. Entended, con esta consideración, por qué tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que El nos haga verdaderamente libres y de esa forma podamos servir a Dios y a todos los hombres. Sólo así percibiremos la verdad de aquellas palabras de San Pablo: Ahora, habiendo quedado libres del pecado y hechos siervos de Dios, cogéis por fruto vuestro la santificación y por fin la vida eterna, ya que el estipendio del pecado es la muerte. Pero la vida eterna es una gracia de Dios, por Jesucristo Nuestro Señor [67] .
Estemos precavidos, entonces, porque nuestra tendencia al egoísmo no muere, y la tentación puede insinuarse de muchas maneras. Dios exige que, al obedecer, pongamos en ejercicio la fe, pues su voluntad no se manifiesta con bombo y platillo. A veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo de la conciencia: y es necesario escuchar atentos, para distinguir esa voz y serle fieles.
En muchas ocasiones, nos habla a través de otros hombres, y puede ocurrir que la vista de los defectos de esas personas, o el pensamiento de si están bien informados, de si han entendido todos los datos del problema, se nos presente como una invitación a no obedecer.
Todo esto puede tener una significación divina, porque Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente, y hemos de sentir la responsabilidad de ayudar a los demás con las luces de nuestro entendimiento. Pero seamos sinceros con nosotros mismos: examinemos, en cada caso, si es el amor a la verdad lo que nos mueve, o el egoísmo y el apego al propio juicio. Cuando nuestras ideas nos separan de los demás, cuando nos llevan a romper la comunión, la unidad con nuestros hermanos, es señal clara de que no estamos obrando según el espíritu de Dios.
No lo olvidemos: para obedecer, repito, hace falta humildad. Miremos de nuevo el ejemplo de Cristo. Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas. Son dos criaturas perfectísimas: Santa María, nuestra Madre, más que Ella sólo Dios; y aquel varón castísimo, José. Pero criaturas. Y Jesús, que es Dios, les obedecía. Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo.
Cuando llegan las Navidades, me gusta contemplar las imágenes del Niño Jesús. Esas figuras que nos muestran al Señor que se anonada, me recuerdan que Dios nos llama, que el Omnipotente ha querido presentarse desvalido, que ha querido necesitar de los hombres. Desde la cuna de Belén, Cristo me dice y te dice que nos necesita, nos urge a una vida cristiana sin componendas, a una vida de entrega, de trabajo, de alegría.
No alcanzaremos jamás el verdadero buen humor, si no imitamos de verdad a Jesús; si no somos, como El, humildes. Insistiré de nuevo: ¿habéis visto dónde se esconde la grandeza de Dios? En un pesebre, en unos pañales, en una gruta. La eficacia redentora de nuestras vidas sólo puede actuarse con la humildad, dejando de pensar en nosotros mismos y sintiendo la responsabilidad de ayudar a los demás.
Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas e infecundas.
Cristo fue humilde de corazón [68] . A lo largo de su vida no quiso para El ninguna cosa especial, ningún privilegio. Comienza estando en el seno de su Madre nueve meses, como todo hombre, con una naturalidad extrema. De sobra sabía el Señor que la humanidad padecía una apremiante necesidad de El. Tenía, por eso, hambre de venir a la tierra para salvar a todas las almas, y no precipita el tiempo. Vino a su hora, como llegan al mundo los demás hombres. Desde la concepción hasta el nacimiento, nadie –salvo San José y Santa Isabel– advierte esa maravilla: Dios que viene a habitar entre los hombres.
La Navidad está rodeada también de sencillez admirable: el Señor viene sin aparato, desconocido de todos. En la tierra sólo María y José participan en la aventura divina. Y luego aquellos pastores, a los que avisan los ángeles. Y más tarde aquellos sabios de Oriente. Así se verifica el hecho trascendental, con el que se unen el cielo y la tierra, Dios y el hombre.
¿Cómo es posible tanta dureza de corazón, que hace que nos acostumbremos a estas escenas? Dios se humilla para que podamos acercarnos a El, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad.
Grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los cielos y la tierra, y El está ahí, en un pesebre, quia non era eis locus in diversorio [69] , porque no había otro sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado.
Cumplió la voluntad de su Padre Dios
No me aparto de la verdad mas rigurosa, si os digo que Jesús sigue buscando ahora posada en nuestro corazón. Hemos de pedirle perdón por nuestra ceguera personal, por nuestra ingratitud. Hemos de pedirle la gracia de no cerrarle nunca más la puerta de nuestras almas.
No nos oculta el Señor que esa obediencia rendida a la voluntad de Dios exige renuncia y entrega, porque el Amor no pide derechos: quiere servir. El ha recorrido primero el camino. Jesús, ¿cómo obedeciste tú? Usque ad mortem, mortem autem crucis [70] , hasta la muerte y muerte de la cruz. Hay que salir de uno mismo, complicarse la vida, perderla por amor de Dios y de las almas. He aquí que tú querías vivir, y no querías que nada te sucediera; pero Dios quiso otra cosa. Existen dos voluntades: tu voluntad debe ser corregida, para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida, para acomodarse a la tuya [71] .
Yo he visto con gozo a muchas almas que se han jugado la vida –como tú, Señor, usque ad mortem–, al cumplir lo que la voluntad de Dios les pedía: han dedicado sus afanes y su trabajo profesional al servicio de la Iglesia, por el bien de todos los hombres.
Aprendamos a obedecer, aprendamos a servir: no hay mejor señorío que querer entregarse voluntariamente a ser útil a los demás. Cuando sentimos el orgullo que barbota dentro de nosotros, la soberbia que nos hace pensar que somos superhombres, es el momento de decir que no, de decir que nuestro único triunfo ha de ser el de la humildad. Así nos identificaremos con Cristo en la Cruz, no molestos o inquietos o con mala gracia, sino alegres: porque esa alegría, en el olvido de sí mismo, es la mejor prueba de amor.
Permitidme que vuelva de nuevo a la ingenuidad, a la sencillez de la vida de Jesús, que ya os he hecho considerar tantas veces. Esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo; pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejarse de las circunstancias ordinarias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su estado, por su profesión, por su situación en la sociedad.
Sueño –y el sueño se ha hecho realidad– con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que El las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre.
Recordar a un cristiano que su vida no tiene otro sentido que el de obedecer a la voluntad de Dios, no es separarle de los demás hombres. Al contrario, en muchos casos el mandamiento recibido del Señor es que nos amemos los unos a los otros como El nos ha amado [72] , viviendo junto a los demás e igual que los demás, entregándonos a servir al Señor en el mundo, para dar a conocer mejor a todas las almas el amor de Dios: para decirles que se han abierto los caminos divinos de la tierra.
No se ha limitado el Señor a decirnos que nos amaba, sino que lo ha demostrado con las obras. No nos olvidemos de que Jesucristo se ha encarnado para enseñar, para que aprendamos a vivir la vida de los hijos de Dios. Recordad aquel preámbulo del evangelista San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: Primum quidem sermonem feci de omnibus, o Theophile, quae coepit Iesus facere et docere [73] , he hablado de todo lo más notable que hizo y predicó Jesús. Vino a enseñar, pero haciendo; vino a enseñar, pero siendo modelo, siendo el Maestro y el ejemplo con su conducta.
Ahora, delante de Jesús Niño, podemos continuar nuestro examen personal: ¿estamos decididos a procurar que nuestra vida sirva de modelo y de enseñanza a nuestros hermanos, a nuestros iguales, los hombres? ¿Estamos decididos a ser otros Cristos? No basta decirlo con la boca. Tú –lo pregunto a cada uno de vosotros y me lo pregunto a mí mismo–, tú, que por ser cristiano estás llamado a ser otro Cristo, ¿mereces que se repita de ti que has venido, facere et docere, a hacer las cosas como un hijo de Dios, atento a la voluntad de su Padre, para que de esta manera puedas empujar a todas las almas a participar de las cosas buenas, nobles, divinas y humanas de la redención? ¿Estás viviendo la vida de Cristo, en tu vida ordinaria en medio del mundo?
Hacer las obras de Dios no es un bonito juego de palabras, sino una invitación a gastarse por Amor. Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum [74] . Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean.
Y cuando venga la muerte, que vendrá inexorable, la esperaremos con júbilo como he visto que han sabido esperarla tantas personas santas, en medio de su existencia ordinaria. Con alegría: porque, si hemos imitado a Cristo en hacer el bien –en obedecer y en llevar la Cruz, a pesar de nuestras miserias–, resucitaremos como Cristo: surrexit Dominus vere! [75] , que resucitó de verdad.
Jesús, que se hizo niño, meditadlo, venció a la muerte. Con el anonadamiento, con la sencillez, con la obediencia: con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor.
Este ha sido el triunfo de Jesucristo. Así nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres.
Notas.
[51] Is IX, 2; Introito de la II Misa en el día de la Natividad.
[52] Símbolo Quicumque.
[53] Act II, 11.
[54] Lc II, 14.
[55] S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 4, 3 (PG 57, 43).
[56] Mt XIII, 55
[57] Mc VI, 3
[58] Ioh XII, 32
[59] Mt XX, 22.
[60] Mt XX, 22.
[61] S. Bernardo, Sermo in die nativitatis, 1, 1-2 (PL 183, 115).
[62] S. Bernardo, ibid., 1, 1.
[63] Act X, 38.
[64] Mc VII, 37.
[65] Cfr. Ioh XV, 5.
[66] Lc II, 31.
[67] Rom VI, 22-23.
[68] Cfr. Mt XI, 29.
[69] Lc II, 7.
[70] Phil II, 8.
[71] San Agustín, Enarrationes in psalmos, 31, 2, 26 (PL 36, 274).
[72] Cfr. Ioh XIII, 34-35.
[73] Act I, 1.
[74] Phil II, 8.
[75] Lc XXIV, 34.
San Juan Pablo II
La humildad y la misericordia
Cristo crucificado es para nosotros el modelo, la inspiración y el impulso más grande. Basándonos en este desconcertante modelo, podemos con toda humildad manifestar misericordia a los demás, sabiendo que la recibe como demostrada a El mismo. Sobre la base de este modelo, debemos purificar también continuamente todas nuestras acciones y todas nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esta bilateralidad, esta reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la magnifica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelado por El.
Así pues, el camino que Cristo nos ha manifestado en el sermón de la montaña con la bienaventuranza de los misericordiosos, es mucho más rico de lo que podemos observar a veces en los comunes juicios humanos sobre el tema de la misericordia. Tales juicios consideran la misericordia como un acto o proceso unilateral que presupone y mantiene las distancias entre el que usa misericordia y el que es gratificado, entre el que hace el bien y el que lo recibe. Deriva de ahí la pretensión de liberar de la misericordia las relaciones interhumanas y sociales, y basarlas únicamente en la justicia. No obstante, tales juicios acerca de la misericordia no descubren la vinculación fundamental entre la misericordia y la justicia, de que habla toda la tradición bíblica y en particular la misión mesiánica de Jesucristo. La auténtica misericordia es por decirlo así la fuente más profunda de la justicia. Si ésta última es de por sí apta para servir de “árbitro” entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes objetivos según una media adecuada; el amor en cambio, y solamente el amor, (también ese amor benigno que llamamos “misericordia”) es capaz de restituir el hombre a sí mismo.
La misericordia auténticamente cristiana es también, en cierto sentido, la más perfecta encarnación de la “igualdad” entre los hombres y por consiguiente también la encarnación más perfecta de la justicia, en cuanto también ésta, dentro de su ámbito, mira al mismo resultado. la igualdad introducida mediante la justicia se limita, sin embargo, el ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la misericordia logran que los hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es propia. Al mismo tiempo, la “igualdad” de los hombres mediante el amor “paciente y benigno” no borra las diferencias: el que da se hace más generoso, cuando se siente contemporáneamente gratificado por el que recibe su don; viceversa, el que sabe recibir el don con la conciencia de que también él, acogiéndolo, hace el bien, sirve por su parte a la gran causa de la dignidad de la persona y esto contribuye a unir a los hombres entre sí de manera más profunda.
Así pues, la misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. Es imposible lograr establecer este vínculo entre los hombres si se quiere la justicia. Esta, en todas las esferas de las relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una notable “corrección” por parte del amor que – como proclama san Pablo – es “paciente” y “benigno”, o dicho en otras palabras, lleva en sí los caracteres del amor misericordioso tan esenciales al evangelio y al cristianismo. Recordemos además que el amor misericordioso indica también esa cordial ternura y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos habla la parábola del hijo pródigo o la de la oveja extraviada o la de la dracma perdida. Por tanto, el amor misericordioso es sumamente indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre los padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación y en la pastoral. (Dives in Misericordia 7, 14).
El cristiano y las comunidades cristianas viven profundamente insertados en la vida de sus pueblos respectivos y son signo del Evangelio incluso por la fidelidad a su patria, a su pueblo, a la cultura nacional, pero siempre con la libertad que Cristo ha traído. El cristianismo está abierto a la fraternidad universal, porque todos los hombres son hijos del mismo Padre y hermanos en Cristo.
La Iglesia está llamada a dar su testimonio de Cristo, asumiendo posiciones valientes y proféticas ante la corrupción del poder político o económico; no buscando la gloria o bienes materiales; usando sus bienes para el servicio de los más pobres e imitando la sencillez de vida de Cristo. La Iglesia y los misioneros deben dar también testimonio de humildad, ante todo en sí mismos, lo cual se traduce en la capacidad de un examen de conciencia, a nivel personal y comunitario, para corregir en los propios comportamientos lo que es antievangélico y desfigura el rostro de Cristo. (Redemptoris Missio 5, 43).
Salvador Canals
La virtud de la humildad
La mala fama de esta virtud
Muchas veces he pensado, y ahora aprovecho la ocasión para decirlo por escrito, que la virtud de la humildad se resiente del valor del nombre que lleva y de las realidades que encierra.
Ninguna otra virtud es, en efecto, tan menospreciada y tan poco y mal conocida, tan ignorada y tan deformada, como esta virtud cristiana. La virtud de la humildad es una virtud humillada.
Y no sé si le hace más daño el olvido en que la deja el mundo, las burlas y el escarnio con que muchos la acogen, o la falsía y la poca elegancia con que algunos la presentan.
Me parece, amigo mío, que es verdaderamente necesario que nosotros los cristianos conozcamos mejor esta virtud y sintamos profundamente su importancia; que luchemos por conquistarla y por vivirla rectamente, para presentarla de este modo con su verdadera fisonomía a los ojos de un mundo enfermo de vanidad y de soberbia. A este apostolado del buen ejemplo, tan eficaz y olvidado, debemos tú y yo sentirnos invitados por Jesucristo, cuando dice: Discite a Me quia mitis sum et humilis corde, “aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón”. Humildes de corazón: así nos quiere el Señor, con aquella humildad que nace del corazón y da fruto en las obras. Porque la otra humildad, que nace y muere en los labios, es falsa; es una caricatura. Palabras, actitudes, modos, no pueden por sí solos crear una virtud; pero sí deformarla.
Descubrir la verdad
La inteligencia debe abrirnos el camino del corazón y ayudarnos a depositar allí, con afecto, la buena semilla de la verdadera humildad, que, con el tiempo y la gracia de Dios, echará raíces profundas y dará sabrosos frutos.
La humildad verdadera, amigo mío, empieza en el punto luminoso en que la inteligencia descubre y admite, con la fuerza necesaria para que el corazón pueda amarla, esa verdad fundamental, simple y profunda, del sine Me nihil potestis facere, “sin Mí no podéis hacer nada”.
Debemos aprender a partir, con nuestras manos soberbias, el pan blanco de la verdad evangélica y distribuirlo ante nuestros ojos ofuscados, que tienen en tan gran estima nuestro “yo” y nuestras cualidades.
¡Escúchame! Todos nuestros esfuerzos para llegar a ser mejores y para crecer en el amor de Jesús y en la práctica de las virtudes evangélicas, serán vanos si su gracia no nos ayuda: nisi Dominus aedificaverit domum, in vanum laborant, qui aedificant eam, “si el Señor no edifica la casa, en vano se cansan quienes la construyen”.
La más atenta y constante vigilancia es también perfectamente inútil sin la custodia fuerte y amorosa de su gracia: nisi Dominus custodierit civitatem, in vanum vigilat custos, “si el Señor no custodia la ciudad, es inútil la vigilancia del centinela”.
Nada sin Dios
Nada pueden así nuestras palabras y nuestras acciones, cuando pretendemos servirnos de ellas para hacer bien a las almas. Nuestro apostolado y nuestra fatiga, sin el agua pura de su gracia, son una agitación estéril: neque qui plantat est aliquid, neque qui rigat, sed qui incrementum dat, Deus, “no cuenta el que planta o el que riega, sino Dios Nuestro Señor, que da el incremento”.
Pero esta gracia que nos es necesaria para mejorar en la virtud, para resistir a las tentaciones y para que nuestro apostolado sea fecundo, el Señor la concede a los que son humildes de corazón: Deus superbis resistit humilibus autem dat gratiam, “Dios resiste a los soberios y da su gracia a los humildes”.
El Señor, que con suma bondad y con vigilancia llena de delicadeza, distribuye copiosamente su gracia, no se sirve de los soberbios para llevar a cabo sus designios: teme que se condenen. Pues si los utilizase, ellos hallarían en esta gracia, según sus costumbres, un nuevo motivo de soberbia y, en tal vanagloria, la causa de un nuevo castigo.
Seamos realistas
La humildad, amigo mío, nos lo enseñan los santos, es la verdad. ¡Qué gran motivo para aceptarla y vivirla! Noverim me!¡ Que yo me conozca, Señor! Este conocimiento íntimo y sincero de nosotros mismos nos elevará de la mano hacia la humildad.
Déjame que te diga –pues me lo he dicho muchas veces a mí mismo– que no eres nada: la existencia la has recibido de Dios, nada tienes que no hayas recibido de El; tus talentos, tus dones, de naturaleza y de gracia, son precisamente esto: dones; ¡no lo olvides! Y la gracia es gracia y fruto de los méritos del Salvador.
Además el pecado
Pero a esta nada que tú eres, amigo mío, tú has añadido el pecado, pues has abusado muchas veces de la gracia de Dios, por maldad o, por lo menos, por debilidad.
Y a estas dos realidades has añadido una tercera, más triste que las primeras: la de que siendo nada y pecado… has vivido de vanidad y de orgullo.
Nada…, pecado…, orgullo. ¡Qué fundamento tan seguro para nuestra humildad, para que ésta sea ciertamente humildad verdadera, humildad de corazón.
Bastante ignorancia
El soberbio y el incrédulo tienen algo más en común de cuanto parece. El incrédulo es un ciego que atraviesa el mundo y ve las cosas creadas, sin descubrir a Dios. El soberbio descubre y ve a Dios en la naturaleza, pero no logra descubrirlo y verlo en sí mismo.
Si descubres a Dios en ti mismo serás humilde y atribuirás a El todo lo que de bueno haya en ti: Quid habes quod non accepisti? “¿Qué tienes que no hayas recibido?” No cerrarás neciamente los ojos sobre ninguna de las vìrtudes o de las cualidades que existen en tu alma, porque sabes que vienen de Dios y que un día El te pedirá cuenta de ellas. Te esforzarás para que den fruto: no sepultarás ninguno de tus talentos. Y conservando el mérito de las obras buenas, sabrás dar a Dios la gloria de ellas: Deo omnis gloria! ¡Para Dios toda la gloria! La vana complacencia no hallará sitio en tu alma humilde.
Y se vive en grata paz
A través del camino abierto por la humildad la paz de Dios entrará en tu alma. Hay una promesa divina: Discite a Me quia mitis sum et humilis corde et invenietis requiem animabus vestris. “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz para vuestras almas”. Un corazón sincero y prudentemente humilde no se turba de nada.
Estate seguro, amigo mío, de que, casi siempre, la causa de nuestras turbaciones y de nuestras inquietudes está en la preocupación excesiva por la propia estima o en el inquieto anhelo de la estimación de los demás.
El alma humilde pone la propia estimación y el deseo de la estimación ajena en las manos de Dios. Y sabe que allí estarán seguras.
Saca, pues, fuerza de la humildad para decir al Señor: si a Ti no sirven, tampoco yo sé qué hacer de ellas. Y en este generoso abandono hallarás la paz prometida a los humildes.
Que la humildad de María, hermano mío, nos sirva de consuelo y de modelo.
(Tomado de Ascética meditada, Ediciones Rialp, 1962)
Selección de textos
La humildad dispone al alma para acercarse a Dios
Dígase, pues, a los humildes, que al par que ellos se abajan, aumentan su semejanza con Dios; y dígase a los soberbios que, al par que ellos se engríen, descienden, a imitación del ángel apóstata (SAN GREGORIO MAGNO, Regla Pastoral, 3, 18).
Cuanto más se abaja el corazón por la humildad, más se levanta hacia la perfección (SAN AGUSTÍN, Sermón sobre la humildad y el temor de Dios).
Todo valle será rellenado y todo monte y collado será abatido, porque los humildes reciben los dones que rechazan de sus corazones los soberbios (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 20 sobre los Evang.).
Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, lo segundo la humildad y lo tercero la humildad (SAN AGUSTÍN, Epístola 118).
La humildad dispone para acercarse sin ataduras a la consecución de los bienes espirituales y divinos (SAN AGUSTÍN, Trat. sobre la virginidad, 51).
Porque la soberbia fue la raíz y la fuente de la maldad humana: contra ella pone (el Señor) la humildad como firme cimiento, porque una vez colocada ésta debajo, todas las demás virtudes se edificarán con solidez; pero si ésta no sirve de base, se destruye cuanto se levanta por bueno que sea (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. sobre S. Mateo, 15).
La humildad, maestra de todas las virtudes, es a la par, el fundamento inconmovible del edificio sobrenatural, el don por antonomasia y la gracia más excelsa del Salvador (CASIANO, Colaciones, 15, 7).
Sólo a pasos de humildad se sube a lo alto de los cielos (SAN AGUSTÍN, Sermón sobre la humildad y el temor de Dios).
(Es) madre y maestra de todas las virtudes (SAN GREGORIO MAGNO, Moralia, 23, 23).
Aun las buenas acciones carecen de valor cuando no están sazonadas por la virtud de la humildad. Las más grandes, practicadas con soberbia, en vez de ensalzar, rebajan. El que acopia virtudes sin humildad arroja polvo al viento, y donde parece que obra provechosamente, allí incurre en la más lastimosa ceguera. Por lo tanto, hermanos míos, mantened en todas vuestras obras la humildad […] (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 7 sobre los Evang.).
Nada tengas por más excelente, nada por más amable que la humildad. Ella es la que principalmente conserva las virtudes, una especie de guardiana de todas ellas. Nada hay que nos haga más gratos a los hombres y a Dios como ser grandes por el merecimiento de nuestra vida y hacernos pequeños por la humildad (SAN JERÓNIMO, Epístola 148, 20).
Nadie puede alcanzar santidad si no es a través de una verdadera humildad. Cada uno debe dar pruebas de esta humildad, ante todo a sus hermanos. Pero también debe tributarla a Dios, persuadido de que si El no le protege y ayuda en cada instante, le es absolutamente imposible obtener la santidad a que aspira y hacia la cual corre (CASIANO, Instituciones, 12, 23).
Si quieres ser grande, comienza por ser pequeño; si quieres construir un edificio que llegue hasta el cielo, piensa primero en poner el fundamento de la humildad. Cuanto mayor sea la mole que se trate de levantar y la altura del edificio, tanto más hondo hay que cavar el cimiento. Y mientras el edificio que se construye se eleva hacia lo alto, el que cava el cimiento se abaja hasta lo más profundo. El edificio antes de subir se humilla, y su cúspide se erige después de la humillación (SAN AGUSTÍN, Sermón 69).
La fe no es propia de los soberbios, sino de los humildes (SAN AGUSTÍN, en Catena Aurea, val. VI, p. 297).
La guardiana de la virginidad es la caridad, pero el castillo de tal guardia es la humildad (SAN AGUSTÍN, Trat. sobre la virginidad, 33, 51).
Puedes salvarte sin la virginidad, pero no sin la humildad. Puede agradar la humildad que llora la virginidad perdida; mas sin humildad (me atrevo a decirlo) ni aun la virginidad de María hubiera agradado a Dios (SAN BERNARDO, Hom. sobre la Virgen Madre, l, 5).
Hermosa es la unión de la virginidad y de la humildad; y no poco agrada a Dios aquella alma en quien la humildad engrandece a la virginidad y la virginidad adorna a la humildad (SAN BERNARDO, Hom. sobre la Virgen Madre, l, 5).
(San Juan Bautista) perseveró en la santidad porque se mantuvo humilde en su corazón (SAN GREGORIO MAGNO, Trat. sobre el Evang. de S. Lucas, 20, 5).
Imitad el ejemplo de humildad del Bautista. Lo toman por Cristo, pero él dice que no es lo que ellos piensan ni se adjudica el honor que erróneamente le atribuyen. Si hubiera dicho: «Soy Cristo», con cuánta facilidad le hubieran creído, ya que lo pensaban de él sin haberlo dicho. No lo dijo: reconoció lo que era, hizo ver la diferencia entre Cristo y él, y se humilló. Vio dónde estaba la salvación, comprendió que él era sólo una antorcha y temió ser apagado por el viento de la soberbia (SAN AGUSTÍN, Sermón 293).
2796 La humildad no debe estar tanto en las palabras como en la mente; debemos estar convencidos en nuestro interior de que somos nada y que nada valemos (SAN JERÓNIMO, Coment. sobre la Epist. a los Efesios, 4).
Nadie confíe en si mismo al hablar; nadie confíe en sus propias fuerzas al sufrir la prueba, ya que, si hablamos con rectitud y prudencia, nuestra sabiduría proviene de Dios, y si sufrimos los males con fortaleza, nuestra paciencia es también don suyo (SAN AGUSTÍN, Sermón 276).
Hijo mío, atiende a la humildad, que es la virtud más sublime y la escalera para subir a la cima de la santidad; porque los propósitos sólo se cumplen por humildad, y las fatigas de muchos años por la soberbia quedan reducidas a la nada. El hombre humilde es semejante a Dios, y lo lleva consigo en el templo de su pecho; el soberbio es odioso a Dios, y se asemeja al demonio (SAN BASILIO, Admoniciones a sus hijos espirituales).
Conservad la verdadera humildad de corazón, que no consiste en demostraciones y palabras afectadas, sino en un abajamiento profundo del alma. Esa humildad se mostrará con la paciencia, que será como una proyección de ella y como la señal más evidente. Y esto no precisamente cuando os atribuyan crímenes que nadie va a creer, sino cuando os quedéis insensibles a las acusaciones arrogantes que se os harán y soportéis con mansedumbre y ecuanimidad las injurias que os infieran (CASIANO Colaciones, 18, 11).
Despreciar la comida y la bebida y la cama blanda, a muchos puede no costarles gran trabajo. Pero soportar una injuria, sufrir un daño o una palabra molesta, no es negocio de muchos, sino de pocos (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. 3, sobre el sacerdocio).
Por medio de la piedad los santos se hacen humildes (SAN AGUSTÍN, Sobre el Sermón de la Montaña, 1, 18).
La verdad huye del entendimiento que no encuentra humilde (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 18 sobre los Evang.).
Cuando uno se acerca con reverencia y corazón recto, consigue abundantemente la revelación de las cosas más ocultas; pero el que no tiene estas sanas disposiciones no es digno ni aun de oír las cosas que resultan fáciles para los demás (SAN JUAN CRISÓSTOMO, en Catena Aurea, val. IV, p. 99).
Sólo quien ama en verdad a Dios no se acuerda de si mismo (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 38 sobre los Evang.).
La gloria del hombre es Dios (SAN IRENEO, Trat. contra las herejías, 3, 20).
[…] los humildes siempre son los instrumentos de Dios (SAN JUAN CRISÓSTOMO, Hom. sobre S. Mateo, 15).
El don de la gracia que desprecia el soberbio, enriquece al humilde (SAN BEDA, en Catena Aurea, val. Vl, p. 377).
Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. El Señor es quien construye la casa […]. Muchos son los que trabajan en la construcción, pero si él no construye, en vano se cansan los albañiles. ¿Quiénes son los que trabajan en esta construcción? Todos los que predican la palabra de Dios en la Iglesia, los dispensadores de los misterios de Dios. Todos nos esforzamos, todos trabajamos, todos construimos ahora; y también antes de nosotros se esforzaron, trabajaron, construyeron otros; pero si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. (SAN AGUSTÍN, Coment. sobre el salmo 126).
Humillémonos si alguna cosa buena hacemos; no nos llenen de orgullo nuestras obras […]. Por el contrario, acerca de los humildes dice Dios por boca del Salmista: El Señor es custodio de los humildes (Ps 1 14, 6) (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 28 sobre los Evang.).
Quien no quiere humillarse no puede tampoco ser salvado (SAN BEDA), Coment. sobre el Evang. de S. Lucas, 1).
Hay muchos que, siendo soberbios, se colocan en los últimos sitios, y por el orgullo de su corazón les parece que se sientan a la cabeza de los demás; y también hay muchos humildes que, aun cuando se sientan en los primeros puestos, están convencidos en sus conciencias de que deben ocupar los últimos puestos (SAN JUAN CRISÓSTOMO en Catena Aurea, vol. III, p. 106).
Guión VI Domingo del Tiempo Ordinario
26 de febrero de 2024 – Ciclo C
Entrada: La Santa Misa es un anticipo de la plena bienaventuranza del Cielo en donde esta escondido el tesoro inefable de nuestra felicidad: La posesión plena de Nuestro Señor. Dispongamos, pues, nuestras almas para participar en ella con la mayor reverencia y gratitud.
Primera Lectura: Jr 17,5-8
La bendición de Dios recae sobre aquellos que confían en Él.
Salmo Responsorial: 1
Segunda Lectura: 1 Co 15,12. 16-20
San Pablo explica la importancia que tiene en la economía Salvífica el Dogma de la Resurrección de Cristo.
Evangelio: Lc 6,17. 20-26
Nuestro Señor proclama bienaventurado a todo aquel que se sabe y se reconoce necesitado de la gracia de Dios.
Preces:
Nuestra fe en Dios, que es nuestro Padre, nos mueve a poner en sus manos las necesidades de la Iglesia y las de todo el mundo.
A cada intención respondemos cantando:
* Te pedimos por la Iglesia, y por los esfuerzos que realiza por lograr que todos seamos uno en Cristo en la Verdad y en la Caridad. Oremos.
* Por la conversión de los gobernantes para que no se dejen guiar por principios ajenos al bien común, a la dignidad de los seres humanos y a la libre profesión de su fe en Cristo. Oremos.
* Por todos los misioneros que en distintos lugares y en muy diversas circunstancias deben dar testimonio de Cristo en medio a muchas contradicciones, para que perseveren fieles y coherentes a sus vocación. Oremos.
* Por todos nuestros bienhechores espirituales y materiales que a lo largo de nuestra vida nos han enseñado y ayudado a vivir nuestra fe para que Dios los bendiga en esta vida y los recompense con la eterna bienaventuranza. Oremos.
Padre del cielo, Tú que cuidas el camino de tus hijos, escucha con benevolencia nuestras peticiones. Por Jesucristo nuestro Señor.
Ofertorio: Recibe Padre Santo nuestros dones y nuestra vida, para unirlos en el Cáliz y la patena donde se ofrece tu Divino Hijo.
* Incienso junto a nuestras oraciones por los cristianos perseguidos por causa del Evangelio.
* Pan y vino, sobre los que el Espíritu Santo actualizará la obra salvífica de la Redención.
Comunión: Recibamos con fe a nuestro Señor Sacramentado, que custodia el corazón de los humildes y los enriquece con sus dones.
Salida: María, Madre llena de Bondad, haz que estemos siempre hambrientos de la Voluntad de tu Hijo, y que toda nuestra vida este orientada hacia la eterna bienaventuranza.
El diamante
Nació en Italia, pero se fue a los Estados Unidos de joven. Aprendió malabarismo y se hizo famoso en el mundo entero. Finalmente, decidió retirarse. Anhelaba regresar a su país, comprar una casa en el campo y establecerse allí. Tomó todas sus posesiones, sacó un billete en un barco hacia Italia e invirtió todo el resto de su dinero en un solo diamante, y lo escondió en su camarote.
Una vez en la travesía, le estaba enseñando a un niño cómo él podía hacer malabarismo con muchas manzanas. Pronto se había reunido una multitud a su alrededor. El orgullo del momento se le subió a la cabeza. Corrió a su camarote y tomó el diamante, que entonces era su única posesión. Le explicó a la multitud que ese diamante representaba todos los ahorros de su vida, para así generar mayor dramatismo. Enseguida comenzó a hacer malabarismos con el diamante en la cubierta del barco. Estaba arriesgando más y más. En cierto momento lanzó el diamante muy alto en el aire y la muchedumbre se quedó sin aliento. Sabiendo lo que el diamante significaba, todos le rogaron que no lo hiciera otra vez. Impulsado por la excitación del momento, lanzó el diamante mucho más alto. La multitud de nuevo perdió el aliento y después respiró con alivio cuando recuperó el diamante. Teniendo una total confianza en sí mismo y en su habilidad, dijo a la multitud que lo lanzaría en el aire una vez más. Que esta vez subiría tanto que se perdería de vista por un momento. De nuevo le rogaron que no lo hiciera. Pero con la confianza de todos sus años de experiencia, lanzó el diamante tan alto que de hecho desapareció por un momento de la vista de todos. Entonces el diamante volvió a brillar al sol. En ese momento, el barco cabeceó y el diamante cayó al mar y se perdió para siempre.
Nuestra alma es más valiosa que todas las posesiones del mundo. Igual que el hombre del cuento, algunos de nosotros hicimos o seguimos haciendo malabarismos con nuestras almas. Confiamos en nosotros mismos y en nuestra capacidad, y en el hecho de que nos hemos salido con la nuestra todas la veces anteriores. Con frecuencia hay personas alrededor que nos ruegan que dejemos de correr riesgos, porque reconocen el valor de nuestra alma. Pero seguimos jugando con ella una vez más… sin saber cuando el barco cabeceará y perderemos nuestra oportunidad para siempre.
José María Pemán
Proclamación de la humildad
I
Señor: para cantarte,
desnudo de mí mismo, quiero el arte
tener de un jilguerillo.
Todo humano decir, Señor, me pesa.
Quiero encontrar un verso tan sencillo
como la prosa de Santa Teresa.
Sé la ribera Tú para mi río.
Hazte Tú tu canción: y será mío
sólo el fervor y la humildad del ruego.
Tú el sol y yo la fuente.
Y en medio, mi canción: la luz riente
que en oro vuelva su prestado fuego.
No dejes que yo tome
mi luz en otra esfera.
No dejes que me asome
yo, con mis vanidades, donde entera
debe estar, solamente, tu armonía.
Ábrele a mi Poesía,
Señor, la última puerta
de tu favor: y sea mi balada
para cantarte, toda un alma alerta,
toda una sinfonía renunciada
y toda una humildad, en flor, abierta.
II
Un verso nuevo voy diciendo, alado,
más allá del favor y del desvío
¡ay, verso desnudado,
tan levemente mío!.
Sin una flor sobre el acento,
sin una nube ante sus claridades,
canto para mi aplauso y mi contento
por la ribera de mis soledades.
Soy un embebecido
que voy, fuera de mí, conmigo, quedo,
por el rastrojo pálido y dormido
cantando apenas por burlar el miedo.
Más allá de mi risa y de mi llanto,
todo rubor en su preciso acento,
desnudo ya de mí, dice mi canto
lo que queda de mí, sin mí, en el viento.
***************
(Del libro “Obras de José María Pemán”. EDIBESA)
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