PRIMERA LECTURA
Todos quedaron llenos del Espíritu Santo,
y comenzaron a hablar
Lectura de los Hechos de los apóstoles 2, 1-11
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.
Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían:
«¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.»
Palabra de Dios.
SALMO Sal 103, 1ab. 24ac. 29b-31. 34
R. Señor, envía tu Espíritu
y renueva la faz de la tierra.
O bien:
Aleluia.
Bendice al Señor, alma mía:
¡Señor, Dios mío, qué grande eres!
¡Qué variadas son tus obras, Señor!
la tierra está llena de tus criaturas! R.
Si les quitas el aliento,
expiran y vuelven al polvo.
Si envías tu aliento, son creados,
y renuevas la superficie de la tierra. R.
¡Gloria al Señor para siempre,
alégrese el Señor por sus obras!
que mi canto le sea agradable,
y yo me alegraré en el Señor. R.
SEGUNDA LECTURA
Todos hemos sido bautizados en un solo
Espíritu para formar un solo Cuerpo
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 12, 3b-7. 12-13
Hermanos:
Nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por el Espíritu Santo.
Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común.
Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo -judíos y griegos, esclavos y hombres libres- y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.
Palabra de Dios.
O bien:
Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios
son hijos de Dios
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 8, 8-17
Hermanos:
Los que viven de acuerdo con la carne no pueden agradar a Dios.
Pero ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo. Pero si Cristo vive en ustedes, aunque el cuerpo esté sometido a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive a causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes.
Hermanos, nosotros no somos deudores de la carne, para vivir de una manera carnal. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán.
Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abbaa!, es decir, ¡Padre!. El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él para ser glorificados con el.
Palabra de Dios.
SECUENCIA
Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo
un rayo de tu luz.
Ven, Padre de los pobres,
ven a darnos tus dones,
ven a darnos tu luz.
Consolador lleno de bondad,
dulce huésped del alma
suave alivio de los hombres.
Tú eres descanso en el trabajo,
templanza de la pasiones,
alegría en nuestro llanto.
Penetra con tu santa luz
en lo más íntimo
del corazón de tus fieles.
Sin tu ayuda divina
no hay nada en el hombre,
nada que sea inocente.
Lava nuestras manchas,
riega nuestra aridez,
cura nuestras heridas.
Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad,
corrige nuestros desvíos.
Concede a tus fieles,
que confían en tí,
tus siete dones sagrados.
Premia nuestra virtud,
salva nuestras almas,
danos la eterna alegría.
ALELUIA
Aleluia.
Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos el fuego de tu amor.
Aleluia.
EVANGELIO
Como el Padre me envió a mí, yo también los
envío a ustedes: Reciban el Espíritu Santo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.»
Palabra del Señor.
O bien:
El Espíritu Santo les enseñará todo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 14, 15-16. 23b-26
Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos:
Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes.
El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.
Palabra del Señor.
Donde los fieles deben o suelen asistir a Misa el lunes y martes después de Pentecostés, pueden utilizarse las lecturas del Domingo de Pentecostés, o las indicadas para la administración de la Confirmación.
Joseph Kurzinger
La venida del Espíritu Santo
(Hech.2,1-13)
El siguiente relato ocupa un puesto preeminente en el mensaje de la salvación, tal como san Lucas lo entiende y lo quiere proclamar. Hacia él va encauzada la conclusión del Evangelio ( Luc_24:48s) y el principio de los Hechos de los apóstoles. La imagen de la Iglesia que a continuación se presenta ante nuestra mirada, recibe de dicho relato su profundo y verdadero fundamento y su decisiva declaración.
(…)
- EL ACONTECIMIENTO DE PENTECOSTéS (Luc_2:1-13).
a) La manifestación del Espíritu (Hch/02/01-04).
1 Y al llegar el día de pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar, 2 cuando de repente vino del cielo un estruendo como de viento que irrumpe impetuoso, el cual llenó toda la casa donde estaban. 3 Y vieron sendas lenguas como de fuego que se posaron sobre cada uno de ellos; 4 se sintieron todos llenos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas según que el Espíritu les concedía expresarse.
Se percibe la tensión expectante de la nueva comunidad. El bautismo en Espíritu debía tener lugar «dentro de no muchos días». Así lo había dicho el Señor en su última aparición. En pentecostés debía cumplirse la promesa, en el día que se designaba como el «quincuagésimo» después de pascua, exactamente: después del 16 de nisán. Era una de las tres grandes fiestas de peregrinos. Las otras dos eran la fiesta de pascua y la de los tabernáculos. Pentecostés, era, al principio del culto judío, una fiesta de la cosecha (cf. Deu_16:9-12; Lev_23:15-21). Más tarde también fue dedicada a recordar las revelaciones del monte Sinaí y la legislación que allí se dio. (…) Se han señalado en la tradición judía del Sinaí pormenores tales como los que también aparecen en nuestra narración de pentecostés. Es digno de notarse que en un escrito de Filón de Alejandría (muerto hacia el año 40 después de Cristo) se informa acerca de las revelaciones del Sinaí que fueron acompañadas de un estruendo sobrenatural y de misteriosas señales ígneas, que se transformaban en palabras divinas. También se dice en aquel escrito que las setenta naciones paganas percibieron la proclamación de la ley en la lengua de su propio país.
(…) En la historia de la revelación del Antiguo Testamento el viento y el fuego son símbolos de la divinidad. Sabemos que las palabras hebreas, griegas y latinas que significan «espíritu», tanto designan los fenómenos naturales del viento que sopla (exhalación, aliento) como también el mundo misterioso de la divinidad. Dios se revela en acontecimientos alegóricos. Eso también se indica en el relato con la manera de explicar por medio de comparaciones («como de viento…, como de fuego»).
(…)
Del fuego, símbolo de la vida y de la gloria divinas, descienden distintas lenguas luminosas como revelación gráfica de que todos, según su manera personal de ser, reciben del único Espíritu, como lo explica y expone san Pablo hablando de los dones carismáticos del Espíritu (1Co_12:4 ss). Este Espíritu, que Jesús ha prometido, dirige y hace efectivas las palabras y las acciones de los discípulos. Así tiene un especial sentido que se testifique que precisamente en pentecostés se hablaba en otras lenguas. Esto podía hacer pensar la palabra griega glossa. Con ello, el Espíritu, que se manifestaba en lenguas de fuego, capacitaría a los discípulos para hablar en otras lenguas que les eran desconocidas. Nuestro relato no excluye esta posibilidad, pero más bien parece, si hemos de ser fieles a la letra, que evoca una mutua comunicación de lenguas obrada por el Espíritu. Si principalmente se trata de un lenguaje ininteligible, extático, que debe explicarse con la ayuda de una interpretación profética, entonces el Espíritu en la revelación de pentecostés podría al mismo tiempo haber movido también el alma dispuesta de los oyentes a que gracias a un milagro de audición pudieran entender en su propia lengua nativa como mensaje de salvación lo que los discípulos decían «en lenguas».
b) Los testigos del acontecimiento (Hch/02/05-13).
5 Paraban entonces en Jerusalén judíos devotos procedentes de todos los países que hay bajo el cielo. 6 Al producirse este ruido, se congregó la muchedumbre, y no salían de su asombro al oírlos hablar cada uno en su propia lengua. 7 Estaban como fuera de sí y maravillados decían: «¿Pero no son galileos todos estos que hablan? 8 ¿Pues cómo nosotros los oímos hablar cada uno en nuestra propia lengua nativa? 9 Partos, medos, elamitas y los habitantes de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y de Asia, 10 de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de la región de Libia que está junto a Cirene, 11 y los peregrinos romanos, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes los estamos oyendo expresar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios.» 12 Estaban todos fuera de sí y perplejos, y se decían unos a otros: «¿Qué significa esto?» 13 Otros, en plan de burla, decían: «Están borrachos de mosto.»
(…) Cuando se habla de los «judíos devotos procedentes de todos los países que hay bajo el cielo», ¿se alude a quienes como antiguos judíos de la diáspora por interés religioso, impulsados por una particular expectación del Mesías, querían pasar en Jerusalén el ocaso de su vida? ¿No hay que pensar más bien en los muchos peregrinos venidos para la fiesta de pentecostés de todas las naciones de la tierra? Dejamos la cuestión en suspenso. El versículo 5 no sólo muestra la dispersión universal del pueblo judío, sino que también prepara la lista de países (Hech.2:9-11) y de este modo deja adivinar el gran campo de trabajo, ante el que se afanarán los apóstoles y la Iglesia.
La lista de países (…) quiere representar de una forma gráfica y viva la diversidad de los testigos de la fiesta de pentecostés, y así mostrar de un modo tan impresionante como sea posible el milagro lingüístico y auditivo. (…) La lista presentada es suficiente para la intención del autor. Se puede preguntar si la observación «tanto judíos como prosélitos» se refiere a todos los nombres precedentes o tan sólo a los «romanos», a quienes se acaba de nombrar. Dado el interés de los Hechos de los apóstoles por Roma y por los lectores romanos, no hay que desechar la suposición de que san Lucas con esta advertencia quiere indicar que los peregrinos romanos de pentecostés trajeron el mensaje cristiano a Roma y que la comunidad que allí se formó desde un principio constaba de judeocristianos y de etnicocristianos, aunque estos últimos vinieron a la Iglesia por el camino del proselitismo judío. Si se admite esta interpretación, se podrían considerar los dos nombres siguientes «cretenses y árabes» simplemente como continuación de la lista, en la que los nueve nombres de países están flanqueados probablemente a propósito, por tres nombres de pueblos al principio y por otros tres al final.
Las «grandezas de Dios» son el tema de que se habló el día de pentecostés. Debió ser una erupción de jubilosa alegría, una manifestación de la felicidad que se siente por la revelación salvífica de Dios, que le cupo en suerte al mundo en Cristo Jesús. Había llegado la primera ocasión y con ella el principio para dar el testimonio (según la orden de 1,8) de Cristo y de su gracia. Es la primera revelación de la «fuerza» del Espíritu Santo que se difunde en la Iglesia. ¿Cómo acogen los hombres esta fuerza? Un asombro perplejo conmovió a unos, otros hicieron una burla recusante. Puede ser que para las personas a quienes no se descubrió el sentido oculto de «hablar en lenguas», la pronunciación que les producía una impresión extraña les hiciera recordar el estado de embriaguez. Solamente los que habían sido penetrados por el Espíritu, percibieron en aquel hecho el mensaje de salvación en la lengua familiar de la patria. ¿Por qué este mensaje permaneció cerrado para otros? ¿No estaba bien dispuesto el corazón? Se denota el gobierno misterioso de la gracia. Pero también se deja ver la culpa y la complicidad del hombre. La Iglesia desde un principio experimenta lo mismo que experimentó el Verbo eterno. «Y esta luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron» (Jua_1:5).
(Kurzinger, J., Los Hechos de los Apóstoles, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
Gran Enciclopedia Rialp
Pentecostés en la Sagrada Escritura
Pentecostés etimológicamente significa quincuagésimo. Designa la fiesta que se celebra cincuenta días después de la Pascua (v.). Su origen se encuentra en el A. T., siendo allí una fiesta, al parecer, de origen agrícola. Su sentido, en el judaísmo extrabíblico, pasó a ser la conmemoración de la Alianza del Sinaí (v.). A partir del envío del Espíritu Santo en ese día por Cristo glorioso, la fiesta de P. tiene para los cristianos un sentido nuevo. En ella se celebra la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia cincuenta días después de la resurrección de Cristo.
1. La fiesta de Pentecostés en el Antiguo Testamento. En el A. T. esta fiesta recibe diversos nombres. Sólo tardíamente, y en los libros escritos en griego, se la denomina Pentecostés (Tob 2,1; 2 Mac 12,31 ss.; Act 2,1) debido al cómputo de tiempo con que se establecía (v. FIESTAS II, 2b).
a. La fiesta y el día de su celebración. En Ex 23,14-17, donde se enumeran las tres fiestas principales de los judíos, aparece, tras la fiesta de los Ázimos y con anterioridad a la fiesta de la recolección al término del año, la fiesta de la Siega. Esta designación indica, dentro del carácter religioso de tal fiesta, su origen agrícola: era la acción de gracias a Dios por la recogida de la cosecha. Ese día el verdadero israelita debía presentarse ante Yahwéh con las primicias de su trabajo, de lo que hubiese sembrado en el campo (Ex 23,16). También se la denomina fiesta de las Semanas (Ex 34,22; Dt 16,10; Num 28,26; 2 Par 8,13), nombre derivado del hecho de celebrarse siete semanas después que la hoz comience a cortar las espigas (Dt 16,9); así el día de la fiesta quedaría flotante, en dependencia del ritmo de la agricultura. Sin embargo, en Ley 23,15-16 se fija el día desde el que ha de empezarse a contar: «Contaréis siete semanas enteras a partir del día siguiente al sábado, desde el día en que habréis llevado la gavilla de la ofrenda mecida, hasta el día siguiente al séptimo sábado, contaréis cincuenta días…». Con todo, esta fijación reviste varias interpretaciones, según el sentido que se le dé a «sábado». Si éste se entiende como el día festivo -día de la Pascua-, se empezaría a contar al día siguiente (así Filón y Flavio Josefo); si se entiende como el séptimo día de la semana, se empezaría a contar el domingo siguiente a la Pascua (así los fariseos y una tradición samaritana). También queda la duda si se contaba a partir de la terminación de la semana de los Ázimos (Targúm Onqelos Lev 23,11.15) o a partir del domingo siguiente (libro de los Jubileos). Lo cierto es que el nombre de la fiesta, tal como ha prevalecido, procedente del griego, Pentecostés (Tob 2,1; 2 Mac 12,31-32; Act 2,1), indica que la fiesta guarda relación con el cómputo de las siete semanas o los cincuenta días después de la celebración de la Pascua, que venía a coincidir con el inicio de la siega.
b. Evolución del sentido de la fiesta en el judaísmo. La festividad daba, pues, un carácter religioso, al acontecimiento anual agrícola, la fiesta de la siega del trigo (Ex 23,16), explicable en el ambiente sedentario del pueblo de Israel en la tierra de Canaán. Las siete semanas marcan el tiempo transcurrido entre el inicio de la siega de la cebada y el fin de la siega del trigo. Este día se ofrecía a Yahwéh las primicias de la cosecha; de ahí que también reciba el nombre de «día de las primicias» (Num 28,26); éstas consistían en la presentación de los nuevos frutos: «Llevaréis de vuestra casa, para agitarlos, dos panes hechos con dos décimas de flor de harina, y cocidos con levadura. Son las primicias de Yahwéh» (Lev 23,17). Dado su carácter de fiesta de acción de gracias, los panes que se ofrecían eran fermentados y no los consumía el fuego, sino que únicamente se agitaban ante Yahwéh, junto con dos corderos de un año, como sacrificio de comunión de todo el pueblo, y se dejaban para los sacerdotes. Al mismo tiempo, se ofrecían también, como ofrenda de todo el pueblo, siete corderos de un año, un novillo y dos carneros como holocausto a Yahwéh, y un macho cabrío como sacrificio por el pecado. Era un día de descanso y alegría en el que se convocaba reunión sagrada (Lev 23,18-21; Dt 28,26-31).
Parece ser que fue en la época del destierro y a partir de ella cuando la fiesta de P. se relaciona con la Alianza (v.) del Sinaí (v.), adquiriendo el carácter de commemoración de un hecho histórico pasado de la historia sagrada. Un punto de apoyo para esta significación lo da Ex 19,1 que dice que los israelitas llegaron al Sinaí al tercer mes -aproximadamente cincuenta días- después de la salida de Egipto, pues ésta tuvo lugar a mitad del primer mes y llegaron a principios del tercer mes. En la S. E., no obstante, no se encuentra esta significación de la fiesta de P., pero sí en el libro de los Jubileos (s. II a. C.; v. APÓCRIFOS BÍBLICOS 1, 3,2), según el cual fue en esta fecha cuando se realizaron las Alianzas con Dios, y, por tanto, en esa misma fecha cuando había que celebrarlas. Otro indicio de esta tradición se encuentra en 2 Par 15,10-15, donde aparece la renovación de la Alianza y el juramento del pueblo de buscar a Yahwéh, que el Targúrn identifica con la fiesta de Pentecostés. (…)
En Qumrán (v.), la fiesta de las Semanas se celebraba en día fijo: el quince del tercer mes, y al mismo tiempo se celebraba también la renovación de la Alianza. Pero, por otra parte, tanto Filón como F. Josefo, testigos del judaísmo ortodoxo, no dan a P. otra significación que la religioso-agrícola. Es tras la destrucción del templo de Jerusalén en el a. 70, cuando la fiesta de P. celebra la entrega de la ley por Dios a Moisés en el Sinaí. Los rabinos y algunos escritos apócrifos judíos de ese tiempo afirman claramente que en P. fue dada la ley.
2. La fiesta de Pentecostés en el Nuevo Testamento. Para la Iglesia la fiesta de P. se llena de un significado distinto, pues es en ese día cuando le es enviado el Espíritu Santo. El relato del libro de los Hechos de los Apóstoles es, más que una narración minuciosa y detallada, un resumen significativo de lo ocurrido y de su repercusión para la Iglesia y para todo el mundo. Con el día de P. empieza la presencia activa del Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, en la vida de la Iglesia, infundiendo a ésta la fuerza de Cristo Salvador (V. ESPÍRITU SANTO II).
a. El acontecimiento del día de Pentecostés. Ese día se hallaban reunidos, al parecer en el Cenáculo (v.), losDoce y, sin duda, también María, la madre de Jesús (Act 1,13-14); ésta es la interpretación más aceptada del «todos» de Act 2,1. «De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa en que se encontraban» (Act 2,2). La primera de las señales de la presencia del Espíritu aparece en el viento; hay cierta identificación -incluso terminológica-, entre viento y Espíritu (ruaj, en hebreo; pneuma, en griego) (cfr. lo 3,8), y el viento aparece en el A. T. como una de las manifestaciones de la divinidad; a veces va investido del poder creador de Dios (Ps 104, 30; Gen 1,2; 2,7; Ps 33,6). «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que dividiéndose se posaron sobre cada uno de ellos» (Act 2,3); también el fuego es uno de los signos teofánicos en el A. T. (cfr. Gen 15, 17; Ex 3,2; etc.); la forma de lenguas guarda cierta relación con el don de lenguas que entonces se les comunica (cfr. Is 5,24; 6,6-7). «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Act 2,4); este don de lenguas parece a primera vista similar al don de la glosolalia (v.) que aparece con frecuencia en otros lugares (Act 10,46; 19,6; 1 Cor 12,14; cfr. Mc 16,17), pero se distinguen en que el día de P. todos -partos, medos, elamitas, etc- entendían a los Apóstoles cada uno en su propia lengua, mientras que al que tenía el don de la glosolalia nadie le entendía, pues hablaba no para los hombres sino para Dios (1 Cor 14,2). En el milagro de P. el don de lenguas por el que todos los pueblos pueden oír hablar de las maravillas de Dios, además de ser una señal de la presencia del Espíritu Santo, encierra una honda significación; con ello se hace realidad la promesa del Señor (Act 1,8; Lc 24,47-48; Mt 28,10) de que los Apóstoles serán sus testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los extremos de la tierra; y se muestra así que la Iglesia fundada por Cristo está abierta a todos los pueblos; el entendimiento universal es a la vez el signo de la unidad de todos los pueblos en Cristo por el Espíritu, antítesis de la dispersión por la confusión de lenguas en Babel (Gen 11,1-9). La reacción de los que escuchan a los Apóstoles agraciados con este don es de admiración y sorpresa, aunque debido, sin duda, al entusiasmo y exaltación de sus palabras algunos piensan que están ebrios (Act 2,12-13). La fuerza del Espíritu Santo que han recibido impulsa a los Apóstoles a presentarse al pueblo y predicar, haciéndolo S. Pedro como cabeza de los once que le acompañan (Act 2,14).
El milagro de P. ha recibido diversas explicaciones. Puede pensarse que el Espíritu Santo comunica a los Apóstoles en aquel momento el conocimiento de otras lenguas que las propias y por eso pueden entenderles los oyentes; con ello les facilita la predicación del Evangelio a todas las gentes. Algunos exegetas piensan que el milagro se produjo en el escuchar de los oyentes; los Apóstoles habrían hablado una sola lengua, pero todos les comprendieron como si fuese en la propia de cada uno; esta opinión, sin embargo, no está de acuerdo con la afirmación de vers. 4 «se pusieron a hablar en otras lenguas». Representantes de la crítica liberal opinan que se trata de una leyenda inventada por el autor a imitación de otra existente en la literatura rabínica, según la cual, la voz de Dios cuando promulgó la ley en el Sinaí fue oída por todas las naciones, dividiéndose para ello en setenta lenguas, tantas como pueblos había; pero esta leyenda es, sin duda, posterior al libro de los Hechos de los Apóstoles, y nada tiene que ver con el relato de S. Lucas como muestran los testimonios rabínicos aducido por Strack Billerbeek, Kommentar zum Neuen Testament, II,605-606. Según el relato, se ha de aceptar el milagro de que en aquel momento, el Espíritu Santo comunicado a los Apóstoles les capacita para hablar diversas lenguas y de hecho las hablan, sin que ello suponga que este don de lenguas fuese permanente en lo sucesivo.
b. Significación del acontecimiento de Pentecostés. En primer lugar S. Pedro, en el discurso pronunciado el mismo día de P. (Act 2,14-36), es quien da su verdadero significado. Pentecostés ha sido el inicio de la efusión plena del Espíritu Santo, prometida por Dios para la plenitud de los tiempos: «Es lo que dijo el profeta: Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi espíritu sobre toda carne y profetizarán sus hijos y sus hijas… y Yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu… y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará» (Act 2,16-18; Ioel 3,1-5; cfr. Ez 36,27). Los tiempos «últimos» han empezado ya con la venida, muerte y resurrección de Cristo; señal de ello es la efusión del Espíritu que hace hablar a los Apóstoles como verdaderos profetas, de lo cual son testigos quienes les escuchan. Esta efusión había sido también profetizada por Juan Bautista hablando del bautismo en Espíritu Santo que realizaría el Mesías (Mc 1,8; lo 1,26. 33); y el mismo Jesús la había prometido para después de su resurrección y ascensión al cielo (lo 14,26; 16,7; Act 1,5). Con la efusión del Espíritu Santo en P. culmina la Pascua de Cristo: la Resurrección (v.) y Ascensión (v.) han sido la exaltación de Cristo y «exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo y ha derramado lo que veis y oís» (Act 2,33). S. Pedro prueba primero la resurrección de Cristo por las palabras del Ps 16,8-11, y por el testimonio de los que han sido sus discípulos (Act 2,22-32); en Cristo se han cumplido las promesas divinas de resurrección (Ps 118,16; 110,1), y también de donación del Espíritu (Ez 36,27), pues Cristo, ascendido a los cielos es quien concede el don del Espíritu Santo a los suyos (Eph 4,8; cfr. Ps 68,19), para la edificación de su Cuerpo, la Iglesia.
P. marca el comienzo del tiempo de la Iglesia (v.), comunidad mesiánica, anunciada por los profetas, en la que serán congregados todos los que estaban dispersos (Ez 36,24; Is 42,1; cfr. lo 11,51-52). El milagro de las lenguas, la variedad de los oyentes; y la promesa de Jesús en Act 1,8, muestran la catolicidad de esta Iglesia animada por el Espíritu, para quien no existen fronteras, pues la promesa es para judíos y gentiles (Act 2,38-39; 10,44-48). P. supone, por tanto, la manifestación pública y el comienzo de la actividad misional de la Iglesia, confirmado a lo largo de todo el libro de los Hechos de los Apóstoles por la presencia del Espíritu, que comunica la fuerza para anunciar a Jesucristo (Act 4,8.31; 5,32; 6,10; cfr. Philp 1,19) e interviene en las principales decisiones con respecto a los gentiles (Act 8,29.40; 10,19.44-47; 11,12-16; 15,8.28; 13,21; 16,6-7; 19,1).
Los Santos Padres han descubierto en el acontecimiento de P. además otras significaciones. Así establecen la relación entre P. cristiano y la donación de la Ley en el Sinaí. Escribe el Papa Siricio: «Fue en el mismo día, en el de Pentecostés, en el que se dio la Ley, y en el que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos para que éstos se revistieran de autoridad y supieran predicar la Ley evangélica» (PL X,200). Esta relación hace de la Ley del Sinaí una figura de la predicación evangélica, lo mismo que el cordero pascual, era figura de la pasión del Señor. Aunque no aparece explícitamente en el relato de Act 2 una referencia a la entrega de la Ley en el Sinaí, hay vestigios que pueden apoyar esta interpretación de los Padres. Tales son: a) el paralelismo entre Cristo y Moisés, ambos ocultados por la nube (Act 1,9; Ex 19,9); b) el que cada uno de los asistentes oyese hablar a los Apóstoles en su propia lengua -recordar la tradición rabínica de que la Ley se escuchó en setenta lenguas-; c) el que viese lenguas de fuego, que puede guardar relación con Ex 20,18: «todo el pueblo vio las voces», al menos tal como interpreta esta frase una tradición midráshica conservada por Filón: «la flama se convirtió en una palabra articulada, en un lenguaje familiar al auditorio»; d) el que los Apóstoles proclamasen «las maravillas de Dios» que en el A. T. significan los prodigios obrados por Dios con su pueblo a la salida de Egipto. (…)
Otra significación que la patrística encontró en P. es su carácter de nueva creación en la Iglesia, cuya imagen fue la creación antigua en la que también intervino el Espíritu de Dios (Gen 1,2; cfr. Is 32,15; Ez 13,7). Igualmente se ve en P. la solemne investidura de la Iglesia para su tarea apostólica en el mundo, de modo parecido a como fue investido Jesús en su bautismo en el Jordán (Mt 3,16; lo 1,32).
c. Pentecostés en la Iglesia. P., como suceso histórico se determina en un tiempo concreto de la vida de la Iglesia; pero el don del Espíritu Santo, que entonces se le otorga, queda como algo permanente. Desde aquel día la Iglesia recibe constantemente el Espíritu Santo que la congrega en la unidad de la fe y de la caridad (2 Cor 3,3; Eph 4,3-4; Philp 2,1); suscita en ella los carismas para su edificación (1 Cor 12,4-11; Act 6,6; 8,17; 19, 2-6); habita en los creyentes llevándoles a confesar a Cristo y a alabar al Padre (1 Cor 12,3; Eph 1,17; Philp 2,1). El Espíritu Santo queda íntimamente unido a la comunidad de la Iglesia como el principio dinámico que le ha dado origen y por el que se realiza (v. 11, 2). Al mismo tiempo el Espíritu Santo, enviado en P. va llevando a la Iglesia a preparar el gran día de Yahwéh al final de los tiempos (Act 2,20). Ese día será el de la vuelta gloriosa de Jesucristo (Math 24,1 ss.), y entonces se salvarán todos los que hayan invocado su nombre (Act 2,21; Rom 10,9-13), lo cual nadie puede hacer sino bajo la fuerza del Espíritu Santo derramado en Pentecostés (1 Cor 12,3).
BIBL.: 1. RAMOS, Significación del fenómeno del Pentecostés apostólico, «Estudios Bíblicos» 3 (1944) 469-494; F. FERNÁNDEZ, Pentecostés, en Enc. Bibl. VI,1009-1014; M. DELCOR, Pentecóte, en DB (Suppl.) VIII,858-883; U. HotzMEISTER, Questiones pentecostales, «Verbum Domini» 20 (1940) 129-138; B. N. WAMBACQ, Pentecostés, en Diccionario Bíblico, dir. F. SPADAFORA, Barcelona 1959, 463-464.
G. ARANDA PÉREZ (Gran Enciclopedia Rialp, Editorial Rialp, 1991)
P. Alfredo Sáenz, S.J.
PENTECOSTÉS
El domingo pasado celebramos la fiesta de la Ascensión de Jesucristo a los cielos. Hoy la liturgia nos invita a recordar la promesa del Señor: “No os dejaré huérfanos”. El Verbo encarnado que ha ascendido a los cielos es el que envía el Espíritu Santo.
Fue el día de Pentecostés cuando el Espíritu bajó visiblemente sobre los Apóstoles. Recibieron ellos en toda su plenitud el Don de Dios por excelencia. Como Dios que es, al igual que el Padre y el Hijo, nos ha liberado de la esclavitud del pecado; pero también quiere vivir dentro nuestro como Dueño y Señor. El es quien “vivifica” nuestras almas con su gracia. Él es quien nos enseña a vivir la caridad verdadera pues es el Amor que procede del Padre y del Hijo. Y por ser Dios, merece de nuestra parte “una misma adoración y gloria” que el Padre y el Hijo.
El Espíritu Santo viene de Dios Padre y de Dios Hijo con la misión de santificar, fortalecer y confirmar a la Iglesia en la esperanza.
- El Espíritu Santo nos santifica
Ante todo, con la misión de santificar. Como recordábamos recién, el Paráclito es considerado como “Señor y Dador de vida”, según se proclama en el Credo. Desde el día de nuestro bautismo se ha adueñado de nosotros, ha tomado posesión de nuestra alma. Ya no nos pertenecemos, somos “ovejas de su rebaño”. Por el Crisma hemos sido ungidos con su sello para toda la eternidad.
El Espíritu Santo nos ha purificado por vez primera en el Bautismo, pero luego una y mil veces de nuestros innumerables pecados posteriores, porque el Amor divino es infinitamente más fuerte que todas nuestras ofensas.
Él nos ha elegido para vivir como el “Dulce Huésped del alma, queriendo habitar en nosotros por su gracia. Se ha hecho nuestro para que nos hagamos suyos. Por eso decía San Pablo: “El Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece”.
El Paráclito nos ha escogido como apóstoles de la Buena Nueva en medio de un mundo adverso. Somos por Él “enviados” a conquistar el mundo para Dios, no a ser conquistados por el “mundo”. Quiere que seamos la sal y la luz en este mundo. Sal que da sabor y luz que disipa las tinieblas.
El apóstol elegido debe corresponder inmediatamente a ese llamado amoroso. Debe abrir su alma para que el Espíritu lo llene de gracia; debe dejar de lado los propios criterios para que su inteligencia se deje iluminar por la luz del Espíritu, anidando así en su corazón “los mismos sentimientos de Cristo Jesús”.
Tal es el designio del Espíritu Santo: aposentarse en el alma de cada cristiano y desde allí irradiarse a la sociedad eclesiástica y civil. No otro es el fin y la meta del apostolado en la Iglesia: que el Espíritu Santo sea Dueño y Señor de cada uno en particular, de cada familia, de cada parroquia, de las instituciones, de la Patria.
- El Espíritu Santo nos fortalece
En segundo lugar, es propio del Espíritu Santo conferirnos fortaleza. Hemos aprendido, al estudiar el catecismo, que en el día de la confirmación, el Divino Paráclito nos hace soldados de Cristo. Bien decía Pablo VI: “El cristianismo es un ejército de almas valientes, que están prontas, que oran, que velan, que trabajan… No es un refugio de almas inútiles, sino que es plenitud de vida y de amor, e invitación diaria a la fortaleza, al dominio de sí mismo, e incluso al heroísmo”.
Es el Espíritu Santo quien nos da las fuerzas necesarias para ser católicos militantes. Por eso decía San Pablo que “el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza”. Nos ayuda para ser valientes confesando a Cristo, como lo hicieron los santos y los mártires a lo largo de la historia. Valientes para defender la verdad entera, sin silencios cómplices o recortes facilistas. Valientes para cumplir fielmente todo lo que nos enseña y exige el Evangelio, a pesar de las dificultades y las contrariedades, a pesar del sufrimiento que acarrea cumplir siempre la voluntad de Dios, a pesar del riesgo de ser incomprendidos o despreciados por quienes no tienen ni entienden el Espíritu de Dios.
Ciertamente que si consideramos la situación con ojos humanos, los tiempos presentes no son los más propicios para los que quieren vivir, como dice el Apóstol, “guiados por el Espíritu de Dios”. Pero es cierto también que el Señor no nos abandona y que pone a nuestra disposición todos los medios para no claudicar y poder combatir hasta el final, sea éste cual fuere.
El apóstol San Pablo vivió en carne propia esta experiencia. Después de haber perseguido, hecho encarcelar y matar a los cristianos, fue convertido y lleno del Espíritu Santo. Desde entonces su vida sería continua reparación, un incansable trabajar por el Reino de Cristo. Fue un verdadero apóstol, y ya sabemos todas las dificultades por las cuales tuvo que pasar para ser fiel a la gracia de su vocación. A nada ni a nadie temió. “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”, dijo con espíritu magnánimo. Conocía perfectamente su debilidad, pero al mismo tiempo la capacidad de hacer “todo” con la ayuda de Dios.
San Pablo es un ejemplo entre miles que se podrían mencionar para ver lo que puede un hombre con la ayuda de la gracia. Pensemos en los Doce Apóstoles, los grandes fundadores. San Francisco Javier, San Vicente de Paul, Don Orione, la Madre Teresa, etc.
Ya que es tan imprescindible la ayuda del Espíritu Santo, quisiéramos señalar una deficiencia que encontramos en la actualidad. Si bien es cierto que hubo un vuelco importante respecto a la devoción del Espíritu Santo y a la conciencia de su importancia en la acción santificadora de la Iglesia (demasiado exagerada, quizás, en ciertas espiritualidades, grupos o movimientos), por otro lado, se advierte la tendencia a postergar por años la administración del sacramento de la confirmación. En muchos colegios católicos ya no se confirma a los niños en edad temprana, con la idea de que primero deben ser plenamente “conscientes” y estar perfectamente “preparados” para ello. Así viven una adolescencia sin la ayuda del Divino Paráclito, sin el sostén de su fuerza, buscando por sus propios medios alcanzar un estado “ideal” para recibir la confirmación.
- El Espíritu Santo confirma nuestra esperanza
Finalmente, el Espíritu divino da solidez a nuestra esperanza. Este don maravilloso que Dios nos ha dado ha hecho de nosotros “templos vivos del Espíritu Santo”. Ya no somos esclavos del pecado, ni tampoco lo somos de la muerte, que es su salario, al decir de San Pablo.
Pues bien, la vida de la gracia, con la que el Espíritu vivifica nuestra alma, no es sino un anticipo de la gloria. La unión con Dios, que desde ya gozamos en la tierra, se hará definitiva en el cielo. La esperanza de llegar a alcanzar a Dios se acrecienta día a día en cada sacramento recibido, y también en los momentos de oración. La esperanza de ver a Dios nos lleva a vivir las cosas divinas, a pensar en ellas, a desearlas. No en vano somos ya ciudadanos del cielo.
Mientras tanto, llevamos dentro nuestro como dos vidas: la terrenal y la espiritual. Conocemos la doctrina paulina sobre esta dualidad y cuáles son las obras de la carne contrarias a las del espíritu. En esta época, vivir según “el espíritu” resulta realmente heroico. Tiene, por cierto, su recompensa, pero también su precio. Porque si vivimos en gracia, deseando el cielo, y fieles a las inspiraciones del Espíritu, seremos a los ojos del mundo unos insensatos.
Hemos sido elegidos apóstoles para conquistar el mundo para Dios. Cuales soldados de Cristo nos toca el combate, sabiendo que nuestra fuerza viene de los Alto. Como los primeros Apóstoles y el ejército de los mártires, debemos estar dispuestos a ofrendar nuestra vida. Ese será el mayor testimonio, nuestro mayor desprendimiento, la máxima de las pobrezas. Estar al servicio del Señor implica renunciar a todo. Santa Teresa dice que la perfección cristiana no es otra cosa sino unir nuestra voluntad con la de Dios hasta dejar que el Señor haga lo que quiera de nosotros y nos lleve a donde quiera; hasta sentir que nos dejamos gobernar por Él en lo pequeño y en lo grande.
Pidamos en esta misa que un nuevo Pentecostés “renueve la faz de la tierra” y llene nuestros corazones con la esperanza cristiana. Pidamos ser, desde ya, almas con deseos de cielo, que demos siempre testimonio de esa vida que es la verdadera. Que la fidelidad a la Verdad nos convierta en auténticos testigos, es decir, en mártires de Cristo.
(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 173-178)
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas: En la celebración solemne de Pentecostés se nos invita a profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por tanto, hagamos nuestra, y con especial intensidad, la invocación de la Iglesia: Veni, Sancte Spiritus! Una invocación muy sencilla e inmediata, pero a la vez extraordinariamente profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo. En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo.
De esta oración de Cristo nos habla el pasaje evangélico de hoy, que tiene como contexto la última Cena. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16). Aquí se nos revela el corazón orante de Jesús, su corazón filial y fraterno. Esta oración alcanza su cima y su cumplimiento en la cruz, donde la invocación de Cristo es una cosa sola con el don total que él hace de sí mismo, y de ese modo su oración se convierte —por decirlo así— en el sello mismo de su entrega en plenitud por amor al Padre y a la humanidad: invocación y donación del Espíritu Santo se encuentran, se compenetran, se convierten en una única realidad. «Y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre». En realidad, la oración de Jesús —la de la última Cena y la de la cruz— es una oración que continúa también en el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. Jesús, de hecho, siempre vive su sacerdocio de intercesión en favor del pueblo de Dios y de la humanidad y, por tanto, reza por todos nosotros pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo.
El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles —lo hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11)— presenta el «nuevo curso» que la obra de Dios inició con la resurrección de Cristo, obra que implica al hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios muerto, resucitado y vuelto al Padre brota ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. Y ¿qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia. Este es el efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso, la unidad es el signo de reconocimiento, la «tarjeta de visita» de la Iglesia a lo largo de su historia universal. Desde el principio, desde el día de Pentecostés, habla todas las lenguas. La Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y estas deben conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de universalidad. La Iglesia nunca llega a ser prisionera de fronteras políticas, raciales y culturales; no se puede confundir con los Estados ni tampoco con las Federaciones de Estados, porque su unidad es de otro tipo y aspira a cruzar todas las fronteras humanas.
De esto, queridos hermanos, deriva un criterio práctico de discernimiento para la vida cristiana: cuando una persona, o una comunidad, se cierra en su modo de pensar y de actuar, es signo de que se ha alejado del Espíritu Santo. El camino de los cristianos y de las Iglesias particulares siempre debe confrontarse con el de la Iglesia una y católica, y armonizarse con él. Esto no significa que la unidad creada por el Espíritu Santo sea una especie de igualitarismo. Al contrario, este es más bien el modelo de Babel, es decir, la imposición de una cultura de la unidad que podríamos definir «técnica». La Biblia, de hecho, nos dice (cf. Gn 11, 1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio, en Pentecostés, los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada uno comprenda el mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión. La Iglesia es por naturaleza una y múltiple, destinada como está a vivir en todas las naciones, en todos los pueblos, y en los contextos sociales más diversos. Sólo responde a su vocación de ser signo e instrumento de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1) si permanece autónoma de cualquier Estado y de cualquier cultura particular. Siempre y en todo lugar la Iglesia debe ser verdaderamente católica y universal, la casa de todos en la que cada uno puede encontrar su lugar.
El relato de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece también otra sugerencia muy concreta. La universalidad de la Iglesia se expresa con la lista de los pueblos, según la antigua tradición: «Somos partos, medos, elamitas…», etcétera. Se puede observar aquí que san Lucas va más allá del número 12, que siempre expresa ya una universalidad. Mira más allá de los horizontes de Asia y del noroeste de África, y añade otros tres elementos: los «romanos», es decir, el mundo occidental; los «judíos y prosélitos», comprendiendo de modo nuevo la unidad entre Israel y el mundo; y, por último, «cretenses y árabes», que representan a Occidente y Oriente, islas y tierra firme. Esta apertura de horizontes confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión del espacio humano, de la historia de las naciones: el Espíritu Santo abarca hombres y pueblos y, a través de ellos, supera muros y barreras.
En Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama descendió sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos y les dio el nuevo ardor de Dios. Se realiza así lo que había predicho el Señor Jesús: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Los Apóstoles, junto a los fieles de las distintas comunidades, han llevado esta llama divina hasta los últimos confines de la tierra; han abierto así un camino para la humanidad, un camino luminoso, y han colaborado con Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra. ¡Qué distinto este fuego del de las guerras y las bombas! ¡Qué distinto el incendio de Cristo, que la Iglesia propaga, respecto a los que encienden los dictadores de toda época, incluido el siglo pasado, que dejan detrás de sí tierra quemada! El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.
Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. Pero este efecto del fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos «queme», preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por un lado, queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las consecuencias que eso conlleva.
Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos diga lo que repetía a menudo a sus amigos: «No tengáis miedo». Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas. Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: no por nada en el lenguaje de Jesús el «fuego» es sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida, elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración audaz, con la cual pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama —y sólo ella— tiene el poder de salvarnos. Para defender nuestra vida, no queremos perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime. Amén.
(Basílica Vaticana, Domingo 23 de mayo de 2010)
SS. Francisco
Queridos hermanos y hermanas:
En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios».
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.
- La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad —Dios ofrece siempre novedad—, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
- Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”. Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial – dice el Apóstol Juan en la segunda lectura – y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn v. 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?
- El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.
(Plaza de San Pedro Domingo 19 de mayo de 2013)
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
Pentecostés
Jn 20, 19-23
La venida del Espíritu Santo en Pentecostés da comienzo a la Iglesia. Estaba puesto el fundamento, se había dado el envío y el Alma desciende sobre ese Cuerpo y le da vida. María por su oración y sus méritos impetra el don de Dios.
La venida del Espíritu Santo a un alma es don de Dios. La oración y las buenas obras disponen la venida del Dulce Huésped. El amor a Dios y el cumplimiento de su voluntad hacen que Dios uno y trino more en nosotros. Cada acto de amor produce una nueva venida, un nuevo Pentecostés en el alma.
Consolador Supremo, esto es Paráclito. Es la ayuda necesaria para ser felices. Si estamos tristes, es de las lágrimas Consuelo y Él nos libra de los males que nos entristecen, el pecado y el sufrimiento, lava lo que está manchado, riega lo que está seco, y para la ignorancia es Luz de los corazones.
¡Ven…! Viene si lo amo. Está en el alma que cumple los mandamientos. Debo buscarlo en mi interior. Descender al fondo del alma para encontrarlo allí. Luego, Él nos levantará. Hay que descender para desposar nuestra alma con Él y hallar consuelo. Descender por el desapego de las cosas materiales, viviendo pobremente, porque es Padre de los pobres. Y desprendiéndose de sí mismo, sin tu ayuda nada tiene el hombre, nada que no lo perjudique, y llegando a estar totalmente despojados. Siendo verdaderamente humildes nos desposaremos con Él como María: “he aquí la esclava del Señor”.
Este Divino Consorte nos hará ascender hasta la unión plena con Él, hasta el matrimonio espiritual, hasta la transformación, en cuanto puede una criatura aquí en la tierra, en Él.
Cada acto de fe, cada acto de amor, que hacemos, produce una nueva venida del Espíritu.
Estamos solos porque queremos, estamos tristes porque queremos. El Espíritu Santo que mora en nuestra alma es nuestro Consuelo, nuestro Dulce Huésped Divino.
Jesús decía que el Reino de los cielos está en nuestra alma. Ese Reino de los cielos es la Trinidad que habita en el alma que ama.
El Espíritu Santo nos recuerda todo lo que Jesús dijo. Lo recordará desde dentro. Una cosa es el Maestro exterior y otra el Maestro interior respecto de nosotros. Son el mismo Maestro pero el Maestro interior es el que produce en nosotros mejores frutos. Y ¿cómo se conoce esa voz interior, ese Maestro interior, ese Divino Huésped? Por los efectos. En Pentecostés los Apóstoles se transformaron, cambiaron totalmente sus vidas.
Y ¿por qué si vivimos en gracia no se realizan en nosotros obras grandes? Porque no escuchamos la voz del Espíritu o no vemos su luz por causa de las criaturas a las cuales estamos apegados. Ellas nos impiden ver y oír en plenitud.
Pentecostés encontró a los apóstoles reunidos en el Cenáculo y quedaron revestidos del Espíritu Santo y sus dones. Quedaron transformados.
El Espíritu Santo es del que dice el profeta:
“Y brotará una vara del tronco de Jesé, y retoñará de sus raíces un vástago, sobre él reposará el espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Yahvé”.
Quedan transformados.
Los apóstoles antes de Pentecostés, incluso hasta la ascensión esperaban un mesianismo temporal. ¿Acaso Cristo no les había enseñado? Sí, pero era el Espíritu Santo el que transformaría sus mentes, prepararía a los apóstoles para recibir la verdad completa.
Los dones de sabiduría, entendimiento, consejo y ciencia produjeron en la mente de los apóstoles sendos efectos.
Por el don de sabiduría comenzaron a gustar de las cosas divinas y a despreciar totalmente lo temporal.
Por el de entendimiento conocieron en profundidad las verdades reveladas por el Señor.
Por el de ciencia comenzaron a ver en las cosas que los rodeaban a Dios que les hablaba y los fortalecía.
Por el de consejo aplicaron todas las enseñanzas de Cristo para ir constituyendo la Iglesia naciente.
Transformó su miedo en valentía.
Los que estaban escondidos en el Cenáculo por miedo a los judíos comenzaron a predicar abiertamente en Jerusalén y hasta los confines del mundo.
Gozándose por sufrir algo por Cristo.
Obedeciendo a Dios antes que a los hombres.
Dando finalmente testimonio con su sangre.
Es que por el don de fortaleza soportaron los mayores ultrajes con paciencia y defendían con valentía la verdad del evangelio contra las herejías.
Los transformó en sus juicios y quereres.
Fueron mucho más fieles a las tradiciones paternas y a las promesas hechas a los Padres pero perfeccionándolas con la novedad del evangelio y llevándolas a la plenitud.
Comenzaron a someter sus voluntades a un superior y no a hacer según quería cada uno. Seguían las directivas de Pedro y de las otras columnas de la Iglesia: Santiago y Juan.
Es que por el don de piedad honraban perfectamente a Dios y a sus mayores y superiores.
Fueron transformados en sus respetos humanos.
Dejaron de temer las persecuciones, a los reyes, a los trabajos, a la cruz y comenzaron a temer únicamente el ofender a Dios, el traicionarlo, el negarlo, el enseñar otro evangelio que no fuese el de Cristo. En fin temieron el separarse del amor de Cristo y de caer en manos de Aquel que puede enviar alma y cuerpo al infierno.
Es que por el don de temor de Dios sólo temían a Dios, no con un temor servir sino con un temor filial pues ese Dios amoroso no había reparado en hacerse hombre para redimirnos y no querían ni podían apartarse de un Dios tan amoroso.
San Agustín
Pentecostés
Brilla para nosotros, hermanos, el día grato en el que la Iglesia santa aparece llena de resplandor ante los ojos de los fieles, y de fervor en los corazones. Celebramos, efectivamente, el día en el que Jesucristo el Señor, después de resucitado y glorificado por su ascensión, envió al Espíritu Santo. Así está escrito en el evangelio: Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba; ríos de agua viva fluirán del seno de quien crea en mí. Y el evangelista lo explicó a continuación con estas palabras: Esto lo decía refiriéndose al Espíritu Santo que iban a recibir los que creyeran en él. En efecto, aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado. Sólo quedaba que, una vez glorificado Jesús tras haber resucitado de entre los muertos y haber ascendido a los cielos, se diese ya el Espíritu Santo, siendo enviado por quien lo había prometido. Y así sucedió. El Señor subió al cielo después de haber pasado cuarenta días con sus discípulos tras su resurrección, y a los cincuenta días de ésta envió al Espíritu Santo, según está escrito: Se produjo de repente un ruido proveniente del cielo, como el de un viento que sopla con fuerza, y aparecieron ante ellos lenguas divididas, como de fuego, que se posaron sobre cada uno de los presentes, y comenzaron a hablar en todas las lenguas, según el Espíritu les concedía hablarlas. Aquel viento limpiaba los corazones de la paja carnal; aquel fuego consumía el heno de la vieja concupiscencia; aquellas lenguas que hablaban los que estaban llenos del Espíritu Santo anticipaban a la Iglesia que iba a estar presente en las lenguas de todos los pueblos. Después del diluvio, la impía soberbia de los hombres construyó una torre muy alta contra Dios, a consecuencia de lo cual el género humano mereció la división por la diversificación de las lenguas, de forma que cada pueblo hablaba la suya propia, sin que le entendieran los demás; de idéntica manera, la humilde piedad de los fieles aportó a la unidad de la Iglesia la diversidad de las lenguas, de modo que la caridad reúne lo que la discordia había dispersado, y los miembros dispersos del género humano, cual si fuera un solo cuerpo, son restituidos y unidos a Cristo, única cabeza, y se fusionan en la unidad del cuerpo santo gracias al fuego del amor. De este don del Espíritu Santo están totalmente alejados los que odian la gracia de la paz, los que no perseveran en la sociedad de la unidad. Aunque también ellos se reúnen hoy con toda solemnidad, aunque escuchen estas mismas lecturas que narran la promesa y el envío del Espíritu Santo, las escuchan para su propia condenación, no para recibir el premio. ¿De qué les sirve acoger con el oído lo que rechazan con el corazón y celebrar este día cuya luz odian? Vosotros, en cambio, hermanos míos, miembros del cuerpo de Cristo, retoños de la unidad, hijos de la paz, celebrad este día con alegría y tranquilidad. En vosotros se cumple lo que se anunciaba en aquellos días, cuando vino el Espíritu Santo. Como entonces los que recibían el Espíritu Santo, incluso cada uno en particular, hablaban en todas las lenguas, así también ahora la misma unidad habla las lenguas de todos los pueblos; en ella estáis enraizados los que tenéis el Espíritu Santo, los que no estáis separados por ningún cisma de la Iglesia de Cristo, que habla todas las lenguas.
SAN AGUSTÍN, Sermones (4º) (t. XXIV), Sermón 271, BAC Madrid 1983, 764-66
Guión Solemnidad de Pentecostés
Ciclo C
Entrada Celebramos hoy la Solemnidad de Pentecostés. La Iglesia recibe con gozo la efusión del Espíritu Santo que la santifica, la consagra y la impulsa a predicar el nombre de Jesús. En esta Eucaristía celebremos la bondad de Dios que nos envía el Espíritu de su Hijo.
1º LecturaHech 2, 1-11
La efusión del Espíritu Santo se manifiesta en la predicación apostólica, que causa la admiración de los hombres llamados a la salvación.
2º Lectura1Cor. 12, 3b-7. 12-13
Todos hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo.
(o bien)Rom 8, 8-17
Todos los que son conducidos por el Espíritu Santo son hijos de Dios en Cristo Jesús.
EvangelioJn. 20, 19-23
Después del envío misionero de parte de Jesús, los Apóstoles recibieron del mismo Señor el Espíritu Santo para poder perdonar los pecados..
(o bien)Jn 14, 15-16.23b-26
El Espíritu Santo nos enseña y nos recuerda interiormente que quien es fiel al mandamiento de la caridad se transforma en morada del Dios vivo.
Preces
Sabiéndonos partícipes del gran misterio de la comunión con Dios en el Espíritu, presentamos confiadamente al Padre nuestras súplicas por Jesucristo.
A cada intención respondemos…
+ Por la santa Iglesia, que fecundada por la acción del Espíritu de vida, acreciente el número de sus hijos y resplandezca constantemente por la abundancia de sus virtudes. Oremos.
+ Por un auténtico diálogo ecuménico con la Iglesia ortodoxa que fructifique en la unidad bajo un solo Pastor. Oremos.
+ Por los cristianos que sufren la persecución por causa de su fe, o están sobrellevando duras pruebas en tierras de misión, que el Maestro interior los fortalezca y consuele. Oremos.
+ Por los sacerdotes, para que vivan intensamente la unión con Cristo y se muestren ante los hombres como portadores de su Espíritu. Oremos…
+ Por todos aquellos que sufren algún tipo de esclavitud, ya sea en el cuerpo o en el alma, para que el Espíritu de la libertad los libere y les devuelva la dignidad de hijos de Dios.
(Para los miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado:
+ Para que los miembros de nuestra familia religiosa experimenten siempre la presencia de María, quien llena del Espíritu Santo, precede con su ejemplo a los heraldos del Evangelio y los sostiene con su amor. Oremos…
+ Por los preparativos de los próximos Capítulos Generales, que el Espíritu Santo asista a la comisión preparatoria y a todos los Padres y Madres Capitulares. Oremos…)
Oremos.
Dios santo y misericordioso, te presentamos en comunión con la Virgen María la oración de la Iglesia, que miras siempre con bondad; haz que con la fuerza del Espíritu Santo seamos fieles a Aquel que ha dado la vida por nosotros. Por el mismo Cristo que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén.
Ofertorio
Llevamos al altar nuestras ofrendas y nuestras propias vidas, para que ellas se conviertan en Cristo, quien, ungido por el Espíritu Santo, se ofrece en el altar.
–Ofrecemos estos cirios y en ellos el testimonio apostólico de la Iglesia, que resplandece por su fe y caridad.
-Junto a los dones de pan y vino ofrecemos todos nuestros dolores y trabajos que en Cristo se convertirán en medio de redención.
Comunión
El Espíritu Santo nos prepara para la comunión plena con Jesús, y en Jesús nos hace llamar a Dios ‘¡Padre!’.
Salida
Que María Santísima nos ayude a acoger con docilidad al Espíritu Santo, que es prenda de la vida eterna.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)