PRIMERA LECTURA
Volvió Naamán adonde el hombre de Dios
y alabó al Señor
Lectura del segundo libro de los Reyes 5, 10.14-17
El profeta Eliseo mandó un mensajero para que dijera a Naamán, el leproso: «Ve a bañarte siete veces en el Jordán; tu carne se restablecerá y quedarás limpio».
Naamán bajó y se sumergió siete veces en el Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios; así su carne se volvió como la de un muchacho joven y quedó limpio.
Luego volvió con toda su comitiva adonde estaba el hombre de Dios. Al llegar, se presentó delante de él y le dijo: «Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, a no ser en Israel. Acepta, te lo ruego, un presente de tu servidor». Pero Eliseo replicó: «Por la vida del Señor, a quien sirvo, no aceptaré nada». Naamán le insistió para que aceptara, pero él se negó. Naamán dijo entonces: «De acuerdo; pero permite al menos que le den a tu servidor un poco de esta tierra, la carga de dos mulas, porque tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses, fuera del Señor».
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 97, 1-7
R. El Señor manifestó su victoria.
Canten al Señor un canto nuevo,
porque Él hizo maravillas:
su mano derecha y su santo brazo
le obtuvieron la victoria. R.
El Señor manifestó su victoria,
reveló su justicia a los ojos de las naciones:
se acordó de su amor y su fidelidad
en favor del pueblo de Israel. R.
Los confines de la tierra han contemplado
el triunfo de nuestro Dios.
Aclame al Señor toda la tierra,
prorrumpan en cantos jubilosos. R.
SEGUNDA LECTURA
Si somos constantes, reinaremos con Cristo
Lectura de la segunda carta del Apóstol san Pablo a Timoteo 2, 8-13
Querido hijo:
Acuérdate de Jesucristo, que resucitó de entre los muertos y es descendiente de David. Ésta es la Buena Noticia que yo predico, por la cual sufro y estoy encadenado como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso soporto estas pruebas por amor a los elegidos, a fin de que ellos también alcancen la salvación que está en Cristo Jesús y participen de la gloria eterna.
Esta doctrina es digna de fe:
Si hemos muerto con Él, viviremos con Él.
Si somos constantes, reinaremos con Él.
Si renegamos de Él, Él también renegará de nosotros.
Si somos infieles, Él es fiel,
porque no puede renegar de sí mismo.
Palabra de Dios.
Aleluia 1Tes 5, 18
Aleluia.
Den gracias a Dios en toda ocasión:
esto es lo que Dios quiere de todos ustedes,
en Cristo Jesús.
Aleluia.
EVANGELIO
Ninguno volvió a dar gracias a Dios,
sino este extranjero
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 17, 11-19
Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaria y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
Al verlos, Jesús les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes». Y en el camino quedaron purificados.
Uno de ellos, al comprobar que estaba sanado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.
Jesús le dijo entonces: «¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?» Y agregó: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
Palabra del Señor.
Alois Stöger
El samaritano agradecido
(Lc.17,11-19)
11 Y mientras él iba de camino a Jerusalén, atravesaba por Samaria y Galilea.
Jesús va de camino; una vez más vuelve a recordarse la marcha (Rom_9:51; Rom_13:22). La meta de la marcha es Jerusalén. El camino va por Samaría y Galilea. Jesús venía de Galilea, pasaba por Samaría y continuaba hacia Jerusalén. Sólo quien, como Lucas, mira hacia atrás al camino, puede escribir así: Por Samaría y Galilea. La marcha y la acción están tan dominadas por Jerusalén, que sólo desde aquí se puede ver el camino. Sólo en función de Jerusalén, donde aguarda la elevación de Jesús, puede comprenderse su camino, su marcha y su acción.
El relato había comenzado con un hecho acontecido en Samaría; otro hecho que trae a la memoria a Samaría inicia la última parte de la marcha. Samaría es el puente por el que la palabra de Dios va de Galilea a Jerusalén, y por el que va de Jerusalén a los gentiles. El encargo del Resucitado era de este tenor: «Seréis testigos míos en Jerusalén, y en toda Judea y Samaría, y hasta en los confines de la tierra» (Hec_1:8). En el camino de Jesús está diseñado el camino de su Iglesia; su camino es fruto de los caminos de Jesús.
12 Y al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia, 13 y levantaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! 14 Cuando él los vio, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.
También ahora va el camino de ciudad en ciudad y de aldea en aldea (Mat_13:22). La enfermedad y la miseria reúnen a los hombres y hacen olvidar los odios nacionales entre judíos y samaritanos (Mat_9:53; Jua_4:4-9). A los leprosos les estaba permitido entrar en aldeas, pero no en ciudades amuralladas, no digamos en la santa ciudad de Jerusalén. «El leproso, manchado de lepra, llevará rasgadas sus vestiduras, desnuda la cabeza, y cubrirá su barba, e irá clamando: ¡Inmundo, inmundo! Todo el tiempo que le dure la lepra será inmundo. Es inmundo y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada» (Lev_13:45 s).
Jesús es llamado Maestro. Hasta ahora sólo le habían hablado así los apóstoles, subyugados por su poder (Lc_5:5; Lc_9:49), llenos de asombro por su gloria (Lc_9:33), o cuando esperaban ayuda en su desamparo (Lc_8:24). A esta interpelación añaden los leprosos una invocación implorando misericordia.
Jesús es maestro de la ley, lleno de poder y de misericordia. En él ha amanecido el reino de Dios, que se revela en poder y misericordia a todos los hombres.
A los leprosos dirige Jesús la instrucción de cumplir la ley relativa a la purificación de la lepra, todavía antes de que hayan quedado limpios. «Esta será la ley del leproso para el día de su purificación» (Lev_14:2). En la obediencia a la ley, que les indica Jesús, hallarán salvación los leprosos. El que oye a Moisés y a los profetas, se salva (Lc_16:29). También el samaritano, que es un extraño para los judíos, halla la salvación por este camino. Por Jesús viene de los judíos al samaritano la salud (Jua_4:22).
15 Entonces uno de ellos, al verse curado, volvió atrás, glorificando a Dios a grandes voces, 16 y se postró ante los pies de Jesús, para darle las gracias. Precisamente éste era samaritano.
Probablemente se efectúa la curación mientras los leprosos estaban todavía en camino hacia el sacerdote. Uno de los curados regresa de inmediato. Glorifica a Dios alabándolo y dándole gracias. Dios actúa por Jesús. El curado pronuncia su alabanza de Dios delante de Jesús, postrándose a sus pies. Dios causa la salvación por Jesús. La gracia de Dios apareció en él. Esto se reconoce mediante la acción de gracias.
La proximidad de Dios causa profunda emoción. Quien experimenta la proximidad de Dios clama a grandes voces: los demonios (Jua_4:33; Jua_8:28), el pueblo a la entrada de Jesús en Jerusalén (Jua_19:37), Jesús mismo al morir (Jua_23:23; cf. Hec_7:60). Igualmente se postra de hinojos ante Jesús quien rinde homenaje a Dios presente en él: el padre de la hija moribunda (Lc_8:41); el leproso que implora su curación (Lc_5:12). En Jesús se hace visible el poder y la misericordia de Dios. Jesús es la epifanía de Dios. En él está presente el reino de Dios.
El curado que vuelve a Jesús es un samaritano. Como el samaritano compasivo estaba en el camino del Evangelio y del reino de Dios con sus buenos servicios llenos de compasión, así también lo está este samaritano por medio de su gratitud. La sencillez y los nobles sentimientos humanos son un camino hacia la salvación si van unidos a la fe en la palabra de Jesús, en la que se encierran la ley y los profetas. La palabra da fruto si se acoge en un «corazón noble y generoso» (Lc_8:15). En el samaritano se diseña el camino del Evangelio hacia los paganos.
17 Y Jesús replicó: ¿Pues no han quedado limpios los diez? ¿Dónde están los otros nueve? 18 ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino sólo este extranjero? 9 Luego le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado.
Jesús había esperado que volvieran todos y dieran gloria a Dios, por él. Por él vienen las gracias de Dios, por él se da gloria a Dios. «No hay salvación en otro hombre» (Hec_4:12). Sólo el extranjero regresa. El samaritano, que, como extranjero, no cuenta entre los hijos de Israel, no osa formular exigencias a Dios. Lo que recibe lo toma como presente de la gracia de Dios y da gracias. Los judíos no dan gracias porque son judíos y consideran como debidos los dones de Dios. Reciben del enviado de Dios lo que, según ellos, les corresponde. Les falta la actitud fundamental necesaria para recibir la salvación. En el extranjero se hallan actitudes que facilitan el acceso a ella: gratitud, alabanza, confesión de la propia pobreza delante de Dios. El camino de la salvación está abierto a todos, incluso a los extranjeros, a los pecadores, a los gentiles. Lo que salva es la fe, la decisión y entrega a la palabra de Jesús y a la acción salvífica de Dios a través de él.
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
P. Leonardo Castellani
El paso augusto de Dios
El evangelio de este Domingo relata la curación de diez leprosos, y se podría llamar “el Evangelio de la Ingratitud”, tomando ese título de un gran sermón de San Bernardo, el XLIII. Aparentemente no hay nada que comentar en él: el Salvador o Salud-Dador -que esto significa Salvador- curó a los leprosos, uno de ellos dio la vuelta a darle las gracias y el Salvador reprendió la ingratitud de los otros nueve. El gran exégeta Maldonado dice: “el que quiera interpretaciones alegóricas, que lea San Agustín, Teofilacto o San Bernardo”; la interpretación literal no tiene dificultad ninguna, es un relato simple, uno de tantos entre los milagros que hizo Nuestro Señor… La gratitud y la ingratitud todos saben lo que son: al Samaritano curado que volvió a agradecer, Jesucristo le dijo: “Tu fe te ha sanado”, como lo hubiera dicho a los otros nueve judíos si hubieran venido; porque fe aquí (pistis en griego) significa simplemente confianza, fiarse de alguno, que es el significado primitivo de esa palabra, dice Maldonado. Y ellos tuvieron confianza en Cristo que les dijo: “Vayan a mostrarse a los sacerdotes”, que era lo que el Levítico, capítulo XIV, mandaba a los leprosos ya curados; ellos se pusieron en camino confiadamente: y en la mitad del camino se sintieron sanos…
No hay nada que comentar. No hay enseñanzas profundas… Listo.
En cualquier trozo del Evangelio hay una enseñanza profunda: sucede sin embargo que no la vemos: no somos capaces de desentrañarla a veces.
Lástima que Maldonado murió hace casi cuatro siglos: me gustaría hablar con él.
–¡Che, andaluz! –le diría–. ¿No te parece que Cristo hizo aquí una andaluzada? ¿Te parece tan sencillo lo que dijo Cristo? Dime un poco, gachó: los leprosos curados ¿fueron todos al sacerdote, recibieron su certificado que los restituía a la vida social, y entonces el Samaritano volvió a dar gracias a Cristo, y los demás se fueron a sus casas? ¿No es así?
–¡No! De ninguna manera. El Evangelio no dice eso…
–¡Qué lástima! Porque si lo dijera tendrías razón tú: no habría nada que comentar: menos trabajo para mí.
–El Evangelio dice expresamente que apenas se sintió curado, el Samaritano volvió grupas y vino a “magnificar a Dios con grandes voces”; de los demás no dice dónde fueron; pero es más que probable que fueron a presentarse a los Sacerdotes, como la Ley se los mandaba, y como a ellos les convenía tremendamente; porque has de saber que –diría Maldonado con su gran erudición– por la ley de Moisés –y muy prudente ley higiénicamente hablando– los leprosos eran separados (que es como todavía se dice “leproso” en lengua alemana Aussaetzige), eran denominados impuros y debían gritar esa palabra y agitar unas campanillas o castañetas cuando alguien se les acercaba; no podían vivir en los pueblos, y solían juntarse en grupitos para ayudarse unos a otros los pobres –cosas todas que se ven en este evangelio– y para ser liberados de estas imposiciones legales en caso de curarse –pues la lepra es curable en sus primeros pasos, y además existe la falsa lepra– debían ser reconocidos y testificados por los sacerdotes… De modo que es claro lo que pasó: uno volvió a Cristo y los demás siguieron su camino adonde debían y adonde además los había mandado el mismo Cristo…, me diría Maldonado.
–Por lo tanto –habría de decirle yo– si es así, aquí Cristo estuvo un poco mal, pues reprendió a los nueve judíos que no hacían sino lo que él les había dicho; y los reprendió antes de saberse si iban a volver o no después, a darle las gracias. Su conducta es bastante inexplicable. Parecería que pecó de apresurado en condenar de ingratos a los nueve judíos; y de presuntuoso en pretender le diesen las gracias a Él antes de cumplir con la Ley. Los que estaban allí debieron de haberse asombrado; y uno de ellos podía haberle dicho: “No te apresures, Maestro, en reprender a los otros; al contrario, éste es el que parece merecer reproche, porque ha obrado impulsivamente, irrefrenablemente…”.
–Yo soy un teólogo de gran fama, conocido en toda Europa, por lo menos en los dominios de la Sacra Cesárea Real Majestad de nuestro Amo y Señor Carlos V de Alemania y Primero de España; he enseñado en la Universidad de París, donde desbordaban mis aulas de alumnos, y de donde tuve que salir por la malquerencia y envidia de los profesores franceses, y retirarme a Bourges a componer mi Comentario a los Evangelios, que es lo mejor que ha producido la ciencia de la Contrarreforma; y a mi se me ha aparecido dos veces en sueños el Apóstol San Juan, como cuenta el Menologio de Varones Ilustres de la Compañía de Jesús. Tú eres un pobre cura, que no se sabe bien si pertenece al clero regular o irregular, de una nación ignorante y chabacana, sin educación, sin tradición y sin solera. De modo que es mejor que ni hablemos más –me figuro me diría Maldonado si estuviera vivo: que era bastante vivo de genio.
Por suerte está muerto. Si él ha visto en sueños al Apóstol San Juan, yo he visto al demonio innumerables veces; y si él tiene el derecho de no asombrarse del Evangelio, yo tengo el derecho de asombrarme todo cuanto puedo. No es exacto que Jesucristo es profundo, como dije arriba, me equivoqué. Platón es profundo, San Agustín es profundo; Jesucristo no dice nada más que lo que dice el seminarista Sánchez o el peor profesor de Teología; pero lo que dice es infinito, y hasta el fin del mundo encontrarán los hombres allí cosas nuevas. Platón tiene una teoría profunda sobre la inmortalidad del alma; Jesucristo no hace más que afirmar la inmortalidad del alma. Pero …
La conducta con el Leproso Samaritano significa simplemente que, según Cristo, las cosas de Dios están primero y por encima de todos los mandatos de los hombres; una nota que resuena en todo el Evangelio continuamente; y que en realidad define al Cristianismo.
Dios está inmensamente por encima de todas las cosas. Delante de Él todo lo demás desaparece; la relación con Él invalida todas las otras relaciones. El leproso samaritano que en el momento de sentirse curado sintió el paso augusto de Dios y se olvidó de todo lo demás, hizo bien; los demás hicieron mal. Y la palabra con que Cristo cerró este episodio: “Levántate, tu fe te ha hecho salvo”, no se refiere solamente a la confianza común que tuvo al principio en Él –la cual no fue la que lo sanó, a no ser a modo de condicionamiento– sino también a otra divina confianza que nació en su alma al ser limpiado; y que limpió su alma con ocasión de ser limpiado su cuerpo; y que importa mucho más que la salud del cuerpo. Porque lo que hizo este forastero al volver a Cristo, no fue gritarle como antes desde lejos “¡Maestro!”, sino tirarse en el suelo con el rostro ante sus pies, postrarse panza a tierra, que es el gesto que en Oriente significa la adoración de la Divinidad. Por lo tanto: “levanta y vete tranquilo, tu Fe te ha salvado”, cuerpo y alma.
Dios está inmensamente por encima de todas las cosas. ¿Eso lo ensenó Cristo? Eso lo dijo mucho antes el Bhuda, Sidyarta Gautama. Sí, pero en Cristo hay una palabrita diferente, una palabrita terrible. “Por Dios debes dejarlo todo”, dijo el Bhuda. Cristo dijo lo mismo: “Por “Mí” debes dejarlo todo”.
Esa palabrita diferente resuena en todo el Evangelio:
“El que ama a su padre y a su madre más que a Mi, no es digno de mí”.
“El que deja por Mi, padre, madre, esposa, hijos y todos sus bienes”…
“Os perseguirán por Mi nombre”…
“Os darán la muerte por causa Mía”…
“Deja todo lo que tienes y sígueme”…
“Deja a los muertos que entierren a los muertos”…
“La vida eterna es conocerme a Mi”… Y así sucesivamente.
De manera que en este evangelio hay también una paradoja, que no vio Maldonado –lo cual no le quita nada al buen Maldonado– que es la eterna paradoja de la fe; y en la manera de obrar de Cristo con el leproso Samaritano está afirmada –como en cada una de las páginas de cada uno de estos cuatro folletos– lo que constituye la originalidad y por decirlo así la monstruosidad del cristianismo; que es una cosa sumamente simple por otro lado: “Dieu premier serví”, como decía Juana de Arco: Dios es el Absolutamente Primero; Dios es el Excluyente, el Celoso; y… Cristo es Dios.
Mas si pide de nosotros gratitud –o si quieren llamarla correspondencia–, no es porque El la necesite sino porque nosotros la necesitamos. La ingratitud seca la fuente de las mercedes, y hace imposible a veces los beneficios; como podemos constatar a veces en nuestra pequeña experiencia que a pesar de desearlo no podemos hacer bien a alguna persona; porque por su falta de disposición, no recibirá bien el bien; de modo que lo convertirá en mal.
–¿Por qué no viene usted más a visitarme?
–Porque no le puedo hacer ningún bien.
–¿Y por qué no me puede hacer ningún bien?
–Porque una vez le hice un bien… y usted me tomó por sonso.
Dios a veces no nos hace nuevos beneficios, porque no le hemos agradecido bastante los beneficios pasados. No los hemos tomado como beneficios de Dios, sino como cosas que nos son debidas; lo cual es tomarlo a Dios por sonso.
(Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 144-150)
P. Alfredo Sáenz, S. J.
La virtud del agradecimiento
Nos relata el evangelio el milagro que Cristo realizara en favor de diez leprosos suplicantes. Mientras se dirigían a presentarse a los sacerdotes, como lo prescribía la Ley y Jesús se los había recordado, se encontraron súbitamente curados. Sólo uno de ellos, y para colmo un extranjero, volvió sobre sus pasos con el objeto de agradecerle al Señor su curación. En concordancia con el evangelio, la primera lectura, tomada del libro de los Reyes, nos trajo el recuerdo de otro milagro semejante, el del sirio Naamán, también él leproso, también él extranjero, que se vio libre de su mácula, sumergiéndose en las aguas del Jordán.
Todos nosotros nos sentimos de alguna manera representados en aquellos diez enfermos del evangelio, enfermos realmente dignos de lástima, todos nosotros tenemos algo de leprosos, todos nosotros debemos repetir cada día, y lo decimos en la Santa Misa: “Señor, ten piedad de nosotros”.
Los beneficios de Dios
Como aquellos leprosos, también nosotros hemos experimentado los beneficios de Dios. Él es el único que sabe dar en plenitud; sus dones no presuponen nada previo, da por pura generosidad. Buena es hoy la ocasión para reavivar el recuerdo, la memoria de los beneficios de Dios. Beneficios divinos son las maravillas que el Señor obró ya para nosotros desde las remotas épocas del Antiguo Testamento, liberando a su pueblo de la servidumbre de Egipto, alimentándolo en su caminar por el desierto, guiándole en su entrada en la tierra prometida… Beneficios divinos son también para nosotros las maravillas que Dios obró en el Nuevo Testamento, la Encarnación del Verbo, sobre todo, pero también la enseñanza de su doctrina,- la instauración de los sacramentos para la santificación de los hombres… Beneficios que no por generales se pierden en las brumas del anonimato, no por universales dejan de atañernos personalmente.
“Me amó y se entregó por mí”, dijo San Pablo. Cristo no hubiera rehusado hacer por mí solo lo que hizo por todos. Más aún, porque era Dios, se acordó de mí en particular, me tuvo presente, me curó en los leprosos, cargó mis pecados sobre sus hombros en Getsemaní, clavado en la cruz se ofreció por mí de manera personal, al dejar caer agua y sangre de su costado atravesado por la lanza pensó concretamente en el agua de mi bautismo (así como en el Antiguo Testamento, cuando Naamán se bañaba en las aguas del Jordán estaba preanunciado el bautismo cristiano), pensó en el agua de mi bautismo y en la sangre de mi Eucaristía. A ese cúmulo de beneficios generales que hemos recibido de Dios, agreguemos los intransferiblemente individuales: la familia que nos dio, esta patria generosa que nos regaló, las cualidades peculiares con que nos dotó… Es una larga historia de amor, una historia de generosidad sobreabundante. Lo que pasa es que fácilmente nos acostumbramos a sus beneficios, nos acostumbramos a ver salir el sol todos los días, perdemos el sentido de lo original, de la novedad de los dones cotidianamente reiterados, cada uno de ellos frescos y rozagantes como el rocío de la mañana.
Generosidad suya es que, siendo pecadores, hayamos sido llamados a recibir la justificación; generosidad suya es que, una vez rehabilitados, nos haya sostenido con su poder para perseverar hasta el fin; generosidad suya será que este mismo cuerpo que hoy es tan precario, resucite un día; generosidad suya, que seamos coronados después de la resurrección; generosidad suya será que en el cielo podamos alabarlo sin desfallecer. Si queremos practicar la gratitud con Dios, hagamos cada tanto un recorrido de la lista de los beneficios que de Él hemos recibido, beneficios de creación, de redención, de dones particulares. Nunca olvidarnos, nunca perder la memoria. Estamos en la casa del Señor, en su santa Iglesia. Recordemos dónde yacíamos, de dónde se nos ha recobrado, de nuestra lepra original. Dios nos buscaba aun cuando nosotros le habíamos vuelto las espaldas.
La gratitud
De los diez leprosos, nueve no supieron agradecer. No hay cosa peor que la ingratitud. Escribe Chesterton que el ateo mide su abismo cuando siente que tiene que dar gracias por algo y no sabe a quién dirigirse. Nosotros sabemos a quién, pero con facilidad dejamos de hacerlo. “Se hartaron en sus pastos, dice el Señor por boca de Oseas, y por eso me olvidaron”. Dios nos da el pasto, nosotros lo aprovechamos pero olvidamos al benefactor. Para pedir somos fáciles; no tanto para dar gracias. Pero la petición del que no sabe agradecer mueve poco el corazón de Dios. “La esperanza del ingrato se derrite como el hielo”, dice la Escritura. Somos capaces de organizar grandes actos, aun públicos, para pedir favores. Pocas veces se organizan actos de agradecimiento. “Los restantes, ¿dónde están?”, preguntó Jesús al leproso agradecido. Qué desproporción: de nueve a uno; es la desproporción misma de nuestras ingratitudes.
Propio es de corazones nobles, de espíritus magnánimos, saber dar gracias. Cristo pasó su vida en la tierra dando gracias al Padre. Frecuentemente levantaba sus ojos al cielo, alababa, bendecía, decía bien. Imitémoslo también en esto. San Pablo nos lo recomendó de manera reiterada: “Todo cuanto hacéis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por él”; “ya comáis, ya bebáis, o ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”; “porque todo lo que Dios ha creado es bueno y nada es despreciable si se lo recibe con acción de gracias”. Hagamos de nuestros días una acción de gracias ininterrumpida. Cuando Dios nos obsequia, cuando nos consuela, cuando nos prueba, e incluso cuando nos niega lo que le pedimos, aun entonces, digamos con el Apóstol: “Doy continuas gracias por todas las cosas a Dios nuestro Padre por nuestro Señor Jesucristo”.
Dios nos ofrece sus dones. Y nosotros no tenemos otra cosa que devolverle que nuestras gracias, el reconocimiento de sus propios dones. Con no disimulada ironía decía San Agustín: “Devuélvele algo de lo tuyo, si puedes; pero no, no lo hagas, no devuelvas nada tuyo; Dios no lo quiere. Si devolvieses algo de lo tuyo, devolverías sólo pecados. Todo lo que tienes lo has recibido de Él; lo único tuyo es el pecado. No quiere que le des nada tuyo, quiere lo que es suyo. Si devuelves al Señor las semillas de tu tierra le devolverás lo que Él sembró, si le das espinas le ofreces cosa tuya”. No nos queda, pues, sino darle gracias por sus gracias, alabarlo por sus dones. A Dios le agrada que lo alabemos, no para ensalzarse Él, sino para que aprovechemos nosotros. Lo que recoge no es para sí, sino para ti. Y además, dando gracias por los dones que recibes, te harás digno de mayores beneficios.
Aprendamos entonces a dar gracias. No siempre es fácil, ya que supone salir de nuestro egoísmo, de nuestra oración interesada. Pongámonos para ello en la escuela de la liturgia. Allí se nos enseñará a orar como la Santísima Virgen: “Mi alma engrandece al Señor”; allí se nos enseñará a aclamar con desinterés: “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”; allí se nos enseñará a decir: “Por tu inmensa gloria te damos gracias”; no sólo por tus favores, sino por lo que eres en ti mismo, porque eres grande, porque eres glorioso. El entero Sacrificio de la Misa es una sublime acción de gracias, una elevada contemplación admirativa. Uno de los textos que como sacerdote más me conmovían cuando celebraba mis primeras Misas es el que se decía antes de comulgar la Sangre de Cristo: “¿Qué devolveré al Señor por todo lo que me ha dado? Tomaré el cáliz de salvación e invocaré el nombre del Señor”.
Pronto nos acercaremos a recibir esa Sangre de Jesús. Recordémosle entonces aquello que Dios profetizara por boca de Isaías: “Los que hagan la cosecha comerán, alabando al Señor; los que hagan la vendimia beberán el vino en los atrios de mi santuario”. Hoy se cumple esa promesa en la cosecha del Cuerpo de Cristo y en la vendimia de su Sangre. Que nunca olvidemos sus favores. Que permanezcamos siempre en acción de gracias para que toda nuestra vida no sea sino un permanente himno de alabanza, una eucaristía duradera. Él ha venido a la tierra para glorificar a su Padre en nombre de toda la humanidad; que continúe en nuestro interior esa eucaristía, para que cada vez nos hagamos dignos de mayores dones, y así, debidamente ejercitados durante nuestra vida terrena en la alabanza, podamos un día incorporarnos al coro de los ángeles en el ininterrumpido Sanctus de la eternidad. Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Tal será el fin sin fin.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 280-285.
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo presenta a Jesús que cura a diez leprosos, de los cuales sólo uno, samaritano y por tanto extranjero, vuelve a darle las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión.
Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el “corazón”, y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la “salvación”. Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre “salud” y “salvación”, nos ayuda a comprender que la salvación es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.
Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús pronuncia la expresión: “Tu fe te ha salvado”. Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios.
Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: “gracias”!
Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en aquel tiempo considerada una “impureza contagiosa” que exigía una purificación ritual (cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal.
Pidamos a la Virgen para todos los cristianos el don de una verdadera conversión, a fin de que se anuncie y se testimonie con coherencia y fidelidad el perenne mensaje evangélico, que indica a la humanidad el camino de la auténtica paz.
Ángelus del Papa Benedicto XVI el día domingo 14 de octubre de 2007
San Agustín
Los falsos colores del cuerpo y del alma
“En los leprosos que el Señor curó diciéndoles: id y mostraos a los Sacerdotes, muy amados hermanos míos, muchas cosas se ofrecen, que justamente los que me oyen podrán preguntar: no solo podrán preguntar, porque el número de los enfermos fueron diez, mas también querrán saber, por qué razón sólo uno se halló que volviese a dar gracias al Señor por la merced que había recibido.
Estas dos dudas son de poca importancia, y siendo bien resueltas, o no tanto, podrá el que pregunta, contentarse sin que se detenga mucho su intención en la inteligencia del Santo Evangelio.
Otra duda hay, a mi ver, que más mueve el deseo del saber, y es, ¿por qué el Señor los envió a los Sacerdotes, para que yendo por el camino fuesen curados y limpiados? No hallamos que el Señor haya enviado a los Sacerdotes hombre alguno de estos, a quienes curaba de enfermedades corporales, sino solamente a los leprosos; y así leemos en otro lugar del Santo Evangelio, que el Señor envió otro leproso que había curado, diciéndoles: ve y muéstrate a los Sacerdotes, y ofrece por ti sacrificio, el cual Moisés mandó en testimonio para ellos. Podemos también preguntar, ¿qué tal fue la limpieza espiritual de aquellos que el Santo Evangelio condena por desagradecidos? Fácil cosa es, ver que un hombre está curado en cuanto al cuerpo, y que ya no tiene lepra como solía: mas no tener limpieza en el alma, no se puede así conocer.
Y según lo que en este milagro se cuenta, se podrá decir que el ingrato no está curado en el alma. Digo pues que es menester examinar, qué es lo que esta lepra significa: notad pues, que los que el Santo Evangelio cuenta haber sido curados, no dice, fueron sanados, sino fueron limpiados.
El daño de la lepra, es defecto, o vicio que se muestra fuera en el color de la piel, más que en lo interior de la salud, o virtud de los miembros; y así, a mi ver, podríamos entender por los leprosos, los que no teniendo verdadera ciencia, o noticia de la fe católica como conviene, van publicando diversas doctrinas llenas de error. No sabe esconder su ignorancia y defectos, antes la publican y sacan a luz con título de muy sana y santa doctrina, usando de vanas palabras, a fin de coger vanagloria con ellas. Y tened por cierto que no hay doctrina tan falsa, que no mezcle consigo algunas verdades: mezcladas pues las verdades con los errores, y mentiras, muestran una confusión de colores inciertos, como en el cuero del hombre leproso se muestran también inciertos y falsos colores.
Sabed pues, que a los tales maestros de errores, es menester que los aparten de la Iglesia; y si es posible que estén muy lejos de ella, y que desde lejos den voces y pidan misericordia a la Iglesia, como vemos que estos leprosos la pedían al Señor: pues dice el Santo Evangelio que de lejos alzaron la voz diciendo: Jesús Maestro ten misericordia de nosotros. v.13
Y advertid que para pedirle medicina corporal le llaman Maestro, cosa que no hallo que alguno pidiendo remedio corporal jamás la haya dicho, y por esto me cuadra muy bien que esta lepra denota la falsa doctrina, la cual tiene necesidad de buen Maestro que la cure. No creo yo que ningún Católico dude, que el sacerdocio de los judíos fue figura del sacerdocio real que hoy está en la santa iglesia, en el cual son consagrados todos los que pertenecen al cuerpo místico de Jesucristo que es el verdadero y Supremo Príncipe de los Sacerdotes; y así ahora los Sacerdotes son ungidos, cosa que entonces solamente se daba a los Reyes y a los Sacerdotes; y cuando el glorioso Apóstol San Pedro, escribiendo al pueblo cristiano en su Epístola Canónica lo llama sacerdocio real, declaró manifiestamente que entrambos nombres convenían al sacerdocio cristiano.
Los otros defectos y vicios secretos del alma, que son enfermedades o indisposiciones de ella, como la lepra lo es del cuerpo, el Señor las corrige y sana secreta y espiritualmente: lo que toca a la doctrina falsa de los errados maestros, es menester que se cure con la santa doctrina de la Iglesia, ensenándolos y exhortándolos para que dejen el error y tomen la verdad, y así les quite el color malo de leprosos que por fuera tenían; porque esta cura del mal que es notorio, pertenece a la Santa Iglesia y a los buenos ministros de ella; y así el glorioso San Pablo, luego que oyó la voz del Señor que le dijo: ¿por qué me persigues? yo soy Jesús al que tú persigues, fue enviado a Ananías para que fuese bautizado, y con el alto Sacramento de nuestra fe, que el Sacerdote Ananías le comunicó, fuese lavado, y con su doctrina enseñado, y así tomase buen color.
No lo envió el Señor al Sacerdote Ananías, porque él por sí mismo no le pudiera muy bien limpiar, porque en fin lo que el Sacerdote y el Sacramento y la Iglesia hacen, el mismo Señor lo hace; mas quiso que así se hiciese, para que el Colegio Católico de los Cristianos, viendo que así se administra en la Santa Iglesia, tome tal ejemplo y confirmación que todos tengan buen color.
Con esto concuerda lo que el glorioso Apóstol San Pablo escribe diciendo: después de esto yo subí a Jerusalén con Bernabé, y llevé también conmigo a Tito, y subí, porque así me fue revelado que lo hiciese, y así declaré el Evangelio que ahora predico a los Gentiles; y esto, porque no corrí, ni corro ahora en vano; y poco después dice: habiendo conocido claramente Pedro, y Diego, y Juan, la gracia que por el Señor me había sido dada, mostrándose ellos como columnas, me dieron sus manos derechas a mí y a Bernabé, para que les fuésemos compañeros en la santa predicación.
Esta manera de concordia mostraba ser nuestra doctrina toda una, sin haber alguna diferencia o diversidad en ella. Así lo confirma el mismo Apóstol, cuando escribiendo a los de Corinto, les dice: yo os ruego hermanos por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos os conforméis en decir y querer una misma cosa.
Hallamos en los actos de los Apóstoles, que cuando el Ángel habló a Cornelio notificándole como sus limosnas y oraciones habían sido aceptas a Dios; más que con todo eso era menester, para que conociese la unidad y conformidad de la doctrina cristiana, que fuese a dar la obediencia, y se presentase con sus compañeros al Apóstol San Pedro; fue a decirle a él y a los otros: id y mostraos a los Sacerdotes; y así yendo a él, fueron limpiados, porque ya había venido a ellos el Apóstol San Pedro; mas por cuanto aún no habían recibido el Sacramento del Bautismo, decimos que no habían ido espiritualmente a mostrarse a los Sacerdotes: bien es verdad, que se conocía que estaban limpios, porque el Espíritu Santo había venido sobre ellos, y les había sido comunicado el don de lenguas.
Siendo todo esto verdad, como la Santa Escritura nos lo enseña, muy fácilmente podemos ver, que en la Santa Iglesia se alcanza esta sanidad, tomando la doctrina limpia que ella nos enseña, para limpiar la lepra de los errores que en nosotros puede haber; y para que conformándonos con la verdad católica sepamos diferenciar el Criador de la criatura; y así se conozca en nosotros que somos limpiados de la diversidad de las mentiras y errores como de una grave lepra.
Es menester con todo esto que volvamos a dar gracias al Señor nuestro libertador que así nos ha curado, so pena de ser ingratos y soberbios, y tales que se puedan decir contra nosotros las palabras que el Apóstol dijo condenando a otros: estos malos y desagradecidos, habiendo conocido a Dios no le honraron ni glorificaron como a Dios, ni le dieron las gracias que le eran debidas.
En decir el Apóstol que aquellos habían conocido a Dios, notifica que habían sido limpiados de la lepra; pero luego los acusa de desagradecidos y los tales quedarán como imperfectos dentro del número de nueve que no alcanzan a diez, que es número perfecto.
Notad que si añadís uno a nueve, cumpliréis el número de diez, y así hacéis una manera de unidad, o unión tan conforme y tan unida, que no podéis pasar adelante, si no volvéis sobre uno; y esta regla hallaréis cuanto más quisieres multiplicar.
Y así decimos, que nueve han menester uno que se junte con ellos, para que los junte, y traiga la unión que tienen siendo diez; y el uno solo, para tener unión, no tiene necesidad de los nueve, que ya por sí se la tiene.
Por tanto, mirad que los nueve por su ingratitud fueron reprobados después de limpios, y fueron apartados de la unión en que está la perfección; y el uno que volvió a dar gracias, fue constituido en unidad con la santa Iglesia, y confirmado en la limpieza que había cobrado, y loado por tal; y estos nueve que eran Judíos, perdieron por su soberbia el reino del cielo, que es de los humildes, y donde más reina y resplandece la unión.
Y este Samaritano, que quiere decir guardador, volvió a dar gracias y reconocer al Señor la merced que había recibido, cantando las palabras que el Real Profeta dice: Señor, yo guardaré mi fortaleza para tu servicio.
Humillándose a su Rey y dándole gracias, guardó con devoción humilde la unidad, de la cual goza por la merced de Jesucristo, que vive y reina para siempre jamás. Amén.
FUENTE: “Homiliario o colección de homilías o sermones de los más excelentes santos padres y doctores de la Iglesia, sobre los evangelios que se cantan en las principales festividades y tiempos del año. Recopiladas por el doctor Alcuino, maestro del emperador Carlo Magno. Traducidas al castellano por el bachiller Juan de Molina. Tomo tercero. Oficina de Don Benito Cano. 1795. Págs. 358-362.
http://salutarishostia.wordpress.com/category/escritos-de-santos/san-agustin/
Guión Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario
Ciclo C
Entrada:
La Eucaristía, dulce presencia y memorial del amor de Jesús hasta su expresión total en la Cruz, nos una en esta santa Misa a la adorable Trinidad que obra nuestra salvación.
Liturgia de la Palabra
1º Lectura: 2 Reyes 5, 10. 14- 17
Naamán es figura de los gentiles que han de abrazar la fe en Cristo.
Salmo Responsorial: 97, 1- 4
2º Lectura: 2 Timoteo 2, 8- 13
La fidelidad de Cristo es el fundamento y modelo de nuestra fe.
Evangelio: Lucas 17, 11- 19
El evangelista San Lucas relata cómo sólo el leproso extranjero volvió a dar gracias a Dios.
Preces Domingo XXVIII
En Dios se encuentra la misericordia y la redención. Pongamos, pues, ante Él las necesidades de los hombres.
A cada intención respondemos cantando:
* Para que el magisterio infalible del Santo Padre y la doctrina perenne de la Iglesia católica, sean luz para las conciencias y guía en las decisiones de los hombres, en medio de la confusión y ofuscamiento doctrinal y moral de nuestros tiempos. Oremos
* Por el desarme nuclear, para que los hombres, en cuyas manos están los destinos de los pueblos, consideren el diálogo como camino esencial para establecer la paz y la seguridad. Oremos.
* Por todos los consagrados, para que sean ejemplo del modo de pensar y actuar del Verbo Encarnado y se conviertan, por su testimonio de vida, en modelos del seguimiento de Jesús para tantos jóvenes que desean seguirlo más de cerca. Oremos.
* Por las familias cristianas y por los educadores de nuestra Patria, para que sepan defender los valores cristianos y transmitan a las nuevas generaciones las verdades del Evangelio, convencidos de que sólo ellas plenifican al hombre. Oremos.
Oh Dios, que por las llagas de Cristo quisiste curar a la humanidad herida, atiende a tu pueblo que a Ti dirige su oración confiada. Por Jesucristo, Nuestro Señor.
Ofertorio
Hacemos de nuestra vida una ofrenda agradable a Dios porque la unimos al Sacrificio redentor de Cristo, y presentamos:
* el pan y el vino, y junto a ellos todos los anhelos, la esperanza y devoción de la Iglesia peregrina.
Comunión:
Cristo Eucaristía se ha hecho don para nosotros. De Él nos alimentamos, por Él somos fortalecidos, en Él nos transformamos.
Salida:
La Madre de Dios y Madre de todos los hombres, reúna a todos sus hijos bajo su manto, para que no se pierdan los que fueron redimidos por tan preciosa Sangre.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)




