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(Mons. Robert Barron – www.firstthings.com – 15/10/2025)

¿Por qué el asesinato de Charlie Kirk ha resonado tan profundamente en la cultura? ¿Será porque fue abatido tan brutalmente en la flor de su vida? ¿Porque dejó atrás a una esposa y a dos hijos muy pequeños? ¿Porque nadie merece morir de ese modo? Sin duda, por todas esas razones. Pero estoy convencido de que hay algo más, y tiene que ver con el hecho de que murió con un micrófono en la mano —no con un arma, un cuchillo o una granada, sino con un micrófono—.

El método de Charlie Kirk, que practicó en los campus universitarios de todo el país, consistía en invitar al diálogo público a personas que no estaban de acuerdo con él. Puedes verlo en acción en miles de videos en YouTube. Notarás que no esquiva las preguntas difíciles y que dialoga respetuosamente con sus interlocutores, incluso cuando expresa una postura radicalmente contraria a la suya. Hace apenas unos meses le envié un mensaje para felicitarlo después de verlo manejar, con gracia y una sonrisa, a un ejército de universitarios “woke” que, por decirlo suavemente, fueron bastante groseros con él.

Al emplear este método, Charlie se situaba dentro de una venerable tradición que se remonta a los tiempos antiguos y que constituye uno de los fundamentos de la civilización occidental. En las calles y caminos de la Atenas del siglo V a.C., Sócrates dialogaba —especialmente con los jóvenes— no mediante diatribas, sino a través de conversaciones. Hacía preguntas incisivas, criticaba las respuestas que recibía, presionaba a sus oponentes para que formularan sus ideas con mayor precisión, admitía cuando no había visto algo importante, y así sucesivamente. El mayor discípulo de Sócrates, Platón, nos dejó en sus famosos diálogos una versión literaria de esas conversaciones complejas. Y el discípulo de Platón, Aristóteles, cultivó una escuela filosófica llamada “peripatética”, ya que el aprendizaje se realizaba mientras maestro y alumno caminaban juntos compartiendo sus puntos de vista. Una versión de esto puede verse en la tradición universitaria de Oxford y Cambridge, donde el verdadero aprendizaje no se produce tanto en las clases magistrales como en el intercambio personal entre tutores y alumnos.

Si Atenas es uno de los cimientos de la cultura occidental, el otro es, sin duda, Jerusalén. Y dentro de ese ámbito explícitamente religioso, se muestra un método similar. En el contexto judío, el aprendizaje se da clásicamente en las conversaciones animadas entre dos estudiantes que luchan juntos por comprender la Escritura o el Talmud. Además, al dialogar entre sí, hacen referencia a las opiniones de rabinos y eruditos de distintos siglos. Existe una versión cristiana de esto en la obra de mi héroe intelectual, Santo Tomás de Aquino. En las universidades de la Edad Media, el aprendizaje se daba principalmente a través de las llamadas quaestiones disputatae (“cuestiones disputadas”). Eran ejercicios públicos en los que un maestro, como el Aquinate, presentaba su resolución de un problema y luego respondía a las objeciones —a veces decenas o cientos de ellas— una por una. Sé que los textos de Santo Tomás pueden parecer fríamente racionales, pero debemos verlos como reproducciones literarias de estos debates animados y, a menudo, vehementes. Y sin duda, esta tradición de búsqueda de la verdad mediante el diálogo influyó profundamente en los Padres Fundadores de los Estados Unidos, quienes construyeron todo un sistema político sobre el diálogo, el debate y la libertad de expresión.

Existen dos supuestos básicos que sustentan este método dialógico: la dignidad de la persona humana y la objetividad de la verdad. Permíteme considerar cada uno por separado.

Si uno no cree en la dignidad del individuo, la mejor manera de lograr que todos estén de acuerdo es simplemente brutalizar o eliminar a los oponentes. En mi propia vida, y en la de mis padres, esto se manifestó de manera clara y terrible en los totalitarismos de Hitler, Mao, Stalin, Pol Pot y Castro. Las figuras poderosas no dialogaban respetuosamente con sus interlocutores; los encarcelaban, los torturaban o los mataban. Pero si uno cree en el valor intrínseco de cada ser humano, utilizará palabras en lugar de armas, argumentos en lugar de amenazas.

El segundo supuesto es que existe una estructura racional en el mundo y, por tanto, valores objetivos, tanto cognitivos como morales, a los cuales se puede apelar al dialogar con un oponente. Si no existe tal estructura común, la discusión se degradará en un griterío. Piensa en un grupo de niños que intenta jugar al béisbol sin tener un acuerdo común sobre las reglas: no jugarán; en muy poco tiempo comenzarán a pelearse.

Permíteme dar un paso más. Ambos supuestos descansan, a su vez, sobre un axioma aún más fundamental: la existencia de Dios. ¿Por qué creemos en la dignidad del individuo? Thomas Jefferson lo sabía: “Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables.” Si quitas al Creador de esa fórmula, su lógica se derrumba. Veneramos al ser humano porque estamos convencidos —conscientemente o no— de que es un hijo amado de Dios. ¿Y por qué pensamos que existe un marco común de sentido? Porque creemos que la inteligibilidad del mundo (en la que se basa toda ciencia) y la objetividad del valor moral (en la que se sustentan todas las conversaciones éticas coherentes) se fundan en un Dios Creador que les dio origen. En resumen, sostenemos la existencia de una norma trascendente mediante la cual se miden la verdad y la bondad.

Entonces, ¿qué sucede cuando se niega la existencia de Dios o cuando la práctica religiosa desaparece? Sucede que las condiciones para el diálogo civil quedan fatalmente comprometidas. ¿Y acaso no lo hemos visto ya, tristemente, con creces? A mi juicio, la consecuencia más espantosa del asesinato de Charlie es la avalancha de videos que celebran su muerte. Y no provienen solo de fanáticos marginales en los rincones oscuros de internet, sino —alarmantemente— de docentes, profesores, profesionales, médicos y funcionarios públicos. No me importa cuánto puedas discrepar con alguien: si celebras su asesinato, has perdido todo sentido de la dignidad de esa persona. ¿Y acaso no vemos, especialmente entre los jóvenes empapados de ideología “woke”, la sensación de que no existen normas objetivas de bien y mal, verdad y falsedad, sino solo luchas de poder entre opresores y oprimidos? Hace poco encontré una estadística profundamente perturbadora: el 34% de los estudiantes universitarios cree que a veces es aceptable responder con violencia a un discurso en el campus. Esa visión del mundo solo tiene sentido si se ha abandonado por completo cualquier marco común de significado. Si el argumento es inútil, las bombas y las balas se vuelven inevitables.

No puedo evitar ver una correspondencia entre esa cifra espantosa y el aumento constante de la desafección religiosa, especialmente entre los jóvenes. Cuando la gente deja de ir a la iglesia, deja de pensar en Dios, deja de rezar, deja de escuchar los Diez Mandamientos, ignora el clamor de los profetas en favor de los pobres, no lee el Sermón de la Montaña, ni asimila el “todo lo que hagas al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo haces”. Y cuando nada de eso se asimila, las personas dejan de creer que sus hermanos y hermanas deben ser amados y que es posible una moralidad más allá del choque de voluntades.

Sobre este último punto, quiero hacer referencia al discurso —tan célebre como controvertido— que el papa Benedicto XVI pronunció en 2006 ante sus antiguos colegas en la Universidad de Ratisbona. Dejando de lado su mención del islam, que fue lo que atrajo toda la atención negativa, quisiera destacar el núcleo de su argumento: la prioridad del Logos sobre la voluntad en el cristianismo. Dado que Jesús es descrito como el Logos de Dios, el cristianismo —decía Benedicto— ha tendido confiadamente la mano a toda ciencia, filosofía o visión cultural que se apoye en los principios de la razón. En cambio, cuando se enfatiza la voluntad a expensas de la razón, el diálogo degenera en opresión y violencia: una voluntad que se impone sobre otra. Creo firmemente que este voluntarismo —para darle su nombre filosófico— caracteriza a la cultura escéptica y posmoderna en la que hoy se forman tantas personas. Y los resultados son exactamente los que el papa Benedicto predijo.

Todo esto me lleva de nuevo a Charlie Kirk. Hasta su último instante, Charlie participaba en una práctica que se remonta a Sócrates y que representa lo mejor de Occidente. Y es precisamente por eso que todos nos sentimos tan conmovidos por su muerte. Percibimos que algo básico de nuestra civilización —algo axiomático y fundamental— está tambaleando, y que influencias culturales verdaderamente corruptas han penetrado en nuestras instituciones y en la mente de nuestros jóvenes. Mi más sincera esperanza y oración es que podamos encontrar nueva inspiración en un hombre valiente y creyente que murió no con un arma en la mano, sino con un instrumento de comunicación.

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