PRIMERA LECTURA
No habrá más muerte
Lectura del libro del Apocalipsis 21, 1-5a. 6b-7
Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más.
Vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo.
Y oí una voz potente que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. El secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó.»
Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Yo hago nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tiene sed, yo le daré de beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo.»
Palabra de Dios.
Salmo 26, 1. 4. 7 y 8b y 9a. 13-14 (R.: 1a; o bien: 13)
R. El Señor es mi luz y mi salvación.
O bien:
Yo creo que contemplaré la bondad del Señor
en la tierra de los vivientes.
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es el baluarte de mi vida,
¿ante quién temblaré? R.
Una sola cosa he pedido al Señor,
y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor
todos los días de mi vida,
para gozar de la dulzura del Señor
y contemplar su Templo. R.
¡Escucha, Señor, yo te invoco en alta voz,
apiádate de mí y respóndeme!
Yo busco tu rostro, Señor,
no lo apartes de mí. R.
Yo creo que contemplaré la bondad del Señor
en la tierra de los vivientes.
Espera en el Señor y sé fuerte;
ten valor y espera en el Señor. R.
SEGUNDA LECTURA
Todos revivirán en Cristo
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 15, 20-23
Hermanos:
Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte vino al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la resurrección.
En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo, cada uno según el orden que le corresponde: Cristo, el primero de todos, luego, aquellos que estén unidos a él en el momento de su Venida.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 24, 1-8
El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.
Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: “¿Porqué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día””. Y las mujeres recordaron sus palabras.
Palabra de Dios
Catecismo de la Iglesia Católica
MORIR EN CRISTO JESUS
1005 Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario “dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor” (2 Co 5,8). En esta “partida” (Flp 1,23) que es la muerte, el alma se separa del cuerpo. Se reunirá con su cuerpo el día de la resurrección de los muertos (cf. SPF 28).
La muerte
1006 “Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es “salario del pecado” (Rm 6, 23;cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-11).
1007 La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también par hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida:
Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, … mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio (Qo 12, 1. 7).
1008 La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cf. Gn 2, 17; 3, 3; 3, 19; Sb 1, 13; Rm 5, 12; 6, 23) y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2, 23-24). “La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado” (GS 18), es así “el último enemigo” del hombre que debe ser vencido (cf. 1 Co 15, 26).
1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición h umana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre.La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21).
El sentido de la muerte cristiana
1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21). “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él” (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:
Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a El, que ha muerto por nosotros; lo quiero a El, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima …Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).
1011 En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: “Deseo partir y estar con Cristo” (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46):
Mi deseo terreno ha desaparecido; … hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí “Ven al Padre” (San Ignacio de Antioquía, Rom. 7, 2).
Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir (Santa Teresa de Jesús, vida 1).
Yo no muero, entro en la vida (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).
1012 La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia:
La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.(MR, Prefacio de difuntos).
1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9, 27). No hay “reencarnación” después de la muerte.
1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte (“De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor”: antiguas Letanías de los santos), a pedir ala Madre de Dios que interceda por nosotros “en la hora de nuestra muerte” (Ave María), y a confiarnos a San José, Patrono de la buena muerte:
Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo 1, 23, 1).
Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!
(San Francisco de Asís, cant.)
RESUMEN
1015 “Caro salutisest cardo” (“La carne es soporte de la salvación”) (Tertuliano, res., 8, 2). Creemos en Dios que es el creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la creación y de la redención de la carne.
1016 Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día.
1017 “Creemos en la verdadera resurrección de esta carne que poseemos ahora” (DS 854). No obstante, se siembra en el sepulcro un cuerpo corruptible, resucita un cuerpo incorruptible (cf. 1 Co 15, 42), un “cuerpo espiritual” (1 Co 15, 44).
1018 Como consecuencia del pecado original, el hombre debe sufrir “la muerte corporal, de la que el hombre se habría liberado, si no hubiera pecado” (GS 18).
1019 Jesús, el Hijo de Dios, sufrió libremente la muerte por nosotros en una sumisión total y libre a la voluntad de Dios, su Padre. Por su muerte venció a la muerte, abriendo así a todos los hombres la posibilidad de la salvación.
LA PURIFICACION FINAL O PURGATORIO
1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820: 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador:
Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquél que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, dial. 4, 39).
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: “Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:
Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su Padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos (San Juan Crisóstomo, hom. in 1 Cor 41, 5).
(Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1005 – 1019. 1030 – 1032)
Benedicto XVI
Venerados hermanos, queridos hermanos y hermanas:
Al día siguiente de la conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos, nos reunimos en torno al altar del Señor para ofrecer su Sacrificio en sufragio de los cardenales y de los obispos que, en el curso del último año, han concluido su peregrinación terrena. Juntamente con ellos presentamos al trono del Altísimo las almas de los hermanos en el episcopado fallecidos. Por todos y por cada uno elevamos nuestra oración, animados por la fe en la vida eterna y en el misterio de la comunión de los santos. Una fe llena de esperanza, iluminada también por la Palabra de Dios que hemos escuchado.
El texto, tomado del Libro del profeta Oseas, nos hace pensar inmediatamente en la resurrección de Jesús, en el misterio de su muerte y de su despertar a la vida inmortal. Este pasaje de Oseas —la primera mitad del capítulo VI— estaba profundamente grabado en el corazón y en la mente de Jesús. En efecto, —en los Evangelios— retoma más de una vez el versículo 6: «Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos». En cambio, Jesús no cita el versículo 2, pero lo hace suyo y lo realiza en el misterio pascual: «En dos días nos volverá la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia». El Señor Jesús, a la luz de esta palabra, afrontó la pasión, emprendió con decisión el camino de la cruz. Hablaba abiertamente a sus discípulos de lo que debía sucederle en Jerusalén, y el oráculo del profeta Oseas resonaba en sus mismas palabras: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9, 31).
El evangelista anota que los discípulos «no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle» (v. 32). También nosotros, ante la muerte, no podemos menos de experimentar los sentimientos y los pensamientos que brotan de nuestra condición humana. Y siempre nos sorprende y nos supera un Dios que se hace tan cercano a nosotros que no se detiene ni siquiera ante el abismo de la muerte, más aún, que lo atraviesa, permaneciendo durante dos días en el sepulcro. Pero precisamente aquí se realiza el misterio del «tercer día». Cristo asume hasta las últimas consecuencias nuestra carne mortal a fin de que sea revestida del poder glorioso de Dios, por el viento del Espíritu vivificante, que la transforma y la regenera. Es el bautismo de la pasión (cf. Lc 12, 50), que Jesús recibió por nosotros y del que san Pablo escribe en la Carta a los Romanos. La expresión que el Apóstol utiliza —«bautizados en su muerte» (Rm 6, 3)— nunca deja de asombrarnos, tal es la concisión con la que resume el vertiginoso misterio. La muerte de Cristo es fuente de vida, porque en ella Dios ha volcado todo su amor, como en una inmensa cascada, que hace pensar en la imagen contenida en el Salmo 41: «Una sima grita a otra sima, con voz de cascadas; tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). El abismo de la muerte es colmado por otro abismo, aún más grande, el abismo del amor de Dios, de modo que la muerte ya no tiene ningún poder sobre Jesucristo (cf. Rm 8, 9), ni sobre aquellos que, por la fe y el Bautismo, son asociados a él: «Si hemos muerto con Cristo —dice san Pablo— creemos que también viviremos con él» (Rm 6, 8). Este «vivir con Jesús» es la realización de la esperanza profetizada por Oseas: «Viviremos en su presencia» (6, 2).
En realidad, sólo en Cristo esa esperanza encuentra su fundamento real. Antes corría el peligro de reducirse a una ilusión, a un símbolo tomado del ritmo de las estaciones: «como la lluvia de otoño, como la lluvia de primavera» (cf. Os 6, 3). En tiempos del profeta Oseas, la fe de los israelitas amenazaba contaminarse con las religiones naturalistas de la tierra de Canaán, pero esta fe no era capaz de salvar a nadie de la muerte. En cambio, la intervención de Dios en el drama de la historia humana no obedece a ningún ciclo natural, obedece solamente a su gracia y a su fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto del árbol de la cruz, un árbol que florece y fructifica por la luz y la fuerza que provienen del sol de Dios. Sin la cruz de Cristo toda la energía de la naturaleza permanece impotente ante la fuerza negativa del pecado. Era necesaria una fuerza benéfica más grande que la que impulsa los ciclos de la naturaleza, un Bien más grande que la creación misma: un Amor que procede del «corazón» mismo de Dios y que, mientras revela el sentido último de la creación, la renueva y la orienta a su meta originaria y última.
Todo esto sucede en aquellos «tres días», cuando el «grano de trigo» cayó en la tierra, permaneció allí el tiempo necesario para colmar la medida de la justicia y de la misericordia de Dios, y finalmente produjo «mucho fruto», no quedando solo, sino como primicia de una multitud de hermanos (cf. Jn 12, 24; Rm 8, 29). Ahora sí, gracias a Cristo, gracias a la obra realizada en él por la Santísima Trinidad, las imágenes tomadas de la naturaleza ya no son sólo símbolos, mitos ilusorios, sino que nos hablan de una realidad. Como fundamento de la esperanza está la voluntad del Padre y del Hijo, que hemos escuchado en el evangelio de esta liturgia: «Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy» (Jn 17, 24). Y entre estos que el Padre ha dado a Jesús están también los venerados hermanos por los cuales ofrecemos esta Eucaristía: ellos «han conocido» a Dios mediante Jesús, han conocido su nombre, y el amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, ha vivido en ellos (cf.Jn 12, 25-26), abriendo su vida al cielo, a la eternidad. Demos gracias a Dios por este don inestimable.
Y, por intercesión de María santísima, recemos para que este misterio de comunión, que ha colmado toda su existencia, se realice plenamente en cada uno de ellos.
Homilía del Papa Benedicto XVI sobre el sufragio de los cardenales y de los obispos difuntos en el año 2011 en la Basílica Vaticana el jueves 3 de noviembre de 2011
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS
EL PURGATORIO
¿Qué es el purgatorio? Es un estado transitorio de purificación donde van las almas que han muerto en pecado venial o sin satisfacer completamente sus pecados. Es un estado transitorio hacia el cielo. Por eso en el purgatorio hay esperanza y las almas que están allí saben que llegarán algún día a contemplar a Dios cara a cara.
Para ver a Dios hay que estar totalmente purificado y para ello está el purgatorio, es decir, todas las almas que han muerto en la unión con Dios pero sin purificar su alma de las pequeñas manchas de pecados o imperfecciones tienen necesariamente que pasar por el purgatorio antes de llegar al cielo. En el purgatorio las almas sufren pero su sufrimiento se alivia por la esperanza del cielo. La esperanza del descanso eterno da fortaleza a aquellas almas para sufrir los dolores de la purificación.
El purgatorio es como un gran desierto después del cual hay un oasis eterno.
En éste día rogamos por las almas de nuestros fieles difuntos que están en el purgatorio.
AYUDEMOS A LAS ALMAS DEL PURGATORIO
Después de la muerte se acaban todos los méritos. Ninguna de las almas que están en la eternidad puede merecer para ellas. Ni las del cielo para ser más santos, ni las del infierno para aliviar su dolor, ni las del purgatorio para acortar su espera.
Nosotros que vivimos en peregrinación por éste mundo si podemos merecer y debemos hacer méritos para ir creciendo en la caridad y para ir purgando en ésta vida por nuestros pecados. Además debemos ofrecer oraciones, sacrificios, ofrendas por las almas del purgatorio, para que pronto lleguen al encuentro con Dios. Debemos pensar que muchos de nuestros familiares y amigos quizá estén allí esperando que los ayudemos con nuestras buenas obras para que puedan acortar su purgatorio y además si ellos llegan pronto al cielo serán nuestros intercesores ante Dios. No dejemos de ofrecer ninguna obra buena por estas almas que tanto lo necesitan y recordemos que algún día podremos estar en el purgatorio y necesitaremos nosotros de la Iglesia militante.
TRATEMOS DE LLEGAR AL CIELO SIN PASAR POR EL PURGATORIO
Decía santa Teresa que cien años de sufrimiento en la tierra no se comparan con un minuto en el purgatorio. Por eso, debemos mortificarnos, debemos ofrecer los dolores y sufrimientos, las enfermedades por nuestros pecados para ir purificando el alma. Deseemos eficazmente ir creciendo en la caridad y limpiando el alma de la mínima mancha y al ofrecer nuestra cruz por nosotros mismos ofrezcámoslas a la vez por las almas del purgatorio.
En el amor a la cruz esta nuestra configuración con Cristo. En el amor a la cruz esta la purificación del alma, en el amor a la cruz esta la santidad. No temamos abrazarnos a la cruz. Nos debe motivar el amor a la cruz el ejemplo de Jesús y también el deseo de alcanzar después de la muerte sin dilación la felicidad eterna.
Gran Enciclopedia Rialp
Historia de la liturgia cristiana acerca de los difuntos
La Iglesia católica ha rodeado siempre a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado. Esto, y las honras fúnebres (v. FUNERAL) que siempre les ha tributado, permite hablar de un cierto culto a los d. La Historia de las Religiones habla también del culto a los muertos (v. I) como de algo en que todas ellas, desde las más embrionarias hasta las más evolucionadas, coinciden de algún modo. El cristianismo no rechazó este culto de los antiguos para con los d., sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma (v.) y del dogma de la resurrección (v.) tan claramente expuesto por S. Pablo: “Os revelo un misterio: no moriremos todos, mas todos seremos trasformados. En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos trasformados. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad” (1 Cor 15,51-53).
- Signos externos de veneración a los difuntos. El cuerpo, que durante la vida es “templo del Espíritu Santo” y “miembro de Cristo” (1 Cor 6,15.19) y cuyo destino definitivo es la trasformación espiritual en la resurrección, siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas. Este respeto se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres. Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea (v.) y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro. En las actas del martirio de S. Pancracio (v.) se dice que el santo mártir fue enterrado “después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos” (Acta Sanct. 12 de mayo). Y el cuerpo de S. Cecilia (s. iii; v.), apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas: “Yo vi el arca que se encerró en el sarcófago de mármol, dice Baronio, y dentro el cuerpo venerable de Cecilia. A sus pies estaban los paños tintos en sangre, y aún podía distinguirse el color verde del vestido, tejido en seda y oro” (Baronio, Anales, 821,13-19). S. Jerónimo habla de la existencia en algunas iglesias de clérigos cuya misión era la de preparar los cuerpos de los difuntos para la sepultura (Epístola, 49: PL 22,330). En la Edad Media prevaleció la costumbre de envolver el cadáver en un sudario. En algunas partes, sin embargo, se prefirió amortajar al difunto con sus propias ropas de la vida civil, o bien, si tal había sido su deseo antes de morir, con el hábito de alguna institución religiosa. Tratándose de eclesiásticos lo común era revestirlos con los hábitos de su dignidad. Ésta es la costumbre que prevalece también en nuestros días. Según las normas del ritual, el cadáver debe ser convenientemente arreglado, colocando entre las manos del d. una pequeña cruz, o bien poniendo las mismas manos en forma de cruz. En lugar de los perfumes que antiguamente se derramaban sobre el cadáver a través de unos agujeritos hechos en la cubierta del sarcófago, la piedad moderna suele tributar su homenaje de respeto y honor al d. por medio de flores y coronas de laurel, símbolos del “buen olor de Cristo” y de la inmortalidad.
Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los d., también la sepultura material es una expresión elocuente de estos mismos sentimientos. En efecto, ya se trate de la simple sepultura de tierra, ya de los suntuosos mausoleos renacentistas, ya de los sencillos cenotafios de la antigüedad, para la Iglesia siempre han sido lugares sagrados y ha recabado para ellos todo el respeto que tal condición exige. Esto se ve claro especialmente en la veneración que ya desde el principio se profesó entre los cristianos a las tumbas. Prudencio (v.) recuerda las flores que se esparcían sobre los sepulcros, así como las libaciones de perfumes que se hacían sobre las tumbas de los seres queridos. Pero la veneración de los fieles se centró de modo particular en las tumbas de los mártires (v.). En realidad fue en torno a ellas donde nació el culto a los santos (v. CULTO III). Sin embargo, este culto especialísimo a los mártires no suprimió totalmente la veneración profesada a los muertos en general. Más bien podría decirse que, de alguna manera, quedó realzada. En efecto: en la mente de los cristianos, el mártir, víctima de su fidelidad inquebrantable a Cristo, formaba en las filas de los amigos de Dios, de cuya visión beatífica gozaba desde el momento mismo de su muerte (v. CIELO). En sus oídos resonaban las palabras de S. Juan: “estos que visten estolas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido…?, éstos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus estolas y las han blanqueado en la sangre del Cordero. Por esto están ante el trono de Dios, y le adoran día y noche en su Templo, y el que se sienta en el trono tendrá su tienda entre ellos. No tendrán hambre ni sed nunca más, ni caerá sobre ellos el sol, ni calor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los conducirá a las fuentes de agua viva” (Apc 7,13-17). ¿Qué mejores protectores que estos amigos de Dios? Los fieles así lo entendieron y tuvieron siempre como un altísimo honor el reposar después de su muerte cerca del cuerpo de algunos de estos mártires, hecho que recibió el nombre de sepultura ad sanctos. Por su parte, los vivos estaban también convencidos de que ningún homenaje hacia sus d. podía equipararse al de enterrarlos al abrigo de la protección de los mártires. Consideraban que con ello quedaba asegurada no sólo la inviolabilidad del sepulcro y la garantía del reposo del d., sino también una mayor y más eficaz intercesión y ayuda del santo. Un epitafio de Roma, entre otros muchos, dice así: “Pro vitae suaetestimonium Sancti MartyresapudDeumet .* eruntadvocati” (G. B. De Rossi, “Boletino di archeologia cristiana”, 1864, 34). Y S. Ambrosio, que mandó enterrar a su hermano Sátiro junto al sepulcro del mártir S. Víctor, hizo grabar en su sepulcro estas palabras: “A Uranio Sátiro, su hermano Ambrosio rinde el último honor sepultándolo a la izquierda del mártir. Sea ésta la recompensa de su mérito: que penetrando la sangre sagrada (de Víctor) por entre las paredes contiguas, lave los despojos del que a su lado descansa”.
Esta práctica de enterrar junto a los sepulcros de los mártires, atestiguada ya desde finales del s. it, fue paulatinamente convirtiéndose en costumbre. Y así, en el s. iv, la sepultura ad sanctos era ya común, aunque, al parecer, reservada a d. de categoría. Así fue como las basílicas e iglesias, en general, ll9garon a constituirse en verdaderos cementerios (v. CEMENTERIO II), lo que pronto obligó a las autoridades eclesiásticas a poner un límite a las sepulturas en las mismas. Pero esto en nada afectó al sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió profesando a sus hijos d. De ahí que a pesar de las prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme su voluntad de honrarlos. Y así se estableció que antes de ser enterrado el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado delante del altar, fuese celebrada la Eucaristía en sufragio suyo. Esta práctica, ya casi común hacia finales del s. Iv y de la que S. Agustín nos da un testimonio claro al relatar los funerales de su madre (Confesiones, IX,12), se ha mantenido hasta nuestros días.
La Iglesia siempre ha manifestado en su doctrina oficial y en los ritos litúrgicos el deseo de que las exequias de sus hijos sean celebradas como verdaderos misterios de la religión, signos de la piedad cristiana y sufragios salubérrimos en favor de los fieles difuntos. Este respeto sagrado hacia los difuntos fue lo que indujo a la Iglesia a prohibir, incluso con graves penas canónicas, la cremación de los cadáveres, cuando esta práctica era entendida como una expresión de la falta de fe en la vida eterna o de menosprecio al cuerpo humano.
No obstante, y dadas las actuales circunstancias demográficas, no niega el rito de las exequias cristianas a quienes hayan elegido la cremación del propio cadáver, a no ser que conste que lo hicieron por razones contrarias a la vida cristiana, según la Instrucción de la Sagrada Congregación del Santo Oficio del 8 mayo 1963 (cfr. AAS 56, 1964, 822-823).
El nuevo Ordo de las exequias hace notar que en los casos de cremación del cadáver los ritos han de ser tales que no parezca que la Iglesia antepone la cremación a la costumbre de sepultar los cadáveres, como quiso el Señor ser sepultado, y exige que se evite todo peligro de escándalo, extrañeza por parte de los fieles y el indiferentismo religioso (cfr. Ordo Exsequiarum, Vaticano 1969, 10, n° 15).
- La oración por los difuntos. De lo dicho hasta aquí puede deducirse con facilidad el verdadero significado de la expresión culto aplicada al que la Iglesia tributa a los d. No se trata, evidentemente, de un culto en el sentido teológico estricto (v. CULTO II), sino en el más amplio de honor y respeto sagrados. Y este honor y este respeto sagrados, encuentran una expresión todavía más elocuente y profunda en la oración de la Iglesia por los d., sobre todo en la oración litúrgica de las exequias y en el santo Sacrificio de la Misa aplicado por su eterno descanso (V. COMUNIÓN DE LOS SANTOS; PURGATORIO).
S. Agustín, en su Tratado De cura pro mortuisgerenda, explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores espirituales de la oración: “El cuidado del entierro, las condiciones honorables de la sepultura y la pompa de los funerales, más bien que auxilios para los difuntos son consuelo para los vivos”. En cambio, cuando “el cariño de los fieles hacia sus muertos se manifiesta en recuerdos y oraciones, es indudable que de ello se aprovechan las almas de los que durante la vida temporal merecieron beneficiarse de tales sufragios… Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los d., creo que de nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en cualquier lugar santo. Siendo así, convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos, si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna”. (De cura pro mortuisgerenda, 3 y 4). Comprendiéndolo así, la Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus tesoros espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso aplicárselos a sus d., tomando por práctica ofrecer en determinados días sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó S. Agustín sacrificiumpretiinostri, el sacrificio de nuestro rescate (Confesiones, IX,12). Ya en tiempos de S. Ignacio de Antioquía (v.) y de S. Policarpo (v.) se habla de esto como de algo fundado en la tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires. Se prohibió, igualmente, celebrar el sacrificium pro dormitione en favor de aquellos que se hubieran hecho indignos de él; y, en fin, se vedó el depositar la Eucaristía sobre el pecho del cadáver, como a veces se hacía al sepultarlos en señal de comunión con la Iglesia y como prenda de resurrección (S. Gregorio Magno Diálogos, lib. 11, cap. 24).
Por otra parte, ya desde el s. ni es cosa común a todas las liturgias la memoria de los d. Es decir, que además de algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria (memento) de los d. Y es interesante observar cómo la Iglesia en estas oraciones de intercesión por los muertos se muestra especialmente afectuosa y tierna: “Señor, se reza en el canon romano, a todos los que nos han precedido con el sello de la fe y ahora duermen el sueño de la paz, dales el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz”. Este mismo espíritu de afecto y ternura alienta en todas las oraciones y ceremonias del maravilloso rito de las exequias.
- La festividad de todos los fieles difuntos. Pero donde la Iglesia ha volcado, podemos decir, todo su corazón de madre y su riqueza como Cuerpo Místico de Jesucristo en favor de los d., ha sido en la institución de una fiesta litúrgica, especialmente dedicada a su recuerdo y al sufragio por sus almas. Como dice el Martirologio Romano (2 de noviembre): “en este día la piadosa madre Iglesia, después de haber celebrado con dignas alabanzas a sus hijos que ya gozan en el cielo, dirige sus eficaces oraciones a su Esposo y Señor, Cristo, para que todos aquellos que todavía gimen en el purgatorio, lleguen cuanto antes a la convivencia con los bienaventurados”.
La celebración de un oficio especial al año en sufragio por los d. es común en Oriente y en Occidente. La liturgia bizantina lo hace el sábado anterior a la domínica de Sexagésima. En Occidente, este uso comenzó por los monasterios. En el s. x ya existía en los monasterios benedictinos, y en algunos de ellos, como Fulda, esta celebración por los d. era mensual. Parece ser que fue S. Odilón (v.) abad de Cluny (v.), quien dio fuerza de ley y carácter universal a esta costumbre monástica, aun cuando su célebre edicto de 998 sólo afectaba a las abadías que dependían de su jurisdicción, que, por cierto, sumaban varios centenares, repartidas por Francia, España e Italia.
Luego esta costumbre fue introduciéndose en algunas iglesias particulares, como las de Lieja (1008) y Besan~on, y, finalmente, fue adoptada por la Iglesia universal. La fecha señalada fue la que había establecido S. Odilón, el 2 de noviembre. Por decreto de Benedicto XV (10 ag. 1915), todos los sacerdotes pueden celebrar tres misas ese día, al igual que en Navidad. Con esto hacía extensivo a toda la Iglesia un privilegio que Benedicto XIV (1748) había concebido a los sacerdotes de los Estados sometidos a la corona de España. Una prueba más de ese amor maternal que la Iglesia siente por sus hijos que duermen ya el sueño de la paz.
RAÚL ARRIETA. – Gran Enciclopedia Rialp,Ediciones Rialp, Madrid 1991
San Ambrosio
Muramos con Cristo, y viviremos con él
Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él.
En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.
Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.
¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.
Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.
¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla.
Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.
Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo –a ti acude todo mortal–, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu.
Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor.
(Del libro de san Ambrosio, obispo, sobre la muerte de su hermano Sátiro; Libro 2,40. 41. 132. 133)
Conmemoración de todos los fieles difuntos
CICLO C
Entrada: La Iglesia no olvida a ninguno de sus hijos que han salido de este mundo, sino que los abraza a todos. Participemos de esta celebración Eucarística unidos al Sacrificio redentor, en sufragio por todos los fieles difuntos.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Ap. 21, 1-5a. 6b-7
Dios hará nuevas todas las cosas, secará las lágrimas de todos los rostros, ya no habrá pena ni dolor
Salmo Responsorial: 26
Segunda Lectura: 1 Co 15, 51- 57
La muerte ha sido vencida gracias a nuestro Señor Jesucristo.
Evangelio: Lc 24,1-8
La resurrección de Jesucristo nos da el verdadero sentido de la muerte cristiana
Preces: Fieles difuntos 2014
Oremos a Dios nuestro Padre, que ha resucitado a su Hijo y que nos vivificará también a nosotros.
A cada intención respondemos cantando:
- Por todos los cristianos para que crezcan siempre más en la esperanza del cielo y de los bienes eternos prometidos a los que mueren fieles en el amor de Dios. Oremos.
- Para que cada Eucaristía sea celebrada y recibida como el Sacramento que nos da a vida Eterna con entera fe y ferviente devoción. Oremos.
- Para que toda la Iglesia militante se muestre siempre más compasiva y solícita por los que penan en el Purgatorio y con verdadero amor fraterno se muevan a ofrecer oraciones y sacrificios en su sufragio. Oremos.
- Por todos los moribundos y enfermos terminales para que María la Virgen les conceda preparar sus almas al encuentro definitivo con su Dios y Creador. Oremos.
Señor Dios, que concedes el perdón de los pecados y quieres la salvación de los hombres, concede a nuestros hermanos difuntos alcanzar la eterna bienaventuranza. Por Cristo nuestro Señor.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
En unión al sacrificio de Cristo traemos nuestras ofrendas y con ellas toda nuestra vida:
Ofrecemos incienso, y con él nuestras oraciones y sacrificios en bien de la Iglesia purgante.
Junto con los dones del pan y el vino, renovamos la ofrenda de nuestras vidas para gloria de Dios y redención de los hombres.
Comunión: Jesús mío, Pan de vida eterna, acrecienta mi hambre y sed de Ti, para que en esta comunión aumente mi deseo de llegar a poseerte en el cielo.
Salida: La Santísima Virgen María, Madre de todos los hombres, nos acompañe en el camino de la vida, y ruegue por nuestra perseverancia final.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)



