PRIMERA LECTURA
Vi una enorme muchedumbre, imposible de contar,
Formada por gente de todas las naciones,
Familias, pueblos y lenguas.
Lectura del libro del Apocalipsis 7, 2-4. 9-14
Yo, Juan, vi a un Ángel que subía del Oriente, llevando el sello del Dios vivo. Y comenzó a gritar con voz potente a los cuatro Ángeles que habían recibido el poder de dañar a la tierra y al mar:
«No dañen a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los servidores de nuestro Dios».
Oí entonces el número de los que habían sido marcados: eran 144.000 pertenecientes a todas las tribus de Israel.
Después de esto, vi una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano y aclamaban con voz potente:
«¡La salvación viene de nuestro Dios
que está sentado en el trono,
y del Cordero!»
Y todos los Ángeles que estaban alrededor del trono, de los Ancianos y de los cuatro Seres Vivientes, se postraron con el rostro en tierra delante del trono, y adoraron a Dios, diciendo:
«¡Amén!
¡Alabanza, gloria y sabiduría,
acción de gracias, honor, poder y fuerza
a nuestro Dios para siempre! ¡Amén!»
Y uno de los Ancianos me preguntó: «¿Quiénes son y de dónde vienen los que están revestidos de túnicas blancas?» Yo le respondí: «Tú lo sabes, señor».
Y él me dijo: «Éstos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero».
Palabra de Dios.
Salmo Responsorial 23,1-2.3-4ab.5-6
R. ¡Benditos los que buscan al Señor!
Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella,
el mundo y todos sus habitantes,
porque Él la fundó sobre los mares,
Él la afirmó sobre las corrientes del océano. R.
¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor
y permanecer en su recinto sagrado?
El que tiene las manos limpias y puro el corazón;
el que no rinde culto a los ídolos ni jura falsamente. R.
Él recibirá la bendición del Señor,
la recompensa de Dios, su Salvador.
Así son los que buscan al Señor,
los que buscan tu rostro, Dios de Jacob. R.
SEGUNDA LECTURA
Veremos a Dios tal cual es
Lectura de la primera carta de san Juan 3, 1-3
Queridos hermanos:
¡Miren cómo nos amó el Padre!
Quiso que nos llamáramos hijos de Dios,
y nosotros lo somos realmente.
Si el mundo no nos reconoce,
es porque no lo ha reconocido a Él.
Queridos míos,
desde ahora somos hijos de Dios,
y lo que seremos no se ha manifestado todavía.
Sabemos que cuando se manifieste,
seremos semejantes a Él,
porque lo veremos tal cual es.
El que tiene esta esperanza en Él, se purifica,
así como Él es puro.
Palabra de Dios.
Aleluia Mt 11, 28
Aleluia.
«Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados,
y Yo los aliviaré», dice el Señor.
Aleluia.
EVANGELIO
Alégrense y regocíjense porque tendrán
una gran recompensa en el cielo.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 4,25 – 5,12
Seguían a Jesús grandes multitudes, que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania.
Al ver la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».
Palabra del Señor.
José María Solé – Roma, C.F.M.
APOCALIPSIS 7, 2-4. 9-14:
Esta página del Apocalipsis nos ofrece en un elíptico radiante la perspectiva de la Iglesia a lo largo de la Era Mesiánica militante. El primer cuadro, en estilo de visión (2-3. 9-12). El segundo cuadro, en estilo de revelación auditiva (4-8. 13-17).
— Mientras la historia humana sigue su curso, acompañado ordinariamente de trastornos físicos y revoluciones sociales, la Iglesia peregrina, el «Israel de Dios» (Gál 6, 16; Rom 9. 6-13), realiza sus progresos y sus victorias; victorias no, por supuesto, políticas, sino espirituales, y salvíficas. El «Israel de Dios» (el «espiritual», contrapuesto al «carnal» o racial) se multiplica prodigiosamente: 12 x 12 x 1.000= a los 12 Patriarcas multiplicados en hijos innúmeros (4). La Iglesia va a tener hijos sin número, multitud ingente que nadie podrá contar (9), en todas las naciones, razas y lenguas.
— Un Ángel que viene de Oriente (símbolo de paz y gracia) marca con un sello a los rescatados y preservados o redimidos. Este «sello» espiritual es signo de preservación y predilección. No daña el Maligno a los «marcados» con el sello. Estos son propiedad de Dios… (Ex 8, 18). Es decir, los males del mundo físico y los que como castigo envíe Dios al mundo pecador no dañarán a los elegidos, antes bien les servirán de purificación y mérito (3. 4). Como tampoco les dañarán las persecuciones que la impiedad levante contra ellos. Los tiene «sellados» y preservados una gracia especial del Señor. Como tampoco conseguirán, jamás las persecuciones y catástrofes poner en riesgo la supervivencia y vitalidad de la Iglesia.
— De ahí el carácter festivo que siempre presenta la Iglesia, aun en sus etapas de persecución. Sus mejores victorias son los mártires. Todos, vencedores de la seducción o vencedores de la persecución, lo somos por la gracia que nos «sella», nos preserva y protege. De ahí este desfile victorioso en que todos cantan: « ¡La Salvación por nuestro Dios y por el Cordero!» (10).
1 JUAN 3, 1-3:
San Juan en esta Carta nos pondrá en lenguaje teológico lo que en el Apocalipsis nos expuso en estilo simbólico:
— El «sello» que nos marca y preserva es la Gracia y Amor de Dios que nos hace «hijos» de Dios. El don que Dios nos da es Dios mismo. Nos hace partícipes de su naturaleza. Por tanto, quedamos marcados y sellados en lo más íntimo de nuestro ser. En virtud del don recibido de Dios nos llamamos hijos de Dios. ¡Y lo somos! (1).
— Esta Gracia de la filiación divina, poseída ya ahora en fe, aparecerá en su día en gloria. Cuando seamos glorificados con Cristo veremos y gozaremos esta semejanza divina que ya ahora poseemos. La visión de ahora es, por nuestra condición de peregrinos, en fe. O, como dice San Pablo, «en enigma» (1 Cor 13, 12). Cuando nos anegue la gloria de Cristo, nuestra visión de fe se trocará en visión gloriosa y directa. Sólo puede ver a Dios quien es semejante a El (2). Esta semejanza la tenemos ahora velada. Cuando se quite el velo veremos a Dios cara a cara. Y nosotros seremos espejo perfectamente translúcido de la gloria de Dios.
— La rica realidad que ya poseemos y la esperanza espléndida que aguardamos nos obliga a vivir en pureza y cada día más alejados del pecado. El hijo de Dios no peca (1 Jn 5, 18). Nuestro destino a la visión beatífica, visión y fruición del Dios-Santo, nos obliga a prepararnos y disponemos con una vida del todo santa. Sólo la pureza verá a Dios. La labor de purificación que no hacemos en la vida presente deberemos hacerla en el purgatorio. Cuanto más nos purificamos mejor se refleja en nosotros la imagen de Dios y mejor nos disponemos a la visión de su gloria (3). Y es la Eucaristía la que desarrolla esta vida de gracia que será luego premio de gloria.
MATEO 5, 1-12:
San Mateo, en el florilegio de sentencias de Jesús que llamamos «Sermón del Monte», nos da como lección primera la de las «Bienaventuranzas»:
— Las Bienaventuranzas constituyen como el «programa» del Reino Mesiánico. El que todos debemos aceptar y cumplir si queremos ser conciudadanos de este Reino, hijos de Dios.
— Indican, pues, las actitudes y disposiciones que todos debemos tener: desprendimiento, humildad, mansedumbre, sencillez, pureza, misericordia… Cuando dice Jesús: «Bienaventurados los pobres», no tanto se refiere a categorías sociales cuanto a disposiciones espirituales. Es «pobre» el que no se apoya en sí ni en los hombres, sino en Dios. El Reino del que Jesús nos habla no tiene sentido político. Es del todo espiritual. Se recibe de gracia. Y se vive, dóciles y abiertos a la gracia. De ahí su carácter del todo celeste, divino, espiritual
— Y de ahí que aceptar el programa del Reino es encontrarse con la cruz y la persecución (11). Este Reino no tiene acá otros premios que la gracia y la cruz. El premio de gozo y gloria pertenece a la etapa futura celeste del Reino (12). Y será, a proporción de la sinceridad y generosidad con que en la etapa terrena se acepte y se viva el programa del Reino. A la fe sucederá la visión, a la esperanza la posesión, a la caridad la fruición; a la cruz la Gloria.
— La celebración eucarística afina y consuma nuestra santificación de modo que: Ex hac mensa peregrinantium ad caelestis Patriae convivium transeamus (Postc.).
En la festiva e innúmera Iglesia Triunfante tenemos hermanos que nos aman, modelos que nos estimulan, intercesores y manos amigas que nos socorren:
Qui in Sanctorum concilio concelebraris, et eorum coronando merita tua dona coronas. Qui nobis eorum conversatione largiris exemplum, et communione consortium, et intercessione subsidium; ut tantis testibus confirmati, ad propositum certamen curramus invicti, et immarcescibilem cum eis coronam gloriae consequamur (Praef. de Sant. I).
«Señor, te proclamamos admirable y el solo Santo entre todos los santos; por eso imploramos de tu misericordia que, realizando nuestra santidad por la participación en la plenitud de tu amor, pasemos de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino de los cielos» (Solem. Todos los Santos-Postcom.).
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 304-307
Catecismo de la Iglesia Católica
LA COMUNION DE LOS SANTOS
946 Después de haber confesado “la Santa Iglesia católica”, el Símbolo de los Apóstoles añade “la comunión de los santos”. Este artículo es, en cierto modo, una explicitación del anterior: “¿Qué es la Iglesia, sino la asamblea de todos los santos?” (Nicetas, symb. 10). La comunión de los santos es precisamente la Iglesia.
947 “Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros … Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que El es la cabeza … Así, el bien de Cristo es comunicado a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los sacramentos de la Iglesia” (Santo Tomás, symb.10). “Como esta Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común” (Catech. R. 1, 10, 24).
948 La expresión “comunión de los santos” tiene entonces dos significados estrechamente relacionados: “comunión en las cosas santas [‘sancta’]” y “comunión entre las personas santas [‘sancti’]”.
“Sancta sanctis” [lo que es santo para los que son santos] es lo que se proclama por el celebrante en la mayoría de las liturgias orientales en el momento de la elevación de los santos Dones antes de la distribución de la comunión. Los fieles [“sancti”] se alimentan con el cuerpo y la sangre de Cristo [“sancta”] para crecer en la comunión con el Espíritu Santo [“Koinônia”] y comunicarla al mundo.
I LA COMUNION DE LOS BIENES ESPIRITUALES
949 En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos “acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42):
La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.
950 La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos … El nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios … Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catech. R. 1, 10, 24).
951 La comunión de los carismas : En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo “reparte gracias especiales entre los fieles” para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7).
952 “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): “Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo” (Catech. R. 1, 10, 27). El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).
953 La comunión de la caridad : En la “comunión de los santos” “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.
II LA COMUNION ENTRELA IGLESIA DEL CIELO Y LA DE LA TIERRA
954 Los tres estados de la Iglesia. “Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando `claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es'” (LG 49):
Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos un mismo himno de alabanza a nuestro Dios. En efecto, todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en él (LG 49).
955 “La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales” (LG 49).
956 La intercesión de los santos. “Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad…no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra… Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (LG 49):
No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida (Santo Domingo, moribundo, a sus hermanos, cf. Jordán de Sajonia, lib 43).
Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).
957 La comunión con los santos. “No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios” (LG 50):
Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios: en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su rey y maestro; que podamos nosotros, también nosotros, ser sus compañeros y sus condiscípulos (San Policarpo, mart. 17).
958 La comunión con los difuntos. “La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones `pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados’ (2 M 12, 45)” (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.
959 … en la única familia de Dios. “Todos los hijos de Dios y miembros de una misma familia en Cristo, al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la Santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia” (LG 51).
RESUMEN
960 La Iglesia es “comunión de los santos”: esta expresión designa primeramente las “cosas santas” [“sancta”], y ante todo la Eucaristía, “que significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo” (LG 3)
961 Este término designa también la comunión entre las “personas santas” [“sancti”] en Cristo que ha “muerto por todos”, de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos.
114 “Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones” (SPF 30).
(Catecismo de la Iglesia Católica, nº 946 – 114)
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos, que nos hace gustar la alegría de formar parte de la gran familia de los amigos de Dios o, como escribe san Pablo, de “participar en la herencia de los santos en la luz” (Col 1, 12).
La liturgia vuelve a proponer la expresión, llena de asombro, del apóstol san Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1). Sí, ser santos significa realizar plenamente lo que ya somos en cuanto elevados, en Cristo Jesús, a la dignidad de hijos adoptivos de Dios (cf. Ef 1, 5; Rm 8, 14-17). Con la encarnación del Hijo, con su muerte y resurrección, Dios quiso reconciliar consigo a la humanidad y hacerle partícipe de su misma vida. Quien cree en Cristo, Hijo de Dios, renace “de lo alto”, es regenerado por obra del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 1-8). Este misterio se realiza en el sacramento del bautismo, mediante el cual la madre Iglesia da a luz a los “santos”.
La vida nueva, recibida en el bautismo, no está sometida a la corrupción y al poder de la muerte. Para quien vive en Cristo, la muerte es el paso de la peregrinación terrena a la patria del cielo, donde el Padre acoge a todos sus hijos, “de toda nación, raza, pueblo y lengua”, como leemos hoy en el libro del Apocalipsis (Ap 7, 9).
Por eso, es muy significativo y apropiado que, después de la fiesta de Todos los Santos, la liturgia nos haga celebrar mañana la conmemoración de todos los Fieles Difuntos. La “comunión de los santos”, que profesamos en el Credo, es una realidad que se construye aquí en la tierra, pero que se manifestará plenamente cuando veamos a Dios “tal cual es” (1 Jn 3, 2). Es la realidad de una familia unida por profundos vínculos de solidaridad espiritual, que une a los fieles difuntos a cuantos son peregrinos en el mundo. Un vínculo misterioso pero real, alimentado por la oración y la participación en el sacramento de la Eucaristía.
En el Cuerpo místico de Cristo las almas de los fieles se encuentran, superando la barrera de la muerte, oran unas por otras y realizan en la caridad un íntimo intercambio de dones. En esta dimensión de fe se comprende también la práctica de ofrecer por los difuntos oraciones de sufragio, de modo especial el sacrificio eucarístico, memorial de la Pascua de Cristo, que abrió a los creyentes el paso a la vida eterna.
Uniéndome espiritualmente a cuantos van a los cementerios para rezar por sus difuntos, también yo, mañana por la tarde, acudiré a orar a la cripta vaticana, ante las tumbas de los Papas, que forman una corona en torno al sepulcro del apóstol san Pedro, y recordaré de modo especial al amado Juan Pablo II.
Queridos amigos, ojalá que la tradicional visita de estos días a las tumbas de nuestros difuntos sea una ocasión para pensar sin temor en el misterio de la muerte y mantener la incesante vigilancia que nos prepara para afrontarlo con serenidad.
Que en esto nos ayude la Virgen María, Reina de los santos, a la que ahora nos dirigimos con confianza filial.
(Benedicto XVI, Ángelus)
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
La solemnidad de Todos los Santos es ocasión propicia para elevar la mirada de las realidades terrenas, marcadas por el tiempo, a la dimensión de Dios, la dimensión de la eternidad y de la santidad.
La liturgia nos recuerda hoy que la santidad es la vocación originaria de todo bautizado (cf. Lumen gentium, 40). En efecto, Cristo, que con el Padre y con el Espíritu es el único Santo (cf. Ap 15, 4), amó a la Iglesia como a su esposa y se entregó por ella con el fin de santificarla (cf. Ef 5, 25-26). Por esta razón, todos los miembros del pueblo de Dios están llamados a ser santos, según la afirmación del apóstol san Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4, 3).
Así pues, se nos invita a mirar a la Iglesia no sólo en su aspecto temporal y humano, marcado por la fragilidad, sino como Cristo la ha querido, es decir, como «comunión de los santos» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 946). En el Credo profesamos la Iglesia «santa», santa en cuanto que es el Cuerpo de Cristo, es instrumento de participación en los santos Misterios —en primer lugar, la Eucaristía— y familia de los santos, a cuya protección se nos encomienda en el día del Bautismo. Hoy veneramos precisamente a esta innumerable comunidad de Todos los Santos, los cuales, a través de sus diferentes itinerarios de vida, nos indican diversos caminos de santidad, unidos por un único denominador: seguir a Cristo y configurarse con él, fin último de nuestra historia humana. De hecho, todos los estados de vida pueden llegar a ser, con la acción de la gracia y con el esfuerzo y la perseverancia de cada uno, caminos de santificación.
La conmemoración de los fieles difuntos, a la que se dedica el día 2 de noviembre, nos ayuda a recordar a nuestros seres queridos que nos han dejado, y a todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la vida, precisamente en el horizonte de la Iglesia celestial, a la que la solemnidad de hoy nos ha elevado.
Ya desde los primeros tiempos de la fe cristiana, la Iglesia terrena, reconociendo la comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ha cultivado con gran piedad la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios por ellos. Nuestra oración por los muertos es, por tanto, no sólo útil sino también necesaria, porque no sólo les puede ayudar, sino que al mismo tiempo hace eficaz su intercesión en favor nuestro (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 958). También la visita a los cementerios, a la vez que conserva los vínculos de afecto con quienes nos han amado en esta vida, nos recuerda que todos tendemos hacia otra vida, más allá de la muerte.
Por eso, el llanto debido a la separación terrena no ha de prevalecer sobre la certeza de la resurrección, sobre la esperanza de llegar a la bienaventuranza de la eternidad, «momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad» (Spe salvi, 12).
En efecto, el objeto de nuestra esperanza consiste en gozar en la presencia de Dios en la eternidad. Lo prometió Jesús a sus discípulos, diciendo: «Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16, 22).
A la Virgen María, Reina de todos los santos, encomendamos nuestra peregrinación hacia la patria celestial, mientras invocamos para nuestros hermanos y hermanas difuntos su maternal intercesión.
(Ángelus del Papa Benedicto XVI el martes 1 de noviembre de 2011)
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
Solemnidad de todos los santos
Todos estamos llamados a la santidad
¿Quiénes son los santos? Son todos aquellos hombres y mujeres que están en el cielo contemplando el rostro de Dios. Algunos están canonizados, es decir, la Iglesia ha declarado solemnemente que están en el cielo (p. ej. San Jerónimo, san Francisco, etc.), aunque habrá muchos hombres y mujeres que están en el cielo y no han sido canonizados.
El primer germen de la santidad lo recibimos en el Bautismo, por la gracia santificante. Es el grano de mostaza, del que habla el Señor, que se convierte en un gran árbol que es el Reino de los cielos. Todo hombre que vive en gracia es santo porque está unido a Dios. La unión con Dios en la tierra no es definitiva, es decir, la podemos perder cuando por el pecado mortal perdemos la gracia santificante. En el cielo la unión con Dios no se pierde, es eterna, y por eso los santos son impecables, ya no pueden pecar. Debemos conservar la gracia, la unión con Dios y si perseveramos en ella alcanzaremos el cielo.
Todos estamos llamados a ser santos. Nos dice Jesús: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” y no es una invitación sino un mandato. “Sed” es imperativo. ¿Por qué debemos ser santos? Porque es la razón de nuestra existencia. Hemos sido creados para Dios, para vivir eternamente unidos a Dios, para ser felices eternamente. No es otra la razón de nuestra vida en la tierra sino trabajar para alcanzar la vida eterna.
La unión con Dios
La unión con Dios comienza con el Bautismo, se acrecienta con los demás sacramentos, principalmente, la Eucaristía y llega a su plenitud en el cielo.
Todo hombre tiene un deseo innato de unirse con Dios. El hombre quiere ser feliz siempre, en toda circunstancia, en todo lugar, en toda situación, quiere ser feliz SIEMPRE. El hombre tiene en su alma un deseo de felicidad eterna, es decir de cielo, o dicho de otro modo, de unión definitiva con el Creador. Es que Dios al crearnos nos ha puesto en el alma una capacidad infinita de felicidad que solo Dios puede llenar. Ninguna felicidad pasajera sacia totalmente el deseo del hombre y el hombre aunque sea feliz parcialmente sigue deseando más felicidad. Es que Dios al crearnos ha querido compartir con nosotros esa felicidad infinita que goza en el seno de la Trinidad.
La unión con Dios por la Eucaristía es una participación de la unión definitiva que tendremos con Dios en el cielo. Cristo por la Eucaristía viene a habitar en nosotros y se une íntimamente con nosotros, de tal manera, que nos cristificamos. El banquete eucarístico es un anticipo del banquete celestial. En ambos se da una unión íntima con Dios. Por eso dice Jesús: “el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” y también “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. El que recibe a Cristo en la Eucaristía ha comenzado a vivir en el cielo, es santo.
Por lo tanto la primera comunión, es la primera vez que recibimos el sacramento de la Eucaristía, es la primera vez que Cristo viene a vivir en nosotros y se une a nosotros, es un pasito que nos acerca más al cielo. En el cielo nos uniremos definitivamente a Dios, pero aquí en la tierra vamos creciendo en esa unión por grados. Por tal razón debemos recibir lo más frecuentemente posible la Eucaristía. Recibir la primera comunión y la segunda y la tercera… y así creciendo el número de comuniones hasta el fin de nuestra vida. Además del número de veces que recibimos la Eucaristía, lo que acrecienta la unión con Dios es la mejor disposición con que la recibimos, la mejor preparación, la unión más íntima con Jesús que viene a nuestras almas. Y así comunión tras comunión el Señor nos va transformando en otros cristos y nos va encaminando a la unión definitiva con Dios en el cielo.
El día que recibimos por primera vez a Jesús debe ser un día imborrable en nuestra vida, es la primera pregustación del cielo, es un día de felicidad que anticipa la felicidad eterna. Pero cada vez que lo recibimos, aunque pasen los años y las comuniones se repitan, debemos disponernos a recibir a Jesús con todo el amor que podamos tener y no olvidarnos jamás de esa primera unión tan cercana con Jesús que un día tuvimos.
Imitar a los santos
Hay diversidad de santos. Unos sacerdotes, otros religiosos, otros casados, otros solteros, unos doctores, otros agricultores, unos de edad, otros niños, unos estudiantes, otros trabajadores, etc. Pero a pesar de la diversidad hay una unidad: todos vivieron la caridad en plenitud, todos fueron creciendo día a día en la unión con Jesús. También, como nosotros, cayeron en errores, en faltas, en pecados, pero confiados en la misericordia de Dios se levantaron y perseveraron en la unión con Dios. Se entregaron a Dios con todo su ser, a pesar de sus limitaciones pues no pusieron su confianza en ellos mismos sino en Dios para el cual “todo es posible”.
Nosotros sigamos su ejemplo. Debemos vivir la caridad en donde estemos y cumplir con amor nuestro deber de estado: si soy estudiante, estudiar y destacarme en el estudio por amor a Dios; si soy profesional tratar de ejercer mi profesión lo mejor posible, evitando las injusticias, la pereza, y obrar por amor a Dios y al prójimo y así cada uno en su profesión. Pensemos que los santos fueron hombres como nosotros, con sus limitaciones y defectos, pero supieron entregarse a Dios completamente, sin reservas. Que ellos nos motiven a vivir nuestras actividades cotidianas en plena unión con Dios y así día tras día ir creciendo en esa unión hasta alcanzar la unión definitiva con Dios en el Reino de los cielos y encontrarnos con ellos por los siglos de los siglos.
Pidamos a todos los santos que sigan intercediendo por nosotros, que nos sigan ayudando para alcanzar el cielo.
Gran Enciclopedia Rialp
Fiesta de Todos los Santos
Desde el s. II se encuentran claros indicios del culto a los mártires (v.) de la fe cristiana. Pronto, y especialmente a partir de la paz de la Iglesia, se sintió en todas partes la necesidad de conmemorar a todos los que habían derramado la sangre por Cristo en las persecuciones: conocidos y desconocidos quorum nomina Deus scit. La fiesta de todos los mártires, según S. Juan Crisóstomo, se celebraba el primer domingo después de Pentecostés; un calendario sirio del a. 412 la señala en la semana pascual; en Edesa, en cambio, según consta por un himno de S. Efrén, se celebraba el 13 de mayo, día conservado en la Iglesia bizantina. El primer domingo de Pentecostés lleva en el Leccionario romano de Würzburg (s. VI): Dominica in natale sanctorum; sin embargo, en Occidente prevaleció la fecha del 13 de mayo que los calendarios ítalo-griegos denominan Festum omnium sanctorum. ¿Fue esto lo que impulsó a Bonifacio IV a consagrar el 13 de mayo del año 610 el Pantheon de Roma en honor de la Virgen y de todos los mártires? En todo caso la conmemoración anual de esta consagración está en el origen de la fiesta de Todos los Santos.
Es difícil precisar cuándo esta fiesta de todos los mártires se trasladó al primero de noviembre, cambiando su denominación por fiesta de Todos los Santos. Los irlandeses celebraban en el s. IX una fiesta a todos los Santos de Europa, pero no el 1 de noviembre sino el 20 de abril. El más antiguo testimonio del l° de noviembre es el calendario de York (800), y su principal impulsor es Alcuino (v.), que quería que la fiesta fuera preparada con un triduo de ayuno, plegaria y limosna. Según el Martirologio de Adón, Luis el Piadoso (835?), a instancias de Gregorio IV, había prescrito esta fiesta para todo el imperio. A finales del s. IX, la fiesta y su vigilia se hallan bien establecidas. Sixto IV (1471-84) le instituyó una octava.
La liturgia de la fiesta introduce en la Jerusalén celestial; allí, ante el trono de Dios, con María y todos los coros de ángeles se encuentran todos los santos (V. CIELO III, 4A), la pléyade innumerable de almas justas (cfr. Epístola; Apc 7,2-14); y los que vivimos en este mundo, siguiendo el camino de las bienaventuranzas (Evangelio; Mt 5,1-12), participamos en la esperanza de los gozos eternos. La segunda lectura, antes del Evangelio, añadida en el Misal de 1970, recuerda que «siendo ahora hijos de Dios… le veremos tal cual es» (1 lo 3,1-13). Esta fiesta de Todos los Santos, que se celebra el 1° noviembre al menos desde el s. IX, es la fiesta de la gran familia de todos los redimidos (V. SANTIDAD IV; AÑO LITÚRGICO).
A. MARÍA FRANQUESA. – Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991
San Agustín
La vida verdaderamente feliz, es decir, la vida eterna.
- Hemos escuchado, y lo hemos repetido cantando, que La muerte de los santos del Señor es preciosa, pero en su presencia, no ante los ojos de los insensatos. A los ojos de los insensatos parecía que morían, y su partida fue juzgada como malicia. «Malicia» en la lengua latina no suele tener el mismo significado que tiene en la lengua en que fue escrita la Escritura. «Malicia» en latín se refiere a la maldad de los hombres; pero en aquella lengua incluye también el mal que padecen los hombres. Así, pues, en este lugar, «malicia» tiene el significado de castigo. Por esto dijo: A los ojos de los insensatos pareció que morían, y su partida fue juzgada como un castigo; pero ellos están en paz. Y si ante los hombres han sufrido tormentos —he aquí esa «malicia»—, su esperanza está llena de inmortalidad. Vejados en poco, dispondrán de muchos beneficios. Pues los sufrimientos de este tiempo no son equiparables con la gloria futura que se revelará en nosotros. Más hasta que se revele está escondida. Y, debido a que está escondida, a los ojos de los insensatos parecía que morían. ¿Más acaso, por el hecho de estar escondida, está escondida también para Dios, en cuya presencia es hermosa? Así, pues, la muerte de los santos es preciosa en la presencia del Señor. A este misterio escondido debemos aplicar los ojos de la fe para creer lo que no vemos y tolerar con fortaleza todo el mal que padezcamos injustamente.
- Sea nuestra causa bien escogida para que no nos dañe la pena, pues una mala causa no comporta premio alguno, sino un merecido tormento. No está en poder del hombre el elegir en qué modo ha de acabar esta vida, pero está dentro de su poder el cómo vivirla para acabarla con tranquilidad. Mas ni siquiera esto lo podría si el Señor no le hubiese dado el poder de ser hijos de Dios. ¿A quiénes? A los que creen en su nombre. Esta es la primera causa de los mártires, ésta es la Masa Cándida de los mártires. Si la causa es cándida, también la Masa es cándida. Se habla de Masa en atención a la grande muchedumbre; Cándida, en atención al resplandor de la causa. Siendo tantos compañeros, no temieron a los salteadores. Pero, aunque hubiesen caminado individualmente, hubiesen estado protegidos contra los asaltos de bandidos, porque el mismo camino era la fortaleza. Me pusieron, dice, tropiezos junto al camino. De esta manera, quien no abandona el camino no cae en ellos. Tenemos la solemne y fiel promesa de nuestro Señor Jesucristo, que dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida.
- Todo hombre, quienquiera que sea, desea ser feliz. No hay nadie que no lo desee ni que no lo desee por encima de las demás cosas; más aún, todo el que desea cualquier otra cosa, la desea con la mirada puesta en aquélla. Los hombres son arrastrados por diversos deseos; uno ambiciona esto, otro aquello. Dentro de la raza humana hay distintos estilos de vida. Y, dentro de esa multitud de estilos de vida, cada uno elige y se apodera de una cosa; sin embargo, cualquiera que sea el estilo de vida elegido, nadie hay que no desee la vida feliz. Por tanto, la vida feliz es posesión común a todos; pero la división de pareceres comienza a propósito de por dónde se va a ella, cómo se tiende a ella y por qué camino se llega a ella. Por esta misma razón, ignoro si podremos encontrar la vida feliz si la buscamos en la tierra; no porque sea malo lo que buscamos, sino porque no la buscamos en el debido lugar. Unos dicen: «Felices son los hombres de armas.» Lo niega el otro, que dice a su vez: «Felices son los que cultivan el campo.» También esto es negado por un tercero, que añade: «Felices son quienes viven en el foro en medio de la gloria popular, defienden las causas, y con sus palabras disponen sobre la vida y la muerte de los hombres.» Esto lo niega otro, y dice: «Felices, sí, pero los jueces, que tienen poder de oír y sentenciar.» Otro, negando lo anterior, dice: «Felices son los marineros, que conocen muchas regiones y adquieren grandes fortunas.» Veis, amadísimos, que dentro de esta gran multitud de estilos de vida no hay una sola cosa que agrade a todos. Pero la vida feliz, sí. ¿Qué significa que a todos agrade la vida feliz, siendo así que no a todos agrada cualquier vida?
- Demos, pues, si podemos, una definición de la vida feliz a la cual respondan todos: «Esto es lo que yo quiero.» Puesto que no hay nadie que, interrogado sobre si desea la vida feliz, diga que no, nos preguntamos en qué consiste esa vida feliz. Debemos hallar una definición con la que todos estén de acuerdo, sin que haya nadie que diga: «Eso no es lo que quiero yo.» ¿Qué es, hermanos míos; qué es la vida feliz, que todos desean y no todos alcanzan? Investiguemos, pues. Si se le pregunta a uno si quiere vivir, ¿acaso le hace la misma impresión que si le preguntaran si desea ser soldado? Respecto a la segunda pregunta, unos dirían que sí, y otros, quizá los más, que no. Si, en cambio, preguntas si quieres vivir, pienso que nadie habrá que diga que no. Todos, en efecto, tienen ínsito por naturaleza el querer vivir y el no querer morir. De idéntica manera, si pregunto a alguien si quiere estar sano, pienso que no habrá nadie que me diga que no; nadie desea experimentar el dolor. La salud es, ciertamente, bien precioso en el rico y, quizá, el único del pobre. Pues ¿de qué le sirve la opulencia al rico, si carece de la salud, que es patrimonio del pobre? ¡Con qué ganas cambiaría el rico su lecho de plata por el cilicio del pobre si con el lecho se fuera la enfermedad! En
estas dos cosas: la vida y la salud, veo que están de acuerdo todos conmigo. ¿Acaso hay el mismo acuerdo respecto a la milicia, o a la agricultura, o a la navegación? Todos están de acuerdo en querer la vida y la salud. Pero, una vez que el hombre está vivo y sano, ¿no busca nada más? Bien entendido, quizá no deba buscar nada más. Donde existe la vida perfecta y la salud perfecta, si se busca algo más, ¿qué puede ser sino un deseo viciado?
- Los impíos tendrán vida en medio de sus tormentos. Pues vendrá el momento, como dice el evangelio, en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz; y los que obraron el bien saldrán para la resurrección de la vida, y, en cambio, los que obraron mal, para la resurrección del juicio. Por tanto, los primeros irán a recibir el premio; los segundos, el tormento; pero unos y otros vivirán, sin que ninguno pueda morir. Los que vivan en el premio abrazan una vida dulcísima; en cambio, quienes vivan en medio de los tormentos desearían, si les fuese posible, dar fin a esa vida, pero nadie les dará muerte para quitarles el tormento. Más pon atención a lo que dice, distinguiendo, la Escritura: a ésa no se dignó llamarla vida. No quiso llamar vida a la que transcurre entre torturas, tormentos y el fuego eterno, para que ya la misma palabra «vida» indique alabanza, no tristeza; para que, dondequiera que oigas hablar de vida, nunca pienses en tormentos. En efecto, el vivir perpetuamente entre tormentos no es vida alguna, sino una muerte eterna. Las Escrituras la llaman muerte segunda, que viene después de esta primera, que todos debemos a nuestra condición humana. Se la llama muerte, muerte segunda, pero allí nadie muere. Mejor y más acertado hubiese sido decir que allí nadie vive. Vivir, pues, en medio de dolores no es vivir. ¿Y cómo probamos que habla así la Escritura? Mira cómo; con el texto que poco antes mencioné: Oirán, dijo, su voz, y los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida. No dijo: «De la vida feliz», sino: para la resurrección de la vida. La sola palabra «vida» lleva consigo la felicidad; pues, si no fuese así, no se diría a Dios: Porque en ti está la fuente de la vida. Tampoco aquí se dijo: «Porque en ti está la fuente de la vida feliz.» No añadió «feliz»; dijo solamente vida, para qué la entiendas feliz. Puesto que, si es desgraciada, ya no es vida.
- He aquí otro testimonio, además de los dos mencionados. Se dijo en efecto: Quienes obraron el bien, para la resurrección de la vida; y también: En ti está la fuente de la vida. En ningún lugar se ha añadido: «feliz», pero no se comprende que haya vida sí no es feliz, pues la que no es feliz no es vida. Escucha otro, tomado de nuevo del evangelio. Se trata de aquel rico que no quería abandonar lo que poseía, y al que indignaba tener que perder sus bienes, que por fuerza tendría que dejar al morir. Pienso que, en medio del disfrute de una opulencia tan grande de bienes, aunque terrenos, se sentía interpelado por el temor de la muerte y en cierto modo le decía el corazón: «Disfrutas de tus bienes, pero ignoras cuándo te visitará la fiebre. Acumulas, adquieres, compras, guardas y gozas. Te exigirán el alma; eso que tienes adquirido, ¿para quién será?» Punzado frecuentemente por estos pensamientos, cual aguijones de temor, en cuanto nos es dado entender, se acercó al Señor y le dijo: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Temía morir, y se veía obligado a ello. No tenía escapatoria para evitarlo. Acorralado ante la necesidad de morir y el deseo de vivir, se acercó al Señor y le dijo: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Entre otras cosas, para mencionar solamente lo que concierne a nuestro caso, escuchó lo siguiente: Si quieres venir a la vida, guarda los mandamientos. Esto es lo que había prometido probar. Ni el que preguntó dijo: ¿Qué he de hacer para conseguir la vida feliz?; habló solamente de la vida eterna. Al no querer morir, buscó la vida que no tiene fin. Y, como dije, ¿tiene, acaso, fin la vida de los impíos en medio de tormentos? Pero a ésta él no la llama vida. Sabía que no es vida la que transcurre en medio de dolores y tormentos; no ignoraba que es más acertado hablar de muerte. Por eso buscaba la vida eterna; para que, cuando se oiga hablar de vida, no se dude de que será feliz. Tampoco el Señor le respondió: «Si quieres llegar a la vida feliz, guarda los mandamientos», sino que también él mencionó solamente la vida, diciendo: Si quieres llegar a la vida, guarda los mandamientos. Así, pues, la vida que transcurre entre tormentos no es vida; no hay más vida que la que es feliz; y no puede ser feliz si no es eterna. Este es el motivo por el que aquel rico, consciente de que día a día lo interpelaba el temor de la muerte, buscaba la vida eterna; pues, a su modo de ver, la vida feliz ya la poseía. Era, en efecto, rico, gozaba de salud, y pienso que se decía a sí mismo: «No quiero más, a condición de que esto se perpetúe eternamente.» Tenía placeres en apariencia dignos de ser amados, porque saciaban sus necias pasiones. El Señor lo corrigió —si él lo entendió— con sólo pronunciar la palabra «vida». No le dijo: «Si quieres llegar a la vida eterna», que él buscaba, como si ya poseyese la vida feliz; ni tampoco: «Si quieres llegar a la vida feliz», sabiendo que, si es miserable, ni siquiera es vida; sino: Si quieres llegar a la vida, guarda los mandamientos. Así, pues, no hay más vida que la eterna y la feliz, puesto que, si no es eterna, no es tampoco feliz, y si la eternidad incluye los tormentos, tampoco es vida.
- ¿Qué es esto, hermanos? Al preguntaros si queréis vivir, todos respondéis que sí, y lo mismo al preguntaros si queréis estar sanos. Pero la salud y la vida, ante el temor de que deje de existir, ya no es vida. El vivir por siempre se trueca en un temer siempre. Si siempre se teme, siempre se está atormentado. Y si el tormento es eterno, ¿dónde está la vida eterna? Admitimos con toda seguridad que la vida no es feliz si no es eterna; más aún, que sólo la vida eterna es feliz, puesto que, si no es eterna, si la saciedad no es perpetua, sin duda alguna, ni es feliz ni es vida. Advertimos que todos convienen en esto. Hallamos que así es ciertamente, pero en el plano de las ideas, aún no en el de la posesión. Tal es la posesión que todos buscan; nadie hay que no la busque. Sea bueno, sea malo, la busca; pero el bueno con confianza; el malo, desvergonzadamente. ¿Por qué buscas el bien, tú, malo? Tu misma petición, ¿no te muestra ya cuan ímprobo eres al querer el bien siendo malo? ¿No estás buscando una cosa ajena? Así, pues, si buscas el sumo bien, es decir, la vida, sé bueno para llegar al bien. Si quieres llegar a la vida, guarda los mandamientos. Una vez que hayamos llegado a la vida —¿qué necesidad tengo de añadir «eterna» o «feliz»?, la vida sin más, puesto que ésa es la vida: la que es eterna y feliz—; una vez que hayamos llegado a la vida, tendremos la certeza de permanecer siempre en ella. Si hemos de encontrarnos en ella con la incerteza de si durará por siempre, también allí habrá temor. Y, si hay temor, habrá tormento; no de la carne, sino, lo que es peor, del corazón. Donde hay tortura, ¿cómo puede hablarse de felicidad? Tendremos, pues, la seguridad de que permaneceremos por siempre en aquella vida, sin conocer fin, puesto que nos hallaremos en aquel reino del cual está dicho: Y su reino no tendrá fin. Y al mostrar
la gloria de los santos de Dios, cuya muerte es preciosa en su presencia, dice la Sabiduría al final de la lectura escuchada: Y su Señor reinará por siempre. Nos hallaremos, por tanto, en un reino grande y eterno; grande y eterno precisamente por ser justo.
- Allí nadie engaña y nadie es engañado. Allí no hay motivo para sospechar mal de tu hermano. En efecto, la mayor parte de los males del género humano no proceden más que de sospechas falsas. Piensas que te odia un hombre que tal vez te ama, y por una perversa sospecha te conviertes en el peor enemigo de tu mejor amigo. ¿Qué puede hacer aquel a quien no das fe y no puede mostrarte tu corazón? Se dirige a ti y te dice: «Te amo.» Mas como podía decirte esto mintiendo —las mismas palabras dice quien miente que quien habla verdad—, al no creerlo, le odiaste. Por esta razón, quien te dijo: Amad a vuestros enemigos, quiso ponerte en guardia contra este cado. Cristiano, ama incluso a tus enemigos, no sea que, incauto, odies incluso a tus amigos. En esta vida, en efecto, no podemos ver nuestros corazones hasta que venga el Señor e ilumine lo recóndito de las tinieblas; entonces manifestará los pensamientos del corazón, y cada cual recibirá su alabanza de Dios.
- Por tanto, si un hombre de plena confianza, o un profeta, o Dios nos dijese del modo que quisiera y por medio de quien él desease: «Vivid tranquilos; abundaréis en todas las cosas, ninguno de vosotros morirá, ninguno enfermará, ninguno experimentará dolencia alguna.» Si dijera: «He hecho desaparecer la muerte del género humano, no quiero que nadie muera», recibida tal seguridad, exultaríamos de gozo y nada más buscaríamos. Así nos parece en verdad. Si escuchásemos palabras como ésas, inmediatamente querríamos que se nos añadiese algo más: que se pudiesen ver mutuamente los corazones y que no hubiese envidia, para que nuestro ver no se apoyase en la sospecha humana, sino en la verdad divina; para no estar pendiente de si mi amigo o mi vecino me odia, de si me quiere mal, y con esa preocupación causar más mal que sufrirlo. Sin duda, buscaríamos eso; buscaríamos la certeza de la vida y el conocimiento mutuo de nuestros corazones. Ya habéis advertido a qué llamo vida; no lo repetiré, no sea que, en vez de aclararlo, lo haga más oscuro. Así, pues, querríamos que a la vida se añadiese la verdad, para conocer mutuamente nuestros corazones y no sentirnos engañados por nuestras sospechas; para estar seguros de que nunca abandonaremos ya esa vida perpetua. Añade a la vida la verdad, y tendrás la vida feliz. En efecto, nadie quiere ser engañado, como nadie quiere morir. Preséntame un hombre que quiera ser engañado. Se encuentran muchos que quieren engañar, pero nadie que quiera ser engañado. Ponte de acuerdo contigo mismo. Si no quieres ser engañado, no engañes; no hagas lo que no quieres sufrir. Sí quieres venir a la vida donde no sufras engaño, vive ahora sin engañar. ¿Quieres venir a la vida donde no sufras engaño? ¿Quién no lo quiere? Si te deleita la recompensa, no desdeñes el trabajo que la merece. Pasa ahora tu vida sin engañar, y llegarás a la vida donde no serás engañado. Al veraz se dará la verdad como recompensa y al que en el tiempo vive bien se le recompensará con la eternidad.
- Todos, pues, hermanos, queremos la vida y la verdad. Mas ¿por dónde llegar, por dónde ir? Aunque aún no la poseemos, gracias a la mente y a la razón, ya conocemos por fe y vemos la meta adonde nos dirigimos: tendemos a la vida y a la verdad. Una y otra cosa es Cristo. ¿Buscas por dónde ir? Yo soy el camino, dijo. ¿Buscas a dónde ir? Y la verdad y la vida. He aquí lo que amaron los mártires y por qué despreciaron los bienes presentes y pasajeros. No os cause extrañeza su fortaleza: el amor venció al dolor. Celebremos, pues, la solemnidad de la Masa Cándida con cándida conciencia y no temamos la aspereza del camino sí queremos llegar a tan gran bien: sigamos las huellas de los mártires y pongamos nuestra mirada en la cabeza de los mártires y nuestra. Quien nos ha hecho la promesa es veraz, es fiel, y no puede engañar. Digámosle, pues, con cándida conciencia: Por amor a las palabras de tus labios, he caminado por caminos ásperos. ¿Por qué temes los caminos duros de las pasiones y las tribulaciones? El pasó por ellas. Quizá me respondas: «Pero era él.» Pasaron también los apóstoles. Todavía replicas: «Pero eran apóstoles.» Lo admito. Responde ahora: «Luego pasaron también muchos varones.» Avergüénzate: «Pasaron también mujeres.» «¿Llegaste a la pasión en tu ancianidad?» No temas la muerte, al menos pensando en que tienes cercana a la muerte. «¿Eres joven?» Pasaron también jóvenes que aún lo esperaban todo de la vida. Pasaron también niños, pasaron niñas. ¿Cómo es que aún resulta áspero el camino que ha suavizado el caminar de tantos? Esta es, pues, hermanos, la solemne y reiterada exhortación que os hago, para no celebrar con vana pompa las solemnidades de los mártires. A quienes amamos en sus solemnidades, no hemos de temer imitarlos con fe semejante.
(SAN AGUSTÍN, Sermones (5º) (t. XXV), Sobre los mártires, Sermón 306, 1-10, BAC Madrid 1984, 448-60. Lugar: Cartago o Utica.Fecha: 18 de agosto, fiesta de los mártires de la Masa Cándida).
Guión Solemnidad de Todos los Santos
Entrada:
Los santos son nuestros hermanos mayores; al venerarlos, la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se ve reforzada por el amor fraterno. La comunión con ellos nos une a Cristo ya que de Él mana, como de su fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios.
Primera lectura:
Los bienaventurados gozan de la visión de Dios porque han blanqueado sus vestiduras en la Sangre de Cristo.
Segunda lectura:
Todos nosotros, llamados a participar de la vida divina, esperamos nuestra plena realización en la gloria.
Evangelio:
Felices los que se dejan iluminar por la luz de la Verdad que emana del misterio del Verbo Encarnado.
Preces
Hermanos, reunidos en la Iglesia de los Santos y en comunión con ellos, presentamos nuestra oración.
A cada intención respondemos:
* Dios nuestro, que has hecho de los Apóstoles el fundamento de la Iglesia, te pedimos por el Santo Padre y por los Obispos, concédeles ser fieles a la fe que profesan y celosos pastores en bien de las almas a ellos encomendadas. Oremos.
* Dios nuestro, que otorgaste a los mártires fortaleza para dar testimonio de Ti hasta derramar su sangre, concede a quienes sufren persecución por causa de la justicia, ser valerosos testigos de tu Hijo Jesús. Oremos.
* Dios nuestro, que concediste a los consagrados el don de imitar a Cristo en su virginidad, haz que todos los religiosos sepan apreciar tal consagración como un signo del reino futuro vivido en la entrega absoluta por amor a Ti y al prójimo. Oremos.
* Dios nuestro, que nos has manifestado en los santos tu presencia, tu grandeza y tu perfección, haz que nosotros al venerarlos nos sintamos unidos a Ti, y que sus ejemplos nos estimulen siempre a tender a la perfección de la caridad. Oremos.
Dios y creador del universo, escucha nuestras oraciones y concédenos que librados de toda atadura terrena, lleguemos a resucitar con tus Santos y encontremos en Ti la Vida Eterna. Por Jesucristo nuestro Señor.
Ofrendas:
La Eucaristía es prenda de inmortalidad y es nuestro cielo en la tierra. Nos unimos al Cordero inmolado por nosotros y presentamos:
* Incienso, y el deseo ardiente de que Dios sea adorado y reverenciado por todos los hombres.
* Pan y Vino que serán transformados en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, júbilo de los Santos y felicidad nuestra.
Comunión:
Recibamos a Ntro. Señor Jesucristo en el misterio de la fe, con la esperanza cierta de que un día Él nos recibirá en su seno, y lo veremos cara a cara.
Salida: Virgen Santísima, Reina de todos los Santos y Madre nuestra, reconfortados con el Pan Vivo, queremos tender de continuo hacia la Patria celestial como hijos que somos de Dios.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)




