PRIMERA LECTURA
No añadan nada a lo que yo les ordeno…
observen los mandamientos del Señor
Lectura del libro del Deuteronomio 4, 1-2. 6-8
Moisés habló al pueblo, diciendo:
Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica. Así ustedes vivirán y entrarán a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. No añadan ni quiten nada de lo que yo les ordeno. Observen los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo se los prescribo.
Obsérvenlos y pónganlos en práctica, porque así serán sabios y prudentes a los ojos de los pueblos, que al oír todas estas leyes, dirán: « ¡Realmente es un pueblo sabio y prudente esta gran nación!»
¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? ¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justas como esta Ley que hoy promulgo en presencia de ustedes?
Palabra de Dios.
Salmo 14,2-3a.3bc-4ab.5
R. Señor, ¿quién habitará en tu Casa?
El que procede rectamente
y practica la justicia;
el que dice la verdad de corazón
y no calumnia con su lengua. R.
El que no hace mal a su prójimo
ni agravia a su vecino,
el que no estima a quien Dios reprueba
y honra a los que temen al Señor. R.
El que no se retracta de lo que juró, aunque salga perjudicado.
El que no presta su dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que procede así, nunca vacilará. R.
SEGUNDA LECTURA
Pongan en práctica la Palabra
Lectura de la carta de Santiago 1, 17-18. 21b-22. 27
Queridos hermanos:
Todo lo que es bueno y perfecto es un don de lo alto y desciende del Padre de los astros luminosos, en quien no hay cambio ni sombra de declinación. Él ha querido engendrarnos por su Palabra de verdad, para que seamos como las primicias de su creación.
Reciban con docilidad la Palabra sembrada en ustedes, que es capaz de salvarlos. Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos.
La religiosidad pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas cuando están necesitados, y en no contaminarse con el mundo.
Palabra de Dios.
Aleluia.
El Padre ha querido engendrarnos
por su Palabra de verdad,
para que seamos como
las primicias de su creación.
Aleluia.
EVANGELIO
Dejan de lado el mandamiento de Dios,
por seguir la tradición de los hombres.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 7, 1 -8. 14-15. 21-2.1
Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.
Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras, de la vajilla de bronce y de las camas.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: « ¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?»
Él les respondió: «¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice:
“Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinde culto:
las doctrinas que enseñan
no son sino preceptos humanos”.
Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres».
Y Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: «Escúchenme, todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».
Palabra del Señor.
Rudolf Schnackenburg
Jesús repudia la piedad externa y legalista judía
(Mc.7,1-23)
Esta sección, como los otros fragmentos doctrinales del Evangelio de Marcos, tiene por sí sola un fuerte significado teológico, y pone de relieve una exigencia que mira directamente a los oyentes cristianos.
Históricamente se mantiene el escenario de Galilea -han llegado de Jerusalén algunos doctores de la ley, cf. 3,22-; pero el panorama espiritual es mucho más amplio: aquellos fariseos y escribas son los representantes de la religión legalista judía. Los lectores tienen ya noticia de algunos conflictos legales -la cuestión del sábado, 2,23-28 y 3,1-6-; las asechanzas y calumnias contra Jesús no constituyen nada nuevo (cf. 2,1-22). Jesús ya ha defendido con anterioridad a sus discípulos; pero ahora el enfrentamiento adquiere caracteres fundamentales. Ya no se trata de una transgresión cualquiera de la ley tal como la exponen los fariseos -concretamente la purificación levítica-, sino que los discípulos de Jesús no observan «la tradición de los antepasados». Jesús no duda en derribar este «vallado» que rodea la ley divina y revalorizar así la pura voluntad de Dios. Jesús hace una dura crítica de la piedad externa del judaísmo de entonces. Esto le da ocasión para hablar de la pureza auténtica, de una moralidad que procede del corazón y del convencimiento interno, estableciendo así las bases de la moral cristiana.
Que Jesús quiera dirigirse a su comunidad es algo que se manifiesta claramente por el hecho de volver a impartir a los discípulos -como en el caso de las parábolas- una instrucción particular «en casa» y sin la presencia del pueblo (v. 17). Comparando esta sección con la última composición oratoria del capítulo 4, se reconoce una cierta continuación en la enseñanza. Así como allí se desarrollaba el mensaje del reino de Dios aplicándolo a los lectores cristianos a quienes se exhortaba a una escucha atenta y a una conducta moral fecunda, así ahora es la moral cristiana el tema central de la instrucción. En este aspecto la sección viene a ser una especie de réplica del sermón de la montaña que aparece en Mateo y en Lucas, pero que Marcos no nos ha transmitido. Es verdad que Mateo trae expresamente también la controversia a propósito de lo que es puro e impuro (c. 15), pero la presenta de un modo algo distinto; Lucas la suprime porque las circunstancias y las cosas concretas judías, de que aquí se trata, no le parecieron lo bastante comprensibles para sus lectores cristianos procedentes de la gentilidad.
El problema de en qué consiste la verdadera moralidad y cómo es posible realizarla, resultaba inevitable para la fe cristiana, pues que Jesús ha vinculado de manera indisoluble religión y moral, fe y amor. Para la moral cristiana siempre resulta actual el problema acerca de la ley y la conciencia, los mandamientos externos y la obligatoriedad interna, aun cuando ya no tenga que enfrentarse con el legalismo judío. De la doctrina de Jesús Marcos ha conservado aquí una respuesta, que representa una decisión fundamental y que apunta al futuro.
Que en este capítulo se trata de algo más que de reproducir un episodio histórico, lo demuestran su disposición y su orientación ideológica. Los fariseos y los doctores de la ley plantean el problema de la purificación levítica, es decir, de determinados lavatorios rituales prescritos (v. 1-6). Mas Jesús pasa inmediatamente al ataque en un terreno mucho más amplio. A la pregunta y reproche de sus enemigos: «¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los antepasados?», Jesús responde afirmando que ellos abandonan el mandamiento divino por conformarse a la tradición de los hombres (v. 8), y se lo demuestra con un ejemplo (v. 10-13). Sólo en la instrucción al pueblo (v 14 ss) y a los discípulos (v 17-23) se trata más tarde el problema de lo puro y lo impuro, pero de una forma radical que desborda el planteamiento inicial del problema. De este modo la disputa circunstancial sirve de ocasión a una exposición más profunda y a una declaración fundamental de Jesús. Esta presentación no es casual; con fina sensibilidad ha anticipado el evangelista la polémica para exponer después la instrucción positiva. La aplicación a la comunidad se manifiesta hasta en el mismo catálogo de vicios, formulado en un tono, más helenista que en Mateo. Por eso leemos la sección con la mirada puesta en la comunidad distinguiendo en ella dos temas: estatutos humanos y precepto divino (v. 1 -13); lo puro y lo impuro (v 14 23).
a) Estatutos humanos y precepto divino (Mc/07/01-13).
1 Se reúnen en torno a él los fariseos y algunos de los escribas llegados de Jerusalén. 2 Y al ver que algunos de sus discípulos se ponían a comer con manos impuras, esto es, sin lavárselas -3 pues los fariseos y los judíos en general, no comen sin lavarse antes las manos con un puñado de agua, por guardar fielmente la tradición de los antepasados, 4 y al volver de la plaza no se ponen a comer sin antes sumergir sus manos en el agua, y hay otras muchas prácticas que aprendieron a guardar por tradición, como lavar los vasos, las jarras y la vajilla de metal-, 5 le preguntan, pues, los fariseos y los escribas: «¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los antepasados, sino que se ponen a comer con manos impuras?» 6 Pero él les contestó «Bien profetizó Isaías de vosotros los hipócritas según está escrito: «Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí; 7 vano es, pues, el culto que rinden, cuando enseñan doctrinas que sólo son preceptos humanos» (Isa_29:13). 8 Dejáis el mandamiento de Dios, por aferraros a la tradición de los hombres.»
Los fariseos (cf. 2,16.18.24) eran una fraternidad organizada o un partido religioso, sobre los que fácilmente nos forjamos falsas ideas. En modo alguno se identificaban sin más ni más con lo que hoy entendemos por hipócrita, con quienes sólo pretenden deslumbrar con una piedad de apariencias. Por fidelidad a la ley de los padres querían cumplir en conciencia todas las prescripciones para alcanzar el beneplácito divino y la salvación prometida por Dios teniendo parte en el mundo futuro. Querían dar al pueblo una santidad sacerdotal y acelerar así la venida de los tiempos mesiánicos. A causa de su serio empeño y de su entrega en favor del pueblo gozaban de gran consideración en amplios sectores. Por lo demás en su celo religioso daban gran valor hasta a las prescripciones más insignificantes. No se contentaban con los preceptos contenidos en el Antiguo Testamento, sino que seguían otras muchas prescripciones que sus doctores de la ley habían dado mediante la interpretación y acomodación de la ley mosaica. Estas son las tradiciones de los antepasados que Jesús ataca.
Las prescripciones purificadoras, a que alude el presente texto, obligaban en su origen a los sacerdotes que ejercían el servicio litúrgico en el santuario; pero los fariseos querían extenderlas a todo el pueblo y a la vida cotidiana para preparar así a Dios un pueblo sacerdotal y santo. Las crecientes prescripciones de acuerdo con «la tradición de los antepasados» llegaron a equipararse a la ley mosaica y representaban una carga pesada para la gente en su vida de todos los días. Los judíos que no se acomodaban a tales prescripciones eran considerados como «plebe que no conoce la ley» (cf. Jn 7.49) y hasta como transgresores de la misma ley. El afán farisaico por la observancia externa de la ley es siempre un peligro para los hombres «piadosos», que por lo mismo se consideran mejores que los demás, posponen el amor y se hacen duros y orgullosos (cf. /Mt/23/23). Se olvidan fácilmente de que también ellos necesitan de la misericordia divina. Cuando se impone el legalismo -cumplimiento de la ley al pie de la letra- junto con la complacencia del hombre en sí mismo, surge la caricatura del fariseo. (…)
Las fraternidades farisaicas estaban extendidas por todo el país; los doctores de la ley tenían sus escuelas, sobre todo en Jerusalén, donde reunían a los discípulos en torno suyo. Ahora han llegado algunos a Galilea y advierten que los discípulos de Jesús no observan los lavatorios prescritos antes de las comidas. No se trata simplemente del descuido de la limpieza, sino del desprecio de las prescripciones rituales relativas a la pureza. Marcos da a sus lectores unas ciertas aclaraciones al respecto: en general era necesario purificarse antes de comer al menos con un «puñado» de agua. Cuando se volvía de la plaza, donde había un mayor peligro de impurificación levítica -en razón del trato con los paganos-, había que meter los brazos hasta el codo en un gran recipiente (cf. Jua_2:6). Incluso se prescribían ciertos lavatorios de copas, jarros y otros cacharros. Jesús pasa por alto todas estas prescripciones minúsculas, estos estatutos humanos con una sentencia profética (v. 6-7).
Los profetas se habían pronunciado a menudo contra una piedad cúltica meramente externa y habían exigido una conciencia recta, el refrendo moral y la penitencia. No un servicio de labios afuera sino la entrega del corazón a Dios, no unos estatutos humanos sino el mandamiento de Dios: ésas son las exigencias que Jesús opone a los críticos. Estas palabras del libro de Isaías tuvieron seguramente gran importancia para la naciente Iglesia cristiana, que aspiraba a un culto espiritual y moralmente fecundo (Rom_12:1), y quería ofrecer a Dios «sacrificios espirituales» (1Pe_2:5), obras de amor que el Espíritu Santo hacía posibles.
Sin embargo, no hay que arrancar esas palabras de su contexto histórico. No se reprueba cualquier culto, sino sólo el servicio de labios sin el sentimiento correspondiente, la estrechez ritualista que olvida y posterga la voluntad de Dios ética o moral por encima de las prescripciones externas. En una época en que muchos teólogos quieren reducir el servicio de Dios a un servicio en el mundo y para el mundo, abogando por un cristianismo claramente «arreligioso» limitado a un encuentro «entre los hombres», en una época así conviene recordar que Jesús personalmente visitó el templo y tomó parte en las fiestas religiosas de su pueblo, y que la Iglesia primitiva desarrolló nuevas formas de culto según el legado de su Señor: el servicio adecuado a la palabra divina y a la celebración eucarística. También aquí vale aquello de que conviene hacer una cosa sin abandonar la otra (cf. Mat_23:23). Existe un culto divino directo en la alabanza, la acción de gracias y la súplica, un encuentro de la comunidad con Dios en la mesa de la palabra y en la celebración de la cena del Señor; y existe también un culto indirecto en el cumplimiento de las obligaciones terrenas que imponen la profesión y la familia, en la ayuda a los necesitados, en el amor y lealtad a los semejantes.
(…)
b) Lo puro y lo impuro (Mc/07/14-23).
14 Y llamando de nuevo junto a sí al pueblo, les decía: «Oídme todos y entended: 15 Nada hay externo al hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo; son las cosas que salen del interior del hombre las que lo contaminan.» [16 «El que tenga oídos para oír, que oiga.»] 17 Y cuando entró en casa, alejado ya de la gente, le preguntaban sus discípulos el sentido de 1a parábola. 18 Y les contesta: «¿Tan faltos de entendimiento estáis también vosotros? ¿No comprendéis que nada de lo externo que entra en el hombre puede contaminarlo, 19 porque no entran en el interior de su corazón -con lo cual declaraba puros todos los alimentos-, sino que pasa al vientre y luego va a parar a la cloaca?» 20 Y seguía diciendo: «Lo que sale del interior del hombre, eso es lo que contamina al hombre. 21 Porque de lo interior, del corazón de los hombres, proceden las malas intenciones, fornicaciones, robos, homicidios, 22 adulterios, codicias, maldades, engaño, lujuria, envidia, injuria, soberbia, insensatez. 23 Todos estos vicios proceden del interior y son los que contaminan al hombre.»
Después del enfrentamiento con los enemigos, Jesús convoca al pueblo para impartirle una doctrina importante; es también un aviso a la comunidad cristiana para que escuche atentamente las palabras de su Maestro. La ocasión, que fue el lavatorio ritual de las manos (v. 2), queda ya en un segundo plano, pues la palabra de Jesús a la multitud no trata ya de los lavatorios sino de los alimentos y de su uso. La doctrina de Jesús no mira sólo a algunas prescripciones legales judías, sino al problema fundamental de qué es puro y qué impuro. Con una frase enigmática y al modo de las parábolas invita a sus oyentes a la reflexión.
La sentencia en su formulación general resulta difícil de entender; pero la gente, al igual que en la predicación en parábolas (c. 4) debe «oír y entender». La sentencia exhortando a escuchar atentamente (v. 16) es la misma que aparece al final de la parábola del sembrador (4,9), (pero sólo está parcialmente testificada y no parece original). No se dice lo que Jesús continuó exponiendo al pueblo ni cómo éste entendió su palabra. La explicación se reserva al estrecho círculo de los discípulos, a los que estaban con él (4,10), y a través de ellos se brinda a la comunidad cristiana y creyente. Tampoco a los discípulos se les alcanza el sentido de la frase enigmática; pero, como son hombres dispuestos a creer y leales, Jesús se lo descifra todo a solas -como ya hizo con las parábolas, 4, 34-, «en casa», como se dirá aún varias veces (9,28.33; 10,10). La comprensión de los discípulos pertenece al tiempo del ministerio terrenal de Jesús exactamente igual que su «secreto mesiánico» y es una constante exhortación a meditar sus palabras y sus hechos profundamente y con fe. Jesús explica a sus discípulos que bajo la frase enigmática late la imagen de los alimentos que llegan al hombre desde fuera y siguen su camino natural. Jesús habla sin reparos de las cosas naturales. El comer y la expulsión de los alimentos es una cosa natural y nada tiene que ver con la «pureza» en un sentido moral y religioso. Esto constituye una postura libre y audaz para los judíos que conservaban las ideas antiguas acerca de la «impureza» de determinados animales y alimentos así como sobre la contaminación que implicaban ciertos procesos naturales -en el terreno sexual- y ciertos contactos -con los leprosos y los cadáveres-, y que observaban en general muchos tabúes-cúlticos. Ese punto de vista de Jesús responde a su apertura al mundo y a su afirmación de las cosas creadas, punto de vista que adopta también la Iglesia primitiva. Esta elimina la distinción entre animales puros e impuros y las correspondientes prescripciones dietéticas (Hec_10:11-15.28), suprimiendo así el obstáculo que representaban para el mundo pagano. En la lucha contra el gnosticismo, que despreciaba la materia, el cuerpo y el matrimonio, las cartas pastorales afirman: «Todo lo que Dios ha creado es bueno, y nada que se tome con acción de gracia puede ser rechazado» (1Ti_4:4). Este es uno de los aspectos del veredicto de Jesús, a sus ojos no el más importante, pero que para la Iglesia primitiva y para nosotros no carece de gran interés.
Más importante es la segunda parte de la sentencia de Jesús relativa a la verdadera contaminación. Del interior del hombre, de su corazón, suben los pensamientos y deseos que inducen a las malas acciones y a los vicios. Con ello ha establecido Jesús el principio decisivo de la moral, anclando la moralidad en la decisión consciente del hombre, al mismo tiempo que inserta la vida religiosa en el terreno moral y le da una mayor interioridad. Para aquella época esto representaba un esclarecimiento necesario, para nosotros es algo que se ha hecho evidente. Mas ni siquiera hoy resulta superfluo referirse a la tendencia del corazón humano a producir pensamientos y deseos. Jesús conoce el corazón humano cuyas «tendencias son malas desde su juventud» (Gen_8:21), aunque Dios creó al hombre a su imagen (Gen_9:6).
Pese a la afirmación de lo creado y de su bondad natural, pese a la alta valoración del hombre y de su imagen y semejanza divina, la experiencia de este mundo muestra que el hombre tiene una tendencia oscura y misteriosa hacia el mal, que es la fuente de la inmoralidad, de los pecados y vicios. Puede extrañar que Jesús no hable aquí de los pensamientos y acciones del hombre buenos y puros. Ello se debe en parte al planteamiento de la cuestión: ¿Qué es lo que contamina al hombre? Pero es evidente un cierto pesimismo en el enjuiciamiento moral del hombre. Ello está en relación con las exigencias de conversión que proclama Jesús y que afectan a todos los oyentes sin distinción.
Pablo ha interpretado correctamente la doctrina de Jesús al decir que «todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rom_3:23). Así no nos extraña que siga ahora un largo catálogo de vicios. Esta especie de exhortación moral, que pretende despertar el temor y horror al vicio y al pecado, puede tal vez decirnos muy poco. Nuestro tiempo ha perdido algo que el paganismo antiguo, aun cuando moralmente no estuviese a gran altura, todavía poseía: un sentimiento natural hacia la belleza de la virtud y la fealdad del vicio. Los catálogos de vicios y de virtudes gozaban de gran popularidad en la predicación moral de los filósofos itinerantes paganos, y también se encuentran, aunque de otra forma, en la literatura judía. Se exponen más desde un punto de vista retórico que sistemático, y en su elaboración se descubre algo del espíritu de sus autores.
En el mismo pasaje Mateo da a este catálogo de vicios una forma distinta mencionando siete vicios y ordenándolos según el decálogo. Marcos enumera trece en los que apenas es posible señalar un orden ideológico. Pensando en sus lectores cristianos, procedentes del paganismo le interesa más el efecto retórico: los siete primeros aparecen en plural y los otros seis en singular, todos dispuestos en un ritmo sonoro; la pluralidad de malas acciones -«todos estos vicios»- debe mostrar de un modo sobrecogedor hasta dónde puede llegar el corazón humano. Hacia el comienzo del catálogo de vicios (después de las «malas intenciones» en general) figuran las malas acciones que hoy como siempre constituyen los pecados y crímenes más frecuentes: fornicaciones, robos, homicidios; se mencionan después los adulterios, codicias y maldades. Más adelante aparece la envidia («mal ojo» en el texto original), y así es como en el Antiguo Testamento se designan tanto los deseos sexuales como las miradas envidiosas y codiciosas. Hacia el final, la «injuria» empareja bien con la «soberbia» o el orgullo, el pecado del espíritu que encastilla al hombre en sí mismo al tiempo que le hace insensible a los derechos de sus semejantes y de Dios. Por ello, el último miembro «la insensatez» tiene probablemente un sentido más profundo que entre nosotros. En la Biblia el «insensato» es el hombre que no conoce a Dios, que le olvida y desprecia en su ceguera y satisfacción de sí mismo (cf. Sal_10:3s; Sal_14:1; Luc_12:20).
Marcos, que no nos ha transmitido el sermón de la montaña, nos ha conservado así un fragmento esencial de la doctrina moral de Jesús. Y nos muestra a Jesús con toda su seriedad moral, pero también con su conocimiento profundo del corazón humano. Este fragmento doctrinal es un guía inestimable para conocer el interior del hombre: su conciencia o, como dice Jesús, el corazón como fuente primera y factor decisivo de nuestra conducta buena o mala. Si el corazón del hombre está limpio y puro, brotan de él, como de un manantial transparente, también los pensamientos y las acciones buenos.
(SCHNACKENBURG, R., El Evangelio según San Marcos, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder)
P. Leonardo Castellani
Corruptio optima, pessima
(…)
La palabra fariseo no significaba lo que significó después de Cristo, así como la palabra sofista no significaba en el siglo de Platón lo mismo que significó después –y por obra– de Platón. Los fariseos eran los separados –eso significa la palabra en arameo–, los puros, los distinguidos. No existe hoy un grupo social enteramente idéntico a los fariseos –aunque existe mucho fariseísmo desde luego–, por lo cual no se pueden definir con una sola palabra. Si digo que los fariseos eran el alto clero, los clericales, los jesuitas, los nazis, los oligarcas, los devotos, los puritanos, los ultramontanos, miento: aunque tenían algo de todo eso. Algunos los han comparado con los Sinn-feiners de Irlanda; otros con los Puritanos de Oliver Cromwell. Eran a la vez una especie de cofradía religiosa, de grupo social y de poder político; es todo lo que se puede decir brevemente; pero lo formal y esencial en ellos era lo religioso: el culto, el estudio y el celo de la Torah, de la Ley de Moisés, que había proliferado entre sus manos, como un pedazo de gorgonzola. Preguntado un ham-haréss (hombre del pueblo) israelita, hubiera dicho: “Son unos hombres muy religiosos, muy sabios y muy poderosos”, más o menos lo que cree el pueblo hoy día de los frailes. El Evangelista al principio de la parábola del Publicano y del Fariseo los define: “Unos hombres que se tenían a sí mismos por santos y despreciaban a los demás”; es decir, soberbia religiosa. Queda entendido que no siempre fueron así los fariseos: fue un seto social que se corrompió. En tiempo de Jesucristo eran así. Antes de Jesucristo habían sido la fracción política que mantuvo la tradición nacionalista y antihelenística de los Macabeos. Después de Cristo, fueron el espíritu que inspiró el Talmud y organizó la religión judaica actual: puesto que la destrucción y la Diáspora, que acabó con los Saduceos, no acabó con los fariseos. Éstos son indestructibles.
(…)
Toda la biografía de Jesús de Nazareth como hombre se puede resumir en esta fórmula: fue el Mesías y luchó contra el fariseísmo; o quizás más brevemente todavía: luchó con los fariseos. Ése fue el trabajo que personalmente se asignó Cristo como hombre: su Empresa.
Todas las biografías de Cristo que recuerdo (Luis Veuillot, Grandmaison, Ricciotti, Lebreton, Papini) construyen su vida sobre otra fórmula: Fue el Hijo de Dios, predicó el Reino de Dios, y confirmó su prédica con milagros y profecías. Sí, pero ¿y su muerte? Esta fórmula amputa su muerte, que fue el acto más importante de su vida.
El drama de Cristo queda así escamoteado. La vida de Cristo no fue un idilio ni un cuento de hadas ni una elegía, sino un drama. No hay drama sin antagonista. El antagonista de Cristo fue el fariseísmo, vencedor en apariencia, derrotado en realidad.
Sin el fariseísmo, toda la historia de Cristo fuera cambiada; y también la del mundo entero. Su Iglesia no hubiera sido como es ahora; y el mundo todo hubiese seguido otro derrotero, con Israel a la cabeza: triunfante y no deicida y errante; derrotero enteramente inimaginable para nosotros.
Sin el fariseísmo, Cristo no hubiera muerto en la cruz; y la Humanidad no sería esta Humanidad; ni la Religión, esta Religión. El fariseísmo es el gusano de la religión; y parece ser un gusano ineludible, pues no hay en este mundo fruta que no tenga gusano, ni institución sin su corrupción específica. Todo lo que es mortal muere; y antes de morir, decae. El fariseísmo es el decay de la religión (…)
Es la soberbia religiosa, es la corrupción más grande de la verdad más grande: la verdad de que los valores religiosos son los más grandes. Eso es verdad; pero en el momento en que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo. El gesto religioso, cuando toma conciencia de sí mismo, se vuelve mueca. No quiere decir que uno debe ignorar que es un gesto religioso; quiere decir que su objeto debe ser Dios y no yo mismo. El publicano decía: “Oh Dios, apiádate de mí, pecador.” El fariseo pensaba: “Estoy rezando: conviene que rece bien porque yo soy yo; y hay que dar buen ejemplo a toda esta canalla.” “No oréis a gritos, como los fariseos, ni digáis a Dios muchas cosas, como los paganos; vosotros cerrad la puerta y orad en lo escondido; y vuestro Padre, que está en lo escondido, os escuchará.”
Decía don Benjamín Benavides que el fariseísmo, tal como está escrito en los Evangelios, tiene como siete grados: 1) La religión se vuelve exterior y ostentatoria; 2) la religión se vuelve rutina y oficio; 3) la religión se vuelve negocio o “granjería”; 4) la religión se vuelve poder o influencia, medio de dominar al prójimo; 5) aversión a los que son auténticamente religiosos; 6) persecución a los que son religiosos de veras; 7) sacrilegio y homicidio. Esto me fue dicho, ahora recuerdo, en San Juan, la noche de Navidad de 1940, tres o cuatro años antes del Terremoto, cuando yo sabía teóricamente que existía el fariseísmo, pero todavía no me había topado con él en cuerpo y alma. De modo que en suma, el fariseísmo abarca desde la simple exterioridad (añadir a los 613 preceptos de la Ley de Moisés como 6.000 preceptos más y olvidarse de lo interior, de la misericordia y la justicia) hasta la crueldad (es necesario que Éste muera, porque está haciendo muchos prodigios y la gente lo sigue; y que muera del modo más ignominioso y atroz, condenado por la justicia romana), pasando por todos los escalones del fanatismo y la hipocresía. Éste es el pecado contra el Espíritu Santo, el cual de suyo no tiene remedio. Aquel que no vea la extrema maldad del fariseísmo –que realmente es fácil de ver–, que considere solamente esto: la religión suprimiendo la misericordia y la justicia. ¿Puede darse algo más monstruoso?
Yo le envidio a Jesucristo el coraje que tuvo para luchar contra los fariseos. Yo, excepto en un solo caso, cada vez que me topé con un fariseo grande, me he quedado alelado y yerto, como un estúpido; es decir, estupefacto.
Sin embargo, siento simpatía por el fariseo Simón, Simón el Leproso, aquel a quien Cristo le reprochó: “No me besaste”, el que invitó a comer a Cristo y al final de la comida se le colaron sin billete ¡la Magdalena y Judas! No todos los fariseos eran malos: algunos eran santulones, pero no hipócritas. De entre ellos salieron algunos buenos cristianos: San Pablo, por ejemplo.
(…)
(CASTELLANI, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 295 – 299)
P. Alfonso Torres, S.J.
Pureza Farisaica
Explicamos en la última lección sacra la primera parte de este episodio. Dijimos qué tradiciones eran esas a que aludían los enemigos de Jesús; comentábamos la palabra de nuestro Señor, en que por su parte alude a otra tradición que era diametralmente contraria al cuarto mandamiento, y, por último, hicimos ver cómo en toda esta discusión estaban enfrente luchando, opuestas, la verdadera y la falsa vida espiritual.
Nos queda por explicar hoy la segunda parte del episodio, la cual, como habréis visto, consta de todas estas cosas. Hay en ella principalmente una palabra del Señor dirigida a las muchedumbres que presenciaban la discusión; hay, además, una respuesta que dio en general a los discípulos cuando éstos le advirtieron que los fariseos se escandalizaban de su doctrina […].
Al lado de esta enseñanza relativa a la pureza legal hay otra que consiste en un juicio dado por nuestro divino Redentor acerca de los maestros de Israel, o sea, acerca de los escribas y de los fariseos que le habían interrogado. Estos son los dos puntos que se tocan en la segunda parte del episodio evangélico que yo os voy a explicar.
Vamos a comenzar declarando con brevedad esos dos puntos, y luego, Dios mediante, sacaremos una doctrina general que de todo el episodio se deduce, y que es la que nos ha de servir a nosotros para entender la verdadera vida espiritual y para amarla y resolvemos a seguirla.
Como habéis visto por la lectura del evangelio y como os explicaba en la última lección sacra, los fariseos daban una importancia tan grande a ciertas purificaciones exteriores, que habían puesto en esa cuestión de las purificaciones toda su atención y todo su celo. Esta había traído como consecuencia el que las purificaciones se multiplicaran y el que estuvieran rodeadas de una serie de ceremonias y de circunstancias que hada muy difícil la observancia de las mismas y creaba una obligación que casi no se podía cumplir para los que seguían su doctrina. Escandalizados de que los apóstoles no guardaban algunas de esas purificaciones, ya que habían visto a los discípulos del Señor comer sin lavarse antes las manos, según la fórmula ritual, interrogaron acerca de esto al Señor. La verdad, lo que se escondía debajo de esa pregunta, las verdaderas intenciones de aquellos hombres, el fondo de la discusión, era otra cosa. Aquella ceremonia exterior era un pretexto; debajo de ese pretexto se ocultaba la realidad de las intenciones, de los propósitos y del mal ánimo con que aquellos hombres se acercaban a Jesús. Vamos a ver si logramos, valiéndonos al mismo evangelio, descubrir el fondo de esa discusión y el espíritu con que aquellos hombres la promovieron. Por lo pronto se descubre esto: aquellos hombres vivían exclusivamente preocupados de lo exterior. Por las palabras que dijo Jesucristo nuestro Señor, y que luego repetiremos, se ve que, mientras procuraban tan escrupulosamente que se guardaran esas purificaciones externas, no cuidaban para nada de la limpieza del corazón. Con la mayor facilidad devoraban los mayores pecados, se manchaban con los más horrendos crímenes.
Ya en la lección sacra precedente pudimos ver esto: se preocupaban de que se hubiera pronunciado, o no, la famosa palabra korban, pero no les importaba que, mediante esa palabra, un mal hijo dejara perecer de hambre a su padre, o un deudor burlara a la justicia y no pagara a su acreedor. De modo que en realidad estos hombres vivían para las cosas exteriores, no poniendo en esas cosas exteriores el espíritu, el deseo, el amor que debe ponerse en ellas cuando son para el servicio del Señor, sino prescindiendo de todo lo que las hermosea y de todo lo que le satisface, y llegando a ser, según la frase del profeta Isaías, que nuestro Señor cita en este pasaje evangélico, unos hombres que honran a Dios con los labios, pero tienen su corazón muy lejos de El.
De esta primera observación; brota una qué casi viene a decir lo mismo con otras palabras, pero que a nosotros nos puede dar nueva luz. Aquellos hombres tenían una idea falsa de la santidad. En la santidad suele haber dos cosas: algo escondido, secreto, y algo que sale al exterior, que se muestra a los ojos de todos. La santidad, fundamentalmente, consiste en el ejercicio heroico de las virtudes; pero unas veces esas virtudes heroicas están revestidas de tal manera en el exterior, que hieren la atención, atraen la mirada, roban el corazón de aquellos que las presencian; y otras veces, por la fuerza misma de las circunstancias, por la práctica de la humildad, por los designios de Dios, no llevan esas circunstancias exteriores, no tienen ese aspecto exterior. Por eso suele haber dos géneros de santidad: una santidad que es muy asequible para el vulgo de los hombres y otra santidad que no lo es tanto.
Hay ciertas manifestaciones externas de virtud que en seguida se canonizan, y se canonizan por la muchedumbre; y hay, en cambio, otras manifestaciones de virtud que pasan inadvertidas a los ojos de la muchedumbre. Cuando simplemente consiste la virtud o la santidad en el ejercicio de abras heroicas del servicio de Dios y no va acompañada de esas formas exteriores que tanto atraen la mirada del vulgo, y que les sirven a-él para canonizar al que practica aquellas obras, entonces el mundo la desconoce. En cambio, aunque no haya esas obras heroicas, como se guarde lo exterior de la santidad, ciertas ceremonias y ciertas manifestaciones exteriores de la piedad, eso solo basta para que el mundo canonice a quien lleva tal conducta y a quien lleva tal vida.
Generalmente, las muchedumbres se pagan de lo puramente exterior. Un santo extraordinariamente austero suele ser un santo que llega a todas las muchedumbres; la austeridad es una manifestación de la virtud que llega a todos los corazones. Mas un santo cuya austeridad no aparezca así, al exterior, y que tenga que vivir discutido, en medio de combates y de luchas, no podrá ser fácilmente un santo popular; ésta no es la santidad que llega a las muchedumbres.
Los fariseos tenían un concepto equivocado de la santidad en este sentido, en cuanto que procuraban que exteriormente se guardaran todas las formas de la santidad. Tenían determinado dónde habían de orar, qué postura habían de tener, con qué hábitos se habían de cubrir, qué ceremonias debían practicar mientras oraban, todo cuanto se refería, por ejemplo, a lo exterior de la oración, y lo mismo al exterior de todas las obras buenas, y en esto ponían la idea de la santidad. Buscaban algo que les consiguiera crédito grande delante del pueblo, y como el pueblo lo que entiende es esa santidad exterior, con ella se contentaban. Pero la santidad verdadera, que consiste en la pureza de corazón, en el heroísmo de la virtud, en el olvido de sí mismo, en vivir buscando únicamente a Dios sin buscarse a sí mismo jamás, aunque haya que llegar a todas las renuncias y haya que aceptar todos los sacrificios, ellos no la entendían. Esa santidad, a sus ojos, era algo que no alcanzaban; algo tan oscuro, que parece que ellos ni siquiera columbraban. De modo que esos hombres tenían un falso concepto de la santidad. Además, como no conocían la virtud verdadera, y, por el contrario, vivían para lo exterior, se escandalizaban de todo lo que era no atenerse a su código de ceremonias externas. EI escándalo de los fariseos en esta ocasión trae a la memoria aquella palabra del sermón de la Montaña, en que nuestro Señor dice: Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo, y luego podrás quitar la paja del ojo de tu hermano. No teniendo una idea verdadera de la virtud, siendo voluntariamente ciegos, porque se buscaban a sí mismos y porque no querían otra cosa que conseguir la influencia y la preponderancia en el pueblo, veían todo lo que significaba un quebrantamiento de las ceremonias externas, de su santidad ficticia y se rasgaban las vestiduras y discutían acerca de esos quebrantamientos de la santidad exterior, pero no veían que tenían delante a la misma santidad.
Todos los ejemplos de Jesucristo, todas su virtudes divinas, todos sus heroísmos, su humildad, su condescendencia, su sacrificio, su amor, todo eso pasaba inadvertido a los ojos de aquellos hombres. En cambio, veían la pequeñez de que los discípulos no se habían lavado las manos antes de tomar el alimento. Por otra parte, veían esas cosas en el prójimo, pero no veían en el propio corazón la podredumbre de que les acusa Jesucristo cuando les dice ahora en otros términos, y después con las mismas palabras, que no son más que sepulcros blanqueados, que exteriormente se cuidan de aparecer irreprochables, pero en el corazón admiten toda injusticia y toda maldad,
Ya que estamos en este asunto, permitidme que sigamos describiendo esta forma de falsa piedad y de falsa vida espiritual para que veáis hasta dónde llega la exteriorización de los hombres, aunque esas exteriorizaciones se encubran con la apariencia de vida devota.
En último término, llegamos a una dureza insensata del corazón: Esos hombres tan sensibles para todo lo que era quebrantar, según ellos decían, una ceremonia exterior prescita por los ancianos, y que nada tenía que ver con la ley santa de Dios nuestro Señor; tan sensibles para todo lo que, según ellos, podía escandalizar al pueblo, no tenían inconveniente en convertir las cosas sagradas de la religión en instrumento para practicar la dureza de corazón, la crueldad; hasta la crueldad y le dureza de corazón del hijo con el padre. El egoísmo se apodera de tal modo de los hombres que viven de esa falsa piedad! Entenderán mucho de ceremonias exteriores, pero la verdadera piedad, que consiste en sacrificarse por el prójimo, en vivir para el bien de sus hermanos, en colocarse siempre en el último lugar, cediendo las honras a los otros, está tan lejos de ellos, que más bien se van al extremo contrario, y se hacen insensibles a las lágrimas de su prójimo, y se hacen duros para compadecerse de sus miserias y de sus sufrimientos. Son jueces inexorables que por una mera apariencia, por un mero quebrantamiento exterior de ciertas ceremonias, condenan irremisiblemente al que ha tenido la desgracia de presentirse ante su tribunal. Hasta esa dureza de corazón se puede llegar y es natural que se llegue. El que en la vida espiritual no busca a Dios, no busca el bien de las almas, sino que se busca a sí mismo, cada vez se va encastillando más en su egoísmo, cada vez se va cerrando más en el amor de sí mismo, cada vez se va aislando más de todo lo que es generosidad y amor desinteresado y de todo lo que es buscar simplemente a Dios; y caminando por esa senda de egoísmo, ¿adónde se ha de llegar si no es a la dureza de corazón y a la crueldad para con sus hermanos?
Este es el fondo negro, trágico, que se descubre a través de las palabras con que los fariseos atacan a Jesucristo, y a través también de las palabras amorosísimas con que Jesucristo, nuestro divino Redentor, refuta a esos hombres malvados e hipócritas.
Responde el Señor, diciendo que no es lo exterior lo que contamina; lo que contamina no es lo que viene de fuera, sino lo que sale del corazón.
No interpretéis estas palabras del evangelio como si aquí nuestro divino Maestro hubiera querido darnos una lección minuciosa de casuística, determinando el juicio que en cada caso se ha de hacer acerca de las cosas exteriores, o como si Él hubiera querido resolver con una sola palabra todas las cuestiones que se refieren a lo exterior de la virtud, a lo exterior de la piedad. No es así; el Señor ahora no intenta otra cosa que refutar a sus adversarios y para refutarlos se vale de pensamientos generales que necesitan aclaración, que deben entenderse según la intención de quien los dice, y, si no se entienden según las intenciones de quien los dice y no se aclaran, podrían dar ocasión a graves errores.
El Señor dice así materialmente: que no es lo que se come sin haberse lavado antes las manos, según las prescripciones fariseas, lo que contamina al hombre, o, empleando una palabra que hay en el evangelio de San Marcos, lo que hace común al hombre. En la Sagrada Escritura se distingue lo que es sagrado y lo que pertenece al uso común, y se emplea un término, para hablar de lo que no es sagrado, al que nosotros no estamos acostumbrados. Una cosa que no está dedicada al culto de Dios se llama común, ordinaria, corriente, y, cuando uno emplea mal las ceremonias, las costumbres que se refieren al culto del Señor, y de alguna manera se contamina, se dice de él que ha venido a reducirse a un estado común. De modo que no es lo que se come sin haberse lavado antes las manos, Según el rito de los fariseos, lo que contamina al hombre; no es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre, sino lo que sale del corazón es lo que le contamina.
Para señalar que lo que entra en la boca, el alimento quo se toma, no es lo que contamina a los hombres, se vale el Señor de unas palabras enérgicas y despectivas, describiendo así, en rasgos muy generales, todo el fenómeno de la digestión.
Con eso no intenta el Señor decir que no haya cuidado para los alimentos, porque eso equivaldría a decir que habría que borrar del número de las virtudes cristianas la templanza, que no habría que contar en el número de los vicios la gula y que habría que condenar lo mismo que el Señor practicó cuando ayunaba en el desierto. Además, en ese caso significaría la palabra de Jesucristo que El condenaba la ley
Moisés, donde se había establecido la distinción entre alimentos puros y alimentos impuros, cosa ajena a su pensamiento. Lo que quiere decir el Señor sencillamente es esto que no es ahí donde hay que poner la intención, no es allí donde hay que atender; ver la materialidad de las cosas que se comen o ver si están materialmente limpias o no están limpias las manos con que se comen, porque de ahí no viene la mancha del hombre, no se contamina al hombre. Materialmente consideradas, esas cosas no contaminan el alma, que es donde está la verdadera contaminación de que aquí habla nuestro Maestro divino; si contaminan, no es por sí mismas, sino en virtud de ese mandamiento de Dios que prohíbe o manda; y, cuando se quebranta ese mandamiento, entonces se contamina el hombre, no por la materialidad de las cosas, sino por haber quebrantado esa ley; y ese quebrantamiento de la ley no nace de las cosas mismas, sino que nace de la rebeldía del corazón. De modo que aun en ese caso hay que buscar interiormente lo que al hombre contamina, y no creer que, porque se ha reglamentado todo de una manera material y exacta, ya se ha evitado toda contaminación. Además, aun guardando todas esas ceremonias exteriores, en el acto mismo con que se guardan puede el hombre contaminarse, porque puede poner allí la soberbia de su espíritu, puede poner allí su egoísmo, puede poner allí sus pasiones; y en ese caso, aunque exteriormente no aparezca contaminado, interiormente lo está, y lo está con la única contaminación que hay que atender, que es la contaminación del alma.
En este sentido deben entenderse las palabras del Señor; pero, más que nada, teniendo en cuenta que la idea dominante es la siguiente: hasta hoy se cuida demasiado de lo exterior, y no es eso lo que importa; lo que importa es la vida interior, el fondo del corazón; porque mirad—sigue explicando el Señor—, del corazón sale todo lo malo. El corazón nuestro es como el centro del alma; de él sale todo lo malo: salen las maledicencias, salen los falsos testimonios, salen las fornicaciones, salen los adulterios, salen los homicidios, sale cuanto de malo puede practicar el hombre. Todo eso tiene maldad, en cuanto que brota de la voluntad humana, en cuanto que brota del corazón humano, y la fuente de la contaminación está dentro de nosotros, no fuera de nosotros, y ahí es a donde hay que mirar. ¡No pasarse la vida contemplando las cosas exteriores, como se la pasan los fariseos, sino escudriñando el secreto del corazón! Si nuestro corazón es puro, si nosotros nos purificamos, todo ahí será pureza de corazón; pero si nuestro corazón no es puro, aun guardando los mismos ritos religiosos, todo lo contaminaremos de impurificación con las impurezas que llevamos dentro del alma.
Parece que, al oír estas palabras de Jesucristo nuestro Señor se está sintiendo la indignación divina de su corazón. Claro está que esas palabras debieron de quitarle muchas voluntades de aquella gente, que no entendía más santidad que la santidad exterior, que era incapaz de ver en Jesucristo el heroísmo divino de su amor, su humildad profundísima, su amor a la pobreza, sus trabajos incesantes, su espíritu de sacrificio. Toda esa gente que se pagaba de lo exterior, los fariseos, desde aquel mismo instante debieron de huir del Señor, porque no era santo de la misma santidad, y, en cambio, debieron de sumarse a los hombres que con hipocresía eran sencillamente lobos con piel de ovejas. Y la indignación de Jesucristo al ver descarriado a su pueblo así, y enseñado en las falsas doctrinas, y apartado de la verdadera vida espiritual por unas cuantas tradiciones humanas y por unas cuantas enseñanzas humanas, debió de ser infinita, y se siente esa indignación en la manera enérgica con que responde a los que han querido hacerle ver que la verdadera piedad estaba en ceremonias exteriores.
Alfonso Torres, SJ, Lecciones Sacras, Lección III, BAC, Madrid, 1968. pag. 314-322
P. Alfredo Sáenz, S.J.
EL FARISEISMO
Acabamos de contemplar al Señor en un estallido de indignación. Cuantas veces se topó con alguien imbuido de espíritu farisaico, la ira de Jesús se encendió. Y no era para menos.
- LA FIGURA DEL FARISEO
¿Quiénes eran los fariseos? La palabra “fariseo” significa “separado”. No sabemos quién les haya dado este nombre, ni en que fecha se comenzó a usarlo. Lo que sí sabemos es que dicho grupo estaba integrado por judíos amantes de las tradiciones más puras de Israel. Y entre ellos había muchos, sin duda, verdaderamente piadosos, buenos israelitas, como Nicodemo, Gamaliel, y otros cuyos nombres desconocemos. Eran defensores acérrimos del descanso del sábado, el pago de los diezmos y la limpieza ritual. Todas cosas santas y buenas, pero que llevadas al extremo fueron la base de esa cosa tan horrible que se llamó el “fariseísmo”.
Varios son los errores y pecados de la llamada “justicia farisaica”.
Ante todo la presunción. Los fariseos se consideraban a sí mismos como hombres religiosos y perfectos, despectivos de los demás. Recordemos a aquel de la parábola que oraba con tanta suficiencia: “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres”; a esos que se escandalizaban al ver que Jesús recibía a los pecadores y comía con ellos; o a aquellos otros que maldijeron tan crudamente al ciego de nacimiento al que Jesús había curado: “Eres todo pecado desde que naciste —le dijeron—, ¿y pretendes enseñarnos?”.
Caracterizábanse asimismo por su tendencia a la ostentación. Gustaban orar públicamente en las esquinas de las calles, y cuando acudían al templo ocupaban el primer lugar. “El fariseísmo es el gusano de la religión —dice el P. Castellani—; y parece ser un gusano ineludible, pues no hay en este mundo fruta que no tenga gusano. Es la soberbia religiosa: es la corrupción más grande de la verdad más grande: la verdad de que los valores religiosos son los más grandes. Eso es verdad; pero en el momento en que nos adjudicamos lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo. El gesto religioso, cuando toma conciencia de sí mismo, se vuelve mueca”. Ostentación, pues, en lo religioso, pero también en otras franjas de la vida. Los fariseos hacían sus obras para ser vistos de los hombres, y por eso ensanchaban sus filacterias, alargaban los flecos de sus mantos, y gustaban que todos los llamasen rabbi, es decir, maestro.
Asimismo atribuían desmesurada importancia a las purificaciones previstas por la ley. Las interpretaban minuciosamente hasta el ridículo, creyendo suplir así la santidad interior. No consentían dejarse tocar por los impuros, y si por necesidad ello sucedía, enseguida se apresuraban a lavarse. Podemos decir que se pasaban el día purificándose a sí mismos, a sus vasijas, a sus camas, a sus vasos, a sus bandejas. Rechazaban cualquier contacto con un pecador, para que no manchara su pureza, que la tenían en el cuerpo y no en el corazón. De ello los increparía Jesús en una ocasión: “¡Así sois vosotros, los fariseos! Purificáis el exterior de la copa y del plato, y en el interior estáis llenos de voracidad e impureza”. Precisamente en el evangelio de hoy, los fariseos acusan a los discípulos de Jesús de no obrar como ellos.
Eran también muy proclives a los ayunos y penitencias. Daban exagerada importancia al ayuno y, sobre todo, hacían ostentación de él: cuando ayunaban se mostraban compungidos y demudaban su rostro para que todos se diesen cuenta de lo que estaban haciendo.
Finalmente insistían mucho en los preceptos menores de la ley con olvido a veces de los más importantes. Es cierto que en el Antiguo Testamento, el Señor había impuesto a su pueblo elegido diversas leyes y disposiciones, como nos lo recuerda la primera lectura de hoy, gracias a las cuales mantenían su fidelidad a la alianza. Pero los fariseos se habían quedado con los detalles y las exterioridades de dicha legislación. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!” les diría Jesús. ¿Por qué? Porque reducís toda vuestra piedad a ciertas ceremonias y minucias, como pagar el diezmo hasta por la menta y el comino. Lo que os manda la ley es que seáis equitativos en vuestros juicios, fieles y caritativos con el prójimo, y vosotros, “guías ciegos, filtráis un mosquito y os tragáis un camello”. ¿Se trata del sábado? Lo guardarán hasta la superstición y, sin embargo, sería un sábado cuando se reunirían para perder a Cristo. ¿Pisar el pretorio de Pilatos? Jamás, era un gentil, y ellos no podían contaminarse, entrando en su palacio. Pero exigirían del procurador romano que condenase al Justo. Temían que la casa de Pilatos los manchara y no temían mancharse con la sangre del más negro de los sacrilegios condenando al Inocente y al Santo.
De esta manera, como bien ha escrito el mismo P. Castellani, el espíritu farisaico, que empieza por reducir la religión a lo que es exterior y ostentatorio, la convierte en rutina, en negocio, en medio de influjo, en aversión a lo auténticamente religioso, en persecución a los que son religiosos de veras y, finalmente, en sacrilegio, homicidio y deicidio. Así el fariseísmo abarca un amplio abanico de actitudes, que va desde la simple exterioridad hasta la crueldad del asesinato, pasando por todos los grados del fanatismo y de la hipocresía.
Por eso no es de extrañar que entre Jesús, que era la sinceridad misma, y los fariseos, que eran la hipocresía personificada, el choque fuese ineluctable, lo que conferiría a la vida del Señor un carácter verdaderamente dramático. La animadversión de los fariseos fue, en último término, lo que llevó a Jesús al patíbulo de la Cruz.
- NUESTRAS COMPLICIDADES CON EL FARISEISMO
Cuidémonos mucho, amados hermanos, de no incubar en nuestro interior, algo de aquel espíritu farisaico. Cuidado con creernos especiales: Yo no soy como los demás hombres, que son ladrones, adúlteros, corruptos. Quizá nos ufanamos de no ser semejantes a los demás, y a lo mejor no nos equivocamos, porque somos peores que los demás, ya que a los vicios comunes que disimulamos, y que a ellos nos asemejan, añadimos el de ser soberbios. Aquel fariseo de la parábola que dijo: Yo no soy como los demás hombres, en realidad era como los demás, pues no tenemos razón alguna para suponer que fuera distinto de aquellos contra los cuales Cristo lanzó sus anatemas. Pero en cierto modo era peor, puesto que añadía su presunción y orgullo, tratando a todos de ladrones y de adúlteros. Él era ladrón, porque robaba a Dios su gloria, atribuyéndose a sí mismo lo que no era suyo; él era adúltero, porque siendo un pecador oculto escamoteaba el amor que Dios le solicitaba como esposo de su alma.
A decir verdad, hemos de reconocer que somos proclives a esta tentación. Tenemos defectos que no conocemos, puesto que nuestro orgullo nos obnubila en tal forma, que nos hace muy agudos para ver la paja en el ojo ajeno, pero muy miopes para advertir la viga en el propio. Y nos mostramos reacios a aceptar el consejo o la corrección ajenos, porque entonces el conocimiento que alcanzaríamos de nosotros nos mostraría una imagen desagradable, que nos haría perder la buena opinión que de nosotros nos hemos hecho.
Quizás no tengamos vicios gruesos, pero ¡cuántos defectos del corazón, de la inteligencia, de la voluntad! Defectos escondidos en el trasfondo de la conciencia, o porque se disfrazan con una apariencia menos odiosa, o porque pasan inadvertidos, y así no menguan en nada la hermosa opinión que tenemos de nosotros mismos. Por lo demás, no seamos demasiado rápidos en juzgar con excesiva severidad a los que en verdad son ladrones y adúlteros; quizás nosotros, en las condiciones ambientales en que ellos vivieron, no hubiéramos sido muy distintos. Que la gracia de Dios que nos ha librado de tales cosas sea más bien motivo de humildad que de necio orgullo. Cristo no nos ha pedido que nos comparásemos con los demás. Cada uno es lo que es. Comparémonos más bien con Dios. Esa es nuestra medida: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”, nos dijo Jesús. Con tal término de comparación ¿quién podrá ser fariseo?
Más aún, pensemos si nuestra cuota de fariseísmo no hace realmente mal a los demás. Porque el cristianismo falso, farisaicamente justo, causa en la Iglesia un daño incalculable, pues da pie al cargo que comúnmente se nos hace de que los católicos no conformamos nuestra vida con nuestra fe. No sea que nuestras actitudes, nuestra profesión de católicos militantes constituyan, en franco contraste con nuestros defectos, algo que dé ocasión a las acusaciones de los enemigos de Cristo y de la Iglesia.
Hagamos, pues, hoy, un examen de conciencia sobre la autenticidad de nuestra vida cristiana, analizando si lo que aparece exteriormente corresponde a nuestra realidad interior. Las dos cosas son necesarias: la rectitud exterior y la justicia interior. Pero la rectitud exterior debe ser el fiel reflejo de nuestra vida interior. Por lo menos no renunciemos jamás a la obligación que tenemos de progresar en la identificación interior con Cristo. Y que esto se manifieste. Porque también una santidad puramente interior que no se manifestase sería una nueva forma de fariseísmo o hipocresía: “Que vuestra luz luzca ante los hombres”, nos ha dicho el Señor. Claro que no debe ser una luz puramente exterior, un fuego artificial.
Vamos a seguir el Santo Sacrificio, renovación del sacrificio del Calvario. En la cruz Jesús se expuso, casi desnudo, a la vista del pueblo. No tenía nada que ocultar. Hoy se nos dará una vez más en alimento. Pidámosle entonces, cuando entre en nuestra alma, que purifique nuestro interior, para que seamos cada vez más coherentes en nuestra vida cristiana.
(Saenz, Alfredo. Palabra y vida. Ediciones Gladius 1993. Páginas 237 – 243)
P. Leonardo Castellani
Cristo y los fariseos
El mayor mal que corroe y amenaza a la religión católica hoy día es la “exterioridad” —el mismo mal al que sucumbió la Sinagoga.
El punto de disensión entre el Catolicismo y el Protestantismo en su nacimiento fue la “exterioridad”. Los protestantes protestaron contra una Iglesia que se volvía un imperialismo, contra una fe que se volvía ceremonias y obras de filantropía, contra una religión que se volvía exterioridad: y apelaron a la religión interior.
La rebelión protestante marca históricamente el momento en que la exterioridad religiosa rompió el equilibrio y amenazó seriamente a la interioridad. El remedio contra eso no era la rebelión y la desobediencia por cierto; y así el Protestantismo no remedió el mal sino que lo agravó. El Protestantismo es la rebelión contra una imperfección que en vez de volverse perfección deviene permanentemente rebelión —como su nombre actual lo dejó fijo. Vivir “protestando” no es un ideal religioso. Se protesta una vez contra un abuso; y después se comienza a vivir contra el abuso o fuera del abuso. El que vive protestando quiere que los otros quiten el abuso; no quiere o no puede quitarlo él.
Mas siempre es posible quitar un abuso de sí mismo; y es la mejor manera de protestar contra él. Lutero protestó contra el abuso de las indulgencias y después abusó él de la indulgencia.
Pero el Protestantismo se llevó consigo una gran verdad cautiva. No era un puro error. ¿Cómo iba a permitir Dios que la mitad mejor de la Cristiandad cayera en un puro extravío —y eso por culpa de un monarca sifilítico y un monje burdo y bestial— como pintan a Henry Tudor y a Luther las “Historias de la Contrarreforma”? Poco honor hacen a Dios los que conciben esa enormidad.
Si media Europa acabó por seguir y acoger la rebelión religiosa es porque- toda Europa estaba sumida en la mayor crisis religiosa de la historia del mundo —en la penúltima: El fariseísmo estaba por ahogar la religión. La exterioridad devoraba la fe.
Sin escarbar mucho: se puede mostrar esto de una manera sencilla. ¿Cuál fue el punto inicial del incendio? Las indulgencias. ¿Fue eso un mero pretexto, una casualidad, una cosa insignificante? No puede ser.
Las “indulgencias” son una serie de traducciones al exterior de dogmas de fe que son verdaderos si se sustentan en la vida interior; pero cuyas traducciones al exterior los pueden traicionar hasta convertirlos en la siguiente monstruosidad: “Dáca oro y te doy gracia.”
Eso es el colmo de la exterioridad religiosa.
El anónimo Lazarillo de Tormes puso en ridículo al “bulero” y con él a las bulas y con él a la religión vuelta exterioridad, al rito-comercio. Y el vulgo español inventó este cuentecillo:
A la puerta de una Iglesia un sacristán del Quinientos pedía limosna para la Ánimas a duro por indulgencia plenaria; con un gran retablo de cuerpos seminudos sumergidos en fuego y un letrero que decía: “Duro que cae, alma que sale.”
Un aldeano dejó caer un duro en la bandeja “por el alma de mi padre” y preguntó después:
—¿Ya salió? —y el sacristán se contentó con señalarle el letrero.
Entonces el cazurro recogió su duro diciendo: —Pues si ya salió, que no sea tonto de volver a entrar.
Recuerdo que un catalancillo rojo de Manresa me decía en 1947, en ocasión que en todas las Iglesias se predicaba y ofrecía “la Bula de la Santa Cruzada”: —”Vosté me va a hacer creer a mí, que un hombre tiene poder, para hacer que sea pecado mortal— que yo pierda mi destino eterno, —el fin para que Dios me creó— una cosa de comer, la carne guisada; y que después, si yo le doy a ese hombre cinco pesetas, ese hombre puede hacer que ya no sea perdición eterna la carne guisada. Un hombre se levanta y dice: Desde hoy el que come carne en viernes hace un mal horroroso, punible con el infierno; pero si me da un duro, el comer en viernes deja de ser un mal horroroso y se vuelve tan inofensivo como era antes…”
Las indulgencias tienen una justificación teológica un poco complicada pero innegablemente lógica; pero para que esos silogismos sean verdadera religión y no armazón ridículo de exterioridad, es menester haya mucha fe en súbditos y pastores y mucha humildad y temor de Dios en el manejo del rito: cosas que en el 500 escaseaban. En otras palabras, los antiguos perdones de la primitiva Iglesia, basados en un sentido profundo del pecado, de la misericordia y de los méritos de los mártires, se habían desecado por dentro y convertido en una práctica de más en más exterior; hasta que el diablo del comercio se metió en la cáscara vacía.
Es falso que la “querella de las indulgencias” haya sido una casualidad, una máscara del orgullo de un fraile, de unos príncipes mal bautizados o de una nación entera mal evangelizada; ese material seco no se hubiese inflamado sin la llama de la indignación de muchísimas almas religiosas contra la exterioridad religiosa.
Otro índice de lo dicho son las famosas “Reglas para sentir con la Iglesia” que están en los “Ejercicios Espirituales” de San Ignacio de Loyola. Esas “reglas” están dirigidas contra el espíritu del tiempo, contra el Protestantismo, y todas ellas se dirigen a defender la exterioridad religiosa, loablemente por cierto, puesto que lo exterior es también necesario no siendo el hombre espíritu puro. Loablemente para aquel tiempo por lo menos.
San Ignacio fue el campeón de la Contrarreforma. Su alma de místico, después de su conversión en Manresa, se posesionó en París de la máxima entonces necesidad de la Iglesia y comenzó allí la fundación de su Compañía: Allí escribió esas “reglas” que apendizó a su librito: “Alabar candelas encendidas —alabar ceremonias y ritos, largas oraciones en las iglesias, vida conventual, los doctores escolásticos— la obediencia de fe a la Iglesia Jerárquica, de modo que si yo veo blanco decir negro cuando la Iglesia Jerárquica dice negro” —exclama el vasco con una fórmula enteramente vasca, no exenta de peligro. En suma, hacer y decir lo “oppósitum per diámetrum” (como dice él) de lo que hacían los “reformadores”: fórmula muy buena en táctica pero también peligrosa en teología —por demasiado simple. Si Cristo hubiese hecho todo lo contrario de lo que el diablo le sugirió en sus tres tentaciones, el diablo hubiera quedado contento.
“Alabar imágenes, ceremonias y candelas encendidas en las Iglesias, largas oraciones vocales, vigilias y ayunos, filosofía escolástica, colectas, congresos, acción católica, enseñanza religiosa, etc.” fue una buena orden del día para aquellos días, sobre todo en España, pues al español le gusta la “contra”. Un español le dijo un día a otro: “¡Hola, Manolo, al fin te veo, qué cambiao estás, hombre, pareces otro, la verdá es que ya no pareces Manolo! —”Disculpe señor yo no soy Manolo… —¿Qué no eres Manolo? ¡Pues más a mi favor!” —dijo el otro.
Habría que ver si “alabar candelas” es una buena “orden del día” para nuestros días. Poner una candela encendida en un altar o seis imágenes de yeso (el Concilio Bonaerense de 1953 prohibió poner más de 7 imágenes en un solo altar) es un mínimum de religiosidad: es un acto exterior que sustituye e invita a algo interior que es la oración —y que desde luego, si no invita mas sólo sustituye, vale más que no se haga. Pero ese mínimum de religiosidad no es tanto de alabar (se alaban sólo las cosas máximas) cuanto de tolerar o permitir a lo más. Ninguna alabanza de las candelas hay en el Evangelio y es de creer que Jesucristo en su vida no encendió una sola; oraba a la luz de las estrellas y reprendió a los que oraban muy vistosamente: de hecho mandó nos escondiéramos para orar. De manera que “alabar candelas encendidas” puede ser una buena españolada; pero el que no las alaba, no peca.
Pero en fin, dejando este asunto de candelero, lo que notábamos era solamente que el campeón de la Contrarreforma puso el punto de la lucha religiosa de su tiempo en donde mismo lo puso el campeón de la Pseudorreforma, en el rechazo o acepto total de la exterioridad.
A mayor abundamiento se puede leer toda la vida del tempestuoso monje sajón y se verá que antes de su conversión o reversión estuvo sumergido en la exterioridad religiosa hasta que pendularmente se volvió con violencia hacia la interioridad, desde el rayo que mató a su compañero y lo hizo meterse fraile hasta las indulgencias que lo desfrailaron. En su tiempo anduvo de Provisor o Subprior de siete conventos de su Orden a la vez sobrecargado de negocios temporales con apariencias de sacros hasta no tener tiempo de rezar el breviario —del cual fue dispensado, puesto que al fin y al cabo “se condenaba por el bien de la Comunidad”, como el risueño monje alambista de Alfonso Daudet. Él mismo lo notó en su peculiar estilo: “Si la frailería pudiese salvar al fraile, ninguno ha practicado más frailería que yo; y no me salvó nada.” Cuando arrojó por la borda toda la “frailería” y dijo “la fe sola, la fe salva y no las obras (exteriores), la fe interna revestida de los méritos de Cristo como una hopalanda”, no se dio cuenta que arrojaba la corteza y el esqueleto de lo religioso y hasta la carne, desencarnando la fe y arrojándola despellejada y molusca a las tormentas de la imaginación o a la armadura férrea del fariseísmo.
Y no se dio cuenta de eso porque era ocamista —o como diríamos hoy, cartesiano. No entendía la distinción sutil de materia y forma, el hilemorfismo. Pensó que podían existir en lo humano formas puras. Y en ninguna parte, ni en lo religioso, pueden existir formas sin materia.
(CASTELLANI, L., Cristo y los Fariseos, Ediciones Jauja, Mendoza (Argentina), p. 19-24)
San Juan Crisóstomo
Las tradiciones y la Ley
Entonces… ¿Cuándo? Cuando había hecho ya el Señor innumerables milagros, cuando había curado a los enfermos al solo contacto de la orla de su vestido. La razón justamente porque el evangelista señala el tiempo es para mostrar la malicia indecible de escribas y fariseos, que ante nada se rendía. Pero ¿qué significa: Los escribas fariseos de Jerusalén? Escribas y fariseos estaban esparcidos por todas las tribus y, por ende, divididos en doce partes; pero los que habitaban la capital, como quienes gozaban de más alto honor y tenían más orgullo, eran los peores de todos. Pero mirad cómo por su misma pregunta quedan cogidos. Porque no le dicen al Señor: “¿Por qué tus discípulos quebrantan la ley de Moisés?”, sino: ¿Por qué traspasan la tradición de los ancianos? De donde resulta que los sacerdotes habían innovado muchas cosas, no obstante haber intimado Moisés con grande temor y fuertes amenazas que nada se añadiera ni quitara de la ley: No añadiréis a la palabra que yo os mando ni quitaréis de ella. Mas no por eso dejaron de introducir innovaciones, como esa de no comer sin lavarse las manos, lavar el vaso y los utensilios de bronce y darse ellos abluciones. Justamente cuando debían, avanzado ya el tiempo, librarse de tales observancias, entonces fue cuando más estrechamente se ataron con ellas, sin duda por temor de que se les quitara el poder que ejercían sobre el pueblo, y también para infundirle a éste más respeto, al presentarse también ellos como legisladores. Ahora bien, la cosa llegó a punto tal de iniquidad, que se guardaban los mandamientos de escribas y fariseos y se conculcaban los de Dios; y era tanto su poder, que ya nadie los acusaba de ello. Su culpa, pues, era doble: primero, el innovar; y segundo, defender con tanto ahínco sus innovaciones, sin hacer caso alguno de Dios. Ahora, dejando a un lado los cazos y los utensilios de bronce, por ser demasiado ridículos, le presentan al Señor la cuestión que a su parecer era más importante, con intento, a mi parecer, de incitarle de este modo a ira. Y le hacen también mención de los ancianos, a ver si, por despreciar su autoridad, les procura algún asidero para acusarle. Mas lo primero que nosotros hemos de examinar es por qué los discípulos del Señor comían sin lavarse las manos. Y hay que responder que nada tenían por norma, sino que despreciaban lo superfluo para atender a lo necesario. Ni el lavarse ni el no lavarse era ley para ellos, haciendo lo uno o lo otro según venía al caso. Y es así que quienes no se preocupaban ni del necesario sustento, ¿cómo iban a poner todo su empeño en tales minucias? Ahora bien, como con frecuencia se presentaba de suyo el caso de comer sin lavarse las manos, por ejemplo, cuando comían en el desierto o cuando arrancaron el puñado de espigas, escribas y fariseos se lo echan en cara como una culpa de ellos, que, pasando por alto lo grande, tenían mucha cuenta con lo superfluo—. ¿Qué responde, pues, Cristo? El Señor no se para en esa minucia, ni trata de defender de tal acusación a sus discípulos, sino que pasa inmediatamente a la ofensiva, reprimiendo así su audacia y haciéndoles ver que (quien peca en lo grande, no tiene derecho a ir con menudas exigencias a los demás., Vosotros—viene a decirles el Señor—debierais acusaros, no acusar a los demás. Mas observad cómo siempre que el Señor quiere derogar alguna de las observancias legales, lo hace por modo de defensa. Así lo hizo ciertamente en esta ocasión. Porque no entra inmediatamente en el asunto de la transgresión, ni tampoco dice: “Eso no tiene importancia ninguna”. Con ello sólo hubiera conseguido aumentar la audacia de escribas y fariseos. No. Lo primero asesta un golpe a esa misma audacia, descubriéndoles una culpa suya mucho mayor y haciendo que su acusación rebote sobre su propia cabeza. Y así, ni afirma que obren bien sus discípulos al transgredir las tradiciones, para no dar asidero a sus contrarios; ni afea tampoco el hecho, pues no quiere dar así firmeza a la ley; ni, en fin, acusa a los ancianos de transgresores y abominables, pues en este caso le hubieran rechazado por maldiciente e insolente. No. Todo eso lo deja a un lado y Él echa por otro camino. Y a primera vista, sólo reprende a los que tenía delante; pero, en realidad, su golpe alcanza también a los que tales leyes sentaron. No se acuerda para nada de los ancianos; pero, al acusar a escribas y fariseos, también a aquéllos los echa por tierra, y deja entender que el pecado es ahí doble: no obedecer a Dios y cumplir lo otro por respeto a los hombres. Como si dijera: “Esto, esto justamente es lo que os ha perdido: el que en todo obedecéis a vuestros ancianos”. Y si no lo dice así expresamente, lo da a entender al responderles de esta manera: ¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por causa de vuestra tradición? Porque Dios mandó: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldijere a su padre o a su madre, muera de muerte. Vosotros, empero, decís: El que dijere a su padre o a su madre: “Es una ofrenda aquello de que tú pudieras ayudarte”, ya no tiene que honrar a su padre o a su madre. Y, por causa de vuestra tradición; habéis anulado el mandamiento de Dios.
No es ley lo que los hombres ordenan
No dice el Señor: “Por causa de la tradición de los ancianos”, sino: Por vuestra tradición. Como también: Vosotros decís, no: los ancianos dicen”. Con lo que da un tono más suave a sus palabras. Como escribas y fariseos quisieron presentar a los discípulos como transgresores de la ley, Él les demuestra ser ellos los verdaderos transgresores, mientras sus discípulos están exentos de toda culpa, Porque no es ley lo que los hombres ordenan. De ahí que Él la llama tradición, y tradición de hombres particularmente transgresores de la ley. Y como el mandar lavarse las manos no era realmente contrario a la ley, les saca a relucir otra tradición francamente opuesta a ella. Y lo que en resumen dice es que, bajo apariencia de religión, enseñaban a los jóvenes a despreciar a sus padres. ¿Cómo y de qué manera? Si un padre le decía a su hijo: ‘Dame esa oveja o ese novillo que tienes”, o cosa semejante, el hijo respondía: “Es ofrenda a Dios eso de que quieres ayudarte de mi parte y no puedes tomarlo”. De donde se seguía doble mal: primero, que a Dios no le ofrecían nada, y segundo que, so capa de ofrendas, dejaban a sus padres privados de asistencia. Por Dios injuriaban a los padres, y por los padres a Dios. Sin embargo, no es esto lo que dice inmediatamente, sino que antes lee la ley, con lo que nos descubre su vehemente voluntad de que sean honrados los padres. Honra—dice a tu padre y a tu madre para que seas de larga vida sobre la tierra. Y: El que maldijere a su padre y a su madre, muera de muerte. El Señor, sin embargo, omite la primera parte, quiero decir, el premio señalado a los que honran a sus padres, y sólo hace mención de lo más temeroso, es decir, del castigo con que Dios amenaza a quienes los deshonran. Con ello intenta, sin duda, infundirles miedo y atraerse a los más discretos de entre ellos; y por ahí juntamente les demuestra que son dignos de muerte. Porque si se castiga de muerte a quien deshonra de palabra a sus padres, mucho más la merecéis vosotros, que los deshonráis de obra. Y no sólo los deshonráis vosotros, sino que enseñáis a otros a deshonrarlos. Ahora bien, los que ni vivir debierais, ¿cómo le podéis acusar a los demás? Y ¿qué maravilla es que tales injurias me hagáis a mí, que por ahora soy para vosotros un desconocido, cuando se ve que lo mismo hacéis con mi Padre? Y en todas partes dice y demuestra el Señor que de ahí tuvo principio esa insensatez. Otros interpretan de otro modo lo de: Don es lo que de mí puedes aprovecharte. Es decir, no te debo el honor; si te honro, es gracia que te hago. Pero Cristo no hubiera ni mentado semejante insolencia. Por otra parte, Marcos lo declara más, cuando dice: Corbán es eso de que pudieras de mi parte aprovecharte. Y corbán no significa don o cosa gratuitamente dada, sino ofrenda propiamente dicha.
Isaías condena también a Escribas y Fariseos.
Habiendo, pues, demostrado el Señor a escribas y fariseos que no tenían derecho a acusar ni transgredir la tradición de los ancianos- ellos que pisoteaban la ley de Dios ahora lo mismo por el testimonio del profeta. Como ya les había sacudido fuertemente, ahora prosigue adelante. Es lo que hace siempre, aduciendo también el testimonio de las Escrituras, y demostrando de este modo su perfecto acuerdo con Dios. ¿Y qué les lo que dice el profeta? Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, enseñando enseñanzas, mandamientos de los hombres. ¡Mirad con qué precisión conviene la profecía con las palabras del Señor y cómo de antiguo anuncia la maldad de escribas y fariseos! Porque lo mismo de que ahora los acusa Cristo, es decir, de que menospreciaban los preceptos de Dios, los había ya acusado Isaías: En vano—dice—me dan culto; de los suyos, en cambio, tienen mucha cuenta: Enseñando enseñanzas, mandatos de hombres. Luego con razón no las guardan los discípulos del Señor.
En qué está la verdadera pureza o impureza
Ya, pues, que el Señor ha asestado a escribas y fariseos ese golpe mortal, acusándolos cada vez con más fuerza por las divinas Letras, por su propia sentencia y por el testimonio del profeta, ya en adelante no habla con ellos, por tenerlos por incurables, y dirige, en cambio, su razonamiento a las muchedumbres, a fin de introducir una doctrina sublime, doctrina grande y llena de la más alta filosofía. Toman de pie de aquella cuestión minúscula, el Señor trata de otra más importante, y deroga la observancia de los alimentos. Pero mirad cuándo: cuando ya había limpiado a un leproso y suprimido el sábado y mostrándose rey de la tierra y del mar; cuando había promulgado sus propias leyes y había perdonado pecados y resucitado muertos y les había dado mil pruebas de su divinidad, entonces es cuando viene a tratar de los alimentos.
Es que, a la verdad, todo el judaísmo estriba en eso. Si eso se quita, todo se ha quitado. Porque de ahí se demuestra que también había que suprimir la circuncisión. Sin embargo, el Señor no plantea por sí mismo y de modo principal la cuestión de la circuncisión, sin duda por ser el más antiguo de los mandamientos y el que más respeto infundía. Su supresión había de ser obra de sus discípulos. Era, en efecto, cosa tan grande, que sus mismos discípulos, después de tanto tiempo, aun cuando quieren suprimirla, por de pronto la toleran, y sólo de este modo la van derogando. Y mirad ahora cómo introduce el Señor la nueva ley: Habiendo llamado a las muchedumbres, les dijo: Escuchad y entended. El Señor no trata de sentar sin más sus afirmaciones, sino que primero hace aceptable su palabra por medio del honor e interés que muestra con las gentes eso, en efecto, quiere significar el evangelista con la expresión habiendo llamado, y también por el momento en que les habla. Y, en efecto, después de confundir a escribas y fariseos, después de triunfar plenamente sobre ellos y acusarlos con las palabras del profeta, entonces empieza Él a promulgar su ley; entonces, cuando mejor podían recibir sus palabras. Y no solamente los llama, sino que excita también su atención, pues les dice: Escuchad y entended. Es decir, considerad, estad alerta, pues tal es la importancia de la ley que voy a promulgar. Pues si a estos que destruyeron la ley, y la destruyeron fuera de tiempo, por motivo de su tradición, aun así los habéis escuchado, mucho más debéis escucharme- a mí, que en el momento debido os quiero levantar a más alta filosofía. Y no dijo: “La observancia de los alimentos no tiene importancia ninguna”; ni tampoco: “Moisés hizo mal en mandarla o la mandó sólo por condescendencia”. No, el Señor toma el tono de exhortación y consejo y, fundando su razonamiento en la naturaleza misma de las cosas, dice:
No lo que entra en la boca mancha al hombre, sino lo que sale de la boca. Tanto en lo que afirma como en lo que legisla, el Señor busca su apoyo en la naturaleza misma. Al oír esto, nada le replican sus enemigos. No le dicen: “¿Qué es lo que dices? ¿Conque Dios nos manda infinitas cosas acerca de la observancia de los alimentos y tú nos vienes con esa ley? Y es que como el Señor los había hecho enmudecer tan completamente no sólo por sus argumentos, sino por haber hecho patente su embuste y haber sacado a pública vergüenza lo que ellos ocultamente habían hecho y haber, en fin, revelado los íntimos secretos de su alma, ellos, sin chistar, tomaron las de Villadiego. Mas considerad aquí, os ruego, cómo todavía no se atreve el Señor a romper abiertamente con la ley de los alimentos. Por eso no dijo: “Los alimentos”, sino: No lo que entra en la boca mancha al hombre. Lo que era natural se entendiera también acerca de no lavarse las manos. Él habla ciertamente de los alimentos; pero seguramente que se entendería también acerca de lo otro. Porque era tan estricta la observancia de aquella ley, que, aun después de la resurrección del Señor, Pedro dijo: No, Señor, porque nunca he comido nada común o impuros. Porque, aun suponiendo que Pedro hablara así por miramiento a los otros y para tener él mismo un medio de justificación ante los que le habían de acusar, pues podría alegar su resistencia y no haber logrado nada con ella, el hecho, desde luego, demuestra la mucha veneración en que tal observancia era tenida. De ahí justamente que, tampoco el Señor habló claramente desde el principio sobre alimentos, sino que dijo: No lo que entra en la boca. Y luego, cuando parece hablar más claramente, otra vez al final echa como una sombra en sus palabras al decir: Mas el comer sin lavarse las manos no mancha al hombre; como si quisiera recordar que tal fue la cuestión inicial y que de ella se trataba por entonces. De ahí que, como si sólo hablara de lo de las manos, no dijo: “Mas los alimentos no manchan al hombre”, sino que habla como si se tratara del lavatorio de las manos, a fin de que nadie pudiera contradecirle.
Aprendamos en qué está la verdadera impureza.
Aprendamos, pues, qué es lo que verdaderamente mancha al hombre. Aprendámoslo y huyámoslo. Porque también en la iglesia vemos que domina costumbre semejante entre el vulgo. Todo su empeño es entrar en ella con vestidos limpios, todo se cifra en lavarse bien las manos; pero presentarle a Dios un alma limpia, eso no les merece consideración alguna. Al decir esto, no es que no nos lavemos las manos y la boca; lo que pretendo es que nos lavemos como conviene, no sólo con agua, sino también, en lugar de agua, con virtudes. Porque la suciedad de la boca es la maledicencia, la blasfemia, la injuria, las palabras iracundas, la torpeza, la risa, la chocarrería. Si tienes, pues, conciencia de no haber tocado nada de eso, si ninguna palabra de ésas has pronunciado, si no estás sucio de tales manchas, acércate con confianza; mas si has admitido en ti miles y miles de esas manchas, ¿a qué vanamente trabajas en enjuagarte con agua la lengua, mientras llevas en ella por todas partes aquella suciedad de tus palabras, la de verdad funesta y dañosa?
Hay que orar con el alma limpia
Porque, dime: si tuvieras tus manos manchadas de excremento y barro, ¿te atreverías a hacer oración? ¡De ninguna manera! Y, sin embargo, tal suciedad no supone daño alguno; la otra es la perdición. ¿Cómo, pues, eres tan escrupuloso en lo indiferente y tan tibio en lo prohibido? ¿Pues qué?-me dirás-. ¿Es que no hay que orar? Si hay, ciertamente, que orar, pero no sucios, no con el barro entre las manos. ¿Y qué hacer, si me veo sorprendido? -Purificarte. -¿Cómo y de qué manera? -Llora, suspira, haz limosna, dale explicación al que ofendiste, reconcíliate con él por estos medios, rae bien tu lengua, a fin de que no irrites aún más a Dios. A la verdad, si un suplicante se te abrazara a los pies con las manos sucias de excrementos, no sólo no le escucharías, sino le darías un puntapié. ¿Cómo, pues, te atreves tú a acercarte a Dios de esa manera? La lengua es la mano de los que oran y por ella nos abrazamos a las rodillas de Dios. No la manches, pues, no sea que también a ti te diga el Señor: Aun cuando multipliquéis vuestras súplicas, no os escucharé. Porque: En mano de la lengua está la vida y la muerte. Y: Por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado. Vigila sobre tu lengua más que sobre la niña de tus ojos. La lengua es un regio corcel. Si le pones freno, si le enseñas a caminar a buen paso, sobre ella montará y se sentará el rey; pero si la dejas que corra sin freno y que retoce a su placer, entonces se convierte en vehículo del diablo y los demonios. Después de tener comercio sexual con tu mujer, no te atreves a tener oración, cuando ninguna culpa hay en ello; y ¿tiendes, en cambio, tus manos a Dios antes de haberte bien purificado, después de desatarte en injurias e insultos, cosa que conduce al infierno? ¿Y cómo, dime por favor, no te estremeces? ¿No oyes que Pablo dice: Honroso es el matrimonio y el lecho sin mácula?1‘1 Si, pues, al levantarte de un lecho sin mácula no te atreves a acercarte a la oración, ¿cómo saliendo de un lecho diabólico invocas aquel nombre terrible y espantoso? A la verdad, lecho diabólico es desatarse en injurias e insultos. Y la ira, como un perverso adúltero, se une con nosotros con gran placer, y derrama en nosotros gérmenes funestos, y nos hace engendrar la diabólica enemistad, y produce, en fin, todo lo contrario del matrimonio. Éste, en efecto, hace que dos vengan a ser una sola carne; mas la ira, aun a los unidos, separa en varias partes y escinde y corta el alma misma. A fin, pues, de que, puedas acercarte a Dios con confianza, no consientas que la ira se introduzca en tu alma ni se una adúlteramente con ella. Arrójala de ti como a un perro rabioso. Porque así nos lo mandó Pablo: Levantando-dice-manos santas, sin ira ni murmuraciones. No deshonres tu lengua. Porque, ¿cómo rogará por ti, si pierde su propia libertad? Adórnala más bien con la modestia y la humildad. Hazla digna del Dios a quien invoca. Llénala de bendición, llénala de limosna. Porque también por las palabras puede hacerse limosna: Porque mejor es la palabra que el don. Y: Responde al pobre, con mansedumbre, palabras de paz.
San Juan Crisóstomo: Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, Homilía 51, BAC, 1966, pag. 84-103
Guión XXII Domingo del Tiempo Ordinario
1º de septiembre de 2024 – CICLO C
Entrada: Jesús nos enseña que todo el culto exterior se ordena a la renovación del corazón como a su fin principal. Cualquiera acción de piedad que no se ordena a establecer el reino de Dios dentro de nosotros, es vana frente al legalismo puramente externo.
1a Lectura: (Dt 4,1-2.6-8) Es en el corazón donde se realiza la auténtica adhesión a los mandamientos de Dios.
2a Lectura: (St 1,17-18.21b-22.27) El apóstol Santiago nos exhorta a recibir con docilidad la palabra sembrada en nosotros.
Evangelio: (Mc 7,1-8.14-15.21-23) Cuando el interior del hombre ha sido transformado por Cristo, también lo exterior es limpio y bueno.
Preces:
(Sacerdote)Hermanos, con el corazón cerca del Señor, pidámosle humildemente por nuestras necesidades.
A cada intención respondamos cantando:
- Por el Snto Padre, el Papa Francisco, los Obispos y Sacerdotes de la Iglesia, para que la Palabra del Señor, que es fuego ardiente e incontenible, los impulse a confirmarla en la unidad y en la caridad. Oremos.
- Por todos los cristianos perseguidos a causa del nombre de Cristo, para que se les reconozcan los derechos a la igualdad y la libertad religiosa, de modo que puedan vivir y profesar libremente su fe. Oremos.
- Por las naciones en guerra, para que se derriben las enemistades que separan a los hombres enfrentados y para que sus ciudadanos sean dóciles a la voz de Dios que anuncia la paz a su pueblo. Oremos.
- Por los responsables de la justicia en los sistemas de gobiernos, para que garanticen con sus leyes el respeto y el derecho a la vida de los niños no nacidos, los ancianos y minusválidos. Oremos.
- Por aquellos matrimonios que están afrontando dificultades, para que el verdadero amor no exento de sacrificio sea la salvaguarda de la unión de los esposos. Oremos.
(Sacerdote) Escucha Padre la oración de tus hijos, y ayúdanos a convertir nuestro interior. Por Jesucristo nuestro Señor.
Ofertorio: El Padre ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza. A Él presentamos nuestra propia oblación junto con estos dones:
- Cirios como signo de nuestra fe recibida para ser difundida a todos los hombres que aún no conocen a Cristo.
- Pan y vino, que por obra del Espíritu Santo, se harán sacramento de vida para el hombre.
Comunión: La Eucaristía recibida con pureza de corazón establece en nosotros el reino de Dios, haciéndonos capaces de vivir su misma vida y de obrar según su amor.
Salida: Que nuestra Madre del cielo sea nuestra maestra y guía en las obligaciones interiores del amor, de la acción de gracias, y así formemos un pueblo santo, puro, inocente y espiritual, que pueda glorificar a Dios en todos los siglos.
La tela de araña
Un señor mandó a su criado que le limpiara el despacho. Así lo hizo, pero se dejó una tela de araña en un rincón. La vio el señor y le reprendió. Al día siguiente estaba otra vez la tela de araña, y se encontró el muchacho con otra reprensión. Volvió el criado a quitarla y volvió a aparecer la tela. Al reprenderle de nuevo el señor, el criado le dijo:
– ¡Pero si la he limpiado ya tres veces!
Y el señor le contestó:
– Lo que tienes que hacer no es quitar la tela, sino matar la araña.
Así pasa, mis hermanos, con tantos pecadores que no se enmiendan de sus culpas. Quitan una y otra vez en sus confesiones la tela, pero no matan la araña. Y claro, la tela vuelve a aparecer. Se arrepienten de sus culpas, limpian la tela con la absolución. Pero ¿qué importa? La tela vuelve a aparecer ¿Por qué? Porque no quitan la ocasión. La ocasión, como la araña, vuelve a tejer su tela de pecados. No le demos vuelta. ¿Queremos conservarnos puros?, quitemos la ocasión: ¡matemos la araña!
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 311)