(anárquica y legalista)
Como nunca hasta ahora, a mis cincuenta y seis años y medio, me he convencido de que son dos los tipos de mentalidades fundamentales que causan estragos en el comportamiento humano, y que son raíces de muchos de sus problemas: La mentalidad anárquica es ciertamente una de ellas. Estuvo de moda, con dicho nombre y todo, a finales del siglo XIX y a principios del XX, aunque en realidad venía incubándose de mucho antes; prácticamente, desde que el espíritu moderno de rebeldía empezó a despuntar en el corazón humano aún una vez más (porque, en realidad, todas las extrañas corrientes que conocemos no son sino nombres nuevos de herejías y errores antiguos, viejos como la humanidad misma). Se materializó luego en el socialismo, en el comunismo, y llegó a conocer grados inauditos de bestialidad. Pero no terminó allí: Continuó con los movimientos revolucionarios, anticulturales, antisistema, revolución sexual, socialismo del siglo XXI, revolución del ‘gender’ y revoluciones LGBT, todas ellas con las distintas variantes que quieran señalarse.
La otra mentalidad que me parece dañina es la mentalidad legalista, y en este sentido crece mi convencimiento acerca de que, en realidad, puede llegar a ser peor aún que la precedente. Su error más grande, quizás, consista en pensar que el único mal que existe viene de la mentalidad anárquica (hoy en día, el lenguaje periodístico llama a esta última progresista, siendo el “progre” la versión moderna – políticamente más correcta, hasta donde se puede – del antiguo revolucionario). Es un hecho que el socialismo, el comunismo, las revoluciones en general (y más aún ciertos experimentos locales de unos y otros, como los latinoamericanos, verdaderamente catastróficos), han fracasado abruptamente, y lo han hecho con gran rapidez. La mentalidad legalista piensa que aquel es el único mal, y que ella es la única solución. Como aquellas tendencias están hoy en decadencia, se considera que llegó el momento de ser legalista (‘liberal’ o ‘libertario’, en ciertas versiones), para poner, de una vez por todas, fin a los males. En el pensamiento de mucha gente que se dice amante de cierto orden, pero que dan amplio lugar a la iniciativa libre, esta deberá ser la solución que se impondrá, y pareciera que nos encontráramos en el momento en que, de una vez para siempre, dicha solución se presenta como final (pedimos disculpas por las reminiscencias fascistas del lenguaje empleado, pero es eso lo que muchos democráticos liberales piensan, y, sobre todo, desean).
¿En qué consiste la mentalidad legalista? Digamos que el legalista, ante todo, percibe la necesidad de cierto orden y es amante de este, aunque más por el aspecto formal del orden en sí mismo y no tanto por su contenido o finalidad. Piensa que la mentalidad anárquica destruye todo, y en parte tiene razón, porque cuando gobierna, aquella aprovecha para robar y estafar, cobra sobreprecios exorbitantes, tranza con los negocios ilegales y corrompe. Para el legalista, la mejor forma de poner un límite a todo eso, y de condenar los actos infractores, es justamente la ley y la ‘legalidad’. Cuando se tiene el imperio de la ley, y se lo hace observar, los problemas ocasionados por la mentalidad anárquica tienden a desaparecer. “Tiene que haber ley y hay que hacerla observar”, es el grito del legalista.
Este énfasis en la observancia de la ley, de por sí bueno, parece dejar al desnudo, al mismo tiempo, ciertos problemas en dicho sistema. El legalista o libertario, justamente, siendo tan detallista para hacerse preguntas, examinar detalles y formular estadísticas, parece incapaz de formularse los interrogantes esenciales que sus postulados debieran demandarle: “¿Qué es la ley?”, siendo este el primero y más necesario.
Sea escrita u oral, la ley no es sino una serie de ordenamientos, prescripciones y órdenes, para que ciertas acciones se ejecuten y otras dejen de hacerlo, por lo general públicas o que tienen pública repercusión. Básicamente, la ley es un orden. Un orden siempre es bueno, pero desde el momento en que recibe dicho nombre, es porque hace relación a algo que le es ajeno, exterior, es un ‘orden’ hacia algo, lo que puede tranquilamente llamarse fin u objetivo. De modo que la ley no es ni puede ser un fin en si misma, sino que dice relación a un fin.
Un problema no menor lo representa el fundamento de la Ley misma, y con él, su contenido. ¿Quién otorga y dictamina la ley? Se supone que un legislador lo hace. En las leyes y en los sistemas humanos, los legisladores no son sino seres humanos, provenientes de la misma masa de los seres a los cuales deben dictar y pedir que cumplan dichas leyes. En la mayoría de los sistemas de gobierno actuales, los legisladores son elegidos por el común de la gente. Dejemos de lado ahora la discusión sobre la mayor o menor legitimidad y grado de representatividad de los sistemas modernos de elección; lo cierto es que son elegidos y consagrados para tal función. ¿En que se basan para dictaminar leyes? Si quieren evitar la subjetividad y el relativismo total, producto de legislar según se les venga en gana (fenómeno que, no obstante, pareciera darse cada vez con más frecuencia), deberán basarse en legislaciones y casos anteriores (jurisprudencia), en las diversas tradiciones, en principios que se consideran inalienables e irreformables, al menos en cuanto a su sustancia, por más que transcurra el tiempo. Es esto lo que evita el subjetivismo, el cual es siempre arbitrario y peligroso.
La mayoría de los sistemas democráticos modernos reconocen sus raíces fundacionales en los grandes movimientos revolucionarios y reivindicativos de los siglos XVIII y XIX, o en algunos casos, en los movimientos llamados reformistas del siglo XVI. Pero en realidad, muchas instituciones y organismos que integran dichos sistemas habían conocido su origen mucho antes. Nadie instruido puede dudar que las corporaciones sindicales fueron una realidad durante el Medioevo, aunque en algunos aspectos su configuración fuera diversa de la que poseen actualmente.[1] Y lo mismo se diga de las Cortes, de las instituciones jurídicas y de las militares, de los hospitales, de las universidades y hasta de los bancos. En muchos casos, la mentalidad legalista debe reconocer, si pretende ser sincera, que sus raíces se remontan a un tiempo en el cual la concepción del gobierno, de la autoridad y de su origen, y hasta de los mismos derechos y de la potestad del legislador, era bien diversa de lo que es actualmente. Incluso más; por más que la sociedad moderna se gloríe de su historia y de sus raíces laicas, y pretenda situarlas a fines del siglo XVIII o durante el siglo XIX, es un dato cierto que, la gran mayoría de las personas y legisladores de aquellos tiempos creían en una serie de valores éticos, morales y hasta religiosos que permanecieron casi inalterables hasta el fin del siglo XX y comienzos del XXI. En la mayoría de las naciones democráticas, por ejemplo, sus constituciones republicanas mencionan no poco a Dios, como fundamento de todo bien, y también lo hacen respecto a la vida humana, mencionan el respeto a la conciencia e incluso a los valores religiosos. Sólo en estos últimos veinte o veinticinco años, huelga demostrarlo, se ha pretendido imponer un relativismo absoluto a nivel de la moral, de la familia, del matrimonio, de la no necesidad de creer en un Ser supremo hasta privadamente, y de la misma vida humana. Hasta hace veinticinco años y desde hace siglos, la inmensa mayoría de los legisladores, del signo que fueran, creían que el embrión humano era una persona y que el matrimonio podía sólo llevarse a cabo entre personas de sexo diverso (y hablaban propiamente de sexo, sin usar la confusa y oscura noción moderna de ‘gender’). Eran valores indiscutibles incluso entre personas de cultos diferentes y de diversas tendencias políticas. Sólo recientemente se ha puesto de moda el discutir todo y relativizarlo todo. La mentalidad legalista se encuentra así en una encrucijada y en permanente discusión; la voluntad del legislador ya no es interpretada en sentido universal (la imagen del legislador como tal, que siempre se basará en valores inmutables, superiores a la ley misma), sino en sentido particular, subjetivo y hasta caprichoso: Es la voluntad del momento del legislador, que podrá cambiar una y otra vez, sin someterse prácticamente a ningún criterio que no sea su arbitrio. Este nuevo positivismo jurídico y legal se manifiesta así mucho peor que aquel en boga en los países sajones de los siglos XVIII, XIX y primera mitad del XX, porque hasta aquel se basaba en parámetros y valores que se consideraban estables. El actual, en cambio, ya no lo hace de ese modo.
La mentalidad legalista entra así en crisis; cambia o puede cambiar casi constantemente de valores, de postulados, no cumplirá muchas veces con lo prometido en sus plataformas y propuestas, si bien buscará justificar tales cambios. Una conducta tal, que tiende a empeorarse como sucede con todas las conductas anómalas del ser humano (más aún en nuestros días), no termina diferenciándose de la mentalidad anárquica o progresista más que en detalles insignificantes. En una palabra, termina siendo prácticamente lo mismo.
El debate sobre el aborto es un claro ejemplo de cómo funcionan ambas mentalidades: La mentalidad anárquica apoyará sin más el poder abortar porque es revolucionario, porque hace depender la decisión de la subjetividad de la mujer, porque va contra las normas e instituciones convencionales, y para justificar todo eso lo bautizará como derecho. ¿Cuál derecho? El derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, al que consideran absoluto. El liberal o legalista razona un poco más; acepta los argumentos científicos acerca que el embrión humano tiene su propio ADN, su propia sangre, su propio corazón y actividades respiratorias, y, además, se da cuenta que el anárquico actúa por espíritu revolucionario. Pero los principios del legalista consisten simplemente en regirse por una ley que satisfaga a todos, o a la mayoría: Es allí donde comenzará el debate y las disquisiciones sobre cuando un embrión humano puede ser considerado persona, y si esta significa que es sujeto de derechos y deberes, porque se debe a una sociedad. Pero en realidad, la cuestión es más sencilla. No hay diferencias específicas ni fundamentales entre un embrión en el seno materno y un bebé que ya ha nacido. El segundo no ha hecho más que madurar, y salir del lugar donde ya no podía permanecer por naturaleza. Tal cambio, totalmente accidental, no puede ser tomado como base para hablar de la constitución de una ‘persona humana’, y menos aún si se la pretende definir como sujeto de deberes y derechos. En tal caso, la anatomía, la fisiología, la medicina y hasta el sentido común, muestran que el embrión humano no es parte del cuerpo de la mujer, aunque este sea el lugar donde debe gestarse. Dicha verdad debería ser suficiente para eliminar la falacia de hablar de “derecho de decidir sobre el propio cuerpo”. Sin embargo, el liberal o legalista no la utiliza porque no se guía por principios, en definitiva, sino por cálculos, los que por lo general le fracasan (como le fracasaron a Poncio Pilatos todos los cálculos para declarar inocente a Jesús, aún el recurso al terrible y cruel castigo de la flagelación, infligido a quien sabía que era inocente. Además de fracasar, convirtió al juez en reo de un crimen, lo cual contribuyó aún más a que fuera totalmente manipulado por sus enemigos).
El legalista dirá que no hay que imponer (vale decir, prohibir el aborto a los que piensan que pueden autorizarlo), pero termina él imponiendo (el aborto en cuestión si se ve presionado para hacerlo o considera que es conveniente políticamente, contra toda evidencia médica y fisiológica), y además es manipulado por el anarquista o progresista. Aunque diga que lo odia y lo combate, en el fondo trabaja para él y es por aquel controlado. La fractura entre ambas es más ilusoria que real; incluso el hablar de ‘grieta’ (en ciertos ambientes políticos y países) parece más bien una de tantos intentos de entretener a la gente con dialécticas y oposiciones que son más fantásticas que reales.
De más está decir que ambas mentalidades han hecho estragos en el ámbito cristiano y en el católico en particular. La mentalidad anarquista, bien sea disfrazada de progresismo litúrgico o teológico, o incluso de revolución socialista o marxista, ha sido origen de desastres en el campo católico, por ejemplo. Por más increíble que pueda parecer, los primeros teólogos que pensaron que catolicismo y revolución marxista eran compatibles se remontan a los años inmediatamente posteriores a la guerra mundial, y tuvieron gran auge en los años cincuenta del siglo XX.[2] De allí pasaron, en la década siguiente, al campo práctico y doctrinario, cuando influyeron de modo decisivo en muchos laicos y dirigentes católicos y líderes sindicales. Estos a su vez, pasaron al combate abierto a fines de esa década y a principios de la siguiente, siendo derrotados totalmente en los años ochenta, cuando se vieron obligados a girar hacia la llamada batalla cultural, la que combaten actualmente, con distintas banderas ideológicas, algunas de las cuales hemos ya mencionado.
Pero creo que es más engañosa la mentalidad liberal o legalista aplicada al catolicismo. Primero, porque hace creer a muchos, siempre bajo una máscara que es sólo formal, que es remedio contra la primera y que es la única que puede oponérsele. Ser ‘católico liberal’ (más allá de la contradicción del término), ha hecho creer a muchos que era posible y que era lo único presentable dentro del cristianismo. A fin de cuentas, casi a nadie le molesta demasiado creer en una doctrina exigente mientras esta sea sólo una doctrina, o mientras sea aplicable sólo para mí, sin interesarse demasiado por lo que la sociedad o los demás hagan. Siempre me permitirá ser ‘políticamente’ o ‘culturalmente’ correcto, y siempre queda la puerta abierta para que el liberalismo que exijo se aplique a los demás, lo aplique yo mismo también para mí. Para muchos, dicha conclusión es sólo cuestión de tiempo.
A eso se suma el segundo efecto, y es el poseer una concepción dividida de la realidad: El hombre se debe a Dios en el plano privado, pero se debe a una sociedad, cultura, institución o idea en el plano público. Dicha división es sólo cuestión de razón; no posee fundamento en la realidad del hombre ni de la Creación, y mucho más si consideramos esta última ser obra de Dios. Además, pasar de un ámbito a otro, como dijimos, en una cultura tan evanescente como la nuestra, es casi una cuestión de todos los días, practicada sin ningún orden ni lógica, respondiendo no a los compromisos sino sólo a los sentimientos o impresiones. No debería ser tan difícil relacionar dicha concepción que divide al hombre en sí mismo, con los frecuentes casos de patologías de doble conducta, bipolaridad, esquizofrenia o depresión que encontramos hoy con tanta frecuencia, y quizás hasta pueda investigarse una relación con los casos de insuficiencia física o crecimientos de células anormales. Porque, a fin de cuentas, se trata de un alma o de una ‘psiquis’ – si alguien prefiere el término – que no puede seguir controlando y dando forma al cuerpo donde vive.
La solución para el gran drama del hombre actual ha sido ya expuesta con claridad hace veinte siglos. Su completa exposición lleva mucho tiempo, pero existen frases que pueden resumirla de modo magnífico, o al menos resumir gran parte de su enseñanza. ¡Digan al sí, sí!; al no, ¡no! ¡Lo que de esto excede, proviene del Malo! (Mt 5,37), pareciera ser una de ellas. Desgraciadamente, la gente común, ya bastante confundida por el ambiente que nos rodea, no encuentra guías muy seguras ni ejemplos verdaderos, ni siquiera quien repita estas viejas sentencias con claridad, sobre todo de parte de aquellos que deberían guiarlos. Se escucha decir que el cristianismo no consiste en “sí o no”, sino en “más o menos”, o en un “quizás” o un “tal vez”, con el agravante que cuando se pide mayor aclaración al respecto, se responde diciendo que “yo dije, pero en realidad no quise decir”, o bien que “no dije lo que dije”, o “quizás no lo dije”, etc.
Por el contrario, sólo puede entenderse la vocación cristiana como una que contrasta con los criterios corrientes del mundo, del signo que sean, mientras sean criterios sólo inmanentes cuya mira se vuelca sólo hacia este mundo y hacia sus cosas. Al mismo tiempo, deberá entenderse que sólo la mentalidad verdaderamente cristiana, que no es anarquista ni legalista ni una mezcla resultante de ellas, puede verdaderamente curar al mundo y al hombre. Lo ha hecho otras veces, después de crisis tremendas o similares, y puede volver a hacerlo. Sólo haría falta que sus principales responsables y representantes no se lo impidan, o al menos, no trabajen para impedirlo.
Que Dios y su Madre Santísima nos lo concedan.
R. P. Carlos D. Pereira, IVE
[1] Hasta los francmasones, con todo su mensaje de culto a la libertad y contra el absolutismo, del que alardean, y del que dicen haber nacido en los siglos XVII y XVIII, reconocen un origen histórico en las corporaciones de constructores de catedrales que eran famosas ya en los siglos XII y XIII, en plena Edad Media y en pleno auge del culto de un Dios personal y trascendente.
[2] Como el teólogo y medievalista Marie-Dominique Chenu, OP, gran experto y conocedor de Tomás de Aquino. Lo aplicó según una hermenéutica temporalista y experimental, contribuyó a la llamada “teología del trabajo”, en el cual se aplicaba la praxis marxista de la historia. Inspiró el movimiento de los ‘curas obreros’, entre otros.